Ada

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-¡Un matrimonio, en cambio, es tan grave! -añadió suspirando, como si le apenase la severidad del deber-. ¿Y qué se le figura a Vuestra Alteza? ¿Que los dacios no habían soñado ya con algo que sería un golpe decisivo? En Vlasta se venderán pronto retratos de la princesa de Albania, al par que los de Vuestra Alteza, con sus correspondientes lacitos blancos y rojos... Albania, sostenida por Austria e Italia, desde hace años, contra Rusia, es para nosotros el símbolo de la independencia. Unir el principado de Albania a la corona de Dacia constituye parte de nuestro sueño nacional. Con el enlace albanés, ni dos meses resiste el partido de Aurelio; habríamos consolidado el triunfo... En fin, ya sé, señor, que, por desgracia, somos unos locos, unos ilusos, a quienes extravía el amor de la patria... ¿Me permitirá Vuestra Alteza el consuelo de hablarle algunas veces... o me expulsa ya para siempre?

-¿Tiene usted teléfono en el hotel, Miraya?

-Sí, señor -respondió el periodista, estremeciéndose de gozo-. Y esperaré todas las mañanas... hasta la una... las órdenes de mi Príncipe. En cuanto a la rectificación de La Actualidad... o mucho me engaño... o ya veremos si de esta vez me río de Nordis.

El criado de Felipe tenía orden de no volver de casa de Rosario sin respuesta a la carta que llevaba. A fin de evitar que le dijesen que la sobrina de Viodal había salido, escogió la hora de la mañana para entregar la misiva. Volvió poco antes de las doce y entró, asaz mohíno, en el despacho donde Felipe tenía abierto un libro, pero no leía. Y a la afanosa pregunta de su amo, respondió con visible temor de ser reprendido:

-La señorita Rosario dice... que ya contestará.

-¿No te ha dado nada? ¿Es que no has aguardado?

-He aguardado más de una hora... Y el viejo del ascensor es el que vino dos veces a decirme que era inútil esperar, que ya mandarían aquí la respuesta...

-Bien, vete...

Una exasperación violenta se apoderó de Felipe; una ola de ira le inundó el cerebro, quitándole la razón. Quedábale el discernimiento suficiente para comprender que estaba loco, pero no la fuerza de voluntad para dominar el acceso de esa locura. No podía explicarse la conducta de la chilena, y el misterio y el silencio le sacaban de quicio. En aquel momento no pensaba en Dacia, ni en los manejos de Nordis, ni en los centenares de retratos con lazo blanco y rojo, retratos suyos emparejados con los de una princesa a quien sólo había visto, Hacía dos o tres años, en un grabado de Ilustración... Borrose este espejismo, y en cambio se alzó la pasión irritada por las contrariedades y los recelos, como león a quien le falta la pitanza.

La imagen seductora de Rosario le visitó, en forma de obsesión de los sentidos y la voluntad, y por un momento, creyéndose solo, Felipe María, presa de una gran excitación nerviosa, se tiró de los cabellos y se mordió con rabia las manos. La sangre italiana, demostrativa, aparecía en aquella crisis súbita... De repente sintió que le abrazaban, que le decían palabras cariñosas, cual las que se dicen a un niño; y rehaciéndose, abochornado de haber sido visto en tal desorden, se encontró con Yalomitsa... El bohemio, a pesar de su color cobrizo, parecía pálido, y los mechones serpentinos se deshilachaban lacios y revueltos sobre sus hombros; su mirada expresaba compasión y desaliento.

-Cálmate -decía-, Lipe, querido, cálmate, ríete de las mujeres... ¡no te des al diablo por ellas! Vamos, vente conmigo, voy tocar todos los aires dacios que quieras... Puede que así llores... y te sosiegues... Ya sabes la virtud sedante de la música... y del llanto...

-Gregorio -exclamó Felipe María, serenándose de repente-, tú me traes noticias de Rosario. Habla, te lo suplico... Suéltalo todo... ¡Venga la verdad!

-¿Y me prometes... no romperte la cabeza...?

-¿No ves que lo que necesito es la verdad, la realidad, los hechos? Hace días que me encuentro delante una pared, dura, ciega y sorda. ¡La verdad! Sólo la verdad puede apaciguarme... Habla -añadió mientras una ligera espuma asomaba al canto de su boca-. ¿Vienes del estudio?

Yalomitsa dijo que sí, con la melenuda cabeza.

-¿Has hablado con Rosario?

-Y con Viodal.

-¿De mí?

-Y de ellos.

-¿Qué sucede...? ¡Ea, que aguardo!

-Sucede... ¡vamos, parece una pesadilla!, ¡que Viodal y Rosario están preparándolo todo para casarse!

Felipe guardó silencio. No pestañeó. Sus azules pupilas se dilataron y las alas de su nariz palpitaron un instante, como las del tigre que olfatea la presa. Abrió y volvió a cerrar maquinalmente el puño de la mano izquierda. Fue un segundo nada más; al punto se aplomó y consiguió sonreír, con unos labios blancos, espumantes aún, pero ya sujetos a la voluntad.

-Gracias, Gregorio, ahora me siento tranquilo. Cuéntame eso; siéntate; has de almorzar aquí, de modo que no tienes prisa. ¿Se casan, dices? No extrañes si me asombro algo, porque...

-Porque es una indignidad, una traición de judas -interrumpió Yalomitsa desatándose, como el agua cuando se abre la esclusa-. Yo creí a Viodal un hombre honrado, y ahora le tengo por un redomado pillo. Y Rosario, que me parecía una criatura celestial... es ni más ni menos que una mujer luciferina... ¡Si supieses, Lipe, si supieses que hace pocos días, casi puedo decir pocas horas, me prometió a mí, a mí mismo, Gregorio Yalomitsa en persona, quererte, casarse contigo! ¡Y estaba tan alegre, tan alegre... que hasta bailó la danza del chal, la que bailaba Fatma en la Exposición!

