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5 – Activos civiles

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Cuando el Pentágono descubre que una boya de emergencia de un submarino nuclear está cantando hasta desgañitarse en alguna parte, la burocracia se sacude y descubre, como un oso saliendo de su hibernación, que en realidad es

capaz de moverse rápido. Esto es en parte con la esperanza de que, actuando rápidamente, los hombres puedan ser salvados. Pero, en la fría realidad de la estrategia nuclear, la pérdida de unos hombres no es ni la mitad de dañina para los Estados Unidos como la pérdida de los libros de claves y la inteligencia electrónica, las ojivas de combate y los sistemas de guía. Incluso un submarino muerto es una presa lo bastante codiciada como para que el presunto enemigo haga todo lo posible por echarle las manos encima. Así que, siga o no respirando su tripulación, el submarino tiene que ser hallado y protegido mientras la situación es evaluada y se toman nuevas decisiones.

A los quince minutos de la primera señal de la boya, un buque con capacidad de rastreo submarino fue enviado desde GITMO —la base en Guantánamo—, junto con los suficientes buques de escolta como para asegurar el emplazamiento contra cualquier observación e interferencia enemigas. Tomó su tiempo llegar hasta el

Montana, puesto que el grupo tenía que fingir que se encaminaba hacia otro lugar, para evitar el reconocimiento cubano. Una vez llegaron allí, sin embargo, hicieron su trabajo rápido y bien. El buque rastreador efectuó varias pasadas, sin que sus cámaras y su sonar dejaran de funcionar ni un solo momento; cuando hubo terminado, los militares fueron capaces de unir en una sola imagen el mosaico fotográfico del

Montana.

El submarino fue localizado a seiscientos treinta metros, descansando de costado en un estrecho reborde en la pared de la fosa Caimán. El casco se hallaba evidentemente roto; los militares sabían que no había ninguna posibilidad, a aquella profundidad, de que nadie hubiera sobrevivido más allá de unos pocos minutos. No dijeron nada de eso a ninguno de los civiles, por supuesto…, los oficiales del gobierno actuarían mucho más rápidamente si creían que podía haber vidas que salvar, pese a que los libros de claves y las ojivas de combate requerían una mayor urgencia.

Inmediatamente se habló de volver a poner en servicio el viejo

Glomar Explorer. La enorme grúa flotante de la Hughes Corporation que era el buque había alzado los restos de un submarino soviético de las profundidades del Pacífico hacía más de una década. Desde entonces el gobierno no había podido volver a usarlo: la operación de camuflaje como una operación de salvamento comercial había sido puesta al descubierto por la prensa, y desde entonces cada vez que el

Glomar iba a algún lado, todo el mundo suponía que en realidad se trataba de una operación militar o de la CIA. Pero, de una forma encubierta o no encubierta, el

Glomar podía realizar el trabajo. El problema estribaba en que se hallaba en la Costa Oeste. Se necesitarían meses para equiparlo y traerlo hasta allí. No era de esperar que los rusos se quedaran simplemente sentados y aguardaran educadamente hasta que los Estados Unidos terminaran con todos sus esfuerzos de rescatar el

Montana. Había que hacer algo inmediatamente para asegurar el contenido más comprometido del submarino.

La Marina poseía vehículos de rescate de gran profundidad, los

deep-sumergence rescue vehicles, los DSRVs, vehículos de rescate de grandes profundidades diseñados para esos trabajos. El problema era que las imágenes compuestas mostraban que el

Montana había rodado sobre sí mismo, y ahora estaba inclinado más de cuarenta y cinco grados, lo cual impediría a un DSRV sujetar apropiadamente el casco. Pero, aunque la Marina pudiera improvisar alguna forma de utilizarlos, los DSRVs simplemente no estaban disponibles. El de Norfolk se hallaba en el dique seco, sometido a reparaciones a raíz de un pequeño percance de entrenamiento. El de San Diego no podía llegar allí a tiempo, no con el huracán Frederick acercándose al lugar donde yacía el

Montana. En un plazo de veinticuatro horas el grupo de la Marina que protegía el lugar debería dispersarse lo que durara la tormenta…, llevándose cualquier DSRV consigo.

Para complicarlo todo estaba el hecho de que nadie podía adivinar

por qué se había hundido el submarino. ¿Había sido un ataque enemigo? No se sabía que hubiera ningún submarino enemigo por la zona…, pero se había producido un destello de luz y calor en el más reciente satélite espía soviético sólo unos minutos antes de que la boya del

Montana enviara su señal. ¿Era posible que hubiera alguna conexión? El satélite se hallaba en una órbita polar, y en el momento en que destelló estaba directamente sobre Venezuela…, lo bastante cerca, en términos globales, como para que hubiera podido hacerle algo al

Montana.

