Acre

Acre


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Tuca también fabricaba sus propias cajas de cartón para los gatos y las llenaba con arena especial, como si no hubiera suficiente arena al otro lado de la avenida. Por la noche, ella acostumbraba dejar un camino de focos encendidos por el pasillo, el naranja de los tapetes se reflejaba así en las paredes y los insectos se concentraban en pequeños círculos bajo la luz hasta que eran aniquilados por el calor. Se tostaban y caían. No sé si el cartón de los gatos tenía que ver con los mosquitos, pero mi percepción era que las dos cosas iban juntas en aquella casa, también yo. O era lo que sentía cuando ella me miraba sin preguntar nada.

Sobre el bloque de cemento del registro de agua, donde me sentaba para ver la noche, pensaba en esas cosas sin importancia, mientras contemplaba el juego de espejos de los barcos sobre el mar, cómo eran tragados por las olas para volver a brillar en la oscuridad. Los cargueros navegaban sueltos en la negrura, y el recuerdo del aceite en el agua venía con el olor de la noche húmeda y alguna gaviota pescadora, mientras los perros callejeros destrozaban envolturas de helado en la arena.

En el garaje, encontré otra máquina de coser. Pensé que estaba rota, pero Tuca me explicó que era una máquina de repuesto. Otra Singer. Junto a ella había carretes de hilo y una tabla de poliestireno. El olor a humedad, la caja para los gatos y las luces encendidas en el pasillo eran mi adolescencia en Santos, así como el lápiz en la mano de Tuca trazando moldes de papel.

Salté el portón y me traje la tabla. No quería que me viera nadie. Fue así como enfrenté las primeras olas.

Salí del hospital con la cabeza vendada y por unos días más llevé vendas sobre la cabeza rapada. No sólo me volteaban en la escuela, fuera donde fuera, sentía en la mirada de la gente una clase de piedad disimulada. Todo por culpa de Nelson.

Volví a verlo en la fiesta de la playa, el luau, luego en otro par de ocasiones. De lejos, se podría decir que parecíamos amigos. Nelson me saludaba y yo reaccionaba con un hola, pues no tenía cómo huir de él. Sabía que si trataba de escaparme él insistiría en venir detrás de mí, cazándome con su sonrisa asesina, por puro capricho.

Washington también estaba en el luau. Él y Marcela contemplaban la fogata. Fue Washington el que me avistó primero. Se acercó encogido, eran los mismos pasos comprimidos del hospital, y me dio una palmada en el hombro.

¿Cómo vas, amigo? La libraste, ¿eh?

Sí.

Washington indicó con el dedo mi cabeza vendada y asentí, sonriendo, que era algo que incomodaba a la gente. Tuviste suerte, dijo. Mira, esta de aquí es Marcela, mi novia.

Era ella. Reconocí a Marcela, la de la rueda, la que había visto cómo me apaleaban. Recordé mi sueño de las medusas en el hospital. Ya sabía que Marcela tenía diecisiete años y que salía con Nelson a escondidas. Aún sin nunca haberla tratado, fantaseaba con que un día iría a buscarla a la tienda donde trabajaba, donde ayudaba a la madre.

Hola.

Hola, dijo ella de vuelta, con una sonrisa tardía en el rostro moreno.

Me tomó unos días descubrir dónde vivía. Era una casa que recordaba una pequeña finca en el cerro de atrás, lejos de la playa. En el portón, un letrero avisaba que estaba prohibido estacionar, y otro tenía la imagen de un perro bravo. No había carro en el garaje, ni el rottweiler de la placa, sólo un puñado de gallinas picoteando la calle de tierra y algunas jaulas colgadas en la pared del garaje descubierto.

La miré. La luz tenue proveniente de las casas del otro lado de la avenida enmarcaba su rostro, y el destello de las llamas de la hoguera iluminaba su cabello lacio, suelto. Usaba un labial muy rojo, que le llenaba la boca y acentuaba los ojos ligeramente rasgados. La imaginé en el aula del colegio, diferente de las otras chicas. Los pupitres verdes alineados en la sala evocaban las luces de las linternas en el mar, en el horizonte. Escuché que tuvo que abandonar los estudios. Hasta que Nelson llegara a Santos, su vida se limitaba a la pequeña tienda de ropa, a Washington y su pelo quemado de sol.

Antes de acercarse a nosotros, Nelson circuló un rato entre los chicos de traje de baño mojado y pidió a Caixadágua que le fiara una cerveza, señalando la hielera cerrada. El grupito a nuestro lado soltó una carcajada colectiva, alguien aplaudió y una chica de pelo corto se paró a bailar. Marcela estaba fascinada por Nelson. Cuando se acercó a ella, dejó escapar una sonrisa, mientras permitía que sus brazos se rozaran.

Nelson vino a preguntar si era realmente yo el que jugaba en el subibaja de la plaza Rotary. Dijo que creía acordarse de mí.

Era yo.

La risa de camaradería de los otros hizo que me sonrojara.

¿Y la riñonera que traías sobre el pantalón?

Me la robaron, respondí, lo que generó otra explosión de risas.

Me armé de valor para preguntarle si de veras hubo una pelea, y si era por lo que fue a dar a Santos. Nelson enseñó las manos. Dijo que evitaban tocarlo porque creían que tenía sida. Otros pensaban que se trataba de lepra.

Exageran un poco, pero sí pasó, volvió a decir Nelson, apoyándose en la cadera, ligeramente proyectada hacia adelante. Un pendejo inventó que mi pene tenía vitíligo, que no tenía color. Abrí el pantalón para mostrárselo y le meé en la cara. El muy imbécil se encabronó. Entonces empezaron los golpes. Él tuvo que abandonar la pelea para buscar su oreja en el suelo.

¿En serio?

Pero mira, Oscar, yo también uso riñonera, me veo tan ridículo como tú.

Nelson se rio y los del Canal 7 lo acompañaron.