Felipe cerró los ojos; una visión deleitosa acababa de recordarle las posturas, los lánguidos movimientos de Rosario en esa danza que a su vista había ejecutado una vez en el taller; y el recuerdo le quemaba de tal modo el alma, que sentía un deseo incontrastable de destrozar alguna cosa, de herir, de matar. Sin embargo, el orgullo le sostenía; no quería aparecer ridículo ni débil; y por lo mismo que su estado interior era realmente espantoso, tenía el valor de encerrar lo que sentía y de conservar una calma engañadora en la superficie. Había adoptado, en un instante, una resolución, y para las personas en quienes el amor propio es firme, y ardiente la sensibilidad, la resolución, una vez tomada, responde de la sangre fría absoluta: ya no se lucha con el pensamiento, ya no hay indecisiones; sólo se necesita energía para realizar lo pensado... Y energía le sobraba en este caso a Flaviani: la tenía por herencia, como se tiene un rasgo de belleza o una singularidad física; era el atavismo de la raza real, que no podía faltarle en el momento crítico, y que ha sido causa de que los reyes, aunque en la vida diaria se manifiesten irresolutos, blandos de carácter, en las horas supremas recobren un vigor, una fortaleza y una dignidad, que son admiración de la Historia cuando narra la muerte de un Carlos I o de un Luis XVI. Si lo que pensaba ejecutar Felipe es lo que suele ocurrírsele a los celosos, la manera de realizarlo fue una prueba de dominio sobre sí mismo, de fuerza soberana. La frialdad de que se revistió repentinamente, hubiese engañado, no a Yalomitsa, que no era difícil de engañar, sino al más sagaz de los observadores.

-Gregorio -dijo consiguiendo igualar absolutamente el metal de voz-, no te exaltes, y entérame bien y despacio de todo eso que has averiguado. Mira, ya se me pasó el berrinche. No tengo nada que oponer a la voluntad de Rosario, si quiere casarse con su tío; pero como la noticia es inesperada, hasta dudaré de ella y creeré que has entendido mal, si no me informas de lo que has averiguado y visto. Quizás se trata de una alucinación o de una aprensión... o de una broma de taller.

-¡Ay, Lipe! cuando te pones así... me crispas los nervios; te prefiero cuando pateas y te tiras del pelo y echas espuma... Entonces me gustas más. No parece sino que Yalomitsa es algún babieca. ¿Quieres oírlo? Pues ahí va. Entro en los Cuatro elementos... y lo primero que me echo a la cara es Rosario, con la túnica color de azafrán de la Samaritana, y a Viodal rehaciendo la cabeza que había borrado con el cuchillo. Ella volvió la cara, supongo que por no verme -¡remordimientos!- y él, muy contento, me consultó acerca de la expresión del rostro, que en su opinión había ganado. Entonces yo, inocentemente, fundándome en el suelto que había leído en La Actualidad, voy y digo como la cosa más sencilla: «Ese cuadro será regalo de boda... ¿eh, Rosario?». «Ese y todos los que ella quiera», salta el tío, como si le tocasen a un resorte. «Pero mi futura -añadió con una especie de retintín- tiene demasiado gusto para no preferir, a los cuadros de su novio, los de Millais; y ayer me han propuesto comprar uno, que es una cosa espléndida». Yo debía de estar grotesco, con la boca y los ojos abiertos así, de una cuarta; pero Rosario, en vez de reírse, seguía escondiendo la cara, contemplando los mamarrachos de la chimenea gótica. Entonces no pude reprimirme, y estallé. «¿Qué jerigonza es esta? ¿Con quién te casas, Rosario? ¿Si sabré yo leer? La Actualidad anuncia tu boda con Felipe María Flaviani». «La Actualidad se equivoca», respondió ella, encarándose conmigo y echándome unos ojos... ¡qué ojazos! ¡dos volcanes! «No entiendo; a ver, repite...». «Repito que me casaré con Jorge... y que no veo motivo de asombro en ello, Gregorio, porque se me figura que le quiero lo bastante...». «¿Es de veras?», pregunté a Viodal. «Rosario lo ha resuelto», contestó hipócritamente, ¡como si yo no supiese que él es quien la está asediando toda la vida!

-Eso es tan exacto, Gregorio -declaró con yerta indiferencia Felipe-, que la gente ha llegado a suponer otras cosas peores... ¿No las has oído tú?

-Francamente... -tartamudeó el bohemio-, oírlas... sí... pero las he creído siempre maldades...

-Y ahora, Yalomitsa... ¿qué piensas? Dímelo en tu conciencia y en tu alma.

-Ahora... ¡No, no es posible, Felipe! ¡Aquellos ojos, aquella cara!... ¡mentir hasta tal punto! Felipe, me sangra el alma de pensar que esa criatura tan hermosa...

-¿Pues no decías hace tres minutos que era una mujer luciferina? ¡Veleta! Oye, Gregorio; en todo esto no hay más que una cosa mala e intolerable: que ese pintor, en tan buena inteligencia con su sobrina, se haya permitido anunciar en los periódicos que yo me casaba con ella.

-¿Pero es Viodal quien?... -exclamó atónito el bohemio.

-En persona. Lo sé de cierto, con datos irrecusables. Ya ves que eso no puede pasar. Muy dueña es Rosario de querer a quien le plazca, y su tío de casarse con ella... pero no de ponerme a mí en berlina, ignoro con qué fines... ¡ni me importa! El hecho me basta y el hecho me obliga a tomar mis me idas...

-Es una burla indigna, una farsa indecente... ¡Ese Viodal debe de estar loco! -gritó Yalomitsa enfurecido.

-Loco o no... En fin, ya despejaremos la incógnita. Hazme el favor, Gregorio, de pasar al fumadero y espérame allí. Que te den pipas, que te sirvan cognac... Dentro de un cuarto de hora, almorzaremos.

-No hagas un disparate, Lipe. Ríete de los bribones... y de las serpientes bonitas también...

-No tengas miedo... Anda, fuma y espérame...

