Acre

Acre


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No, nada, Oscar, relájate. Solamente comentaba lo que sé. Nada más. Adriano señaló hacia arriba y me sonrió. El hijo de Vera te está quitando el sueño, te está volviendo raro. Lo digo porque te conozco.

¿Los viste juntos, Adriano?

Pero qué pregunta, Oscar.

No, nada importante, es sólo una pregunta. Me pareció que Marcela actuaba diferente en tu casa, se me ocurrió que tal vez supieras algo.

No lo sé, Oscar, no sé de qué me hablas. Es tu mujer, después de todo. Adriano sonrió. ¿O no?

Adriano, mira aquel pequeño edificio aislado. El que tiene un bar abajo. Quería cambiar de tema. No tenía ganas de discutir con mi vecino. El interior debe ser de mármol, muy fresco, y los ascensores estarán revestidos de madera con relieves y espejos en los buenos tiempos. Seguro que han hecho una reforma barata, habrán puesto contrachapado, no quedará nada de los ornatos antiguos ni del espejo. Como en el nuestro.

Es realmente así, nadie va a gastar dinero en vano. Es una pena, Oscar, pero es así.

Pensé que era un reflejo de la plaza, reducida a una promesa de reforma, como la mayoría de las plazas de São Paulo, que terminaban siendo forradas con puro cemento, ofreciendo un paseo entre árboles imaginarios. Quise insistir en el tema pero solamente lograba atenerme a los pasos de Adriano, que se había adelantado, en dirección a Suzi y sus compañeras.

Un trago vendría bien, dijo Adriano de pronto.

¿Por aquí? ¿No te parece un poco peligroso?

Carajo, Oscar. Esta es mi ciudad. Si los traficantes de crack piensan que van a dominar la escena, están equivocados. Ven, acompáñame a hacer una inspección por las calles. A pegar unos cuantos sustos por ahí.

Adriano, escucha bien. No jugaré al justiciero.

Suzi se acercó. Se recostó en la reja de la plaza, agarrándose con los brazos levantados. Escupió el chicle que masticaba. La luz de la calle acentuaba el brillo de la lentejuela azul sobre su pecho sin sostén.

Ven acá, Adriano, dijo.

Se sabe tu nombre y todo.

Estábamos en la esquina de la plaza. Adriano cruzó los brazos sobre el pecho. Me vas a decir que nunca te ha llamado la atención, Oscar. Y mira que es una travesti auténtica, nada de esas cosas operadas. Los travestis tienen orgasmos porque no están mutilados. No sólo se excitan, gozan también.

No deja de ser una buena teoría, dije, y me reí de la buena disposición de mi vecino. Pero no traigo tantas ganas como tú, Adriano.

Te la voy a presentar. A ver, Suzi. Adriano la llamó.

Suzi dio algunos pasos firmes, muy despacio, y se detuvo frente a mí.

Hola, querido, dijo, levantando la blusa para acariciar sus pechos firmes. ¿Quieres mamar?

No, no quiero, cariño.

Hago descuento para los amigos del doctor.

Después de la Vila Nova, bajamos por la Marquês de Itú hasta la calle Amaral Gurgel. Aceleramos el paso, movidos por el frío. Cuanto más despotricaba Adriano contra Nelson, mirándome de reojo, más parecía aplacar mis pensamientos. Me sentía comprendido, era como si él pusiera en palabras claras lo que me había atormentado durante los últimos días, y que no había sido capaz de encarar.

Anduvimos por el pasillo del Minhocão, parecíamos parte de aquella muchedumbre de moradores de la calle, encapuchados bajo las luces del viaducto. Fuimos hasta el Largo do Arouche, donde había varios refugios de cartón, periódico y cobertores. Algún que otro gato maullaba, en la esperanza de que trajéramos alguna sobra de comida con nosotros. El perfume de los lirios del puesto de flores era intenso.

Parecen capullos de insecto, dijo el cumpleañero en un raro arrebato poético, deteniéndose para admirar las casas improvisadas de los indigentes.

Se plantó frente a la estatua de bronce de Brecheret y comentó que siempre le había gustado aquella escultura. Se detuvo a leer la placa al pie de la estatua.

Depois do banho. Anda, Oscar, di algo de esa mujer, tú que sabes todo sobre el barrio.

No tengo la más remota idea.

Adriano acarició las piernas de la estatua. Oye, Oscar. ¿De dónde dijo que venía, de qué parte de Acre?

Sólo de Acre.

Entonces eso significa que el sujeto llegó sin nada, de repente. Le dijo a la madre que estaba en Acre. Porque doña Vera no se inventaría un viaje así. Además, ¿haciendo qué en aquel lugar de frontera, tierra de nadie?

A saber qué hacen por allá. ¿Construyendo carreteras? ¿Traficando con madera?

Carretera y madera. Se le notan en la cara esos treinta años. No me sorprendería que tuviera un título de ingeniero forestal o algo por el estilo, dijo Adriano. Debe de ser amigo de algún amigo. Ve a saber el tamaño del problema.

¿Tú qué opinas?

¿De su regreso?

Sí.

No lo sé. No me gustó. Lo sacaría del edificio.

Estoy comprando el departamento de su madre.

Otra razón para que se vaya al carajo.

Un coche pasó acelerado al otro lado del Arouche. La puerta del conductor se abrió antes de que el carro frenara, fue cuando avisté a un hombre que cruzaba la calle justo enfrente del vehículo. A punto de ser atropellado, el peatón gritó. El conductor se bajó rápido del auto, y con una especie de tubo en la mano envistió al peatón, que retrocedió y se cayó. Luego volvió a ser apaleado, esta vez por otro joven que salió por la puerta del copiloto, también armado.

