Adina

Adina


Parte I

Página 5 de 9

Allí estaba, en efecto, bajo la lámpara, reflejando la luz desde su resplandeciente corazón, un espléndido topacio dorado sobre un cojín de terciopelo blanco. Puso una lupa en mis manos y me urgió a que tomara asiento en una silla cercana a la mesa. Observé que la superficie de la piedra estaba trabajada mediante un elaborado

intaglio, pero no estaba preparado para la singular naturaleza de la imagen y la leyenda. En el centro aparecía una figura de cuerpo entero desnuda, que al principio tomé por una deidad pagana. Identifiqué entonces el orbe del soberano en una mano extendida, el cetro imperial cincelado en la otra, y la corona de laurel sobre la baja frente. Alrededor de la superficie de la piedra, cerca de los bordes, aparecía una cadena de figuras labradas —guerreros, caballos, cuadrigas, y muchachos y muchachas entrelazados en elaborada confusión. Sobre el conjunto de la imagen, en un friso cóncavo, se leía la inscripción:

DIVAS TIBERIUS CÆSAR TOTIUS ORBIS IMPERATOR[2]

La ejecución era extraordinariamente delicada. Tras el potente cristal que yo sujetaba con la mano, las figuras revelaban la perfección y el acabado de los mármoles más famosos y antiguos. El color de la piedra era magnífico y, ahora que su pureza había sido restaurada, su tamaño se antojaba prodigioso. Era en todos los aspectos una gema entre las gemas, un tesoro de valor incalculable.

—¿No crees que merecía la pena levantarse para estrechar la mano del emperador Tiberio? —exclamó Scrope, tras observar mi sorpresa—. Pobres americanos decimonónicos como somos, y aun así se nos ha concedido nuestra audiencia. Arrodíllate, extranjero, ¡estamos ante una magnífica presencia! No he trabajado en vano día y noche con mis trapos y limas. He dejado los siglos sin efecto… he resucitado a un

totius orbis imperator. ¿Te das cuenta, comprendes, palpita tu corazón contra tus costillas? Es evidente que no como debiera. Aquí es donde el César la llevaba, aburrido moderno… aquí, sobre su pecho, cerca del hombro, en un marco de oro tallado, rodeada de perlas del tamaño de ciruelas, juntando las dos partes de su rígida capa dorada. Era el broche de la púrpura imperial[3]. ¡Tiemble, señor! —y cogiendo la espléndida joya, la sostuvo ante mi pecho—. Ni dudas… ni objeciones… ni reflexiones… o seremos enemigos mortales. ¿Que cómo lo sé…? ¿en qué me baso? Simplemente, ¡tiene que ser así! Es demasiado valiosa como para haber sido ninguna otra cosa. Es el

intaglio más hermoso del mundo. Me ha revelado su secreto. A lo largo de toda la semana pasada, mientras yacía aquí, me ha estado susurrando latín clásico durante horas.

—¿Y te ha dicho cómo fue a parar enterrada en esa caja de metal?

—Me lo ha dicho todo… más de lo que puedo contarte ahora. Por el momento conténtate con admirarla.

Y admirarla fue lo que hice durante un largo tiempo. Ciertamente, si la hipótesis de Scrope no era válida, debería haberlo sido, y si el emperador Tiberio no había llevado nunca el topacio en su capa, no por ello resultaba mucho menos imperial. El diseño, la leyenda, la forma de la piedra, eran todos signos evidentes de que la joya había tenido una gran importancia.

—Sí, desde luego —dije yo—, es el

intaglio más bello de los que se conocen.

Scrope permaneció en silencio durante un momento.

—Di de los que no se conocen —respondió al fin—. Nadie debe saber de él nunca. Te pido que lo mantengas en secreto. No se lo enseñaré a nadie más… excepto a mi prometida, si algún día la tengo. Pagué por la posibilidad de que se convirtiera en algo grande. No podría pagar por la fama de poseerlo. Sólo podría haber sido comprado con la fortuna de un príncipe. Ser conocido como el poseedor de uno de los

intagli más bellos del mundo haría de mí un gran hombre, y no sería justo para nuestro amigo Angelo. Renunciaré a la gloria y conservaré mi tesoro por su simple valor artístico.

—Y ¿cómo expresarías ese simple valor artístico en

scudi romanos?

