Ada

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La vieja sangre española hablaba en Rosario; el rey era sacro santo, era la majestad y el derecho, la persona a quien todos deben amor y abnegación, el dueño de vidas y haciendas... Después de Dios, el rey, y abajo del rey, ninguno... Al par que la española de raza, entusiasmábase la hija de Chile al saber que Felipe representaba, en su patria, la independencia... ¡La independencia! ¡Cuánta sangre vertida por ella; la del mismo padre de Rosario, que había muerto exhalando ese mágico grito! ¡Un rey! Felipe podía ser un rey, si no se echaba al cuello la cadena de un absurdo enlace... ¡Ah, Felipe María! ¡Rosario te salvará, y tú no sabrás nunca cuánto te ha querido la mujer que va a rehusar tu mano, que a su vez va a colocarse en la absoluta imposibilidad de hacerte daño, de atravesarse en la senda de tu grandeza y tu gloria!

Con uno de esos arrebatos humorísticos que a veces provoca el exceso de dolor, Rosario se rió. La risa era crispada, agria, discordante, pero Yalomitsa la tradujo a su manera.

-Ríete de los mochuelos... ¡Las despachaderas que les dio Felipe!

-De ellos me río, Gregorio -declaró, levantándose y paseando por el gabinete-. ¿Habían de poder más que nosotros? ¿Cuándo prevaleció nadie contra el arte, el arte sublime y divino? Yo he nacido artista, Gregorio, y artista moriré: sólo con un artista puedo unirme, sólo la vida del arte me lisonjea. Te prometo hacer a Felipe mucho bien, Gregorio... Ahora abre ese piano y toca ahí la música de la danza del chal... Estoy tan alegre, soñando en mi boda, que tengo ganas de bailarla.

Con un movimiento súbito, Rosario arrancó la flecha de oro que sujetaba su moño, y se desciñó la faja roja de crespón, para que hiciese de chal. Acordábase de la escena del final de Gioconda, y sentía no poder clavarse un cuchillo, muy agudo, que partiese de golpe el corazón, para que cesase de latir y de doler... Arqueando los brazos y cogiendo la faja por ambos extremos, comenzó aquella danza lenta y provocadora, de lánguidas inflexiones, que a veces tiene un giro rápido, como vuelo repentino de ave que se lanza al azul del cielo, y recae fatigada, columpiándose en una rama. Los negros cabellos sueltos exhalaban, al flotaren el aire, embriagador perfume de violeta, y la cabeza, echada atrás, oscilaba al ritmo suave del baile exótico... Yalomitsa reía candorosamente, hiriendo las teclas, mientras la banda roja describía espirales y venía a enroscarse al talle cimbrador de Rosario...

Al siguiente día, en la edición de la mañana del periódico La Actualidad, sección de los Ecos, que Dauff firmaba con el pseudónimo Topaze, se leían dos noticias: la salida para Vlasta del ilustre duque de Moldau, consultado con un célebre facultativo, y la boda concertada de un joven de novelesco y alto origen, con una beldad a quien servían de marco «los cuatro elementos», y de pedestal el arte... Y aquella noche, en la bandejita del correo, encontró Rosario una carta de letra desconocida; sólo contenía estos renglones:

«Si no es usted ambiciosa y quiere de veras a Felipe Leonato, no se case usted con él. Y si es usted ambiciosa, lo mismo, pues casado con usted no le queda esperanza de llegar a ninguna parte».

Rosario sonrió amargamente al arrugar la carta y arrojarla con su sobre a la encendida chimenea. No era necesario el aviso, Sebasti Miraya; no hacía falta ninguna. Antes de recibir tu anónimo estaba bien decidida Rosario. Inútil añadir grados a la calentura de abnegación que la abrasaba. Tu aviso, Miraya, era un rasgo de habilidad; era contar atrevidamente con la generosidad de una mujer, cuya alma habías leído en su rostro; pero tu aviso llegaba tarde. Hecho un rebujo, cayó en el fuego, y en cada fragmento del papel se encendió una chispa de llama; tostados ya, adivinábanse aún letras.

En el espíritu de Rosario no quedaba, desde antes de leer el anónimo, ni sombra de incertidumbre, ni rastro de egoísta vacilación. Era preciso despejar la senda por donde marchaba Felipe, y pronto, y alegremente, o al menos con tal ficción de alegría que engañase a los más perspicaces. Y Rosario, llamando a su criada, dio varias órdenes terminantes y repetidas, pidió un ponche de rom y se acostó temprano. Al otro día se levantó febril, pero disimuló las huellas de la lucha moral con esos artificios de tocador que en la juventud son infalibles y después de pasada la juventud contraproducentes. Bañada, fresca, divinamente peinada, se vistió un traje flojo de lana blanca, que sujetó al talle con un cinturón de cuero bordado de turquesas. Preparada así, subió al estudio y encontró a Viodal esfórzandose por rehacer la borrada cabeza de la Samaritana, inspirándose en la de una modelo, una jovencilla hermosa, pero de líneas poco nobles.

Se interpuso la sobrina de Viodal, y dijo afablemente a la pobre muchacha:

-Por hoy se ha terminado la sesión. Puede usted retirarse.

Apenas hubo descendido la caja de vidrio, volviose hacia el sorprendido pintor y exclamó con alarde de queja mimosa:

-¿De cuándo acá, tío Jorge, tienes tú para ese cuadro más modelo que tu Sarito? ¿Qué traiciones son estas? ¿Crees que me dejaré suplantar resignada?

-Hija mía -contestó el artista manifestando extrañeza-, no me parecía decoroso que la futura nuera de una testa corona da anduviese rodando por las Exposiciones..., en traje de hija de Samaria y de pecadora... El arte tiene sus fueros, pero no llegan a tanto. Yo respeto tu decoro.

-Mi decoro, y sobre todo, mi gusto, es que aproveches esta pobre cabeza, que no sirve para otra cosa, en tus cuadros.