El peatón intentó huir, pero fue alcanzado de nuevo, y vi las manos alzadas al aire, suplicando que se detuvieran —por favor, por favor, decía—, mientras recibía patadas de los dos, que no dejaban de azotarlo, en una descarga compulsiva de brutalidad. El conductor gritó cualquier cosa y, cuando me acerqué, noté que el hombre que estaba en el suelo hablaba español. El del asiento del copiloto le exigió un documento de identidad. Dijo que Brasil era para los brasileños, o alguna pendejada nacionalista por el estilo, y se subió al coche antes de que la víctima lograra reaccionar. El conductor le dio un último golpe con el tubo, corrió al coche y arrancó a toda velocidad en dirección a la avenida São João.

Corrimos a socorrerlo, Adriano diciendo que me calmara, que él era médico. Nos arrodillamos junto al hombre herido, el rostro tenía tanta sangre que era difícil ver dónde se encontraban los cortes. El cabello empapado sobre la frente y la baba que le escurría de la boca destrozada me dieron náuseas, vergüenza y ganas de llorar.

Adriano acercó el rostro y murmuró en el oído de la víctima. Boliviano, ¿ya ves? Eso es para que aprendas, por idiota, no se camina a solas por ahí. Hay racismo aquí en São Paulo. Adriano me miró y sonrió. Mira eso, el tipo no reacciona. Lo peor de todo es que sí tiene cara de boliviano.

¿Tú crees que lo hicieron por puro racismo?

Cara de maricón no tiene. Adriano volvió a hablar en voz baja al oído del hombre. Ahora cuéntame, boliviano, habla. ¿Fuiste tú el que asustó a mi mujer? ¿Estuviste en mi fiesta sin ser invitado?

El hombre levantó las manos, rendido.

Está diciendo que no, Adriano. Ya déjalo, pobre, tenemos que llamar a una ambulancia, Adriano.

Di la verdad, pedazo de mierda. Adriano encaró al hombre en el suelo. Habla, pendejo. ¿Eras tú? ¿Conoces a Nelson? ¿Nelson de Acre?

Un charco de sangre se formaba detrás de su cabeza.

Adriano, vámonos ya de aquí, dije.

Estoy en contra de la violencia fortuita, pero São Paulo no puede vivir así, necesita de limpieza. ¿Entendiste, boliviano? Habla, hijo de tu puta madre.

El hombre gimió y balbuceó algo en castellano. Luego dejó de moverse. Adriano se levantó y le dio una patada.

Me resultó repulsivo verle golpear a aquel tipo atemorizado y delgado, aquella obsesión por dominar hasta el final a una víctima para agotar la propia rabia. Era miserable. Mi vecino decía que patrullaba las calles, pero claramente aquello no tenía nada que ver con la limpieza del centro que él predicaba. Se subió al tren del sadismo ajeno, y ahora quería justificar su deseo de matar. ¿Y si se tratara realmente del hombre que apareciera en su departamento? ¿Qué tendría que ver con su mujer? Que Ana hubiera sufrido un asalto era el pretexto que Adriano buscaba para poder incriminar sin ley. De todos modos eso no me convencía.

Empecé a caminar en dirección a la casa, pero al darme cuenta de que Adriano quedaba atrás, me detuve para llamarlo. Traía una pistola en la mano.

Adriano. Mierda.

No te metas, Oscar. Observa. Ese hijo de puta piensa que puede entrar así al país de otros, ¿eh? Y qué decir en la casa de otros.

Adriano disparó.

Los tipos no reaccionan, de tan locos que son. Mira eso, Oscar. No exagero. Demasiado loco.

Voy a llamar a la policía.

No digas tonterías, Oscar. Ven acá. Dispara.

No.

Déjate de mariconadas. Mira.

Disparó. El sujeto se sacudió en el piso.

Ya no existen denuncias para esto, tú lo sabes Oscar. Ve a cualquier comisaría y comprueba. Con tanto crack por ahí, se llama legítima defensa.

Adriano. Adriano.

Qué.

Adriano viste cómo lo arrojaban al suelo, apaleado ¿y eso es lo que haces? Me voy a casa. Ahora mismo.

Calma. Espera. Adriano se quitó la zapatilla de deporte, se arrancó la media del pie y la calzó en la mano. Substrajo la cartera del bolsillo del hombre inconsciente. Mira, te lo dije. El payaso es boliviano, pero la identificación fue emitida en Acre.

¿Y?

Adriano se rio. Qué se yo. ¿Hace falta una explicación? Mira, Oscar, lo siento mucho, pero eres un flojo. Mira a tu mujer.

¿Qué pasa con ella?

Marcela allí con Nelson. Lo que fue una pequeña aventura de adolescencia, podría volver como algo mayor. O ya volvió. Donde hubo fuego quedan cenizas.

¿Qué tiene que ver una cosa con la otra, carajo? ¿Adriano? Acomodé mis anteojos.

Sentí una simpatía súbita por Nelson. El tipo llegando de lejos para rescatar a la madre. ¿Sabría que Marcela vivía en el edificio?

Si no llegaron a nada ya no va a pasar, dije.

No sólo ya pasó, sino que a tu mujer le gusta él. Pero no te preocupes. Yo te ayudo a ponerlo en su lugar.

No necesito de tu ayuda, Adriano. Ni de gente armada cerca de mí. Es una tremenda canallada que andes armado y dispares a cualquiera que no se parezca a ti.

Es tu decisión. Si yo fuera tú, al menos buscaría un abogado. Mi primo, por ejemplo. No cobra mucho, y está acostumbrado a los casos litigiosos.

Ahora mi caso es litigioso.

Uno nunca sabe. Ven. Me quedan tres balas.

Eres un demente. Voy a llamar a la policía.

Qué policía ni qué nada. Si los tipos me pagan la cerveza por dispararles a los vagos. Creo que está muerto.

Puta madre, Adriano. Vámonos de aquí.