—Es imposible. Fija la cifra que quieras.

Miré de nuevo el topacio dorado, brillante en su nido de terciopelo, y sentí que no podría haber fuerza alguna que ocultara semejante negación de la oscuridad.

—Te recomiendo que lo pienses dos veces antes de enseñárselo a tu prometida —dije al fin.

Ignoraba, cuando hablé, que mis palabras resultarían oportunas, pues había dado por hecho vagamente que mi amigo estaba destinado a prescindir de este elegante apéndice, de la misma forma que Peter Schlemihl, en el cuento, estaba condenado a no tener sombra[4]. Sin embargo, antes de que hubiera transcurrido un mes, estaba en camino de comprometerse con una joven encantadora. «El acercamiento es mucho», dice Clough[5]; especialmente, insinúa, el que se produce en países extranjeros, y en el caso de Scrope, este acercamiento resultó particularmente directo. Su prima, Mrs. Waddington, había llegado a Roma, y con ella una muchacha que, aunque no era pariente en realidad, le ofrecía todas las oportunidades que brindan los lazos de familia, añadidas al más lejano encanto de ser una joven a quien no conocía. Adina Waddington era la hijastra de su acompañante, quien ocho años antes se había casado con un viudo, padre de una niña. Mr. Waddington había fallecido recientemente, y las dos damas comenzaban a abandonar su luto riguroso. Estos oscuros símbolos de un dolor corriente las ayudaban a parecer unidas, como de hecho lo estaban realmente, si bien Mrs. Waddington era tan sólo diez años mayor que su hijastra. Aquella era una mujer excelente, sin otro defecto que no fuera el de considerar que todo el mundo era tan bueno como ella, y el de hacer esperar en ocasiones para la cena por estar dibujando una puesta de sol. Era robusta y gozaba de un aspecto sano; se reía y hablaba ruidosamente y, por lo general, en las galerías y en los templos, era motivo de que más de un estirado cuello inglés se girase.

Mrs. Waddington tenía obsesión por las excursiones, y en Frascati y Tivoli impuso sobre diminutos burros su bien intencionada corpulencia con un deleite tal que parecía demostrar que una pasión por el paisaje, como todas las pasiones, es capaz de convertir al mejor de nosotros en alguien despiadado. A menudo había escuchado decir a Scrope que detestaba a las mujeres bulliciosas, pero perdonó a su prima su delicado entusiasmo y actuó en consonancia con su papel de escolta y consejero natural. Scrope no era egoísta en el vulgar sentido de la palabra y tenía una teoría muy concreta en relación a los sacrificios que un caballero debe realizar para seguir las normas de la buena educación, pero aun así me sorprendió la facilidad con la que las dos damas confiaron en su ayuda. La llave al misterio era la que abría tantas cerraduras: estaba enamorado de Miss Waddington. Esta gozaba de una dulce quietud que compensaba la exuberancia de la viuda. Me parecía que su bello nombre de Adina tenía una cierta correspondencia mística con su personalidad. Era de baja estatura, menuda y rubia, y su vestido negro proporcionaba una especie de esplendor infantil a su hermosura. Llevaba su cabello de color rubio rojizo anudado en centenares de bellas trenzas, como un peinado de un dibujo renacentista, y miraba el mundo desde unos serios ojos azules, en los que, tras una fría timidez, parecía brillar la trémula promesa de su franqueza una vez conociera a uno mejor. Nunca accedió a conocerme lo suficientemente bien como para mostrarse absolutamente sincera —hablaba muy poco y apenas intercambiábamos unas cuantas palabras al día—, pero confieso que encontré un encanto perturbador en aquellos ojos. Como todo ello transcurrió en silencio, no se produjo sin embargo daño alguno.