-Para el tiempo que había de aprovecharla, Sari...

-Si tú quisieras... la aprovecharías toda la vida.

Viodal se incorporó, cogió de las manos a su sobrina, la llegó a sí, y mirándola de cerca y con inquietud, exclamó vivamente:

-Tú tienes algún disgusto grave, Rosario... En el eco de tu voz conozco las ganas de llorar, y que las reprimes... ¿Qué sucede? Vamos, explícate, sin cortedad...

-Tío, lo que sucede... Mira, sucede que estoy arrepentida de haber pensado en bodas. Te sobraba razón: era un desatino. Ni yo le convengo a Felipe María de Leonato... o de Flaviani... ni él me conviene a mí.

-Vamos -dijo Viodal chanceándose-, monos tenemos; riñitas de novios.

-No, tío, yo no gasto monos, ni riñas; hablo en serio... hasta cuando me río, hasta cuando canto y bailo. He reflexionado... también reflexiono... y antes se hundirá la bóveda celeste que casarme yo con Felipe María.

-Querida, siéntate -suplicó tiernamente Viodal-. Serénate; tus manitas arden. Me parece que tienes fiebre... ¿A ver? Vaya... -murmuró, aplicando la palma de la mano a las sienes de su sobrina-. Calentura, pulso alterado, de fijo... ¿Qué te ha hecho tu novio? -añadió frunciendo las cejas.

-Nada, tío, nada. No he visto más a Felipe desde que hablé aquí contigo. Di orden de que si venía a preguntar por mí, le dijesen que estoy indispuesta y que no recibo a nadie. Créeme; lo que me pasa es que he reflexionado. ¿Soy incapaz yo de hacerme cargo de las cosas? Tus advertencias eran el Evangelio: lo he reconocido, y se acabó. Para mí, como si Flaviani no hubiese existido nunca.

-¿Pero... sigues... queriéndole? -preguntó Viodal resistiendo heroicamente a sus impresiones de insensato júbilo.

-No sé -declaró Rosario-. A veces creo que te quiero más a ti. El dejarte era una ingratitud que, al fin y al cabo, me hubiese hecho desgraciada; a bien que no llegué a cometerla. Si me estimas, olvidemos este episodio... y tómame por modelo... y... y por lo que quieras... ¡Por lo que quieras!

-Piensa bien lo que dices, Rosario -balbuceó Viodal, sintiendo que no acertaba a dominarse-. No eres una niña que desconozca el sentido de las palabras que pronuncia. Tienes ya veintidós años cumplidos, y te has educado... un poco a la norteamericana. Yo paso de cuarenta. Soy un viejo. Si me haces soñar y después me despiertas... ¡Ah! Rosario, me das la muerte...!

No parecía en aquel momento Viodal ni viejo, ni siquiera un hombre maduro. Las arrugas y las tintas amarillentas que un padecimiento hepático había extendido sobre su cara larga y huesosa, inteligente y entristecida, desaparecían como por encanto al conjuro de la pasión. Sin duda era, más que un viejo, un envejecido, y la fuente del sentimiento corría viva y fresca debajo del marchito follaje de otoño. Ardorosas ilusiones transformaban su cara, chispeando en sus ojos castaños, llenos de luz, y dilatando sus labios todavía sinuosos y turgentes. La austeridad del método que Viodal había practicado, se revelaba en aquella fuerte y sana emoción, delatando un organismo rico aún de savia vital.

-También te daría la muerte al apartarme de ti -declaró Rosario, que necesitaba exaltarse en la abnegación-. No tengas miedo, no te despertaré. Yo sí que soñaba... disparates. Tú me abriste los ojos. No será Rosario Quiñones quien sirva de estorbo a mi marido. Yo estaba ciega. Ahora veo... ¡te veo a ti!

Una dulce mirada, límpida, inconmensurable como el sacrificio, completó la frase y envolvió al pintor, que con timidez suma se había aproximado a su sobrina, ocupando el ángulo del amplio diván, en esa posición que ni es estar sentado ni acabar de arrodillarse. Los que nunca esperaron una dicha grande la reciben, cuando llega, sin esa embriaguez y esa arrogancia provocativa y graciosa de los acostumbrados a ser felices. Viodal notaba en sí impulsos de pedir perdón a Rosario; de cuanto podía inspirar la seductora Samaritana, lo único que en aquel momento advertía el pintor era una compasión, una dolorosa piedad, como la que sienten las madres a la cabecera del hijo enfermo. El momentáneo arrebato amoroso declinaba a efusión espiritual, purificada, melancólica. Fue preciso que la misma Rosario alargase la mano, tomase la de Jorge, la acercase a su rostro y la besase santamente.

Mientras Rosario se arrojaba a la sima cerrando los ojos, Felipe María pasaba de la sorpresa a la extrañeza, de la extrañeza a la ansiedad y de la ansiedad a una exasperación furiosa. Las etapas de estos diferentes y sucesivos estados de ánimo, fueron como sigue.

Empezó sorprendiéndose al leer, en los Ecos de Dauff, que solía recorrer al vuelo antes de saltar de la cama y vestirse, la noticia de su boda con Rosario. A la impresión de sorpresa siguió la de extrañeza, en la cual entraba, sin que él se diese cuenta exacta de que era así, una especie de enojo: algo de apreciación malévola del hecho. Sólo por la chilena había podido saberse la noticia, pues sólo la conocían Rosario y él. ¿Era discreto en Rosario publicarla tan pronto, antes de comunicar a su futuro la opinión y el consentimiento de Viodal, antes de que la proposición la confirmase el pretendiente yendo a solicitar en toda regla la mano de la que amaba? Y Felipe, no acertando con otra razón de la ligereza de Rosario, la atribuía a un impulso de vanidad, al deseo de divulgar cuanto antes lo que la halagaba. Esta idea de Felipe era, en el fondo, una idea hostil, una idea antiamorosa; y lo que él no adivinaba era que el movimiento de desagrado al leer la noticia, nacía del mismo móvil que le había impulsado a refugiarse en el amor.