Solo ya, Felipe escribió tres cartas. La primera, dirigida a Jorge Viodal, era seca, sonora y brutal, como un bofetón. Ningún hombre que tuviese sangre en las venas la recibiría sin encenderse en furor y aceptar el reto. La acción de lanzar a la publicidad la noticia de una boda, estando concertada otra para la misma mujer, y siendo el propalador de la noticia de su enlace con otro hombre el mismo que tenía dispuesto casarse con ella, recibía los calificativos más insultantes y duros; y en el párrafo final, Felipe María anunciaba al pintor la visita de dos caballeros que irían, no a debatir la ofensa, sino a ponerse de acuerdo para la reparación. «Si no quiere usted que redoble mi desprecio hacia el proveedor de canards de la prensa parisiense, admitirá usted sin objeción mis condiciones para este lance». El tono de la carta era el mismo desde las primeras líneas: agresivo y feroz, a fin de que Viodal no pudiese desconocer el propósito de Felipe, o aparentar que lo desconocía. «Que entienda bien que la burla no quedará impune». Cerrada la misiva para Viodal, Felipe María escribió otras dos, una al marqués de Sillery, antiguo amigo suyo, clubman, otra a un joven oficial de húsares, Carlos Daubée, a quien había conocido en Arcachon, mozo valiente, ligero de cascos y puntilloso en casos de honra. Encargabales a los dos que solicitasen de Viodal una reparación, pero seria, hasta que uno de los adversarios quedase inutilizado de verdad. Al dejar la pluma, respiró mejor; y, aprisa, buscó en el cajón más secreto del pupitre una fotografía de Rosario, magnífica prueba en que la chilena lucía el disfraz romántico de española que llevaba en el baile de trajes: la chaquetilla torera, la faja, el calañés torcido, la redecilla que recoge el crespo cabello. Al mirar aquella imagen, sintió vértigo Felipe; las líneas tentadoras del hermoso cuerpo, la luminosa sonrisa, los ojos grandes como abismos de placer, le causaron un paroxismo de rabia y le hicieron rechinar los dientes como un preciso que ve la gloria. Desgarró el retrato y lo pateó. Recobrando después su máscara de tranquilidad, pasó al fumadero, y diez minutos más tarde almorzaban él y el bohemio mano a mano, mientras las cartas iban a su dirección, calladas y rectas como van las balas en el combate.

Rosario estaba sola en el vasto hall. Por instinto había ido a acurrucarse junto al fuego. Sentía aquella mañana, en lugar de la amarga embriaguez de sacrificio de los días anteriores, un cansancio, como una náusea invencible de su abnegación. La causa era sencilla: no era preciso quebrarse mucho la cabeza para adivinarla. Hasta la víspera, ningún detalle había recordado a Rosario que el hombre a quien miraba como a su padre iba a adquirir sobre ella otra clase de derechos. Casarse con Jorge, la parecía buenamente continuar viviendo a su lado; porque el pintor, en virtud del mismo exceso de su pasión, por la delicadeza inseparable del verdadero cariño, por el sentimiento de dignidad que trae consigo la madurez en las almas escogidas, paternalmente seguía tratándola; ni aludía a la empeñada palabra de matrimonio. En la conversación con Yalomitsa, fue la misma Rosario quien, por un alarde de estoicismo y para quemar sus llaves y dar parte a Felipe de que estaba libre, había puesto en conocimiento del bohemio sus planes de boda.

Mas, la víspera, recibió Viodal una carta que le agitó extrañamente. Rosario, que la vio llegar, sospechó que era de Felipe; conocía la forma y el color del papel, el sello, todo; por primera vez pensó que había hecho mal en irritar a su enamorado con el silencio y el abandono mudo, que parecía desdén; comprendió que no basta cerrar los ojos y echarse al precipicio, sino que hay que mirar cómo se cae, para no arrastrar consigo a los demás.

Caviló en que debía de ser terrible la cólera de Felipe, y que podía recaer en Viodal fulminante e implacable; adivinó, en suma, lo que no era difícil adivinar, conocidos los antecedentes. El pintor guardó la carta, llamó al criado, y le dio algunas órdenes reservadas. Rosario no interrogó a su tío; estaba segura de no conseguir respuesta, o por lo menos de que no le dirían la verdad. Decidió observar, y observó con ardorosa inquietud.

Notó que Viodal almorzaba poco y a medio diente; reparó también en que, después de haber almorzado, en vez de volverse al hall para trabajar en una figura que tenía bien planteada en el cuadro, se retiraba a sus habitaciones y salía de ellas vestido de calle, con sobretodo claro de cuello de castor, sombrero de copa, guantes y paraguas. A las tres de la tarde le veía regresar, acompañado de Loriesse y del conde de Nordis. Como Rosario pretendiese subir con ellos al estudio, se opuso el pintor, alegando que esperaban a una señora norteamericana, una aficionada traída por Loriesse, y que la presencia de una señorita, sobrina del artista, sería embarazosa para la probable compradora de los dos o tres cuadros de caballete que todavía conservaba Viodal en su estudio.

-Un buen negocio, nena... No me espantes a la cliente. Ya te avisaré cuando puedas volver.

El aviso no llegó en toda la tarde; pero Rosario, con la decisión de la mujer que, deseosa de saber lo que le llega al alma, no repara en medios, salió a la antesala e interrogó al muchacho servidor que hacía funcionar el ascensor forrado de raso. Supo que habían subido dos caballeros, a quienes el señor Viodal había dado de antemano orden de recibir a cualquier hora, averiguando primero si venían de parte del señor Flaviani. Y poco después de que subieron los dos caballeros, el señor Viodal había vuelto a bajar hasta el portal, y de allí a la calle.

-Me parece -añadió el parlanchín- que no ha debido de ir muy lejos: juraría que al volver la esquina entró en la brasserie.

-Y los otros cuatro señores, ¿se habrán quedado arriba juntos?

-Sí, señorita Rosario...

La chilena no preguntó más, ni era preciso; comprendía perfectamente: se trataba de los preliminares de una cuestión personal. Sorda angustia se apoderó de su espíritu y redobló la atención y el cuidado en observar lo que sucedía.