Scrope, en cambio, se aventuró a confesar su amor —o al menos, a sugerirlo de forma suficientemente elocuente. Yo no estaba tan enamorado como para sentir celos, y respiré de alivio cuando averigüé su secreto; hizo que mi opinión sobre él mejorara de nuevo. La actitud que mi amigo había adoptado respecto a la joya del pobre Angelo, a pesar de mis esfuerzos para darle una justificación filosófica, había dado un incómodo giro a nuestra amistad. Me preguntaba a mí mismo si realmente Scrope no tenía corazón y llegué incluso a preguntarme si se encontraba en sus cabales. Pero he aquí que se presentó una pasión afectuosa, sana y natural que sólo un hombre honesto podría sentir —una pasión que ningún hombre podría experimentar sin convertirse en alguien mejor. Comencé a albergar la esperanza de que la luz de sus delicados sentimientos derritiera su reticencia a entregar a Angelo aquello que le pertenecía. Su mente y sus sentidos estaban cautivados; durante un par de meses Scrope se olvidó por completo de sí mismo y dejó de utilizar su amarga agudeza como defensa de su poco agraciado rostro. Su felicidad raramente le hacía mostrarse, como se dice, afectuoso, pero me daba cuenta de que estaba enormemente satisfecho ante sus perspectivas. Más de una vez, cuando estábamos juntos, se reía de sus propios pensamientos de una forma nerviosa y extravagante, e interpreté, por su rechazo a compartirlos a cambio del penique que uno podría ofrecerle en semejantes circunstancias[6], que se trataba únicamente de la divertida sorpresa que sentía ante su buena suerte. ¿De qué manera había logrado agradar a esa exquisita criatura? Como era de esperar, la muchacha fue si cabe más reservada sobre su punto de vista del asunto. Mrs. Waddington y yo, sin embargo, al no estar enamorados el uno del otro, no teníamos otra cosa que hacer sino murmurar sobre nuestros compañeros siempre que (lo cual era muy a menudo) nos relegaban a un

tête-à-tête.

—No me cuenta nada —dijo la jovial viuda—; y antes de dar la solución a un acertijo, tengo que verlo bien claro. Mi primo no es lo que se dice atractivo, pero aun así creo que Adina está interesada en él. ¿Cómo podemos usted y yo conocer la manera en que la pasión lo haya podido inspirar y transformar? ¿Y quién puede predecir lo que una soñadora muchacha es capaz de hacer con esa terrible y pequeña pieza de maquinaria que es su corazón? Adina es una muchacha especial; es extraña, pero no caprichosa. Por lo que sé, puede que admire a mi primo precisamente por su fealdad y su extravagancia. Muy probablemente ha decidido que desea un marido intelectual, y si bien Mr. Scrope no es atractivo, ni frívolo, ni extremadamente educado, hay una gran probabilidad de que sea sabio.

La razón por la cual Adina había tomado a mi amigo en consideración era, no obstante, asunto suyo, pero que le prestaba atención era un hecho, y lo hacía con un dulce afán que de seguro le había halagado y cautivado.

Por nuestra parte, raramente hablábamos del topacio imperial; no parecía ser un asunto al que referirse a la ligera. En verdad, puede que la piedra provocara cierta seriedad en quien la poseyera y él sólo recuerdo de su lustre yacía como un peso en mi propia conciencia.

Cuando perdimos de vista a nuestro amigo Angelo, había presentido que, de una forma u otra, volveríamos a saber de él; pero las semanas transcurrían sin que reapareciera y mis conjeturas, en lo que concernía a las consecuencias del extraordinario trato que el muchacho había llevado a cabo, continuaron sin respuesta. Llegó la Navidad, y con ella las ceremonias habituales. Scrope y yo tomamos las requeridas y enérgicas medidas —era un asunto, como sabes, de puños, codos y rodillas— y conseguimos asientos para las dos damas en la Misa del Gallo de la Capilla Sixtina. Mrs. Waddington se encontraba bajo mi especial cuidado y al salir nos dimos cuenta de que habíamos perdido de vista a nuestros compañeros entre la multitud. Esperamos durante un rato en la Columnata, pero no aparecieron entre los transeúntes y supusimos que habrían regresado a casa por su cuenta, esperando que nosotros hiciéramos lo mismo. Pero al llegar a casa de Mrs. Waddington descubrimos que no habían llegado todavía. Como su ausencia prolongada exigía una explicación, se me ocurrió que podían haber entrado en la Basílica de San Pedro con los otros asistentes a la misa, y que estarían contemplando el titileo de las velas en la oscura inmensidad de la iglesia. No era del todo adecuado que una muchacha se paseara a las tres de la madrugada con un joven muy «poco atractivo»; pero «después de todo», dijo Mrs. Waddington, «ella es casi su prima». Para cuando regresaron, ella era mucho más. Fui a casa, me acosté y dormí tanto como las campanas de Navidad me lo permitieron. Al levantarme, llamé a la puerta de Scrope para felicitarle las fiestas, pero cuando me abrió, me di cuenta de que esas banales felicitaciones no estaban a la altura de las circunstancias. Tras su regreso, mi amigo se había arrojado sobre la cobertura de la cama y se encontraba tan sólo a medio vestir. Como imaginé, había visitado San Pedro con Adina y habían comprobado que las titilantes velas eran tan pintorescas como cabía esperar. Scrope se paseó nerviosamente durante unos instantes por la habitación, y advertí que deseaba decirme algo. Lo pronunció, al fin.