Desde la entrevista con los enviados de Dacia, el sedimento depositado en el alma de Felipe María subía fácilmente a la superficie. El trabajo que se verificaba en su espíritu nacía de que para Felipe había cambiado un sentimiento del cual se derivan necesariamente las acciones, a saber: el concepto de sí propio. Sin saberlo, quizás contra sus más firmes propósitos, Felipe María se creía otro... otro de lo que era antes, otro que el resto de la especie humana. Habiendo rehusado el alto puesto que se le ofrecía, no por eso dejaba de estimarse ya como legítimo dueño de él. Sus derechos existían y, estaban allí presentes, encarnados en su persona, unidos a un cuerpo mortal, pero consagrado, ungido por la sangre que llevaba en las venas. A la verdad, Felipe María no pensaba así; y sin embargo, así sentía. Los sentimientos no los elegimos se nos vienen, se crían como la maleza que nadie planta y que inunda la tierra. Y los sentimientos delátanse a veces en puerilidades sin valor aparente, en realidad elocuentísimas, reveladoras de la verdad psicológica, como ciertos síntomas leves denuncian enfermedades mortales.

Si Felipe María pudiese mandar en su corazón, traduciría de corrido impresiones al parecer indescifrables: vería por qué le había hecho tilín la pregunta de un servidor acerca del tratamiento; por qué le había molestado, como nos molesta el codo de un vecino de ómnibus, el familiar tuteo de Yalomitsa; por qué hombres que sólo le habían hablado durante una hora estaban siempre presentes a su recuerdo; por qué los aires dacios y el himno de Ulrico el Rojo, en especial, le habían causado involuntario escalofrío de placer; y finalmente, por qué en la noticia de su boda, que publicaba La Actualidad como si tratase de un eco semimundano, sin fórmulas de respeto, cordialmente, percibía algo que le sonaba a impertinencia y le infundía tentaciones de decir cuatro frescas al periodista...

No porque Felipe María hubiese sido excluido de su rango social dejaba de sufrir la influencia de su origen. Si hay algo que imprima un carácter indeleble, es el sacerdocio y la realeza; y más aún esta última, porque está en la masa de la sangre. Las dinastías reales suele fundarlas un hombre de acción, capaz de conquistar y de vincular en su estirpe lo conquistado. Tiene esta clase de hombres, necesariamente sanguíneos, más vehementes las impresiones, más devorador el deseo, la voluntad más incontrastable que los demás humanos. Aunque la raza degenere, la costumbre de ser obedecidos conserva íntegra la fuerza de querer y el convencimiento de que sus indicaciones son leyes. Los de estirpe regia no son vanidosos: la vanidad es una torre sin cimiento; no son tampoco capaces de soberbia ni de grosería; por lo mismo que se reconocen a gran distancia de los demás hombres, no exhiben neciamente su personalidad y saben tratar a todos con exquisita cortesía y gran dulzura. Pero este mismo cuidado que ponen en mitigar su esplendor, dice a voces que no lo olvidan ni un segundo. Y la continuada preocupación de no herir la vista de los que la elevan para mirarles, les recuerda su propia elevación y cuanto les separa del resto de los mortales, como el cuidado de esconder la garra recordaría al león que la posee.

No había necesitado Felipe María adoptar tales precauciones, puesto que jamás le habían tratado como a persona real. No obstante, algunos amigos y conocidos suyos indicaban a veces que no le tenían por un ciudadano igual a otro cualquiera. La misma humillación infligida a su madre; los pasos, manejos y trámites que precedieron a la ruptura del matrimonio; los rencores de la mujer desdeñada y ofendida; las alusiones a sucesos que siempre vivían en la memoria, eran otras tantas causas de terminantes del carácter y la complexión moral de Felipe. De estos antecedentes dimanaba su afición a la vida refinada y retirada, que satisface la altivez y los instintos de independencia, y es un medio de situarse más arriba que la multitud. La injusticia, que a veces infunde resignación, otras veces afinca en el alma, como agudo y férreo clavo, la noción del derecho. Y la levadura vieja de la ambición maternal tenía que fermentar al contacto del aire que agitaban las palabras de los dos enviados...

Por eso Felipe deseaba embriagarse con el vino de la pasión. Quería defenderse de sí mismo, y no encontraba a qué asirse más que al atractivo de Rosario, contra el cual había luchado hasta entonces. Sabía que Rosario era mujer capaz de fascinarle hasta olvidarlo todo, al menos por algún tiempo, mientras durase la fuerte y dorada tela del amor completo e insaciable; y comprendía que, casado con ella, lo imposible, poderoso como la muerte, se alzaría a guisa de muro de bronce ante su secreta codicia de grandezas. Atarse las manos, bebiendo antes un filtro, era el propósito de Felipe al entregarse a Rosario.

Y, así y todo, le molestó la noticia en el periódico. Estaba a cien leguas de suponer que procedía del pintor la indiscreción. Al separarse en el jardín, Rosario y él habían convenido en no verse hasta que el tío conociese y sancionase, de buena o mala gana, los proyectos y deseos de su sobrina. Acordaron que, una vez enterado y notificado Viodal, Rosario pondría dos letras señalando hora para la visita de Felipe, y que esta visita sería oficial: petición en regla. Nada tenía de sorprendente que se retrasase tres o cuatro días el aviso de Rosario; lo que no podía compaginarse con el retraso era la noticia a boca de jarro de La Actualidad.