Entonces te tuviste que largar de São Paulo.

Sí, más o menos eso. ¿Quieres ver mi verga? Nelson recargó las manos en la cintura.

¡Dios mío, pero qué macho!, exclamó uno de los tipos que abanicaba el fuego. ¡Enséñala, Nelson! Quiero ver si realmente es invisible. La verga del Hombre Invisible.

Me reí con ellos. Ya no me preocupaba que Nelson buscara motivos para ponerme en ridículo frente a los demás. Miré a Marcela, intentando adivinar si a ella también le parecía graciosa la historia.

5

Se oían las voces desde el ascensor. Cuando entré, vi que el departamento estaba lleno. Encontré la forma de dejar las dos botellas de Lambrusco sobre la mesa de la sala, entre otras bebidas y charolas de aperitivos, pero de pronto me pareció que llamaban demasiado la atención. Me sentí un poco mezquino porque, aún sin el precio, era obvio que había sacado el vino del supermercado más cercano y barato del barrio.

Deseé que las consumieran pronto, para no sentirme abochornado en el caso de que Adriano decidiera agradecer en voz alta y todos lo oyeran. Estaba descorchando la segunda botella cuando me detuvo una mano en el hombro. Era él, el cumpleañero.

E aí, são paulino.

Qué tal, cumpleañero. Felicidades. ¿Y eso? Señalé la camisa tornasol, los tres primeros botones desabrochados.

Me veo guapo, di la verdad.

Toda una lección de vida, Adriano. Te ves más joven cada día.

¿Y sabes que es así como me siento? Casi un adolescente. No, adolescente no. Como un niño. Mira los globos.

Ya vi que hay tarta de brigadeiro, reaccioné, observando una tarta cubierta con granillo de chocolate en un pedestal de aluminio sobre la mesa.

Una ligera expresión de satisfacción marcó su rostro. ¿Qué, te vas a quejar?

Por supuesto que no. Se ve deliciosa. Tú lo mereces.

Incluso el portero está aquí. ¿Ves a Décio? Adriano indicó con la mirada. Creo que hasta hoy sólo había entrado a un departamento del edificio para trabajar.

Fuiste generoso al invitarlo.

No hice más que cumplir con mi obligación, el tipo se la pasa pudriéndose allá en la recepción. Mira su entusiasmo. Soy administrador, ya sabes cómo es esto. Salud.

Si dependiera únicamente de la cantidad de invitados que hay aquí ya tendrías ganada la primera vuelta.

Adriano miró a su alrededor, incorporando con un gesto amplio a los que se encontraban en la sala. Hoy administrador. Mañana alcalde. Fíjate que yo resultaría ser un excelente alcalde. Todo en los mínimos detalles, dijo. Se rio de su pensamiento. Mi estilo sería apalear a diestra y siniestra, dijo. Dicen que el pueblo vota a quien reprime, pero hablemos de cosas agradables.

¿No has visto a Marcela?

No sé, pero deja en paz a tu mujer, Oscar. Mejor preocúpate por la tarta de brigadeiro, por ejemplo. ¿Viste lo bien que quedó la remodelación?

El volumen de las voces crecía y Marcela no estaba. Me fijé en las luminarias.

Sí, ya lo veo. Parece un showroom de economía sostenible.

Mientras a mi casa vino un albañil a arreglar el piso y lijar las paredes para después perderse, Adriano había contratado a un equipo de tres personas. Elogié la hechura de los armarios empotrados. Las luminarias importadas translúcidas parecían italianas. Llenaban bien el espacio, eran dos esferas en forma de baúl, de plástico blanquecino. Todo se veía nuevo. Adriano se mostró enardecido, le gustó que me fijara en su iluminación con tecnología led.

Para que veas, Oscar, aquí en el edificio tengo fama de ser un snob, pero mira, no más qué belleza. Me peleo por causas justas.

Así es.

Quisiera aclararte que mi intención era comprar en tu tienda porque sabes que no me gusta gastar en vano, mi caro amigo, pero Ana se cree decoradora. Mujeres. Ya sabes.

Traje tu Lambrusco. Un detalle sencillo, lo compré en el supermercado, dije finalmente.

Mírame bien. ¿Desde cuándo tengo exquisiteces con ese tipo de cosas? Vino es vino. Mira, allá va Ana.

Su mujer se abrió paso hasta la mesa, tomó la botella que yo había abierto y sirvió dos vasos. La intensidad de las voces variaba, yo no sabía que cupiera tanta gente en aquel espacio. Habría como treinta o cuarenta personas.

Ana intentó acercarse, como si ansiara un refugio. Traía una bandeja de sándwiches y, doña Vera que también estaba en el departamento, aceptó un panecito con jamón en una servilleta.

Nuestra vecina de puerta mordisqueó el sándwich, se limpió la boca en la servilleta y empezó a contar historias sobre su hijo a quien estuviera dispuesto a oír. Hablaba más sobre ella misma, de cómo se había asustado al enterarse de que Nelson había perdido el equipaje, que se sentía desconsolada porque el hijo nunca la llamó para avisarla que estaba por llegar. Luego describió el pasillo humano que aguardaba el desembarque como si se fuera ella misma la que atravesó la muchedumbre, diciendo que el exceso de gente a la salida del aeropuerto puede volver el viaje aún más estresante.

Es cierto, doña Vera, dijo Adriano, alzando en su dirección el vaso de vino. Pero mire qué hijo, ¿eh? ¿Se siente orgullosa? Lo puede decir. Puede confesar que se siente orgullosa, doña Vera. Salud.

El brindis atravesó la sala de vaso en vaso, algunos repitiendo lo que creyeron haber escuchado, otros determinados a levantar la copa simplemente en señal de victoria.

Marcela surgió de pronto, venía de la cocina. Esquivaba a las personas con dificultad y un sujeto alto la seguía. Nelson. Delgado, como lo había conocido, pero muy avejentado. Caminaron directo hasta la mesa y ella se sirvió de mi Lambrusco, mientras él jugaba a empujarla para que ella se desequilibrara. Marcela se rio. No me vieron.