—Debo decirte que me ha aceptado. Estoy prometido. Soy lo que se dice un hombre feliz.

Como era de esperar, le deseé lo mejor para la ocasión y le aseguré, con ardiente convicción, que había elegido bien. Miss Waddington era la más adorable, pura e interesante de las muchachas. Pude ver que agradecía mi simpatía, pero le desagradaba expresarlo y se contentó, al tiempo que me daba la mano, con decir simplemente: «Oh sí; ella es la adecuada». Dio dos o tres vueltas más alrededor de la habitación, pero entonces se detuvo repentinamente frente a su mesa de aseo y extrajo una bandeja del neceser. Allí descansaba el gran

intaglio, más grande incluso de lo que me habría atrevido a presumir.

—Sería un bello regalo para una prometida —dijo, tras mirarlo fijamente por unos instantes—. ¿Cómo lo llevaría… cómo podría ponérselo?

—Sólo podría haber una manera —repuse yo—; como un gran medallón, pendiendo de un collar. Es innegable que iluminaría mucho más el mundo sobre el pecho de una mujer hermosa que guardado aquí, entre tus cepillos y cuchillas. Pero, en mi opinión, sólo un cierto tipo de belleza podría lucirlo adecuadamente… una belleza espléndida y morena, con la frente de una emperatriz romana y los hombros de una estatua antigua. Una joven rubia y delgada de ojos azules y dulce sonrisa parecería estar de alguna forma sobrecargada con él, y si lo viera colgando, por ejemplo, alrededor del blanco cuello de Miss Waddington, tengo la impresión de que tiraría de ella hacia el suelo infligiéndole un misterioso dolor.

Creo que Scrope se molestó ligeramente por esta crítica tan elegantemente hilada, pero sonrió mientras recogía la bandeja.

—Puede que Adina no tenga los hombros de la Venus de Milo —dijo—, pero espero que si debe inclinarse lo baga por algo más importante que por esta chuchería.

No siempre voy a la iglesia el día de Navidad, pero sí tengo la vieja costumbre de dar un paseo solitario, baga el tiempo que haga, y reflexionar, si surgen, sobre asnillos cristianos. Estas eran unas Navidades meridionales, sin nieve en el suelo, ni el sonido en el aire de las campanillas de los trineos o el humo de las abarrotadas hogueras elevándose hacia un cielo frío y azul. El día era templado, casi cálido; el cielo se mostraba gris y sin sol. Si estaba dispuesto a abrigar pensamientos cristianos, confieso que los busqué entre recuerdos paganos. Me paseé por los foros y me dirigí entonces hacia el Coliseo. Este estaba vacío excepto por una única figura, que se sentaba en las escaleras al pie de la cruz, en el centro —un hombre aparentemente joven, que se inclinaba hacia delante, inmóvil, con los codos sobre las rodillas y la cabeza enterrada entre las manos. Como no se movió ni me observó cuando pasé cerca de él, me dije a mí mismo que, estando tan inmensamente absorto a la sombra del signo de la redención, tal vez pudiera pasar por una imagen de un juvenil arrepentimiento. Dado que no se movía en absoluto, me pregunté si no se trataría de una pasión más profunda que el arrepentimiento. De repente levantó los ojos, y reconocí a nuestro amigo Angelo —no inmediatamente, sino en respuesta a un movimiento gradual de reconocimiento en su propio rostro. Aunque habían pasado siete semanas desde nuestro encuentro, su aspecto era el de un hombre tres años mayor. Me pareció que había perdido peso y ganado expresión. Su sonrisa simplona había desaparecido; no había rastro de ella en la tímida desconfianza de su saludo. Parecía más serio, más viril y mucho menos rústico. Vestía prendas nuevas de corte ostentoso, aunque las llevaba de forma descuidada y aparecían salpicadas de barro. Recuerdo que llevaba una corbata de un encendido color naranja, que armonizaba admirablemente con su pintoresco aspecto. No había duda de que se hallaba muy alterado, tanto como si hubiera hecho un viaje alrededor del mundo. Le ofrecí mi mano y le pregunté si me recordaba.