Había anunciado Felipe su resolución de no volver a los «cuatro elementos», pero no pudo contener la impaciencia y el afán de descifrar el enigma, y decidió presentarse en casa de Rosario: tal vez esta le hubiese escrito, y bien pudo acontecer que, por cualquier motivo, se extraviase la carta. La primera vez que llamó a la puerta de la chilena, contestáronle que la señorita estaba acostada, con una jaqueca insignificante. La segunda, dijéronle que, si bien experimentaba mejoría, Rosario no salía aún de sus habitaciones. La tercera fue la respuesta más alarmante y ambigua: la señorita no recibía a nadie. Felipe interpeló ya directamente a la doncella, mujer madura, seria, una dueña de teatro.

-¿Le ha dicho usted a la señorita que yo advertí ayer que volvería hoy? -exclamó, clavado en la antesala y con vehementes impulsos de forzar la consigna.

-La señorita sabe que el señor ha venido dos veces -respondió la doncella, con el aire de reserva que adoptan los buenos criados al despachar a personas que sus amos no quieren recibir, sin querer tampoco agraviarlas.

Entonces Felipe la miró con expresión altanera y glacial; retirose un paso atrás, extrajo del tarjetero una tarjeta, y doblando un pico al entregarla, pronunció secamente:

-Tenga la bondad de informar a la señorita de que vine la tercera, y que estoy, como siempre, a sus órdenes.

Bajó la escalera aprisa, pues temía que, a hacerlo despacio, creyesen que esperaba ser llamado; y ya en la calle, se detuvo a coordinar sus ideas. Lo que más le escocía en aquel instante era la rozadura en el amor propio; pero apenas empezó a recapacitar, creyó evidente que tal conducta, en la mujer que casi se había desmayado de felicidad al escuchar su proposición de matrimonio, no podía atribuirse ni a vulgar desaire, ni a infundado capricho, sino que tenía que encerrar un misterio, una razón oculta, pero poderosa, decisiva. Rosario se excusaba con jaquecas y males. ¿Por qué no admitir la excusa? ¿Quién era capaz de afirmar que la misma emoción no había alterado la salud de Rosario?

También podía suceder que Viodal hubiese prohibido a su sobrina recibir a Felipe. Esta hipótesis era inadmisible para quien conociese el carácter y los principios de Viodal; pero nadie hace justicia a sus rivales, y Felipe, revolviéndose contra lo que le pasaba, se fijó obstinadamente en la explicación más lógica en apariencia, y en realidad más absurda. Sin tardanza volvió a subir las escaleras y llamó al ascensor, decidido a explicarse con Viodal: pero era día de puertas cerradas; el ducho y provecto criado del pintor, que servía la caja forrada de raso, respondió a la pregunta de Felipe y a la orden de subirle, que el señor Viodal había salido.

Nada nos empuja a andar y movernos como el resquemor de la incertidumbre. Felipe sentía hormigueo en las piernas y picor rabioso en el alma. Empezaba a suponer que el tío y la sobrina se concertaban para jugarle aquella partida incomprensible. La idea era enloquecedora... ¿Qué hacer para salir de dudas? No cabía ni pensar en forzar puertas: un galantuomo no entra sino por las que de par en par le abren, y Felipe guardaba estrictamente, por altivez, por costumbre, el código de las conveniencias sociales, la ley, del buen gusto. Sin embargo, le sobraba derecho a una explicación, ¡y era preciso que se la diesen, y clara y categórica!

Hora y media hacía que caminaba exasperado, cuando las piernas le trajeron al centro de París, al hirviente y espléndido bulevar de Italianos. Delante de una puerta donde se leía en colosales letras doradas L’Actuelité, diole un empujón un hombre que salía precipitadamente, y que no era otro sino el cronista Dauff, petulante distraído, con su ancha barba roja y sus eternos quevedos de acero, que le habían abierto dos surcos amoratados, casi dos llagas, a derecha e izquierda de la nariz. Dauff, aunque era el culpable del encontrón, se volvió colérico, dispuesto, sin duda, a soltar un bufido; pero al conocer a Felipe María, la expresión de su rostro varió de un modo extraño; reveló preocupación o más bien inquietud indefinible. «Parece que se ha mosqueado al verme», observó Felipe, e instantáneamente, fijo en lo que le interesaba, relacionó tres hechos, que al parecer, no guardaban conexión, pero que debían de estar enlazados por hilos misteriosos: la noticia intempestiva publicada por Dauff, la encerrona de Rosario y Viodal, y la alarma del cronista, en otras ocasiones tan expansivo y hasta tan pegajoso.

Fue, pues, derecho a Dauff y le tendió la mano, demostración a la cual correspondió el otro no sin torpeza y recelo; y después del saludo, le interpeló como en bronca:

-Me alegro de encontrar al pontífice casamentero... ¿Quería usted escabullirse? No vale.

-Celebro que lo tome usted tan campechanamente -respondió Dauff tranquilizándose-. La verdad, esperaba una filípica...

-¿Por la noticia? -interrogó Felipe aventurándose, resuelto a tirar del hilo y que saliese el ovillo.

-Justo. Para usted habrá sitio desagradable, lo conozco; pero crea que tampoco a mí me ha sentado bien, y el director está que brama, porque es hombre que tiene la manía de realizar el imposible periodístico de la información impecable, ¡como si un diario fuese un documento! Cada noticia-buñuelo le atesta un ataque de bilis; figúrese usted cómo me habrá puesto...

Ni por alegar que habiéndomelo dicho Viodal, Viodal en persona...

-¡Ah! -exclamó a su pesar Felipe María.

-¿Ve usted cómo usted mismo se admira? Vamos, si es de las cosas más extraordinarias... ¡Mucho ojo necesitamos los periodistas! Sí, señor; es mi justificación; habérselo oído a Viodal, que hablaba bien seriamente... Por fortuna no me lo dijo a solas; si no, hasta dudaría de mis oídos... Nordis estaba presente; como que del taller nos fuimos a almorzar juntos a ese figón con pretensiones que llaman café Riché... Y reconocerá usted que Viodal de todo tiene trazas menos de bromista. ¡No le rebosa a Viodal la alegría por los poros!