Nelson usaba una camiseta polo simple, con la barba sin hacer.

¿Marcela?

Ah, hola Oscar.

Por lo visto te la estás pasando bien.

Sólo faltabas tú.

¿Dónde estabas?

Mira, amor. Aquí está Nelson.

Nelson. ¿Qué tal?

Oscar, no parece que haya pasado tanto tiempo. Todos estos días en el edificio y tú ni para tocar a nuestra puerta para saludar. Mi madre me dijo que siempre estás en contacto con ella.

Así es.

Nelson retrocedió para verme mejor. Quitando los anteojos y por el hecho de que has engordado un poco, te ves igual. La misma facha analítica, todo un tipo sólido, dijo.

Marcela me miró risueña, de una forma que yo desconocía. Hasta me pareció un poco ruborizada. Anda, Oscar, dile algo agradable. El hombre acaba de llegar.

Acaban de llegar, quieres decir. Entonces qué, Nelson, ¿qué estás tomando?

Yo, nada. No bebo.

No me digas. A nosotros nos gusta el vino. ¿Verdad, Marcela?

Ella me miró fijamente. Esta vez, pareció que no me había entendido.

Nelson inclinó el rostro hacia un lado. Quiero estar seguro de que eres tú, Oscar. El viejo Oscar. No te ves nada mal.

Lo sé, contesté. Lo sé. Lástima que no pueda decir lo mismo de ti. ¡Salud!

Nelson, Oscar está bromeando, se adelantó Marcela.

Obvio que estoy bromeando.

Nelson llenó un vaso con agua y lo tomó de un sorbo, sin quitarme los ojos.

Las manchas de las manos habían avanzado por el brazo. En el cuero cabelludo, el blanco contorneaba la oreja izquierda. Parecían ser huellas de un bicho sobrenatural que se esparcían por su cuerpo. Me vino el recuerdo de cuando lo vi en el mar de Santos. Hice memoria de aquella escena ridícula, del gruñido que él emitió para asustarme, con los brazos erguidos en el aire y el rostro como poseído. Normal que algunos creyeran que tenía sida.

¿Marcela?

Sí, Oscar.

El vino. No estás bebiendo. Sólo paseas el vaso.

Marcela miró su bebida. Claramente estaba desconectada de todo. De pronto, notó que Adriano pasaba junto a ella. Lo tomó por el brazo. Adriano, ¿a qué hora vamos a cantar Parabéns pra você?

¡Pero cuántas ganas de cantar, Marcela! Oscar, contén a tu mujer. Todavía hay tiempo para la tarta. Vinieron demasiadas personas, un gentío que yo no esperaba, y siguen llegando.

Nelson se estiró en un movimiento demorado para acomodar la camiseta en el cuerpo. Volví a compararme a él, indeciso, sin saber qué decir.

Felicidades, Adriano, dijo Nelson.

Nelson. Ese es tu nombre, ¿correcto? Ten mi tarjeta. Si llegaras a necesitar cualquier cosa o tienes algún problema, me puedes llamar. Soy médico y trabajo en la Santa Casa, y aquí soy el administrador del edificio. Somos una gran familia. Frecuento la casa de Oscar y Marcela hace años. Oscar tiene una gran tienda de luminarias en la Consolação, en cuanto a Marcela, fíjate bien: el Kidelicia.

Nelson se rio.

Su restaurante queda allí, en la calle Dona Veridiana.

Gracias, Adriano, contestó, alcanzando la tarjeta y de paso el plato de aceitunas de la mesa. Se demoró en clavar el palillo en una de ellas.

Décio se acercó, pidiendo pasar. Discúlpenme, con permiso. Ay, Nelsiño, qué bueno que regresó. Ya se lo había dicho, pero lo vuelvo a decir. Nosotros aquí, después de tantos años, sin noticias. Pero nunca olvidamos a la gente. A los moradores.

Así es. Volví para darte un abrazo. Creo que no es pedir mucho, dijo Nelson mientras levantaba a Décio del suelo en un apretón exagerado.

Ay, señor Nelson, ¿qué es eso?

Marcela se rio.

Debía haber visto a su madre, el estado en que se ponía cuando le llegaba una carta suya. Pero después usted dejó de enviarle noticias. Yo la consolaba.

Sí, Décio, si no fuera por ti.

El portero me miró. Sacudió ligeramente la cabeza, curvando los hombros hacia adelante, con una docilidad que se acentuaba en las ojeras cobreadas y profundas.

Señor Oscar, sólo Dios sabe cuántas veces le salvé el pellejo cuando de niño hacía travesuras.

¿Y de la pelea en la plaza? Apuesto a que también te acuerdas, dijo Nelson mientras se rascaba la cabeza. Si no fuera por ti, yo hubiera seguido aquí, sintiendo todos los días el olor de ese ascensor viejo. ¿Crees que me olvidé, eh, de que me delataste a mi madre? Nelson se rio.

A ver, Nelson, interrumpió Adriano, eso no justifica nada. Tu madre está muy sola. Por suerte la cuidamos.

Nelson encaró al administrador con una sonrisa fría. ¿Cuántas veces se ha quejado mi madre de que no la llamo? Tampoco ella me ha llamado a mí, ¿verdad, mamá?

Doña Vera hizo un gesto de no haber comprendido. Abrí la boca, queriendo apoyar a Adriano, o simplemente para mostrar que estaba ahí. Décio, también pensaba en lo que iba a decir. Con sus dos manos se acomodó el pelo partido en dos por una raya, antes de tomar una tostada de un pequeño plato dispuesto junto a la ventana.

¿Y vino para quedarse?, le preguntó finalmente.

Sí, más o menos.

Nada grave, ¿espero?