Adriano caminó detrás de mí por la plaza desierta. Intenté calcular cuánto tiempo estuvimos allí, junto al hombre tirado en el piso, creo que fueron cinco minutos. Mi mentón temblaba de frío, pero luego me percaté que era de nervios. Adriano cruzó la plaza y yo fui detrás, como un hermano chico que sólo sabe seguir. No había nadie. Guardó el arma adentro del pantalón después de limpiarla bien. Viéndolo de lejos no despertaba ni la menor sospecha. Los pasos eran firmes como los de un policía.

Esto queda entre nosotros, ¿eh?

¿Habías matado a alguien antes, Adriano?

Buena pregunta. Nuestro secreto.

¿Cómo?

Adriano se rio. No me gusta andar presumiendo.

¿Entonces?

Uno que otro.

¿Cuántos, Adriano?

Gente innecesaria. Negros insolentes, locos de crack, de vez en cuando alguna putita muy fea. Y maricones. Los maricones son lo peor. Tienen que morir. Y la adrenalina que sientes al disparar. Te toca el siguiente.

Pasamos por algunos mendigos estirados sobre la acera de la Amaral Gurgel y Adriano se detuvo por un instante. Regresó para acomodar la punta suelta de cartel fijado en una columna del Minhocão, con cuidado para no romperlo. A falta de algo que sostuviera el papel en su lugar, arrancó la punta de un jalón.

Listo. Lo rompí, dijo. Al menos intenté arreglarlo.

Adriano me miró, buscando mi aprobación. Cruzamos la Amaral Gurgel por la perpendicular y nos adentramos en la Marquês de Itú. Un transeúnte se detuvo en la acera de enfrente para encender un cigarrillo mientras dos coches subían la calle en la madrugada vacía.

7

Las asambleas normalmente se llevaban a cabo en el garaje, pero esta era extraordinaria, solicitada por doña Vera. Nuestra vecina quería discutir la falta de seguridad en el edificio, había conversado antes con el administrador, insistiendo en la urgencia del asunto. Para agilizar el trámite, propuso que la reunión tuviera lugar en su departamento.

Bajo el último renglón del mensaje —avisando que, de no haber cuórum, la siguiente convocatoria sería pasados los treinta minutos—, venía la firma del administrador, Adriano Dellatorre. No hablaba con él desde la noche de su cumpleaños, de hecho lo evitaba. Cuando me di cuenta de que el motivo de la reunión tenía que ver con el boliviano, me quedé aterrado.

La convocatoria se deslizó por debajo de la puerta, la misma que fijaron días antes en el ascensor. El nombre del edificio aparecía bien subrayado en la parte de arriba. Era una tipografía rara, buscaba un efecto tridimensional. Trapézio Imperial. Estaba tan nervioso que intenté encontrarle gracia. Mirando desde la calle faltaban letras, entonces tenía la impresión de que era Topácio, pero la carta servía para recordarme que sí era Trapézio. La idea de vivir en un polígono me parecía estúpida. Una existencia sazonada con el movimiento de los cables del ascensor.

Cuando entré, doña Vera arrastró una de las sillas de metal por el suelo, invitándome a su pequeño mundo de confort.

Siéntate, estás en tu casa, hijo.

Luego se alejó diciendo no sé qué y reapareció con un termo envuelto en un trapo de cocina.

Sólo tengo café para ofrecerles, dijo. Los hombros encorvados enfatizaban el hueco de su propio estómago. Oscar, las tazas están en el armario detrás de ti. ¿Me las podrías pasar?

La reunión empezó apenas nos sentamos. Era la audiencia más reducida que yo había visto. Sin la presencia del administrador, que venía retrasado, éramos tres: doña Vera del 9b, Sueli del 1c, y yo del 9A. De alguna forma, me sentí aliviado.

Nuestra vecina estaba convencida de que un desconocido había irrumpido en su departamento la noche del cumpleaños de Adriano. Sin saberlo, se refería al mismo boliviano de cuya muerte fui cómplice. Desde la noche en el Arouche ya no pude dormir, y sólo fui al departamento de Vera porque necesitaba saber hasta qué punto los vecinos sospechaban algo, si es que sospechaban.

Ana había comentado a Adriano que vio a un sujeto desconocido en la fiesta, pero que no sabía más detalles. Parecía que estábamos ahí para descifrar un acertijo, ya que ninguno de nosotros podía atestiguar la intrusión. La impresión general era la de que se trataba de un invento de Vera, motivada por una antigua disputa que tenía con el portero. Por eso había poca gente.

Faltó vigilancia en el edificio, argumentó la mujer. El otro portero estaba en la planta baja cuando ese hombre entró. ¿Pero qué hacía Décio en la fiesta durante todo ese tiempo? Ya sabemos que fue invitado por el administrador para que se diera una vuelta por allá, pero sin duda abusó del tiempo.

Si eso realmente sucedió, debió ser como a las dos y media de la mañana, calculó Sueli. Décio ya estaría de regreso en el vestíbulo. En mi opinión, sigue pareciendo asedio tuyo hacia Décio.

¿Asedio? Estoy segura de que Décio dormía en horas de trabajo. Cuando tocaron a mi puerta, la fui a abrir porque pensé que era Nelsiño, rebatió Vera, palpándose la nuca. Pero no era. Frente a mí se estaba un hombre muy delgado. ¡No se imaginan el tamaño del susto! Parecía un hombre del otro mundo.

¿Cómo que del otro mundo?

No se le entendía bien, creo que hablaba español. Tenía un rostro moreno, diferente, con aspecto de paraguayo, peruano, qué sé yo. Y entró. Se metió a las habitaciones, a la cocina. Fui detrás de él, Nelsiño no estaba. Eran como las dos de la mañana.

Espere, dije.

Las dos vecinas me miraron.

Escuché algo a esa hora, quizás un poco más tarde. Me asomé a la puerta, pero no había nadie. Precisamente, me levanté incomodado por un ruido, creí que eran golpes, y me quedé quieto por un momento con los ojos abiertos, en la oscuridad. Después el sonido del elevador lo confundió todo, y además, con el el cuarto de máquinas encima del techo parece que hay más movimiento en el edificio del que en realidad hay.