-Entéreme usted, Dauff -suplicó Felipe-. A ver si desciframos un caso tan singular, y que me interesa, como usted comprende.

-¡Naturalmente! -dijo echándola de sagaz el cronista, satisfecho de que Felipe no le increpase-. Si usted quiere, entraremos en el café del Gran Hotel y tomaré mi ajenjo; a eso iba disparado cuando tuve el gusto de encontrar a usted.

Ya con la copita de verde licor delante, el afrancesado alemán dijo sobándose su roja barba:

-Crea usted que yo estaba a mil leguas... Fue Nordis el que me recogió en su coche, y pensamos... no, si hasta la ocurrencia fue de Nordis... pasar un instante por los elementos, para ver cómo adelantaba el cuadro del Salón, que es de punta, aunque ese veleta de Loriesse ha dado ahora en la flor de rebajarlo sin piedad... Pues nada, subimos... y en vez de encontrar a Viodal trabajando en la Crucifixión, ¿qué dirá usted que hacía? Raspaba con un cuchillo la cabeza de la Samaritana...

Felipe María se estremeció segunda vez...

-Le reprendimos... ¡la cabeza era preciosa! ¡y un parecido con Rosario! Una mirada de voluptuosidad y de aspiración ideal, todo reunido... ¡no me pregunte usted cómo, ese es el secreto del arte! Yo, por costumbre ya, por el maldito oficio, le hice la pregunta sacramental: «¿Qué hay de nuevo?». Y al instante me soltó el escopetazo: «Mi sobrina se casa con Felipe María Flaviani». Mire usted, yo tenía mis barruntos... no precisamente de boda, pero de flirtación... y como Rosario es una mujer de esas por quienes no es de extrañar que arda Troya... lo creí... ¡Lo creería cualquiera! Lo único en que me he fijado... pero después, ¿eh?, no la echo de adivino... es en que Viodal hablaba como exaltado, como mortificado, con un tono raro y violento... ¡Pero Nordis... encontró una explicación plausible! Por mi parte me guardé bien de preguntarle a Viodal si la noticia era reservada. Temí que dijese que sí y perder un bonito eco sensacional. ¡Siempre el pícaro oficio!... Cuando salimos consulté a Nordis, que me trató de inocente, jurándome que Viodal sólo deseaba publicidad y reclamo. «Como todos los artistas», añadió.

-¿Y no hubo más?

-Aquel día no. Hago mi eco, sale, estalla como una bomba... y al otro día, estando yo al rento, ¡pataplum!, Viodal entra como un bólido. «Que me maten -pensé- si no tenemos rectificación. Aguantemos el chubasco». ¡Pero sí, buena rectificación te dé Dios! Retractación es lo que se pedía. «¡Ha propalado usted una falsedad!». «Pero, querido artista -dije encomendándome mentalmente al santo Job-; ¿no ha sido usted mismo quién?...». «¡Por Dios, una chanza! No le hacía a usted tan poco perspicaz...». «Yo sí que no le hacía a usted tan bromista...». «En resumen, Dauff, es preciso, ¿lo entiende usted?, que La Actualidad desmienta rotundamente esa paparrucha...». «¿Usted cree que La Actualidad es algún molino de viento: ¡Bonito se pondrá el director!». «Sin cuidado me tiene; o se desdicen ustedes o les desmiento yo...». «Diremos que se ha deshecho la boda». «No, señor; que jamás se pensó en ella...». Francamente... estuve por mandarle a escardar cebollinos... que es lo que se merecía; pero el oficio le tiene a uno ya tan curtido y tan flexibilizado, que opté por calmarle, asegurándole que rectificaríamos, y rogándole sólo que me dejase buscar una fórmula conciliadora para mi amor propio y para la infalibilidad del diario...

-¡Vaya un lance! -exclamó Felipe, fiándose en la locuacidad del cronista para saber lo demás.

-¡Un lance! Dos lances dirá usted... porque apenas acababa de volver las espaldas el pintor, cuando ¡paf!, me cae encima el otro... mi colega de Oriente... ¡y qué apremiante venía! Sólo que este, al menos, alegaba razones... no era corto el otro, que después de que tuvo la culpa... ¡Ah! ¡Miraya es un mozo de chispa!

-Miraya vale mucho -asintió Felipe, que tenía el alma pendiente de los labios de Dauff.

-¡Oh! ¡Ese sí! Pues traía la misma pretensión... Que desmintiésemos... Pero fundada...

Y Dauff sonrió con una especie de guiño de inteligencia.

-Sí, fundada... -prosiguió viendo que Felipe no respondía sino con otra sonrisa-. He visto claro y he comprendido cómo la noticia tenía que molestarle a usted. Usted está en un caso distinto de todo el nutrido. Debo añadir que La Actualidad se encuentra dispuesta a hacerle a usted la campaña, no de frente, porque al fin es preciso guardar miramientos a Rusia, donde se nos lee mucho, pero con habilidad y bajo cuerda... Yo me encargaré de amansar al director... La Actualidad, en tres meses, populariza una causa en Europa...

Felipe no respiraba casi. Ya distinguía la luz que iluminaba aquel negro caos.

-¿Y sabe usted que es un chico muy simpático ese Miraya? -insistió Dauff-. Tiene talento. Conoce nuestra literatura... ¡pero a fondo! Se sabe mis Ecos de memoria. Me aseguró que trataba de adaptarse a ese estilo en El Porvenir daciano, un periódico del cual es lástima no entender ni la letra... Así y todo, traduciremos algo de su amigo de usted Miraya.

-Después de la entrevista con Miraya, ha comprendido usted bien que... -murmuró Felipe fingiendo paladear a su vez un sorbo de bitter.