Me pareció muy cómico todo aquello. Era obvio que Nelson no tenía dónde caer muerto, y el portero hablándole con tanta ceremonia, la voz llorosa, rindiendo honores, tratándolo de usted.

No, nada de eso.

Mire, don Nelsiño, Décio se cubrió la boca al hablar. Olvide el pasado. Hasta su madre ya olvidó todo, dijo Décio bajando la voz.

Parecía otra persona, a pesar de que su rostro era tan familiar tras tantos años en el portal del edificio. Salvo por algún encuentro en la calle, que no iba más allá de una mirada entrecruzada y un saludo, creo que nunca había visto a Décio fuera de su función. En el departamento de Adriano se tapaba la boca mientras comía. Tenía modales, pese a su timidez.

Desde que nos mudáramos al edificio, el comportamiento exaltado de Décio no había cambiado. Doña Vera lo acosaba, siempre por motivos diferentes. La última queja llegó tras haberlo visto entrar a un recinto de bronceado artificial en la Amaral Gurgel. No le incumbía lo que él hiciera después del trabajo, aún así ella argumentó que el aspecto del portero no correspondía con la imagen del edificio: la piel oscurecida, además del pelo teñido con aquella raya al medio, le daba una apariencia de pobre infeliz.

Marcela escuchó uno de esos comentarios cuando subieron juntas una vez en el ascensor. Entró a casa preguntándome cómo la vecina se atrevía a decir tal cosa.

¿Quién se cree ella, que pasa gran parte del tiempo en la calle entre los mendigos?

Estuve de acuerdo con Marcela, Décio siempre estaba dispuesto a ayudar y bien puesto. Se limpiaba el sudor de las manos delgadas antes de cargar cualquier bolsa. Podría ser desagradable, pero era servicial.

El tema de los mendigos era cada vez más recurrente en las juntas del condominio, y el hecho de que Décio discutiera con ellos al otro lado de la calle por la suciedad que dejaban no era de ayuda. A veces, les gritaba desde la puerta del edificio.

Y no me callo, decía Décio, mientras acomodaba el cuello de su camisa de manga corta.

El último lío en el que se metió, según doña Vera, fue durante una mañana, muy temprano, al limpiar la acera antes de finalizar su turno. Lanzó cloro y salpicó a dos mendigos. Doña Vera presenció todo. Estaba a punto de llover y ella se detuvo allí, detrás del cristal, sin saber si regresar por un paraguas.

Por su culpa ahora tengo enemigos en la calle, explicó. Yo, que de regreso de la panadería acostumbro a ofrecerles un panecillo. Vera dijo que a raíz de eso empezó a sentir miedo de caminar por la calle porque parecía que ella había dado la orden al portero de que les arrojara el cloro.

Observé a Vera, sentada de lado en el banco, abanicándose con un plato de papel. Cuando Nelson se apoyó en la pared a su lado, la madre se levantó para cederle el asiento. Le acomodó el cuello de la camiseta y le iba a besar en la frente, pero Nelson la esquivó.

Ana volvió a pasar, verificando que nada estuviera fuera de lugar. Se detuvo para acomodar algo sobre la mesa y retorció una servilleta que recogió del suelo. Ajustó la luz en el dimmer, y en la penumbra su imagen se volvió escasa, granulada, como en una fotografía. Me pareció natural imaginar a Ana como una mujer borrosa, de gestos rápidos, con una sonrisa permanente en el rostro, sin tristeza ni rencor. Tenía la misma expresión de paciencia controlada de cuando me la encontraba en el mercado, esperando a que el tipo de la báscula le dijera el precio de la compra. Los labios pintados, el cabello recogido en un moño flojo. Indicó la botella, que si yo quería más vino.

No, gracias.

Ana siguió adelante, cada vez más diluida en la distancia y en la oscuridad, deteniéndose para platicar con otro vecino. Vera aprovechó para contarle al hijo que Ana había sufrido un asalto recientemente.

El daño que provoca un arma apuntada a la cabeza, oí a doña Vera decir en voz baja. Y lo peor de todo es que pasó justo allí en la plaza, casi enfrente del edificio, cerca del puesto de policía. Parece ser que abusaron de ella.

Nelson escupió en la mano un hueso de aceituna. ¿Cómo abusaron de ella?

Ay, hijo, ignoro los detalles. Ella cree que el peligro está en todos lados y que la violencia callejera es una maldición entre nosotros.

Doña Vera contó que Ana, desde entonces, había dejado de dormir. Si la observas con atención, podrás notar el cansancio. Bueno, Adriano es otro desvelado, pero ella perdió las ganas de salir a la calle.

Yo también lo podía ver. Había un descompás en el fondo de los ojos de Ana. Di la razón a Vera, a pesar de que ella no hablara conmigo.

Cada vez que oye la sirena de un carro de policía se asusta, pobrecita.

Al mirar a Nelson, a su lado, me llevé la mano a la sien izquierda para certificar que la cicatriz de mi cabeza realmente había desaparecido. Disimulé el gesto fingiendo rascar el cuero cabelludo, un poco como Nelson acostumbraba hacer en su pelo rapado. Yo también me impacientaba con los chismes, los brindis y el ruido en las fiestas apretadas.

Mientras más te veo, hijo, más cosas recuerdo. ¿Entiendes?

Me puse a observar cómo doña Vera acomodaba la camiseta polo azul claro en el cuerpo del hijo, mientras relataba los pormenores de su llegada a São Paulo. Se dirigía específicamente a dos personas que estaban a su lado, colegas de hospital de Adriano que intercambiaban miradas sin disimulo, como si el olor desagradable de la Marginal Tietê que ella describía penetrara aquella sala. Habló de la llanta quemada, del trayecto desde el aeropuerto, del río contaminado, del equipaje hurtado.

Fue robado por algún sinvergüenza. Nelson estaba confundido, comprenden, sin saber cómo reaccionar en el aeropuerto, trayendo consigo sólo un poco de cambio porque el resto del dinero lo había dejado en el bolsillo de la maleta.