Hablé rápido, intentando disimular la tensión. Acomodé un almohadón sobre mis piernas, pero no hallé alivio en la espuma. Las mujeres no parecieron notar mi ansiedad.

Este edificio está en total decadencia, suspiró Vera. El otro día Décio pasó abrazado a otro hombre en la calle, se quedaron allá en la plaza. ¿Dónde cabe? La vecina me consultó con una mirada. ¿Estás seguro de no haber avistado nada en el pasillo aquella noche?

Pero doña Vera, pregunté, ¿por qué no llamó a la policía?

Llamé a Décio por el interfono. No contestó. Entonces le hablé al administrador. Él tampoco contestó.

Un sujeto invade su departamento en mitad de la noche. Si eso no es un caso de policía no sé cómo llamarlo.

Miré a Sueli, que asentió con un gesto. Se esforzaba por demostrar que aquella discusión la aburría. Estaba mal sentada, pero no le ofrecí el almohadón que tenía posado sobre mis rodillas. No lo compartiría con nadie.

Bebí el café, me rasqué la cabeza, aprovechando para secarme discretamente las manos sudadas en el pelo. Intenté fijar la atención en cada mueble. La sala era un vano abierto para la reunión. El tiempo se iría más rápido si me dedicaba a estudiar al detalle la lámpara de mesa con la pantalla abollada, el tocadiscos, el estante laqueado rojo.

Crucé una pierna. Después la otra. Estaba inquieto, angustiado por que se fijaran en mí. Volví a acariciar el cojín. A mí tambíen me habían despertado los golpes en la puerta la noche del cumpleaños de Adriano. Y luego estaba aquel tipo, la paliza y hasta los disparos. Parecía tratarse de la misma persona. O quizás yo estaba paranoico. ¿Por qué entraría en casa de doña Vera? ¿Estaría buscando a Nelson? Supuestamente el boliviano con documento de Acre también fue visto en lo de Adriano. Adriano y sus delirios de justiciero. No dejaba de darle vueltas al asunto. Si el boliviano realmente hubiera venido a São Paulo detrás de Nelson, Adriano le habría hecho un gran favor al hijo de doña Vera. Sin saberlo.

En opinión del administrador, la calle servía para aleccionar a los insomnes, considerando que, a su juicio, muchos de ellos eran vagos. Marcarlos con hierro al rojo vivo, dijo en una ocasión. La justicia educa, añadió.

Doña Vera balanceaba ligeramente el cuerpo hacia adelante, como si estuviera sentada en una mecedora. Iba y venía, sin parar. Por la ventana abierta entraban pequeñas gotas de una lluvia que se desplomaría en breve. La noche se sentía sofocante y yo parecía ser el único que se preocupaba por el puto barniz del suelo. La madera de rectángulos alternados era vieja y rayada, no empeoraría a causa del agua que estaba a punto de caer.

¿Puedo cerrar la ventana?

Pasé otra vez la mano por mi pelo, no dejaba de sudar. Y no entendía la ausencia de Adriano en la reunión. Quizás tuviera miedo de aparecer.

Si quieres, Oscar. Pero hace mucho bochorno.

Miré una vez más el suelo. No era necesario remover las piezas de ipê, bastaba con lijarlo, como en nuestra sala. Había leído sobre Acre el otro día, sobre el mercado negro de madera. El Acre de Nelson. Lo visualicé trabajando en la selva, no como ingeniero, sino cortando madera, el vitíligo quemando, el cuerpo cubierto de insectos.

El aguacero empezó a caer y preferí no preguntar por él. No me extrañaba que Nelson estuviera huyendo de aquel hombre. Que huyera toda la vida. ¿Dónde estaría metido? No buscando empleo, a aquella hora, después de las siete de la tarde. Tampoco durante la noche de la fiesta. Por la forma en que llovía, debía andar por ahí con el pantalón empapado, o tal vez se hubiera refugiado en un bar con sus anuncios clasificados.

Acomodé los codos sobre el puf de algodón. Era uno de esos objetos suavizados por el uso, ya sin nombre ni función. Sueli y yo cruzamos la mirada. Ella quería el cojín y yo sólo se lo daría a cambio de su plaza de garaje. Marcela y yo teníamos un coche que se quedaba en un garaje rentado en la Barão de Tatuí, y sabíamos que Sueli no quería vender su plaza, aún cuando no sabía conducir. Era una de estas tacañas con pretensiones de intelectual, tan delgada que el cuerpo se le curvaba cuando se ponía sus aretes gruesos.

Doña Vera volvió a insistir en lo de Décio, sólo ocasionaba problemas, siempre charlando con los travestis y con los mendigos. Estaba convencida de que uno de ellos había entrado en el edificio. Tenía que ser uno de ellos, aunque el tipo delgado que hablaba español no aparentaba ser mendigo ni travesti.

Me concentré en la suavidad del cojín, evitando la mirada opresiva de Sueli. Los labios delgados enmarcaban la desilusión de su rostro. La mujer no hacía gran cosa, andaba por ahí comiéndose las uñas, de vez en cuando la avistaba arrastrando de la correa al perro que se negaba a caminar, estorbando el paso de las personas, tanto en la acera como en el ascensor. El setter irlandés era un animal gigantesco.

El can chocaba con el portón, con los transeúntes, con todo. Sueli lo arrastraba por la calle, evitaba pasear en el parque que para ella era un basurero y no servía ni de atajo. A veces se encontraba de frente con los mendigos. Uno de ellos la inquietaba especialmente, era un vejete flaco y sin dientes que se rascaba la espalda en la reja de la plaza frente al edificio y pintaba en el suelo con tiza amarilla cuando veía a personas que le llamaban la atención.