¡Per Dio! —exclamó—, claro que sí.

Incluso su voz parecía haber cambiado; era más rica y dura. Se le notaba resentido y me pregunté cómo se le habrían abierto los ojos, que fijó en mí con un mudo reproche, medio suplicante, medio amenazador. Resultaba obvio que tras reflexionar una y otra vez acerca de su exiguo trato, la sensación de error había llegado a transformarse en una especie de abogado temor. Observé todo esto con compasión conmovedora, pues me parecía que se había desprendido de algo incluso más preciado que su

intaglio imperial: había perdido su inocencia infantil esa bucólica paz espiritual que le había llevado a dormitar tan elegantemente con su cabeza entre las flores. Sin embargo, y a pesar de su resentimiento, el muchacho conservaba su ingenuidad.

—¿Dónde está el otro… su amigo? —preguntó.

—Está en casa… se encuentra todavía en Roma.

—Y la piedra… ¿qué ha hecho de ella?

—Nada. Todavía la conserva.

Sacudió la cabeza tristemente.

—¿Me la devolvería por veinticinco

scudi?

—Me temo que no. Le tiene mucho aprecio.

—Me lo creo. ¿Me permitirá verla?

—Eso debe preguntárselo a él. No se la enseña a nadie.

—Tiene miedo de que se la roben, ¿eh? ¡Eso prueba su valor! ¿No se la ha enseñado a un joyero… a un, cómo se dice… a un lapidario?

—A nadie, créame.

—Pero ¿la ha limpiado y la ha pulido? ¿Ha descubierto lo que es?

—Es muy antigua, es difícil de decir.

—¡Muy antigua! Por supuesto que es antigua. Tiene más años que los escudos que me proporcionó. ¿Cómo es? ¿Es roja, azul, verde, amarilla?

—Bueno, amigo mío —dije, tras unos momentos de duda—, es amarilla.

Me dirigió una mirada escrutadora. A continuación, exclamó rápidamente:

—Es un topacio.

—Efectivamente.

—Y está tallado… ¡eso pude verlo! Es un

intaglio. Conozco los nombres, y he pagado suficiente por mi aprendizaje. ¿Qué es la figura? ¿La cabeza de un rey… de un papa, tal vez? ¿O el retrato de alguna bella mujer sobre la que baya leído?

—Es la figura de un emperador.

—¿De cuál?

—Tiberio.

¡Corpo di Cristo! —su rostro se encendió, y sus ojos se llenaron de furiosas lágrimas.

—Bueno —dije yo—, veo que lamenta haberse separado de la piedra. Alguien le ha informado y le ha causado un disgusto.

—¡Todo el mundo,

per Dio! Como el perfecto idiota que fui, no pude guardarme el desatino para mí. Me dirigí a casa con mis once

scudi, pensando que nunca se me acabarían. Lo primero que hice fue comprar una horquilla dorada a un vendedor ambulante y regalársela a Ninetta… una muchacha de mi pueblo, de quien soy amigo. La puso entre sus trenzas, se miró al espejo, y entonces me preguntó cómo me había convertido en tan rico de repente. «Oh, soy más rico de lo que piensas», dije yo, y enseñándole el dinero le conté la historia de la piedra. Ella es una muchacha muy inteligente, sólo alguien muy astuto podría replicarle y salirse con la suya. Se rió en mi cara y me dijo que era un idiota, que la piedra valía seguramente quinientos

scudi; que mi

forestiere era un despiadado granuja y que debería haberla traído para enseñársela a mis mayores y amigos; en resumidas cuentas, que podía tomar su palabra de que había tenido una fortuna en mi mano y la había arrojado a los perros. Y, para terminar este dulce discurso, se quitó la horquilla y me la arrojó a la cara. No deseaba volver a verme nunca; antes se casaría de buen grado con un mendigo ciego en un cruce de caminos. ¿Qué podía decir? Ninetta tenía una hermana que era doncella de una elegante dama en Roma, una

marchesa, quien poseía un valioso collar hecho de viejas y bellas piedras recogidas en la