Viodal, a la hora de comer, parecía menos preocupado que por la mañana; su sobrina le encontró tranquilo, aplomado, y concibió esperanzas de que se hubiese arreglado el asunto, de que mediasen explicaciones... Mas al punto de retirarse, a eso de las diez y media, cuando Rosario, obedeciendo a una costumbre inveterada, establecida por Viodal mismo y agradecida por su sobrina -que entendía esta cuestión a la rígida y honesta manera española y no dejaba que la rozasen labios-, tendía, en vez de la frente, la enano a su tío, el pintor, con repentino arranque, se acercó a la muchacha, cogió su cabeza, y a bulto, sobre los ojos, la besó con ardor, con una especie de frenesí. Rosario, trémula, hizo ademán de desviarse... pero ya Viodal se había encerrado en su cuarto con llave y cerrojo.

-Es que se bate mañana, no hay duda -pensó la chilena. Sin embargo, no bastó tal pensamiento para impedir que, al llegar a su tocador, se limpiase el rostro, los párpados, las mejillas, deseando borrar las huellas de la caricia-. ¡Borrar! ¡Si Viodal no sucumbía en el duelo, Rosario tendría que ser su esposa!... ¡Su esposa! ¿Por qué no contaba con esto? ¿Acaso era una niña inocente, criada entre monjas? ¿Se había figurado que Viodal no la quería de aquel modo, que la adoraba a estilo de santo o de viejo caduco?

Rosario no se acostó en toda la terrible noche. No hubiese dormido; valía más acurrucarse en el sillón. A cosa de la una, cruzó el pasillo andando en puntillas, y vio una línea de luz bajo la puerta de su tío. Pegó el oído a las tablas: Viodal trasteaba, abría y cerraba los cajones; sin duda esos preparativos que se hacen en vísperas de un grave empeño, en que se juega la vida. Rosario se volvió a su cuarto, temblando de frío y de terror. Rendida, se adormeció un poco. A la madrugada despertó despavorida; creyó oír que andaban muy despacio por el saloncito que dividía sus habitaciones de las de Viodal: el suelo crujió un instante, después el ruido cesó, y a los tres segundos oyó que se cerraba la puerta de salida...

Entonces Rosario estuvo a punto de gritar, de salir a la escalera... ¿por qué no lo había hecho antes? En aquel instante comprendía la causa: no lo había hecho, por no provocar en Viodal otra explosión de temible cariño, por no verse en el caso de que, rebelándose su alma, saliese a la superficie lo que se había propuesto ocultar, dominar, hasta suprimir: el amor invencible, el amor loco por Felipe María, el impulso de todo su ser, que la llevaba hacia el abandonado y la apartaba del elegido... ¡Qué horrible motivo el de su silencio! Y no era otro: no cabía que Rosario se engañase: ya leía, descifraba, entendía su propio corazón: quería a Felipe, lo quería por encima de todo, del honor, de la dignidad, de la generosidad, de la razón y de las consideraciones del porvenir; lo quería a toda costa, y la repulsión que sentía hacia cualquiera que no fuese él, era la señal más clara del cautiverio de su albedrío...

¿Qué iba a suceder en el duelo? ¿Qué suerte correría Viodal, a quien Rosario deseaba todos los bienes, todas las dichas, excepto una? Envuelta en amplia bata de franela, abrigada con largo boa de zorro azul, y tiritando así y todo, Rosario subió al hall. La luz del día, entrando descolorida y mustia por los altos vidrios, parecía que en vez de calentar aumentaba las glaciales sensaciones del que no ha dormido a gusto ni se ha desayunado, y tiene llena de ansiedad el alma. Arrimada a la lumbre, que no conseguía entibiar el granizo de sus yertos pies y sus amoratadas manos; abismada, encogida, revolviendo en la cabeza, no planes -¿qué planes cabían allí?-, sino ideas incoherentes, Rosario esperaba... Bajo la campana esculpida, alzaba suaves llamaradas la seca leña; los pájaros, despertados por la luz, chillaban y gorjeaban gozosos; sobre el acuario transparente, la ninfa de mármol sonreía; las plantas trepaban en gracioso desorden, contentas de no haber sufrido relente ni escarcha... y aquella reducción del mundo físico asistía a la explosión de un dolor humano, con la misma indiferencia con que asiste el planeta al espectáculo de los innumerables dolores de toda la humanidad...

De pronto Rosario saltó del sitial donde yacía. En la escalerilla interior sonaban pasos. Se adelantó, muda, con las pupilas dilatadas... Tenía a Viodal delante; a Viodal desencajado, pálido, tembloroso de piernas, próximo a desplomarse al suelo.

-¡Tú! -exclamó Rosario al fin recobrando el habla-. ¡Tú!

-Yo... Rosario, escucha...

No escuchaba. Estaba como lela. ¿Cómo no se le había ocurrido hasta aquel mismo instante que podía volver Viodal sano y salvo y quedar Felipe allá, tendido sobre la ensangrentada hierba? ¿Era concebible que no hubiese pensado en tal contingencia, que sólo imaginase desdichas y peligros para Viodal?

-¡Tú! -repetía, sin acertar a desenvolverse de aquella única palabra.

-Rosario... nena... perdón... -rogó Viodal, cruzando las manos-. Me vas a aborrecer... No supe lo que hice... ¡Ese hombre me había insultado tanto! Estuve fuera de mí... Así y todo, te aseguro que no quería hacerle daño grave... Defender mi vida, y un rasguño para lección... Pero ayer, ese Nordis me enseñó una estocada maestra... y en el calor del lance, al ver que él buscaba mi pecho, busqué yo el suyo... Rosario, ¡perdón! No me mires así...

Ha sido una desgracia, una fatalidad...

-¿Le has matado? -preguntó concisamente la chilena.

-¡Tal vez!... Quedó muy mal herido... No sé si llegará a su casa con vida. ¡Rosario! ¡Rosario! Me provocó, te lo juro... ¿Quieres leer la carta indigna que recibí ayer? Y sé por el conde de Nordis que a ti te difamaba... Eso fue lo que más me sacó de quicio... ¡Rosario, mi niña! No me huyas... ¡Ay, Dios mío! ¿A dónde vas?