La mujer no había envejecido desde que yo la conociera. Su rostro seguía más fofo que hinchado, lo que contribuía a la falta de arrugas, además sus ojos verdes parecían buscar siempre algo, con una curiosidad ansiosa, dando a veces la sensación de que no veía con nitidez, o que su mundo estaba tan empañado como intenso parecía. Se jaló el tirante del sostén, quejándose del calor.

Nelson se quitó la gorra que vestía y acarició su cabeza calva. Estudió la comida en el plato. No se giró para verla, pero era obvio que su madre lo incomodaba. Para ella, él sería eternamente un chiquillo.

Marcela estaba cerca de él sosteniendo el bolso, lista para irse. Me pareció un poco confundida cuando se volteó en mi dirección.

¿Vamos, Oscar? Es tarde. Bebí demasiado.

¿Ya quieres huir, Marcela? No vale, dijo Ana, pidiendo paso para su bandeja de canapés que salía caliente del horno. Ofreció el primero a Nelson. Primero los invitados de fuera, dijo.

Frotándose las manos vigorosamente, Nelson se acercó a la esposa de Adriano. Gracias, dijo.

Hola, me llamo Ana, le dijo sonriendo a Nelson. Bienvenido. Pruébalo, mi ángel. Toma el de camarón, este de aquí.

Realmente esta anfitriona trae la mejor actitud. Déjame ayudar, dijo Nelson, poniendo la bandeja sobre la mesa. Marcela, pásame tu bolso también. Aquí nadie tiene prisa.

Nelson, ya me voy, dijo ella con firmeza. ¿No es así, Oscar?

Pues… no lo sé. Ve si quieres, Marcela, contesté.

¿Y tú realmente estabas en Acre? preguntó Ana, sin poner atención a Marcela. ¿No era allá donde estabas?

Acre. Sí, contestó.

¿Qué hacías tan lejos? Supongo que estarás casado, preguntó con una sonrisa cristalina.

Ya ves, Ana, esas cosas. Llegué cuando aquello era medio desértico.

Marcela se abanicó. El cabello lacio le cubría los hombros encogidos. Estrenaba un vestido negro sin mangas, no parecía que sólo fuera a una pequeña fiesta del edificio. ¿Bueno qué, Oscar?, preguntó, olvidando el dedo por algunos segundos sobre el reloj de pulso. Tenía los párpados pesados. Mira, el reloj se detuvo, creo.

¿Un día de estos hacemos algo, Oscar? Nelson reprimió un bostezo.

Puede ser. Bueno, ya nos vamos.

Pensé que el tipo debía haber huido de Acre. Imaginé un lugar lleno árboles de caucho y madera para la exportación. Seringueiras, mogno, ipê, y nada más.

Salió de Santos, intenté recapitular. Marcela decía no recordar nada de los tres meses que permaneciera ausente. Me acuerdo que el reencuentro entre madre e hija fue transmitido en la cadena nacional. Marcela portaba la misma mochila que traía cuando desapareció y su madre lloraba, cubriendo el micrófono de la reportera con la mano. Tras la muerte trágica de Washington transcurrieron tres meses tensos, dijeron en la televisión.

De la misma forma en que Marcela se fue de Santos, regresó sin decir nada. Era una mañana. Había perdido la memoria, anunció la madre en la tele. Tal vez porque el trauma de la muerte del novio había sido muy grande, la reportera no pudo arrancarle nada a la joven. Marcela se puso a acariciar la cruz de oro que llevaba sobre el pecho, ajena a la cámara.

Marcela cerró los ojos en el ascensor hasta llegar a nuestro piso. Dijo que el exceso de gente la incomodaba. Tenía calor.

Aquella mujer es una pesada, ¿no? Toquetea al hijo todo el tiempo, toda nerviosa.

Al entrar a casa, Marcela abrió la cortina y habló mirando a la calle. Sentada en el umbral de la ventana, se asomó todavía más, agarrando la cortina, con una mano contra el el vidrio. Miraba en dirección al Edificio Italia, donde nuestra calle comenzaba.

Cuidado, Marcela, dije, pero ella no pareció escuchar.

Ella jaló la tela de algodón blanca pesada, destapando el vidrio sucio del otro extremo de la ventana. Estaba lleno de marcas de dedos. Desde que años antes su madre dejara de hacer los viajes, subiendo la Imigrantes en medio de la niebla para limpiar el departamento de la hija en São Paulo, los dedos en el vidrio se habían ido acumulando. Después tuvimos una empleada, pero empezó a estar más tiempo en el Kidelicia, porque a Marcela le parecía que trabajaba bien. Sus huellas digitales eran un indicio de que la vista la distraía, como si la ciudad todavía fuera extranjera para ella, tras casi treinta años de su mudanza a São Paulo.

Se pone a toquetear al hijo porque lo extrañaba. Es obvio, ¿no te parece?

Marcela apuntó a la pared de la vecina, mirándome de vuelta. No me sorprendería que durmiera en la misma cama que él.

¿Qué? ¿Tienes celos?

Es desagradable verla con Nelson. Nada más.

Soledad y amargura.

Marcela me miró, el comentario le pareció cursi. Se rio, balanceando la cabeza. La melena desordenada, los cabellos sueltos y largos.

Ay, doña Vera. Qué mujercita tan inconveniente. Sobre todo cuando va a comer al Kidelicia.

Se retiró de la ventana, dejando más dedos impresos en el cielo oscuro. Tenía la costumbre de teclear el vidrio, para después anidarse en su lugar favorito, sobre la encimera de la cocina.

Además, no para de hablar. No la soporto.

Baja la voz, Marcela. La mujer está ahí al lado, y esa ventana que está abierta. Ella es una persona buena, Marcela.

¿Lo es? ¿Vera?

Me recuerda a mi madre, dije.

En breve vas a decir que también te recuerda a tu padre.