El día en que usted ya no quiera a su animalito, ¿me lo regala? Mire que él va a ser feliz en la calle. ¿Verdad, Totó?

Décio era quien me contaba esas anécdotas, y nos moríamos de risa en el vestíbulo. Vas a contraer microbios, Totó, la imitaba Décio.

Sueli fue profesora universitaria en la Fundação Escola de Sociologia e Política de São Paulo. Se leía el nombre completo de la universidad al otro lado de la plaza. Era algo que seguramente la enaltecía, acercándola a los barones del café que habitaron la casona entre las palmeras. Un día la vi parada enfrente con el setter, mirando la construcción, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás.

Aquella imagen me pareció bonita, la mujer y el perro, nada que ver con la Sueli malhumorada. A mí me gustaba más la casa modernista de la plaza, que se convirtió en la Biblioteca Monteiro Lobato. Podía visualizar al senador Rodolfo Miranda desde su balcón, admirando el pórtico curvo, como un listón que salía de su casa y alcanzaba la calle General Jardim.

Décio decía que Sueli evitaba la plaza porque había sido agredida cerca de los subibajas. La historia se repetía, fue semejante al caso de la esposa de Adriano. Un adolescente armado se llevó su reloj y al día siguiente el mendigo artista dibujó con tiza amarilla a Sueli con el muchacho que le apuntaba con un arma. El perro no aparecía en el dibujo.

Adriano llegó media hora después de iniciada la reunión.

¡Qué susto!, exclamó Vera, soltando la cadena que aseguraba la puerta, y lo invitó a pasar. Olvidé que esperábamos a más gente.

Ay, doña Vera, han pasado solamente tres días desde que entraron aquí ¿y usted sólo pone esta cadenita? No es suficiente. La seguridad empieza en la puerta de casa. Por cierto, ¿ustedes se fijaron que la iluminación está mucho mejor en el pasillo? La luz incandescente podrá tener un color frío, pero no se gasta. Bueno, pasemos a la sesión, disculpen el retraso, tuve un pequeño problema en el hospital.

Entra, Adriano.

El administrador entró despacio, esquivando a la gente, como si la sala se encontrara repleta. ¿En qué punto estamos? Disculpen mi retraso, señoras. Estaba en una cirugía muy complicada.

En realidad estamos decidiendo sobre la permanencia de Décio en el edificio, dijo Vera con sencillez. ¿Sueli?

Ay, Vera. Décio no tiene culpa de nada. Es más, para mí que esa historia está mal contada. Pero mejor me callo. ¿Qué le voy a decir a mi vecina, Adriano? ¿Por qué una persona se metería en su departamento a las tres de la mañana para llevarse únicamente la chaqueta de Nelson? Y todo indica, pese a la convocatoria que se ha dejado en el ascensor y en todos los departamentos, que casi nadie se interesó por el tema.

Oiga, ¿la chaqueta de Nelson tenía una franja blanca?

Sí, Adriano, en la parte de atrás.

¿Y el sujeto, era como boliviano?

Creo que sí, pero ya no sé decir más. ¿Por qué?

No por nada. La verdad es que hubo un óbito allá en la Santa Casa, y terminé por ver el cuerpo. La muerte ocurrió en la misma madrugada, por eso pregunté.

¿Entonces qué, votamos? Sueli indicó la hora en el reloj de pared. Ya me quiero ir.

¿Y usted a qué vino entonces? quiso saber Vera. ¿Para presumir toda la prisa que trae?

Sueli sonrió. Querida, sólo pienso que este acoso hacia el portero es absurdo. Y lo adelanto: voto en contra de su destitución, si es a lo que usted quiere llegar con eso. En cuanto a la luz fría, Adriano, por el amor de Dios. También estoy en contra.

Nunca había visto a Sueli hablar tanto, y menos en ese tono. Ella nunca se perdía una asamblea, pero que se quejara con tanto ímpetu era una novedad.

El administrador puede ser responsabilizado civilmente por obras realizadas sin la debida autorización de la asamblea, anunció Vera a su vecina, empujando con el pie la puerta del armario que seguía abierto después de que sacara las tazas. Pero este no es el caso. Todos apreciamos y aprobamos su trabajo. Menos usted.

No estoy de acuerdo, Sueli volvió a decir. ¿Acaso no lo puedo manifestar?

Por supuesto que sí. El mundo es libre.

Señoras. ¿Podemos resolver eso rápido?

Calma, Adriano. Vera le ofreció el bolígrafo para que firmara su asistencia y se rio de sí misma, avergonzada, como si ella hubiera iniciado la discusión.

Adriano me miró con complicidad. Quería olvidar la noche en el Largo do Arouche. Aunque no lo admitiera, debía estar arrepentido.

El hecho de que Nelson no estuviera allí simplificaba las cosas. Pensé en Marcela poniéndose un camisón antes de que yo saliera a la reunión, en la sala, con las cortinas entrecerradas. Cuando le pregunté si me acompañaría, quiso saber el motivo de la asamblea.

Apuesto que quieren despedir a Décio, dijo, distraída mientras arrancaba migajas de un pan francés.

Desde que Nelson llegara al edificio, inventaba pretextos para quedarse más tiempo en casa cuando yo la invitaba a hacer algo. Sin embargo, algunos días hacía lo contrario, salía de casa temprano y simplemente apagaba el móvil.

El camisón blanco de ángel le daba un aspecto sobrenatural, aún más frente al drapeado de la cortina. Marcela arrojaba bolitas de migajón de pan francés por la ventana. Hasta me parecía una manía graciosa, tirar para atinarle a cualquier cosa, aventar por aventar.

El migajón es para los periquitos, explicó.

Desde el noveno piso las bolitas se pierden durante la caída, Marcela. ¿Seguro que no quieres venir?

Tal vez más tarde. Ya me puse el camisón. Marcela me miró. No me digas que los asuntos del edificio no te dan una flojera enorme.