Sin contestar, Rosario corrió hacia la escalera de caracol y se precipitó por ella. Viodal la siguió aterrado; a la triste luz de la reciente tragedia, veía bien toda la verdad; la ciega pasión de su sobrina, la imposibilidad de ser ya para ella más que un enemigo, un ser odioso, aborrecible... el matador de Flaviani... Vio a Rosario entrar disparada en sus habitaciones, y no se atrevió -como jamás se atrevía, pues el exceso de la pasión le hacía exagerar estas pudibundeces en el trato familiar- a pisar aquel recinto sagrado. Quedose en el umbral, anheloso, clamando aún, de tiempo en tiempo:

-¡Rosario! ¡Rosario! Por Dios... Mira, no ha muerto, querida... Enviaremos a saber qué dicen los médicos...

Rosario apareció, trágica, con paso automático... Venía vestida de calle, si se puede llamar vestirse a haberse colgado una falda y metido los brazos de la chaqueta de nutria, cuyos últimos botones abrochaba por instinto, maquinalmente. Su rostro, mortalmente pálido, asomaba entre el marco de un rebocillo de encaje negro, tocado que solía preferir por coquetería la chilena, y que en aquel instante el aturdimiento y la prisa habían arrojado sin aliño sobre su cabeza despeinada y ardorosa. No llevaba guantes, pero sí un saquillo de cuero de Rusia en las manos, y su calzado, a pesar del piso cubierto de nieve en que iban a apoyarse sus pies, era el mismo zapatito de charol que traía por casa, sobre las mismas medias de seda negra con bordados azules...

-¿Estás loca? ¿Qué es eso? ¿A dónde vas? -preguntó Viodal, queriendo alardear de autoridad paterna.

Rosario le miró sin cólera, con mucha elocuencia en los grandes ojos; y desviándole con un movimiento de la mano, dijo tranquilamente:

-¡A su casa!...

El nido en que se refugiaron Rosario y Felipe María cuando a este le condenaron los médicos completar la curación de su grave herida respirando aires de campo, es una villita, de construcción y fecha reciente, pero, como veremos, de antiguo estilo, enclavada en el pedazo de paraíso que forma la península de Mónaco, ceñida en torno por el cinturón de terciopelo turquí del Mediterráneo. En tan diminuto Estadillo, con su ejército de muñecas que no llega a cien soldados, se reúne más gente rica, antojadiza y desocupada que en los ámbitos de una gran nación; y las quintas y las villas construidas por hábiles especuladores o por millonarios hartos del mundanal ruido y ansiosos de quietud, son, en su género, obras de arte, realzadas por una espléndida naturaleza que no abruma con su exuberancia como la de los trópicos; un paisaje todo armonía y luz, todo nobleza de líneas y suavidad de tonos, unas olas y unas playas finas que evocan los sueños claros y ligeros de la Grecia clásica.

La villita se encontraba más próxima a Rocabruna que a la capital de Mónaco, en una de las gentiles escotaduras del golfo de Génova; y si a sus espaldas se extendía, trepando por las vertientes de la montañuela, un bosque poblado de cedros, limoneros, palmeras y olivos, los jardines iban descendiendo por medio de una serie de terrazas escalonadas, hasta la playa misma, anfiteatro de rubia arena, que, como el engaste de un zafiro, cerca una ensenadilla siempre dormida, siempre transparente azul.

El que había erigido la villa Ercolani -así se llamaba- no era un industrial deseoso de sacar buen rédito al capital invertido, y que por consiguiente emplea materiales de segunda y construye a la malicia, sino un magnate escocés estrafalario y lunático, dotado de esa imaginación impulsiva y sin rédito que suelen tener los hijos del Norte, cuando gastan el lujo de tener imaginación. Cansado de las nieblas, de las románticas leyendas y los polares inviernos de su dura patria; detestando hasta el nombre de Walter Scott y María Estuardo; jurando que en Escocia no se podía vivir, porque todo se volvían historias de asesinatos y cabezas cortadas; renegando de los melancólicos lochs y de aquellos tristes macizos graníticos erizados de picos y cortados por sombríos desfiladeros, de las siniestras bahías y de los áridos valles casi horizontales que ellos llaman glens; entenebrecida el aleta por la salvaje rudeza de Caledonia, creyó disipar los negros vapores que la envolvían residiendo en un país que ni tuviese crónicas, ni tradiciones, ni recuerdos; un país joven, apacible, meridional; y para mejor olvidar las brumas y los espectros de la tierra alta, propúsose saturarse de paganismo, según sus manías estéticas, que le proponían como ideal la cultura helénica y latina. En realizar el capricho se gastó bastantes millones el señorón. Viajó por Italia y Grecia; dirigió excavaciones; desenterró o compró a peso de oro estatuas, columnas, mármoles y mosaicos, y no aprobó el plano de la villa hasta que le pareció digno de su ensueño. El resultado fue maravilloso. Los fragmentos, los restos arqueológicos que en las salas y galerías de los Museos parecen tan fríos y tan descabalados, adquirieron, al destacarse sobre un cielo purísimo, al lucir sobre un intenso fondo de vegetación, todo su encanto peculiar. La columna de alabastro acanalada, con su capitel de intrincadas volutas, se alzó firme y briosa, entre el follaje de los gradados y los mirtos. El vaso de rotas asas, con su bacanal esculpida en alto relieve, se completó al engalanarlo una caprichosa enredadera; y el busto de Pan, o la figurilla de la Ninfa agreste, parecieron vivos y hablaron misterioso lenguaje bajo la tibia sombra de los árboles cubiertos de dorado liquen, o en el fondo de la gruta donde las peñas rezuman el hilo sutil de agua cristalina.

Con estos despojos de una edad artística, la villa ganó lo único que falta al ideal país de Mónaco: algo que recuerde el pasado, algo histórico, pero que no evoque memorias de dolor y de sangre, sino de nobleza, poesía y heroísmo.