Vera es diferente de mi padre.

¿Del viejo Amílcar?

No seguí. Pensé que sería agobiante hablar del capixaba que Marcela conoció, que llegara muy joven a São Paulo para ayudar en la tienda de luminarias del tío. Marcela ya se sabía la historia del hombre que abrió su propio negocio, que se pasaba todo el día allá y que se iba de casa temprano para nadar en el Sesc. Me acuerdo de él en el desayuno, a veces vistiendo sólo un traje de baño, con las sandalias envueltas en una toalla sobre el sofá.

Los sábados por la tarde, después de cerrar la tienda, se sentaba en la cocina a platicar con mi madre, mientras ella preparaba espaguete con extracto de tomate, casi de la misma forma que Marcela lo hacía en casa.

Cada vez que pienso que Vera tuvo algunos terrenos fuera de São Paulo y que se fue deshaciendo de todos ellos, mientras metía todo a la tarjeta, sin pensar en los intereses, dijo Marcela.

La siguiente observación fue cuánto tiempo nos tomaría pagar. Corrigí con sarcasmo. Cuánto tiempo tardará Vera en morir, sería la pregunta adecuada. De alguna forma, era lo que Marcela quería decir.

Pero cuéntame, Marcela.

¿Contar qué?

¿Qué pasó con Nelson en la fiesta antes de que yo llegara?

Ah. Vino un tipo que él creía conocer. Un sujeto con pinta de boliviano, qué sé yo. Pero no se hablaron. Fue un encuentro bastante raro.

¿De qué hablas?

Marcela mantuvo el suspenso en la mirada. El tipo se fue, dijo por fin, al parecer se había equivocado de departamento, algo así, pero no lo creo. Lo escuché decir que iba a matar a Nelson.

¿Matar a Nelson?

Sí.

¿Y qué pasó?

Nada, el tipo no hizo nada. Entró, lo miró y salió en silencio.

Ya veo. ¿Y…? Qué historia tan extraña.

Fui a hablar con Adriano, para avisarlo. Pero el tipo se había ido. Raro, ¿no?

Hablaba mirando hacia el arco mal resanado de la pared. Aquello tendría que volver a ser un departamento único, y con aquel arco resurgiría de una manera suntuosa el gran salón que debió haber sido en los años cincuenta. Las ventanas duplicarían la vista, los dedos de Marcela podrían mancharlas de una esquina a otra, redibujando el paisaje y la plaza, como ya los había borrado y redibujado tantas veces.

Hay gelatina, dijo ella de pronto.

Gelatina es el postre favorito de doña Vera.

Sí, que asco. El sabor artificial de fresa me quita las ganas de vivir.

Marcela sacudió su reloj al notar que el tictac se había detenido. Yo tenía curiosidad por saber qué más habían hecho en la fiesta sin mí, pero ya no hablamos. El sonido algodonado de los cables del ascensor se apoderó de la sala. Me senté en el sofá y jalé un atlas blanco que quedaba bajo la mesita de vidrio. Busqué la palabra Acre en el índice.

6

Me desperté a mitad de la noche con los golpes. Traté de distinguir los sonidos, pero cuando abrí los ojos en la oscuridad granulada, mi inquietud llenó el cuarto, volviéndolo pequeño y lejano a la vez. Intenté proyectar la atención hacia afuera de la habitación, pero no oí más golpes. La respiración profunda de Marcela se hizo más fuerte y ya no estaba seguro de haber escuchado algo o si era una impresión oriunda del sueño.

Salí de la cama con cuidado para no despertar a mi mujer. Sin encender la luz, me dirigí a la sala sólo para certificarme de haber girado la llave dos veces. En la mirilla, nada. Eran las tres de la mañana.

Volví al cuarto y me acosté. Fue cuando volví a escuchar algo. En la madrugada, los cables flotantes del ascensor con sus sonidos oceánicos se hacían más evidentes. Faltaban pocas horas para que amaneciera y pronto estaría en la tienda. Pensé en mi padre, en que me estaba transformando en él, la tienda era nuestro punto de intersección. Un confinamiento solitario, la falta de ganas, una existencia mediocre. Cerré los ojos con fuerza, no quería pensar en esa vida tras el mostrador, pero la musiquita de aquella historia secreta no se iba así como así.

Intenté dormir un poco más. Pero me quedé mirando las cortinas de la sala, cuyo movimiento producía una serie de pliegues, como rayas sueltas, que se estrechaban para volverse a ensanchar; se mezclaban a la respiración de Marcela, tan evidente y clara como la imagen de la medusa que me traía el recuerdo de la paliza que recibí de Nelson. De haber habido una lámpara encendida, vería una sonrisa apenas sombreada en su rostro, envuelta en su propio secreto mientras dormía volteada hacia la pared.

Jalé la cobija de Marcela. Ella transpiraba, hecha un revoltijo entre las sábanas, lo que yo interpretaba como un esfuerzo por deshacerse de los sueños nocturnos. Mantenía el puño cerrado sobre el oído, como si la mano enconchada le trajera la infancia de regreso. Dormía así, encogida en el sonido del mar. Mar-cela, el mar junto al cielo. Cuando se despertaba en São Paulo, todo lo que quedaba de su cielo de allí ya sólo tenía que ver con el inconveniente de no llevar un paraguas en el bolso. Pero, mientras dormía, la brisa indefinida la transportaba muy lejos.

Aacomodé la cabellera desparramada para que no se acostara sobre ella. La imaginé de niña, en la oscuridad las cosas cambian de forma, y quizás por eso ella prefería dormir con una lámpara encendida. Me fui levantando con cuidado para no despertarla, tanteando el piso en búsqueda del pantalón caído y del suéter que estaba sobre la silla.

¿A dónde vas? Murmuró Marcela.

Duerme.

Ella se limpió el beso que le di en la mejilla con el puño cerrado y volteó el rostro hacia mi lado de la cama, un revoltijo de cobertores y almohadas. Preferí no aflojar la correa de su reloj.