—¿Hacer qué? —preguntó el Presidente—. ¿Un satélite asesino de submarinos? Si eso es posible, ¿por qué nosotros no estamos desarrollando el proyecto? Espero no sonar combativo, pero el senador Nunn va a hacerme esa pregunta, y será mejor que conozca la respuesta.

—No creemos que esto sea posible —dijo el portavoz de la Junta de Jefes—. Pero tampoco sabemos que sea imposible.

—Es una coincidencia —dijo el jefe de la CIA—. No hay ninguna conexión plausible entre el estallido de luz y calor del SL-420 y el hundimiento del

Montana.

—No saben ustedes más que nosotros —dijo el secretario de Defensa—. Por todo lo que saben, los rusos nos están observando y riéndose. Pueden haberlo programado todo de tal modo que el huracán nos eche de allí mañana.

—Si lo han hecho así —indicó el Presidente—, eso significa que pueden rastrear a los submarinos desde el espacio. —Esa observación fue seguida por un pesado silencio. Todos sabían que aquélla sería una situación intolerable, que conduciría a la decisión más difícil para un Presidente desde que Harry Truman tuvo que decidir acerca de dejar caer una bomba-A sobre el Japón. Sólo que, esta vez, el otro lado no se pondría panza arriba y se haría el muerto.

—Lo que importa

ahora —dijo el jefe de la Marina— es que no tenemos la capacidad de enviar nada allí que pueda ayudarnos a conseguir una minimalización de los daños antes de la tormenta.

—Una minimalización de los daños, ¿en qué consiste? —preguntó el Presidente.

—En la Fase Uno —dijo el jefe de la Marina—, extraer los libros de claves, la inteligencia electrónica, los sistemas de guía, y cualquier otra información acerca de lo que ha causado la pérdida del submarino.

—Y, por supuesto, el rescate de los supervivientes —señaló el Presidente.

—Eso no hace falta mencionarlo —dijo con rapidez el jefe de la Marina—. Cuando hayamos limpiado el submarino, o bien aseguramos la zona hasta que podamos llevarlo a la superficie, o, si parece que los rusos han imaginado lo que estamos haciendo y planean interferir de una forma sustancial, pasar a la Fase Dos, o a la Tres si es necesario.

—¿Que son?

—Prepararnos para hacerlo saltar del reborde donde se halla ahora y dejar que la fosa Caimán se ocupe de la seguridad de lo que queda.

—Pero no podemos hacer nada de ello. ¿Es esto lo que me está diciendo?

—Le estoy diciendo que no podemos emplear nuestros propios activos ahí abajo antes de la tormenta.

—¿Cuáles son los activos que tiene usted en mente? —preguntó el jefe de la CIA. Él no sabía que hubiera ninguna potencia extranjera en la zona que dispusiera del equipo necesario para hacer el trabajo, y sería una auténtica bofetada en pleno rostro si la inteligencia militar había descubierto esa información cuando la CIA no había podido hacerlo.

—Activos norteamericanos —dijo el jefe de la Marina, desahogando su mente—. Unos activos civiles, por supuesto. La Benthic Petroleum está llevando a cabo una operación experimental de perforación submarina a treinta y cinco kilómetros del lugar. Podemos traerla bajo la tormenta, situar un equipo de SEALs a bordo, y ellos podrán asegurar y limpiar el

Montana antes de que el huracán haya pasado.

—Tenía entendido que la

Deepcore necesitaba un cordón umbilical —dijo el jefe de la CIA. Era su forma de dejar saber a los demás que

él estaba al corriente de todo lo relativo a la estación experimental de perforación submarina de la Benthic—. El

Benthic Explorer es el buque madre, ¿no? No podemos esperar que se sitúe debajo de un huracán, ¿no creen?

—El cordón umbilical es lo suficientemente flexible y mucho más fuerte de lo normalmente necesario —indicó el jefe de la Marina—. Y el

Benthic Explorer está diseñado para resistir mares bastante malos. Pero…

—Nada puede permanecer inmóvil en el agua durante un huracán —dijo el Presidente. Había servido en un portaaviones en su juventud, y había seguido navegando toda su vida durante los veranos…, sabía lo que se podía y lo que no se podía hacer en el agua.

—Correcto —dijo el jefe de la Marina. Iba a señalar precisamente este punto, pero era mucho mejor que el Presidente lo hubiera indicado antes—. El diseñador previó eso. Si las cosas se ponen realmente mal, la

Deepcore puede soltarse de su cordón umbilical y sobrevivir por sus propios medios durante cuatro días mientras el

Explorer se aleja del camino del huracán y luego vuelve una vez éste haya pasado. No es que a ninguno de nosotros nos gustara estar a bordo del

Explorer mañana, con el agitado mar en el que tendrá que navegar, pero esas compañías no pueden permitir que sus beneficios dependan de equipos que no puedan enfrentarse a la estación de los huracanes en el Golfo.