-He interpretado -declaró con suficiencia Dauff-. Basta con pocas palabras... Al buen entendedor... Miraya me suplicó que fuese siempre muy cauto en las noticias referentes al «ilustre señor» Felipe María de Leonato, porque su condición de hijo de un monarca reinante le exponía a calumnias y complots de todo género. La boda -añadió- es, sin duda, un canard...». «¡Y tanto! -respondí-, pero el autor del canard es el tío de la novia... y, acaba de estar aquí, para rogar que la desmintamos». «¿Lo está usted viendo?», gritó Miraya contentísimo. «Sí; pero una cosa es que lo vea y otra que, me lo explique. El proceder de Viodal es raro, cuando menos. Felipe debe de tener la clave... ».

-Le aseguro que no -afirmó Felipe en tono natural-. No he visto a Viodal hace lo menos... ocho días; y cuatro estuve en el taller por última vez, no hablamos nada que importase. Habrá sido una genialidad de artista.

-De artista... o de hombre... -indicó Dauff- porque le tenía trastornado el meollo su sobrina... Cuando uno es psicólogo... y perro viejo... esas cosas...

Reprimiose con esfuerzo Felipe. Dauff prosiguió:

-En fin, ¡me está costando una famosa jaqueca la tal noticia! Por eso me sobresalté al encontrarle. Creí que también usted venía a hostigarme para que desmienta... y como hace días que batallo con el director... y no adelanto una pulgada... Tres acometidas le he dado... por cierto que en una de ellas estaba allí en su despacho el conde de Nordis, que me defendió, que salió garante de mi veracidad... y nada, que La Actualidad no es ningún zarandillo, que no vale la pena, que ya se desmentirá por sí misma la noticia si es falsa, que peor para Viodal si gasta bromas necias, y que así se mirarán antes de cantar a un periodista una grilla y comprometer a un periódico serio... Este es el conflicto, y gracias que no lo agrave usted... No olvide que La Actualidad es la lanza de Aquiles... ¡Podemos hacer subir el papel Leonato!...

Un cuarto de hora después, parado Felipe ante el escaparate de Goupil, como si admirase las curiosas estampas, sólo pensaba en lo que ya creía evidente: la complicación traída por los celos de Viodal, y mezcladas con ella las maniobras de Miraya y del conde de Nordis... ¡Pero Rosario! ¿Qué papel jugaba en esta intriga Rosario? ¿Era cómplice de su tío? ¿Le había dado ella la noticia de su boda? ¿Era ella también la que le encargaba de desmentirla? Y si era inocente, ¿cómo guardaba silencio, cómo no enviaba dos renglones, cómo se parapetaba tras de su encerrona, cómo despedía a Felipe en la puerta?

-Será preciso acabar de desenredar la madeja, cueste lo date cueste -pensó, mientras la duda y la sospecha cruel le hacían zumbar el cráneo.

Felipe tomó un coche para llegar a su casa sin dilación. Encerrose en el despacho-biblioteca, y apoyando los codos en la mesa escritorio, pensó, discurrió, redactó mentalmente una carta, la trasladó después al papel, y, descontento, pareciéndole que allí no se concentraba bien la médula de su intención, desgarró dos o tres borradores. Al fin sacó uno en limpio, y, cerrado el sobre, lo selló, hincando en el blanco lacre un precioso camafeo griego, engarzado en un mango de oro. Después llenó un petit bleu. Llamó y encargó a Adolfo el pronto despacho de ambas misivas, una que debía entregarse en propia mano, otra telegráfica.

Como medio de entretener su impaciencia y rastrear algo del misterio en que se envolvían los sucesos más recientes, se le había ocurrido llamar a Sebastián Miraya. El hecho era innegable; a pesar de su repulsa, Miraya seguía considerándole candidato al trono. ¿Qué podía hacer Miraya en París sino continuar sus trabajos iniciados, llevar adelante la conspiración felipista?

-Después de todo -se decía Felipe-, en su lugar, acaso hiciese yo otro tanto. No es obstinación, es patriotismo, en ellos, el no desalentarse y, el buscar medio de comprometerme. Miraya recibe, sin duda, instrucciones y recursos de allá... Lo que me extraña es que no hayan intentado volver a verme... ¡Con qué dureza les recibí! -Y la idea de conversar con Miraya causó a Felipe una de esas impresiones de exaltación pasajera y grata que siente: la mujer cuando encuentra en alguna parte, impensadamente, al enamorado que desairó y que la quiere todavía...

A Miraya iba dirigida la esquela-telegrama. Recordaba las señas del hotel del periodista, y con reservada fórmula le señalaba hora para aquella misma noche, y si no para la mañana siguiente. Al dar este paso, Felipe creía, con cierta buena fe, que obedecía únicamente al deseo de interrogar a Miraya sobre la famosa rectificación. Capaz sería de decir que le calumniaba quien asegurase que, al intentar aproximarse a Miraya después de una despedida que parecía definitiva, le arrastraba el imán de un sueño de grandeza, el fiat apagado de la voz que se recata en lo más hondo de nuestra ciega voluntad...

No se equivocó Miraya en este punto al recibir la tarjeta. Una sonrisa de triunfo brilló en su inteligente y plebeya boca.

-Muerde el cebo... -pronunció en alto, con jubilosa entonación. Y cinco minutos antes de la hora señalada, con la puntualidad excesiva que es de rigor en las audiencias, Miraya llamaba a la puerta de Flaviani y decía desenfadadamente: «Anúncieme usted a Su Alteza». Y Adolfo, cogiendo la ocasión por los cabellos, se apresuró anunciar, sin la menor protesta por parte de su amo: «El señor Miraya desea saber si Su Alteza puede recibirle».

Introducido en el fumadero, Miraya aceptó una taza de café exquisito, una regalía y una copa del famoso cognac de naufragio. Peros momentos después de la llegada del periodista, tocó Felipe el timbre de plata y dio a Adolfo esta orden inverosímil: «Si viene por casualidad Yalomitsa... decir que he salido y no dejarle pasar de la puerta». Y Adolfo, criado modelo, no pestañeó al contestar impasible: «Bien está».