Entré en el ascensor. Un perfume empalagoso mezclado con olor a tabaco me mareó. Lo habría dejado uno de los últimos invitados. Espié distraído por la rejilla de la puerta, mientras bajaba, pero no había luz en ningún piso.

Me topé de cara con Adriano en el vestíbulo, parado junto al portero, que dormitaba con la cabeza sobre una pequeña radio de pilas en la que sonaba Roberto Carlos.

Qué pasó, mi caro amigo. ¿Marcela te echó de la cama?

Se me fue el sueño. ¿Y la fiesta?

Se terminó. Ese de ahí, mira, fue de los últimos en salir. Adriano palmeó el hombro del portero semidormido y subió el volumen de la radio. ¡Décio! Despierta, ¡carajo!

Sentí pena por Décio. Ya no me sorprendía la forma en que Adriano le hablaba, pero el tipo trabajaba en el edificio desde hacía un siglo. Debía ser por lo que me molestaba. No le daban una tregua, estaba siempre expuesto a las intemperies del administrador, a los abusos cotidianos. Además se expresaba mal, se enredaba completamente cuando tenía que explicarle algo a Adriano, supongo que por puro miedo. Me pregunté si en Acre habría administradores así. ¿Por qué pensar en eso? Quería dejar de pensar en Acre.

Con los años, Décio se reveló homosexual y cada vez más en guerra contra los indigentes. Decía que eran unos cerdos. Había mantenido una cierta camaradería con los travestis de la esquina, platicaba con todos ellos, una especie de protección, pero últimamente, la buena vecindad de la madrugada entre él y los travestis terminaba en discusión, y la actitud cada vez más destemplada de Décio lo comprometía en las juntas del condominio. El hecho era que nadie quería un portero impulsivo. Tampoco maricón, como Vera y Adriano llegaron a decir al unísono.

¿Por qué tengo que soportar a esa chusma que ensucia las calles y monta escándalos toda la noche? Llegó a gritar Décio, haciendo muecas.

El portero del turno matutino lo suplió durante la fiesta, pero por la forma en que encontré a Décio durmiendo, no parecía que se hubiera movido de allí. Estaba exhausto, ni las ofensas de Adriano surtían efecto.

Me pregunté si Marcela seguiría enrollada en las sábanas, con la boca dura de manzana. No se despertaba ni con la bocina de un auto, ni con los gritos en la calle. La imagen del hombre de Acre regresó. El mismo desconocido viajaba por la madrugada, componiendo el paisaje de carreteras en construcción. Casi escuchaba sus pisadas, alejándose sin dejar rastro. Era temporada de lluvias y algunos tramos completos desaparecían durante la temporada de lluvias.

Caramba, Décio. Imagina si algún loco o ladrón se asoma y tú ni te enteras.

Estoy siempre pendiente, dijo Décio, apagando la radio. Usted descuide, señor Adriano. No duermo más.

Aquí en el edificio nadie quiere mantener a un vago para calentar la silla, dijo Adriano, sin moverse frente a la mesa del portero.

No era la primera vez que el administrador se irritaba con él, para darle acto seguido una palmadita amigable en la espalda.

Es que lo tiene que entender. Todo el mundo se está quejando en el condominio, mi amigo.

El portero, confundido y muerto de sueño, no supo cómo reaccionar. Intentó explicarse con más frases truncadas y las manos temblorosas que se abrieron en el aire formando un círculo que no completó. Es que me ganó el sueño, don Adriano, dijo por fin.

El gesto desorientado del portero me hizo pensar en Washington. Cuando murió, ya era un lastre en Santos. Tenía la mirada perforada, hambrienta, deambulaba en busca de alguna piedra que le devolviera el alma. Nadie pareció incomodarse por su muerte. Lo enterraron y listo.

Ya, deja a Décio tranquilo, Adriano.

Regresamos dentro de un momento. No tardamos, anunció Adriano. Estate atento a la puerta.

Décio se llevó a la boca el dedo meñique que se había lastimado accidentalmente con una grapadora. Se esforzó por mostrarse competente, atareado, pero la postura hacía que pareciera que tenía un hombro más pesado que el otro.

Es tarde Adriano. No voy a ningún lado, le dije.

El portero me miró. Probablemente pensó que Adriano se fuera a disgustar conmigo porque yo quería regresar a casa.

No te animas, dijo el administrador.

¿Cierro con llave, señor Adriano?

Es obvio que tienes que cerrar la puerta. ¿Qué pasa contigo, Décio?

Sí, señor. Pero es que si ya vuelven.

Cabizbajo, Décio tomó un clip del cajón. Se puso a equilibrar el metal entre los dedos. El gesto contraído y algo castigado reflejaba el aburrimiento de las horas que pasaba en compañía de la radio de pilas. Se notaba en el trenzado minucioso y preciso que hacía con el pequeño alambre. Horas de entrenamiento. Me acordé de los sonidos de antes, de los golpes en la puerta, del hombre de Acre caminando por la carretera y de alguien frente mí.

¿Me estás oyendo, Décio, o ya te volviste a dormir? Adriano lo maltrataba a cada segundo. Se volteó en mi dirección y sonrió. Es el colmo, dijo. Hasta puedo comprender la antipatía que le tienes a ese inútil.

¿Que le tengo a quién? Miré al portero, que acababa de pincharse el dedo lastimado con un clip.

Y ahora qué, Décio. Adriano volvió a subir el tono, cargado de petulancia. ¿Chupándote el dedo, muchacho? Endereza esa postura. Ya te he dicho que tienes que sentarte derecho en esa silla. Qué relajo.

Sí, señor. Usted disculpe, don Adriano.

La verdad es que este Nelson, es bien raro, ¿no te parece?

Creo que decidiste tenerle antipatía al tipo, contestó Oscar. ¿O no? Es más, se la tienes a todo el mundo.