—La auténtica pregunta —dijo el secretario de Defensa— es si la Benthic estará dispuesta a dejarnos usar su equipo.

—Lo hará —dijo el Presidente—. Yo me ocuparé de eso.

—¿Cree que esos bastardos de las compañías petroleras son tan patriotas que responderán a la llamada de su nación? —preguntó el jefe de la CÍA.

—Creo que no desearán la publicidad si se filtra la noticia de que la Benthic se ha negado a ayudarnos a rescatar a la tripulación de un submarino norteamericano —dijo el Presidente—. Si hay alguien a quien la gente norteamericana ama odiar más que a los políticos, es a las grandes compañías. —Todos se echaron a reír. La Marina podía conocer el mar, pero el Presidente conocía la política, y, desde Washington al menos, los políticos parecían mucho más peligrosos.

—¿Ese tonto del culo le dijo al Presidente

qué? —A Lindsey no se le ocurrió que le estaba hablando al jefe de la división de desarrollo de recursos de la Benthic Petroleum, y que el tonto del culo al que se refería, el director ejecutivo de organización de la compañía, tenía en sus manos el poder de cortar en seco todo el proyecto Deepcore en cualquier momento que se le antojara—. ¡No pueden ustedes detener la perforación de este modo y enviar al equipo a cazar patos salvajes!

—Sí, sí podemos —dijo Deeter—. Es la mejor operación de relaciones públicas que jamás podrá conseguir la Benthic: La gran compañía petrolera sigue siendo una empresa norteamericana leal, siempre al servicio de nuestra nación.

—¿Por qué no usan sus propios malditos equipos?

—No lo sé. —Deeter estaba intentando ser paciente—. No sé nada del asunto.

—¿Va usted a detener la perforación justo cuando estamos a punto de alcanzar la profundidad del contrato, y

no sabe nada del asunto? —Su tono de voz estaba lleno de tembloroso desdén, como si pensara que Deeter era el más sumiso de los idiotas que jamás hubieran ocupado un puesto directivo en una importante compañía internacional. Por supuesto que no lo era. Nadie alcanza el nivel de jefe de división de una compañía como la Benthic a menos que la ambición le haya metido una varilla de acero por el culo. Pero Lindsey medía a la gente con unas medidas mucho más simples. Si ayudaban a hacer que su trabajo se realizara sin excesivos problemas, eran buenos y brillantes. Si se cruzaban en su camino, eran pura basura. Las secretarias escuchaban, maravilladas. Nadie le hablaba nunca a Deeter excepto en el tono más respetuoso, como si fuera Dios. Y ahí estaba esa

ingeniero de proyectos, por los cielos, hablando con él como si fuera un alumno de tercer grado que acaba de hacerse pis en los pantalones durante el recreo.

—Ahí vienen la indemnización y el despido —susurró una de ellas.

Pero Deeter no era el tipo de persona que deja que su orgullo se muestre ofendido cuando no le es de ninguna utilidad.

—La Marina nos pidió si teníamos a alguien que conociera la

Deepcore de arriba abajo: cómo está construida, qué tipo de presiones puede soportar. Les dije que McBride tiene todas las especificaciones en el

Explorer, pero que nuestra ingeniero de proyectos…

—Espero que no pensará que voy a ponerme al teléfono y darle a cualquier cabeza de chorlito de la Marina toda la información que he sudado sangre para compilar durante los últimos cinco años.

—No —dijo Deeter—. Pienso que va a subir usted al helicóptero más rápido que la Marina tiene aquí esperándola en Houston y va a ir al

Benthic Explorer, en cuyo momento le dará al cabeza de chorlito de turno de la Marina todo lo que éste le pida, incluida si es necesario su pequeña y linda cabecita.

Aquello era diferente. Iba a ir ahí fuera. Iba a estar en el lugar. Quizá incluso pudiera impedirles que cometieran algún estúpido error que pudiera destruir la

Deepcore.

—De acuerdo —dijo—. ¿Cuándo debo ir?

—Ya ha ido —dijo Deeter. Y luego, puesto que era incapaz de resistir el ponerla en su sitio, aunque sólo era un poco, añadió—: Si tiene usted la regla, será mejor que pida prestados algunos tampones a las secretarias, porque el helicóptero está en el tejado y ya lleva aguardando más tiempo del que dijo que lo haría.

No fue hasta que estuvo sentada en el interior del helicóptero de la Marina que Lindsey se dio cuenta de que Deeter la había insultado. Pequeña y linda cabecita, mi culo, pensó. Sin tener en cuenta la indudable alusión sexual de sus palabras. Y sin mencionar la insultante observación de los tampones. Supuso que Deeter le hablaba así a todas las mujeres. No se le ocurrió pensar que nunca antes lo había hecho; que la arrogante actitud de ella lo había llevado más allá de lo que estaba dispuesto a soportar.