Vera dejó de hablar de repente. Miró en dirección a la puerta. El rostro de Nelson se asomó por el espacio libre de la cadena, como un animal que olfatea a otros. Ella abrió la puerta y el hijo entró en silencio. Miró alrededor, notando por nuestro aspecto de fatiga que se trataba de una discusión estancada.

Hablábamos de lo que te conté, Nelson. Del hombre que me empujó.

¿El hombre la empujó? Preguntó, como si no hubiera escuchado bien.

Sí, hijo. Entró, abrió las puertas, ¿te acuerdas de lo que te conté? Me espanté mucho. Vera buscó apoyo en nuestras miradas.

¿Pero usted llegó a hablar con él?, quiso saber Sueli. Cruzó las piernas y enganchó las manos por debajo.

Le pregunté si me iba a robar, pero no dijo nada.O sí, sí dijo algo, pero no me acuerdo. Tomó la chaqueta de mi hijo que estaba sobre una de estas sillas de ahí. Se la puso y salió. Perdí el apetito desde entonces, hasta se me olvidó comprar algo para ofrecerles con el café. Y todavía más con la noticia del muchacho que murió en el Arouche. Al parecer era la misma persona, ¿no es así, Adriano?

Nelson observó a la madre, callado, todavía en pie. Enseguida clavó los ojos sobre Adriano.

Hijo, el peligro está en todos lados, dijo ella con la voz ronca, italianada. Nadie se salva.

Últimamente, añadió Sueli. La mujer sacudió la cabeza antes de proseguir. Han ocurrido ataques de ese tipo, y no sólo en la Vila Buarque. ¿Se acuerdan que hace poco, detrás de la capilla del Morumbi, unos sujetos se encerraron en una casa con los residentes adentro durante ocho horas?

La discusión se desvió hacia puertas, cerraduras y llaves de dudosa calidad. Sueli se llevó las manos a las orejas para asegurarse que los aretes de bolita estuvieran bien apretados. Bostezó y las palabras se alargaron en algo irreconocible. Se calló. Noté en su aspecto desinflado y somnoliento que el labial penetraba los surcos de sus labios, como la tiza infiltrada en la acera mojada.

Pero aún así, en nuestro edificio, tenemos ese problema. Las personas ya no confían en la propia cerradura de la puerta, dijo Adriano.

¿Qué llave abre qué? preguntó Nelson de pronto.

Hijo. Déjalos concluir. Espera un minuto. Acomodó el cabello. Sonrió con sonrisa dulce y distante.

Doña Vera, aquella que conversaba con los mendigos, que los reunía alrededor de la merienda que ella les llevaba. San Francisco y los pajaritos. Metí en el almohadón un pedazo de espuma que se escapaba.

El timbre sonó y Nelson, todavía en pie, abrió. Era Marcela, que no pareció sorprendida porque él le abriera la puerta.

Opa, dijo él. Qué sorpresa.

Nelson reaccionó al beso que ella le dio en la mejilla con una caricia suave en su brazo. Miré al suelo, fingiendo no haberlo notado. Intenté no encontrar extraño que se saludaran de aquella forma. No tenía nada de especial, considerando que se conocían de tantos años. Me quedé pensando si los demás se habrían fijado en aquella intimidad. Adriano no perdería la oportunidad de comentar al respecto más tarde.

Marcela había cambiado el camisón por una camiseta sin sostén sobre unos pantalones de deporte. El cabello estaba peinado de lado, sin la trenza habitual que solía hacerse por la noche; olía la punta reseca y le gustaba toquetearla, como las plumas de una indiaca.

¿Qué hay? Marcela preguntó con la misma voz perezosa de la adolescencia. De repente estaba interesada en la reunión.

No hay nada, dije.

Así es, Nelson arrastró una silla para Marcela.

Entonces, Sueli cortó el momento con un sorbo de café y la aspereza de siempre, ¿ya notaste la grieta con forma de arco en la pared?

Sí, claro.

¿Eso no es un problema del edificio?

Nelson se rio, pero cuando levantó la cabeza parecía más serio. Eso no es un problema del edificio. Es un problema entre nosotros, los vecinos. Entre mi madre y Oscar. Entre tú y yo, Marcela. Así es, queridos, no es estructural.

Desde el lado de doña Vera la falla parecía haber avanzado más. Era un arco bien definido. Busqué un punto de apoyo, necesitaba más que un almohadón. No quise voltearme hacia Adriano.

Oigan. Adriano nos encaró sin paciencia. Mire, doña Vera, se me ocurre algo. Olvidemos todo lo ocurrido. ¿Más café, Sueli? A la siguiente despedimos a Décio, ¿les parece?

¿Y cómo me sentiré protegida hasta entonces, Adriano?

Hasta entonces usted tendrá a Nelson. Piense que la persona que se metió en su casa no quería robar. Y si se llevó la chaqueta de su hijo, bueno, sería un gran admirador de este galán, ¿no, Nelson? Es una historia que él nos contará en alguna otra ocasión. Si la policía rastrea al tipo hasta acá, por supuesto que no nos opondremos a una investigación, pero no es el caso. Dejemos la policía a un lado. Si usted no levantó la denuncia hasta ahora, ya no hay nada que hacer. Además, el tipo ya está muerto. Vi el cuerpo en la Santa Casa. Muy golpeado, el pobre desgraciado. Y lleno de plomo.

Entiendo. Es que me preocupo. No sé si Nelsiño vaya a quedarse en São Paulo. Todo depende de que consiga un trabajo. Sería realmente bueno que lograra arreglar eso. Estuvo mucho tiempo alejado de mí.

¿Buscando empleo? Pero qué excelente noticia.

Miré a doña Vera, que no pareció notar la ironía de Adriano. Ella proseguía con aquel discurso vago, sentimental, aquello de que el hijo regresara para quedarse.