En memoria del templo de Hércules, que se cree existía donde hoy está Mónaco, el escocés impuso a su locura el nombre de villa Ercolani. El palacio es exactamente una antigua villa romana, con elementos griegos en la ornamentación -lo cual sucedía en muchas del Lacio-, y tiene una distribución tan bella como racional y lógica, superior a la de las casas modernas, y que apenas se concibe cómo hoy no se restaura. No le faltaba ni su vestíbulo, donde hacían la guardia dos esfinges de jade, ni el desahogado atrio que cerca espaciosa columnata, con el impluvio que recoge el agita llovediza del compluvio, y el terso estanque, donde se supone que el visitador ha de lavarse los empolvados pies; ni el peristilo con otro estanque y otra columnata más fina y gallarda aún que la primera, ni el triclinio con su nínfeo en el centro, mirando al jardín, vista que realza el pórtico y sus cuatro estatuas de bronce, auténticas, encontradas en el lugar donde es tradición que se celebraban los juegos ístmicos, cerca del bosque de pinos consagrado a Neptuno. Delante del pórtico se escalonaban las terrazas, declinando suavemente hacia el mar.

Tenían estos palacios de la gran Roma, sobre nuestros edificios modernos, la ventaja de la respiración. Eran viviendas con pulmones; aspiraban el aura vital en sus múltiples patios descubiertos, y bebían la regalada frescura de sus estanques y fuentes: aire y agua a discreción. El escocés quiso reproducir fielmente y hasta el último ápice la villa romana, pero ni el mismo Vinckelmann lo conseguiría, pues hay exigencias modernas imprescindibles, y el más clásico no se alumbra hoy con aceite en lámparas de bronce, ni pasea por mar en una birreme con velas de púrpura, de esa forma escultural que se observa en la nao de Caronte. Al que quiere revivir el pasado, siempre habrá algo que le llame al presente con la voz irónica de la realidad.

En el mobiliario, sobre todo, viose precisado el escocés a transigir con lo que detestaba; no logró, por más fuerza que hiciese, por más dinero que derrochase, amueblar la villa Ercolani como podría estarlo la de Horacio o la de Augusto. Esto trastornó su no muy sana cabeza. Cada nota contemporánea que sorprendía en Ercolani, le causaba accesos de furor. Llegó al extremo de despedir a un criado porque dejó un periódico sobre la mesa de jaspe sostenida en ancas de león de bronce -de las antiguallas más auténticas que la villa encerraba-. Un día que cierto célebre artista inglés, rival de Leighton, calificó la villa Ercolani de «bonito pasticcio», su dueño pidió el coche, hizo la maleta y abandonó para siempre aquellos lugares donde se dejaba malgastada la mitad de su caudal. Ya casi arruinado por la villa, hundido después a causa de otros despilfarros no menos fantásticos y estupendos, hubo de vender por un pedazo de pan la folie, y el fondista de Mónaco que la adquirió empezó a hacer buen negocio alquilándola muy cara por dos años a Felipe María Flaviani, para quien acababa de descubrir aquel verdadero tesoro Sebasti Miraya, el periodista.

La luna de miel de Rosario y Felipe era llena, radiante, deliciosa: tenía el aroma y la forma perfecta de una de las áureas naranjas que con la mano podían cogerse desde las gradas de amarillento mármol lesbio del pórtico. Habían llegado a Ercolani de una sentada desde París, sin querer detenerse en Ventimiglia ni en Niza, haciendo el viaje con las manos asidas y los ojos en los ojos, sonriendo sin querer, en el transporte de una dicha de esas que no se miden. Hasta que descansaron en la villa, no se dieron cuenta de lo que pasaba, ni paladearon gota a gota la impresión, realmente inefable para los enamorados, de encontrarse juntos, solos y lejos del universo. Nadie como ellos podía apreciar el valor del apartamiento; venían deseosos de huir, no tanto de la gente, como del ruido. La gente, desde el momento en que Rosario, con ciega intrepidez, se instaló a la cabecera de Felipe moribundo, fue despedida en la antesala por el inteligente Adolfo, que, al aliciente de las propinas de Miraya, supo dejar con un palmo de narices a los curiosos, a los noticieros de periódico, y hasta a los amigos de Felipe, sin más excepción que Yalomitsa, y, por supuesto, Miraya también; Miraya, que aprovechó aquella desgracia para crearse un puesto propio en la casa de Felipe y en la intimidad de Rosario, a quien ayudó en la asistencia, velando como ella todas las noches. De lo que deseaban emanciparse era del bullicio parisiense, del vértigo de una populosa capital, y de aquella repentina celebridad de sus amoríos, compuesta de todos los elementos de ironía, escepticismo, curiosidad malévola y fingido interés -lo que más hiere y lastima el corazón-. Estorbábales también en París la sombra de Jorge Viodal, desesperado, enfermo, y, por último fugitivo. El pintor había acabado por irse a Mallorca, no pudiendo soportar la vergüenza y el dolor de que su sobrina habitase bajo el techo de Felipe, y el remordimiento de haberla impelido a este paso hiriendo al joven Flaviani. Mensajes y cartas fueron inútiles para conseguir que Rosario volviese a su hogar: estaba resuelta a no moverse del lado de Felipe, y así se lo hizo saber a su tío en terminantes palabras. Convencido ya Viodal de que no salvaría a Rosario, levantó la casa y desbarató el estudio. Acrecentaba su perenne tristeza la vista de los «Cuatro elementos» abandonados desde que la chilena faltaba de allí; las flores secándose, los peces subiendo muertos, panza al aire, a la superficie del acuario; las aves con el bebedero vacío, y hasta el fuego mal encendido, con leña verde. Antes Rosario cuidaba de los menores detalles, vigilando e inspeccionando a encargados y sirvientes, y ahora el pintor, a las preguntas de estos, sólo contestaba encogiéndose de hombros, como si dijese: «Todo me es igual. Ya puede llevárselo el diablo». -Al fin, en uno de esos saltos repentinos de la voluntad exasperada por un constante suplicio, Viodal cortó las tradiciones queridas de su existencia, y vendió cuanto adornaba el taller: la ninfa del acuario, la soberbia chimenea, los tapices, hasta las flores... Fueron llevándose poco a poco aquellos objetos familiares que cada uno encerraba mil recuerdos, y había recogido, por decirlo así, el amado ambiente de Rosario. Sin más equipaje que sus pinceles, dejando el famoso cuadro de la Crucifixión enrollarlo en la boardilla, donde depositó unos cuantos muebles que no pudo vender, Viodal salió de parís y se embarcó para las Baleares, donde esperaba domar con el ejercicio y anestesiar con el aire libre esa inquietud punzante que nos impulsa a mudar de sitio sin mudar de dolor.