Vacías las diminutas tazas, encendidos los tabacos, en el recogimiento de aquel mismo fumadero oriental, en cuyas telas de colorines parecían jugar aún las bravías y estridentes notas arrancadas por el bohemio al violín y el cántico feroz de Ulrico el Rojo, Felipe dijo a Miraya:

-¿Adivina usted la causa de que le haya suplicado que viniese?

-Señor... -contestó Miraya, pesando sus frases-. Mis deseos pueden engañarme, y temo que Vuestra Alteza me despierte de un sueño halagador. ¡Ah! Si Vuestra Alteza me llamase para decirme que, en un momento de abnegación, nos otorga lo que le hemos suplicado, el día de hoy sería una gran efeméride en la historia de Dacia. ¿Y por qué no? Una inteligencia como la de Vuestra Alteza debe de ser el mejor consejero.

-Maldito si he pensado en política, Sebasti -respondió Felipe, sin notar que aquellas palabras evasivas dejaban abierta la puerta a todas las suposiciones que Miraya consideraba halagüeñas-. Crea usted que la política andaba por las nubes cuando se me ha ocurrido molestar a usted.

-Entonces, también adivino -respondió Miraya, apoyando como al descuido en el significativo adverbio-. Apostaría la cabeza a que se trata de cierto eco de La Actualidad. Dauff, cumpliendo un deber, habrá venido a excusarse con Vuestra Alteza...

-Me pinta usted un Dauff visto al través del entusiasmo dacio... No, Miraya... Le tropecé casualmente en el bulevar... y platicamos un poco...

-Plática desagradable -declaró Miraya sencillamente-. La noticia era una impertinencia del género nocivo. ¡Y tan nocivo! Si yo lo dudase, me bastaría la actitud de Nordis...

-Sí, Nordis parece que intervino... Por cierto que no me explico bien su papel...

Sacudiendo la ceniza, Miraya respondió, como si hablase consigo mismo:

-Bien montada tiene la policía el Gran Duque. Ocho horas después de nuestra salida, tomaba el tren para París ese conde de Nordis, que es el brazo derecho y el factotum de nuestro enemigo. La cartera de Nordis venía atestada de letras y billetes, de seguro; porque el Gran Duque sabe que hay momentos en que un franco vale un luis...

-Hágame usted el favor de aclarar todo esto -exclamó Felipe-. ¿Para qué ha traído dinero Nordis? Me parece que el combatir la candidatura de una persona que empieza por renunciar; no exige grandes dispendios...

-Señor, el hermano del Rey, no comprende que Vuestra Alteza haya podido renunciar... Le inquieta el movimiento que se ha iniciado en Dacia. Es pasmoso... digo, no, es natural; porque la idea estaba madura, y sólo faltaba la chispa que inflamase la pólvora... Un ejemplo: el Gran Duque había prohibido la entrada en Dacia de un sólo retrato de Vuestra Alteza. Pero yo revolví todos los taller es de fotografía de París, a caza de un buen cliché. En casa de Nadar descubrí uno soberbio, de busto... lo que se deseaba. Encargo copias... ¡Este París! En pocos días, centenares... Y allá van las copias, y a estas horas las damas de Dacia tendrán en su gabinete la fotografía, adornada con lacitos de los colores nacionales, rojo y blanco... Los lacitos se me ocurrió que fuesen de aquí también. Servirán de divisa a los felipistas... No estoy descontento de la idea. El sorprendente parecido de Vuestra Alteza con el Rey nos da andado la mitad del camino.

-Yo suponía -observó Felipe, dejándose llevar insensiblemente a donde quería Miraya- que en el país no conocían mi existencia...

-Mucho se ha trabajado para que así fuese, pero hemos roto la telaraña. Hoy el pueblo, la nación, la opinión verdadera, y sobre todo los que desean tener una patria independiente, cifran sus esperanzas en Felipe María. El hecho de la coalición es bien significativo. Ni el duque de Moldau puede sufrirnos, ni nosotros resistimos a ese partido fanático y de estrechísimo criterio, que desea volvernos a los tiempos de Ulrico; y, sin embargo, nos hemos aunado sinceramente. El clero católico, temeroso de que Rusia imponga a Dacia su confesión cismática, es en masa de Vuestra Alteza. Y el mismo ejército -el gran baluarte del príncipe Aurelio-, el mismo ejército... no puede adivinar que lo tenemos minado. Por hoy, los felipistas no se dan cuenta de su fuerza; temen y se recatan en la sombra; es nuestro período de las Catacumbas. Ya saldremos al sol, y bien pronto. Con la aquiescencia de Vuestra Alteza...

-No he dicho eso, Miraya -objetó Felipe.

-No hace falta decir: basta no oponerse abiertamente -se apresuró a declarar Miraya-. El no oponerse es en Vuestra Alteza un deber de conciencia... Perdón si me expreso con tanta libertad. No le pedimos que alce la bandera; ¡pero no nos la arranque de las manos! Nosotros la tremolaremos; nosotros se la entregaremos triunfante.

-Otro pero, Miraya... y no se exalte usted; ahora, a sangre fría, debe usted comprender que yo tengo razones poderosas...

-Señor, razones no... ¿Se me permite hablar atrevidamente? Pues lo que tiene Vuestra Alteza son sentimientos, son heridas del alma, son quemaduras de agravios, son tristes recuerdos de la niñez y de la primera juventud... Cosas individuales... En cambio, los intereses que representa Vuestra Alteza, son colectivos, generales: el porvenir de un pueblo noble y ansioso de progreso. ¡Ah! ¡Y Vuestra Alteza lo comprende!... ¡Si una... persona... muy desgraciada... pudiese volver a la vida... aconsejaría a Vuestra Alteza el olvido y el perdón!