Miren eso. Nelson se levantó abruptamente. Encontré algo. Mientras mi madre seguía discutiendo, miren lo que hallé. Se lo voy a enseñar. Nada que ver con el condominio, dijo él. Regresó con una carpeta atada con un elástico.

Hijo, estamos en junta.

Creí que se había terminado. ¿O no?

Nelson, por favor, estamos en una reunión.

Está bien, voy a esperar. Nelson volvió a sentarse. Marcela le hizo una seña con el dedo, lo llamaba a un rincón.

Adriano se rascó sutilmente el brazo. Quería saber qué contenía la carpeta. Empezó a recoger las sillas, con la esperanza de acercarse al álbum. Preguntó enseguida si yo también quería ver lo que había allí.

Levanté los hombros.

Eran fotografías antiguas de Santos. Marcela posó el brazo sobre el hombro de Nelson cuando vio una donde él aparecía sentado sobre el pequeño muro en la playa, él y Washington.

Doña Vera, usted nunca me enseñó ese álbum.

Marcela sonrió mirándome. Para sí misma, o quien sabe si para Nelson. ¿Les parece bien si damos por concluida la asamblea?

Mira Marcela, llegas tarde, no participas en nada, y ahora pretendes dar por cerrada la reunión.

¿Y qué, Oscar? ¿Entonces votamos? Somos cuatro. Conmigo, cinco. Menos Nelson, dijo Marcela con una sonrisa malvada en su dirección. Creo que tú no cuentas. El departamento está a nombre de tu madre. Y yo no voto, lo hace Oscar.

Pero soy el heredero.

Lo que cuenta es el contrato, adelanté.

Hijo, lo que pasa aquí es conmigo. Con nosotros, quiero decir.

Votos.

Sueli alzó la mano. Yo voto por la permanencia de Décio.

Yo también. Mi voz sonó débil, tuve que toser para repetir lo que dije.

Vera se levantó. Ustedes saben lo que opino. Creo que hace mucho que ya no debería estar aquí.

Adriano asintió con la cabeza. Votaría por su salida, dijo, pero doña Vera, seamos congruentes. Nadie más vio el incidente. Yo le creo, y usted puede alegar daños morales, pero no podemos despedir a Décio de esta forma. Él lleva más de treinta años en el edificio. Podemos hacerle una notificación por escrito, una advertencia. ¿Y tú, Marcela?

¿Yo? ¿Décio Areais? Ese es su nombre, ¿no?

Miré a Marcela, que me ignoró. Observó el tapete de la entrada, pareció enfadada de pronto. Se concentró en la carpeta sobre su regazo, que alisaba con cariño.

Pienso que debería marcharse, dijo. No me gusta su forma de actuar, siempre simpatizando con la gente de afuera, hablando todo el tiempo. Inconveniente. Ahora, que no salga de aquí. No quiero represalias. Eso votaría, si pudiera votar, pero es un sólo voto por pareja, ¿correcto?

No esperaba aquello de Marcela. Décio, que siempre la saludaba haciendo una gracia. Cuántas veces había elogiado la esposa tan bonita que yo tenía. La empresaria más elegante que jamás había visto.

Y ella, en cambio, pensaba que era un tipo afectado y lleno de manías. Un día vio que bajo la mesa del la portería había una bolsa abierta con madejas de estambre, azules como las venas gordas del brazo delgado de Sueli, con las agujas para tejer clavadas en la labor. Nada del otro mundo, un portero que tejía bufandas.

¿Nada que ver? exclamó ella. Es un tipo raro.

Pero no pasa nada, si ya estuvo aquí por tanto tiempo, que siga. No será una gran diferencia, declaró Marcela, dando por finalizada la reunión por ser la última en hablar. Voto para que él se quede. Ay, qué situación tan desagradable.

Pensé en Tuca, me pregunté si Marcela recordaría que ella también tejía, el mismo punto de cruz. Le tenía que hacer una visita un día de estos.

Una semana después llegó el regalo. Marcela no reaccionó. Era un paquete bien envuelto, estaba sobre el tapete de la entrada. Décio había tejido un suéter para ella. Marcela, sin dar el brazo a torcer, preguntó si el azul turquesa le sentaba bien a su tono de piel.

Ahora recibo regalos del portero. Quisiera saber si alguien le contó algo. Pero sugerí que él se quedara, tú lo viste ¿verdad? ¿Por qué esto?

Porque le caes bien.

Ay, pero ese tono de azul.

Al menos le agradecerás, ¿no?

Sí, lo haré. Oye, en la reunión me pareció que Adriano se veía un poco nervioso.

Levanté los hombros, intentando no dar importancia a su observación. No, no me fijé.

Marcela dividió su melena en tres y empezó a trenzarla. Era probable que ya hubiera olvidado lo que acababa de decir cuando me dio un beso en la boca y preguntó si había algo para cenar.

8

Después de aquella vez en el luau, volví a ver a Nelson enfrente del Caiçara Music Hall. Estaba con Washington y Marcela, y yo iba con Bakitéria, el tipo de mi salón. Nadie tenía boleto, ni Chorão, que de vez en cuando se aparecía por allá y nos vio en aquella situación, tratando de saltar el muro sin ensuciarnos el pantalón blanco. Él saludó a Washington y hasta lo ayudó con un empujón cuando los guardias no miraban.

Ahí está la gracia, —dijo Bakitéria dijo, riéndose de la huella de mis tenis sucios de cal. Poco a poco vas acumulando experiencia.

Marcela no quiso ayuda de nadie y saltó antes que yo. Lo hice tras ella. Del otro lado había menos luz, entonces ella aprovechó para acomodar la minifalda y limpiarse las rodillas con un poco de saliva, como si nadie la estuviera observando. Sentí que me acercaba a su mundo, de la misma forma en que ella acercaba el dedo índice a su boca para mojarlo otra vez. Sonrió, señalando en silencio mi cabeza rapada que dejaba la cicatriz en evidencia. Que si estaba mejor, me preguntó. Cuando Bakitéria saltó, ella se puso seria, cambiando completamente la actitud. Irguió los hombros y dijo que sólo se encontraba allí porque no tenía nada mejor que hacer. Coincidí con ella. En Santos realmente no había mucho que hacer.