Fue la retirada de Viodal anterior a la mejoría decisiva y completa de Felipe. Aún yacía este en la meridiana, sin fuerzas, ojeroso, demacrado y con los labios pálidos, cuando el pintor abandonó a París. Al reponerse Flaviani, al cicatrizarse su terrible herida, al empezar a dar algún paseo en coche por las calles del bosque de Bolonia, que ya hermoseaba la primavera, supo la desaparición de su vencedor y rival. Observó a Rosario y no vio en sus ojos ni sombra de pena cuando contó Yalomitsa cómo habían sido dispersados los «Cuatro elementos». Era, sin embargo, el ayer de la chilena, lo santo de su vida, lo alegre y lo puro de su juventud, eso que algún comprador desconocido y antojadizo acababa de llevarse en el cáliz de una rosa o en la pluma de un pájaro... A los dos minutos, Rosario charlaba y reía, sin aludir a la conversación pasada.

Cuando Felipe María, al abrir los párpados después de un largo desvanecimiento, había visto a Rosario a su cabecera, no sintió extrañeza: pareciole natural que la chilena estuviese allí, cogiéndole la mano lo mismo que una madre. Desde el primer momento, sus injuriosas presunciones se desvanecieron: la lucidez que a veces acompaña a las proximidades de la muerte le descubrió en el rostro de la chilena, en su actitud, en su voz -en un no sé qué imposible de definir- la verdad de su inocencia y el noble móvil de sus actos. Rosario, arrodillada, balbuciente, pedía perdón; no el que piden los criminales, sino otro perdón, el que solicita el alma enamorada cuando hace daño sin querer, el que angustiosamente pedía Viodal al dar a Rosario la noticia de la herida de Felipe. Rosario se creía culpable de que Felipe estuviese a las puertas de la sepultura. Era ella, su obstinado silencio, su incomprensible abandono, lo que había ocasionado aquella desgracia tan grande. ¡Ah! ¡Que Felipe viviese, y Rosario pagaría su deuda!

Con energía juvenil y apasionada, de que sólo pueden dar idea las abnegaciones de las razas jóvenes, en que todavía se encuentran casos de adhesión incondicional y en que las relaciones de dependencia de la mujer al hombre toman forma de religioso entusiasmo, Rosario se consagró a amparar con la mano la débil llama de vida que aún conservaba Felipe. Asistencias como aquella se habrán visto pocas. Los médicos se asustaban de encontrar a Rosario siempre de pie, despierta, infatigable, contando los minutos para administrar la poción o el alimento. La herida, que había rozado el pulmón, podía presentar complicaciones graves, lesiones que, conjurado el primer riesgo, trajesen la neumonía aguda o la tisis. La existencia pendía de un sutil cabello; cualquier descuido era mortal. Rosario se interpuso entre Felipe y la muerte, dispuesta, como la heroína del cuento de Andersen, a dar sus ojos, su hermosura, su alma, para rescatar la presa.

Así que Felipe fue dejando de ser el moribundo a quien la menor emoción, la menor sacudida puede llevar derecho a la losa; así que recobró fuerzas, Rosario sufrió otra transformación. Desapareció su familiaridad, la sencilla confianza con que entraba y salía en la habitación del enfermo, la ternura casi maternal con que le acariciaba la cabeza, pasándole la palma por las sienes y enjugándole el sudor de la calentura. Hízose recelosa y reservada; desviose sin querer, echándose atrás con una especie de pudorosa rebeldía, que se acentuaba a medida que volvía la salud al cuerpo de Felipe. Cuando entraba alguna visita, cuando Miraya, desde la puerta, saludaba a Rosario con una especie de forzado respeto, la chilena se retiraba a su cuarto, roja de confusión, y allí desahogaba los sentimientos provocados por el combate entre una resolución irrevocable y la resistencia de un alma honrada y altiva a consumar el sacrificio del honor. Resuelta, lo estaba firmemente; de Felipe María era su vida, desde la hora en que estuvo a punto de costársela. De Felipe María: y ni podía ser de otro, ni servir para otra cosa; y si la idea de vivir con Felipe fuera de la ley la quitaba el sueño y atirantaba sus nervios, la del casamiento un tiempo proyectado sublevaba su orgullo. Esposa de Felipe María Leonato, obstáculo a su engrandecimiento y a su porvenir... nunca. Hay una solución para todo destino; hay un modo de resolver todo conflicto, y no lo ignoraba Rosario; tenía la solución en reserva para el caso extremo. Pero mientras nos anima el vigor de la juventud, la muerte parece, por decirlo así, cosa imposible, algo que no ha de llegar a realizarse nunca, inefectivo, sin consistencia, mientras la vida desarrolla horizontes y perspectivas tan amplias, que un día puede encerrar lo infinito. Rosario soñaba con Felipe una dicha muy grande, pero en el umbral de esa dicha retrocedía espantada... Se renuncia a la fama, a la honra, al respeto del mundo, y se defiende, sin embargo, la vergüenza, último velo del alma, jamás desgarrado sin que tiemble y sufra la mujer...