-Le ruego a usted -exclamó Felipe rehuyendo por segunda vez una contestación explícita, que era cuanto anhelaba el insinuante orador-, que dejemos eso. No me siento en vena de pensar en nada colectivo... como usted dice... Tiempo hay de hablar largo y tendido de política...

-Lo habría, señor -insistió Miraya-, si Vuestra Alteza no cerrase la puerta a su más adicto partidario... Mal podemos hablar, si no me es permitido ver a Vuestra Alteza. ¡Y qué interesante va a ser ahora la política de Dacia! Aquello está en punto de caramelo fino. Permítame que venga alguna vez... o mejor dicho, que nos encontremos por ahí, lo cual sería preferible, a causa de la bien montada policía de Nordis. ¡Convendría tanto que creyese ese hombre que Vuestra Alteza ignora lo que se trabaja allá!

-Usted decía -preguntó Felipe volviendo al punto de partida de sus preocupaciones- que Nordis, en la cuestión de La Actualidad...

-El papel de Nordis en todo estor es más claro que la luz. Las circunstancias no le han permitido emplear su sistema cauteloso de otras veces. Dauff, que es un parlanchín, me ha puesto a mí sobre la pista. Parece que estaban los dos en el taller del pintor Viodal, o, como aquí dicen, en los Cuatro elementos, cuando el pintor, no se sabe por qué, anunció que su sobrina...

-Se casaba conmigo -añadió Felipe.

-Justo... ¡Figúrese Vuestra Alteza el regocijo de Nordis! Como que la noticia le hacía a él la jugada... Ya veía nuestro partido en Dacia hundido, disuelto, y la candidatura felipista desechada como tantas soluciones efímeras... Al salir de allí no tuvo Nordis más que soplar sobre la natural ligereza de ese Dauff, que es un botarate de raza sajona, un botarate pesado, es decir, botarate dos veces... ¡A trompetear la nueva, a lanzarla a los cuatro vientos! Y Nordis se retiró frotándose las manos y dando gracias a la suerte caprichosa: como que había encontrado en Vuestra Alteza el mejor auxiliar, y ya consideraba la batalla ganada definitivamente, y podía pedir la cuenta en el hotel, echar las correas a la valija y decirle al Gran Duque: «A dormir a pierna suelta, esperando que el Rey cierre el ojo».

Felipe mordió ligeramente su bigote rubio. Empezaba a trabajar en él ese sentimiento singular, pero tan humano, que nos impulsa a dirigir nuestra conducta, no por el móvil del propio gusto, sino por el del disgusto de nuestros enemigos.

-Sale la noticia y cae en Dacia como una bomba el telegrama de la Agencia... Empiezo a recibir telegramas yo también, con preguntas veladas; Stereadi me escribe, en cifra convenida, una carta que parte el corazón... Aquí la tengo; se la leeré a Vuestra Alteza después... Yo, a la verdad, no sabía qué hacer ni qué decir... A la ventura me voy a ver a Dauff, y, ¡cuál sería mi gozo al oír de sus labios que el mismo Viodal desmentía, y con obstinación y empeño, el canard... que ya le podemos llamar así! Entonces... como sobre ruedas, señor; no había más que rectificar, nos traía ventajas el mismo error, porque en Dacia lo atribuían a manejos de nuestros enemigos... Pero habíamos contado sin la huéspeda... La huéspeda es Nordis... Se ha metido en el despacho del director de La Actualidad... y al salir de allí el agente del Príncipe, el director se negaba terminantemente a la rectificación... Esto es un mal; por mucho que yo desmienta escribiendo allá, nada equivale a la palinodia del mismo periódico.

-¿Y cómo ha conseguido Nordis?...

Miraya se rio alto, de un modo bien poco cortesano y hasta poco cortés, y haciendo un ademán expresivo, frotó el índice contra el pulgar.

-Ya les he dicho a Stereadi y a los otros, a los antiguos, a la gente adinerada y sólida, que no sean tacaños... pero hasta hoy lo han sido... Y el que quiere conseguir algo, tiene que aflojar... Que reciba yo mañana el trigo que me anuncian, y verá Nordis si puede sostener el embuste. ¡Ah, señor! -continuó con efusión casi lírica y variando de tono-. ¡No temo yo a Nordis, y hasta creo que le venzo sin recursos, con tal que Vuestra Alteza no me lo impida! Fuerte contra todos, débil contra uno solo...

Felipe no respondió más que ofreciendo al periodista otra copa y un puñado de cigarros. No quería enterarle de nada que a Rosario se refiriese; no sospechaba que Miraya había seguido a la chilena el día de la entrevista en el jardín, ni menos que la hubiese escrito aquel anónimo, en el cual creía el periodista adivinar la razón secreta de que Viodal desmintiese la noticia divulgada por él mismo... Mientras Felipe, a pesar suyo, sufre la influencia de esas simpatías y de esos odios que desde un lejano país vienen a buscarle, Miraya ve en su camino un obstáculo: una mujer morena, de inmensos y ardientes ojos, de silueta airosa y perturbadora... ¡Ya lo había adivinado él! Barco que no sigue la corriente...

-No crea Vuestra Alteza -indicó, mientras echaba sueltos en el bolsillo los exquisitos cigarros-, que en Dacia se han forjado la ilusión de que sea un santo el príncipe heredero. Puede que los del partido antiguo -aunque por cuenta propia no dan el ejemplo más edificante- se asustasen de cualquier futesa... Lo que es los nuestros, casi creo que se alegrarían de saber que Vuestra Alteza... en fin... es como los demás débiles mortales... ¡No faltaría otra cosa! Las cuestiones de mujeres..., ¡pch!.... no tienen...

Detúvose Miraya, porque había visto a Felipe fruncir el ceño, y comprendió que estaba en terreno resbaladizo y peligroso.

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