En esta ciudad, cuando hay un concierto de rock, todos van. ¿No es así?

Me lo confirmó. Ya te sabes la rutina santista, dijo. ¿Te gustan los Titãs?

Yo no sabía si me gustaban los Titãs, pero el hecho de que me preguntara algo sobre música significaba mucho para mí. Quería saber qué opinaba yo, y era mi oportunidad para mostrar que entendía del tema, pero me sentí paralizado, no logré contestar.

Marcela dijo que escuchaba a los Titãs, pero que prefería a los Paralamas do Sucesso. Entonces les conté a los tres que Bakitéria y yo habíamos intentado entrar al Hollywood Rock, el bar con música en vivo y billar. Se rieron.

Pero allá es muy difícil entrar.

Se volvieron a reír.

Entonces aproveché para comentar que vi a los Paralamas saliendo del sitio, ya en la calle, y que logré platicar con uno de ellos.

¿Con Herbert? Quiso saber.

No. Con el batería. Barone.

Ella no pareció impresionada, pero acomodó el flequillo largo hacia un lado y me miró con atención. Fue como si algo se hubiera aclarado para ella. Me creí parte de alguna clase de vanguardia de la música, y la euforia que sentí me dejó febril. Mejor dicho, se me puso dura. Limpié el sudor en la camiseta que jalé hacia adelante, intentando disimular la erección. Metí la mano en el bolsillo y me acordé que no traía calzoncillos. Hacía tanto calor que me estaba volviendo santista, sin embargo sentí cierta timidez por mis innovaciones: pantalón sin calzoncillos, tenis sin calcetines.

Apuesto a que te gusta Ira!.

¿Cómo lo sabes?

Ah. Es el tipo de banda que a todo paulistano le gusta. ¿Por qué tienen que poner una exclamación a un nombre así?

Marcela puso un gesto de extrañeza, con las cejas altas y la boca abierta, como si posara para una foto o si pronunciara algo difícil. Se rio del nombre de la banda, de mí, del punto de exclamación. Y yo no sabía qué decirle, manteniendo la mano en el bolsillo.

Así es. Fui a un concierto de ellos, en el Projeto SP. Los tipos arrasaron. Lo mejor, en serio.

¿De verdad?

Sí. Ahora regreso.

No salí corriendo, pero casi. Acababa de intercambiar una opinión con ella, una opinión de rock.

Regresé con una cerveza en la mano. Le pregunté si quería, pero Marcela no contestó. Ya sostenía un vaso de plástico lleno y le ponía atención a Bakitéria, que se decía acostumbrado a trepar al muro alto de la casa de un amigo para espiar a Xuxa tomando el sol en la piscina de Pelé.

¿Miento?, le preguntó a Washington.

Es verdad. Me llevaste una vez. Hoy día Bakitéria ya no invita a nadie. Todo ligeiro.

¿Qué querías? ¿Que me lleve a la tropa para que se quede en lo alto del muro viendo a la mujer? Si fuera fea hasta los invitaría. Bakitéria se rio y me codeó. Y mira que Xuxa se asolea en topless. Sí. Cree que nadie la observa. No te puedes imaginar cuán increíble está aquella mujer. Perdón, Marcela, me pasé.

Washington envolvió a la novia en un abrazo y le dio un beso en el cuello, mostrando ante los otros un cariño inusitado. Aquello incomodó a Marcela que apretó los labios, mirando hacia un lado. Nelson no pareció molestarse con el gesto del primo. Coincidió con Bakitéria en que Xuxa era lo máximo.

Por más que Washington me cayera bien, no me agradó ver a Marcela en aquella exhibición obligatoria de amor, todo por culpa de Xuxa. Sé que en el fondo Nelson sintió celos de aquel beso, al igual que yo. Frente a nosotros, los vaivenes de las cabezas oscurecidas y las copas se recortaban contra el escenario iluminado.

Terminé por hacerme amigo de Washington. Él, Bakitéria y yo robamos madera aglomerada de una obra en el Canal 7 que solíamos visitar por la noche. También tinta blanca. Nos unía esta mezcla de temor y lujuria por robar en las obras, intentábamos que no se viera la luz de la linterna. Calculábamos en la oscuridad cuánto material necesitábamos para nuestra pista de skate.

Trabajamos en la pista cinco días. Doblábamos los tablones con fuerza, pegábamos con el martillo y los clavos quedaban en su lugar. No nos tomó ni una semana tenerla lista, quizás fueran solamente esos cinco días.

Si lo contáramos nadie nos creería, repetía Washington. Nuestro half-pipe apareció en la revista Fluir.

Bakitéria también anduvo por allá, fue fundamental en el proyecto, pero no quería ensuciarse las manos. Actuaba de maestro de obras, supervisando la calidad de nuestro trabajo, probando la dureza del material con el pie. Washington y yo moldeábamos el aglomerado.

Ocupamos todo el terreno baldío, quedó pareciendo una montaña rusa. Comparaba la fragilidad del aglomerado a una obra de arte que podría fracturarse en cualquier momento. La lluvia amenazaba nuestro trabajo, sin embargo la pista quedó increíble y duró más de lo que imaginamos. Cuando empezó a ensuciarse, la leyenda ya se había propagado.

El equipo de Fluir se asomó para sacar algunas fotos, The Big Wave fue como nombraron a nuestra obra. Antes solamente existía una pista de skateboard en el Canal 7 frente al mar, donde quedaba la fábrica de tablas. Los tipos desarrollaron un shape de calidad excelente. El famoso shape foguetinho.

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