Sujeto extraño, diciendo que acaba de regresar de Acre. Regresó pero de la puta que lo parió. Adriano asintió consigo mismo. Pero mira. Noté que trae el ojo puesto en tu mujer.

¿Qué dices?

Que el tipo es sospechoso, extraño. Su forma sigilosa de acercarse sin hablar, aquella mirada fija. Aquí hay gato encerrado.

Adriano estaba convencido de que era una especie de alguacil, que no sólo representaba al edificio sino a todos en la Vila Buarque. Igual trataba de enseñar buenos modales al portero que buscaba involucrarme con un comentario sobre Nelson, el infiltrado del edificio. Tenía una visión unilateral y paternalista sobre las acciones necesarias para limpiar nuestro barrio. Defendía a los justicieros y el orden. En el edificio, él mismo solucionaba las pequeñeces de todos los días, como el reemplazo de una jardinera resquebrajada pegada al muro exterior, y en las asambleas la última palabra era la suya.

Es un gran administrador. Eso nadie lo puede negar, afirmaba doña Vera.

Talento para la oratoria sí tenía, calaba los corazones de los demás por medio de su propio sentido cívico.

Adriano interrumpió lo que estaba diciendo para raspar la pared detrás de la silla de Décio, con la uña, buscando el lugar de la humedad, donde la pintura empezaba a levantarse.

Oye, hablando de infiltración, ¿te fijaste en un tipo que entró y salió de mi departamento? Yo no lo vi, fue Ana la que me lo dijo. Nunca he visto al tipo en mi vida.

¿Cómo era?

No lo sé, parece que tenía el cabello muy negro, lacio, y el rostro moreno. Lleno de hoyos en la cara. Que era bien feo, tipo boliviano. Adriano volteó hacia mí. Ana dijo que Nelson lo miró fijamente, como si conociera al sujeto.

Se volvió a reír, sacudiendo la cabeza, pero una ola de seriedad atravesó su rostro.

Entonces Nelson debió invitarlo. Sólo puede ser eso. Qué historia tan rara. Décio, ¿viste a alguien diferente?

No, señor. Sólo a los invitados. Unos aquí abajo y otros allá arriba. La media sonrisa en la mirada de Décio, fijada en la pregunta de Adriano, lo hacía parecer cómplice del administrador, aún cuando no supiera muy bien de quién hablaba. Esperaba el momento para abrir y cerrar la puerta de entrada, de igual manera que esperaba para abrir y cerrar la boca.

¿Bueno, qué, salimos a dar una vuelta? ¿Aire fresco?

¿A esta hora? Son las tres de la mañana, Adriano.

Es mi cumpleaños, no me prives de este placer. Tú bien sabes cuánto amo a esta ciudad y es mi cumpleaños. ¿Alguna vez te he pedido algo, Oscar? ¿En el día más importante de mi vida?

Tú… Está bien, Adriano.

¿Yo qué?

Nada, olvídalo. Voy a regresar arriba, antes de que Marcela se despierte.

Uy, Décio, mira a Suzi ahí en la entrada. Tu amiga está manchando el cristal de la puerta otra vez con su nariz. No le andas dando de comer, ¿verdad?

Suzi pasó mirando el interior del edificio, intrigada por el movimiento a aquellas horas. Era una de las travestis conocidas, hacía base en la esquina de la Vila Nova. Tenía una manera cariñosa de tocarse el cabello, acomodar un mechón detrás de la oreja, en el lugar preciso. Volvió a pasar, demorándose para ver quién estaba en el vestíbulo. Aparentemente no quería nada, ni saludar a Décio, su colega de la madrugada.

Adriano miró en dirección a la puerta. Sonrió. Tal vez intentara establecer una clase de comunicación silenciosa con ella. Estaba claro que se conocían.

¿Hacia dónde crees que se dirige, Décio? Adriano se puso firme sobre las dos piernas. Espero que no hacia la Cracolândia.

¿Usted cree que Suzi es de las que se drogan, señor Adriano?

Ve a saber.

El aire misterioso de Suzi incomodó a Adriano. Vi que él la observaba. El corte recto de cabello sobre los hombros fuertes le daba aspecto de androide.

Después se mueren como perros y nadie entiende por qué. ¿Vamos, Oscar? A pasear.

Está bien. Pero sólo una vuelta, Adriano.

Así que salimos. Décio se quitaría los anteojos y los pondría sobre la mesa para pasar llave a la puerta de entrada y quedarse un rato allí parado, observando a los travestis por detrás de la ventana.

Desde el otro lado de la plaza, se podía notar el efecto del tiempo sobre los edificios. A excepción del garaje del nuestro, cuya fachada era un rectángulo alto de vidrios antiguos, nada destacaba en la cuadra. Era un conjunto de construcciones bajas, con fisuras y remiendos, cajas de aire acondicionado aisladas y una que otra cortina de color fuerte. Al nivel de la calle, entradas de edificios residenciales se mezclaban con fachadas comerciales. Eran soluciones totalmente improvisadas, y el resultado una homogeneidad opaca de ornamentos toscos.

En el nuestro, había una reja fina en el primer piso. El edificio era uno de los más antiguos de la región. La terracota de finales de los años cuarenta y el acabado neoclásico simple, con pequeños balcones y venecianas, ganaban más expresividad por la suciedad que ennegrecía la construcción.

¿Crees que Marcela esté durmiendo?

Sí, lo está.

Marcela y Nelson. ¿De dónde dices que se conocen, Oscar? ¿De Santos?

¿A dónde quieres llegar, Adriano? Marcela y Nelson son viejos amigos. Hasta fueron novios.

Supe que huyeron juntos cuando eran adolescentes. Eso todavía no me lo habías contado.

¿Quién te lo dijo?

Adriano dejó escapar una risita de quien acaba de anotar un gol, pequeño pero significante, y avanzó más rápido. ¿Ya ves?

¿Qué?

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