campagna. Me alejé con la cabeza baja y maldiciendo mi estupidez: arrojé mi dinero a la basura y lo pisoteé. Finalmente, para tranquilizarme, fui a beber una

foglietta[7] a la taberna. Allí encontré a tres o cuatro muchachos que conocía y los invité a varias rondas; odiaba mi dinero y quería deshacerme de él. Como era de esperar ellos también deseaban saber cómo me bahía llenado los bolsillos. Les conté la verdad. Esperaba que sus comentarios fueran más esperanzadores que los que me dio la bruja de Ninetta, pero golpearon la mesa con sus vasos y se burlaron de mí en grupo. Cualquier burro que estuviera pastando y que hubiera encontrado semejante tesoro con su hocico lo habría tomado entre sus dientes y lo habría llevado a casa de su dueño. Poco consuelo hallé en estas palabras y ahogué mi rabia en el vino. Vacié una botella tras otra, y por primera vez en mi vida me emborraché. Pero ¡no puedo hablar de aquella noche! Al día siguiente cogí lo que quedaba de mi dinero y se lo entregué a mi tío, quien lo miró fijamente y me dijo que esperaba que lo hubiera conseguido de forma honesta. Le pedí que lo donara a los pobres, que comprara velas nuevas para su iglesia, o que dijera misas para la redención de mi alma blasfema. Me sentí con ánimos y le conté la historia también a él. Me escuchó en silencio, mirándome a través de sus lentes. Una vez hube terminado, revolvió el dinero entre sus manos y se sentó por unos minutos con los ojos cerrados. De repente, lo arrojo de nuevo hacia mí. «Guárdalo… guárdalo, hijo mío», me dijo, «tu inteligencia nunca te dará de comer, ¡aprovecha lo que tienes!». Desde entonces, como puede imaginar, he estado como loco. No puedo pensar sino en la fortuna que he perdido.

—¡Oh, una fortuna! —dije desdeñosamente—. Exagera usted.

—Habría sido una fortuna para mí. Una voz me habla continuamente al oído noche y día, diciéndome que podría haber conseguido cien

scudi.

Me temo que me sonrojé; me alejé un momento y cuando miré de nuevo al joven su rostro se mostraba encendido.

—¿Tiberio, eh? Un emperador romano esculpido en un gran topacio… ¡esa es fortuna suficiente para mí! Su amigo es un granuja… ¿lo sabe? No lo digo por usted; su rostro me agrada y creo que, si pudiera, me ayudaría. Pero su amigo es un pequeño y feo monstruo. No sé por qué demonios confié en él. Vi que no me quería bien. Si hubo alguna vez alguien inofensivo, ese era yo.

¡Ecco! Es mi destino. Está bien que lo diga; lo digo y lo repito, pero decirlo me ayuda tanto como un vaso vacío pueda apagar la sed. Ya no soy inofensivo. Si me encuentro a su amigo y rechaza hacerme justicia, no responderé de estas dos manos. Como ve… son fuertes; ¡podría estrangularle fácilmente! Oh, primero hablaré con él educadamente, pero si me desprecia y me responde con maldiciones en inglés, ¡pensaré únicamente en mi

venganza!

Y con un gesto vehemente se deshizo de su sombrero y lo arrojó al suelo. Permaneció de pie limpiándose las gotas de sudor de la frente.

Le respondí brevemente, pero de forma suficientemente educada y le dije que dejara el caso en mis manos, que regresara a Lariccia y que intentara encontrar una ocupación que le distrajera de su agravio. Confieso que incluso cuando le di este respetable consejo sólo lo creía a medias. El deber del pobre Angelo no era llegar a la virtud a través de la tribulación. Su naturaleza indolente, activa únicamente por el sentimiento inmediato, habría encontrado mi prescripción de trabajo sano más intolerable incluso que su agravio. Se quedó mirándome tristemente y no respondió, pero reconoció que mi interés por él era sincero y me prometió que, al menos, abandonaría Roma y confiaría en que iba a defender su causa con imparcialidad. En el caso de que tuviera buenas noticias debía dirigirme a él en Lariccia. Así fue como supe su nombre y apellido —un nombre, ciertamente, que debería haber sido para su portador una especie de talismán contra los problemas—, Angelo Beati.

Ir a la siguiente página

Report Page