Felipe María comprendió el estado moral de Rosario. Supo apreciar aquella delicadeza de sentimientos, que aquilataba la esperada ventura. Sano, pero débil aún, ya nervioso, ya abatido, sintió a su vez deseo de envolver en el misterio y proteger con la distancia la felicidad. Repugnábale verse encerrado en un rincón de París; detestaba oír las rodadas de los coches y los gritos de los muchachos voceando los periódicos; le irritaba, a veces hasta el paroxismo, la diaria visita de Miraya y la continua presencia de Yalomitsa -aunque este trataba a Rosario como a una diosa-. Apenas Miraya, encargado de buscar un retiro campestre, hubo descubierto la Ercolani, al anochecer, sin que lo sospechase ni Dauff (el espionaje y la indiscreción reporteril en persona), tomó el tren en compañía de Rosario, y al amanecer de aquella primera noche que pasaban juntos sin que Rosario velase por atender a un enfermo, se bajaban en Rocabruna, y su coche los recogía y los dejaba a la puerta de la villa, extasiados como niños en una comedia de magia.

Sebasti Miraya, al hacer el viaje de Mónaco para descubrir una residencia tan ideal, no había perdido el tiempo. Los tres o cuatro meses de París, el «mano a mano» que venía de Dacia, habían producido en Miraya una transformación curiosa y digna de notarse. Ya no era el mal trajeado que vimos en el primer capítulo de esta narración: Dauff, especialista en la propaganda de costumbres parisienses, se había encargado de «desengrasarle» y arreglarle y vestirle como corresponde. Si en esto tuvo mal discípulo, y si el incorregible abandono y los gustos plebeyos de Miraya le mantuvieron fiel a las corbatas chillonas y a los guantes baratos, y reñido con el baño y con las exquisitas minucias del aseo personal, salió en cambio aprovechadísimo alumno en todo lo que es ciencia social y discernimiento elegantes: mi inteligencia clara y aguda le hizo enterarse pronto de mil cosas de actualidad y mundanismo, necesarias para brujulear en el océano de París. No dejándose embelesar por este sabroso estudio, lo refirió exclusivamente a la causa felipista, para la cual reclutó prensa y adeptos, trabajando sin cesar y haciendo labor fina cuando gestionaba la aparición de un retrato de Felipe María en una ilustración, o su caricatura en uno de esos periódicos humorísticos y ligeros de ropa que se venden en los kioscos. Por estos medios la causa de Felipe había ido popularizándose, según los vaticinios de Dauff. El dinero hábilmente distribuido, se convertía en artículos, en sueltos, en vistas de Dacia, en unas carterillas blancas y rojas que se llamaron Felipes y en que se hizo de moda guardar las tarjetas: detalles que en París crean atmósfera favorable a una causa política. La noticia del desafío de Felipe María y de su herida divulgó su fama: el pueblo lacio, cuyo ideal es todavía el valor y el desprecio de la vida, como sucede en toda nación que lucha por su independencia, celebró como una gracia del Príncipe heredero el duelo a muerte; y Miraya, con oportunidad, hizo correr la voz de que el lance tenía por motivo unas palabras injuriosas contra los patriotas lacios, desmintiendo la versión oficial, propalada por Nordis, de que se trataba de faldas. ¡Las faldas! Era lo único que desesperaba a Miraya... las faldas malditas, el dulce obstáculo atravesado era el camino que se había propuesto recorrer. ¡Ah! ¡Si no fuese por Rosario! Rosario lo echaba a perder todo. Miraya recontaba los daños causados por la chilena y su funesta acción sobre el destino de Felipe. No era la bailarina muerta, era la mujer viva la culpable. En primer lugar, la rotunda negativa a las proposiciones de los emisarios; en segundo, el choque con Viodal, que por poco les deja sin Príncipe; en tercero, el escándalo europeo fruto de este lance, que tal vez enfriaría las buenas disposiciones de la princesa de Albania, tan gozosa al adornar su retrato con el lacito blanco y rojo. ¡Rosario! La mancha negra del felipismo; la sombra que eclipsaba su estrella. ¿Qué hacer para librarse de su desastroso influjo?

-Nordis -pensaba Miraya en momentos de violenta irritación- no tropezaría seguramente en esto que yo tropiezo. Nordis... ¡ah! Esa... Ese es expedito... Ese emplea recursos que... ¿No fue él quien enseñó a Viodal la estocada maestra, el golpe a la italiana, que decidió el resultado del desafío... y que a poco más?... Pero Nordis tiene guardadas las espaldas: el duque Aurelio le sacará adelante por mucho que se comprometa... Nosotros estamos en distinto caso... ¡Si se nos van los pies!

Estas reflexiones sepultaron a Miraya en meditación profunda. Sus ideas iban y venían como olas; pero consiguió dominar aquel extraño estado psicológico, rechazar ciertas visiones que se le presentaban, insinuantes y tenaces, y llegó a una conclusión más apacible y más acorde con el respeto a las leyes de Francia, que ponen a salvo la seguridad y la vida.

-Sin duda la situación es mala -concluyó-, pero las he visto peores. Y aquí, Miraya, es donde vas a probar tu destreza. Tienes tres objetos: separar a Rosario de Felipe; preservar a este de otra asechanza de Nordis, y lograr que en Dacia la opinión se divida, y que muchos consideren este episodio como un pecadillo de la juventud. Separar a Rosario de Felipe... es por hoy, imposible. Pero era cambio... después del paso que ha dado esa sirena... me parece que se ha cerrado para siempre la puerta del matrimonio. En eso ha sido poco hábil. Si aspiraba a bodas... anduvo torpe. ¿Qué razón hay ya para que se casen?... Esto hemos ganado... Contratiempo por contratiempo, prefiero la estocada de Viodal al casorio con su sobrina... Y, puesto que estamos en plenitud de amor, que huyan, que se retiren, que agoten pronto la copa, que descubran su fondo... Yo les buscaré un asilo; malo será que no lo encuentre, y a mi gusto: pero ha de ser algo que les acerque a Dacia: un país donde la libertad de fronteras y la afluencia de viajeros haga que no se note la llegada de un agente, y donde, lejos de este torbellino de París, me sea fácil vigilar, descubrir las emboscadas de Nordis, si las hubiese, que las habrá de seguro... Mientras crean a Felipe entretenido con su novela de amor, le dejarán en paz... ¡Ah! ¡Con tal que a nuestro augusto monarca y señor no se le ocurra morirse antes que Felipe se canse de Rosario!... ¡Antes que la calaverada haya abierto brecha en su fortuna!

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