Humeando por dentro, miró a su alrededor, a los que estaban con ella en el helicóptero. Había un par de tripulantes del aparato, ocupados en sus propias cosas cuando no lo estaban con su trabajo. Los únicos otros pasajeros eran cuatro soldados. O marineros, ¿quién podía decirlo? ¿Qué estaban

haciendo allí, de todos modos? ¿Eran su escolta? Llevaban una insignia que no pudo reconocer: un tridente en el bolsillo izquierdo del pecho. No eran jóvenes tampoco. Parecían viejos. Casi sin edad, y sus rostros eran duros. No, no duros. Simplemente vacíos. No parecían mostrar ninguna emoción en absoluto. Hacían que Lindsey se sintiera extremadamente incómoda, teniendo en cuenta que se hallaba en una situación que no comprendía por completo. ¿Formaban parte de aquella operación secreta? ¿Estaban allí para controlarla? ¿O simplemente estaban en aquel helicóptero por casualidad? Tenía que averiguar por qué estaban allí, a fin de saber qué podía esperar de ellos.

Llevaban armas portátiles al cinto.

—¿Qué son ustedes, marines? —preguntó.

—SEALs —dijo uno. Y luego, evidentemente porque ella desconocía el término, explicó—: Son unas siglas.

Sea, Air and Land. Mar, aire y tierra.

No somos marines. Yo me llamo Monk.

—¿Van también ustedes al

Benthic Explorer? —quiso saber ella.

Monk no dijo nada. Tampoco miró a su alrededor para que algún otro respondiera en su lugar, o para pedir permiso para hacerlo él. Era extraño, la forma en que ninguno de ellos parpadeara siquiera en su dirección para decirle quién estaba al mando.

Luego, un hombre que había estado mirando en otra dirección se volvió en su banco para mirarla de frente.

Nosotros vamos al

Benthic Explorer. Usted es la que va

también al

Benthic Explorer. Usted no es esencial para esta misión. Nos ha costado ya ocho minutos de retraso innecesario.

Eso fue todo. No hizo ninguna amenaza, no alzó la voz, y sin embargo ella sintió como si acabara de ser azotada. Casi se disculpó, casi empezó a explicar lo malo que estaba hoy el tráfico en Houston y que había llegado al Edificio Benthic tan pronto como le había sido humanamente posible. Pero se contuvo a tiempo. Aquella morsa o foca o lo que fuera creía que estaba al mando, pero nadie había estado nunca al mando de Lindsey excepto ella misma.

A Kirkhill le encantaba aquello. Arregló las cosas de modo que fuera él quien hablara con el comodoro DeMarco, comandante general de la operación naval, cuando estableció contacto por radio con el helicóptero que se acercaba. Kirkhill no deseaba que nadie más hablara con la Marina. Es mi trabajo asegurarme de que todo el mundo coopere, se dijo a sí mismo. Tengo que hablar directamente a fin de que todo funcione sin problemas. Maldita suerte que me hallara efectuando una auditoría de dirección en el

Benthic Explorer esta semana.

El hecho era que a Kirkhill simplemente le encantaba ser el centro de algo realmente importante. Seguro, buscar petróleo y probar la nueva plataforma perforadora submarina era importante, pero sabía —como todos los demás— que el auténtico trabajo se estaba realizando abajo en la

Deepcore II, en el fondo del Caribe. Ahí arriba en el buque madre, todo lo que tenían que hacer era trabajo de cuidadores. Estaba en el borde mismo, bastante cerca de lo que estaba ocurriendo, pero demasiado lejos para que tuviera algún efecto sobre ello.

No era que Kirkhill deseara la gloria. Sospechaba, como hacen la mayoría de los hombres, que si llegaba a producirse alguna vez, si era necesario un héroe, no sería capaz de hallar la materia de héroe dentro de él. Incluso ahora, la Marina no estaba allí por el

Benthic Explorer en sí, estaba allí por la

Deepcore, al otro lado de la línea. Pero, por unos cuantos minutos, una importante operación militar estaba siendo canalizada a través de las manos de Kirkhill. Y, por supuesto, iba a dejar en ella tantas de sus huellas dactilares como le fuera posible.

Evidentemente, el secreto era tan denso en torno a la operación que Kirkhill no sabía mucho más que el hecho de que la Benthic le había ordenado que pusiera el barco completamente a disposición de la Marina, hasta el punto que eso no comprometiera la seguridad de la tripulación. Tenía sus sospechas, sin embargo, y no iban muy desencaminadas. No hay muchas razones por las que la Marina pueda necesitar un aparato capaz de alcanzar grandes profundidades submarinas en base a una emergencia. Si

él podía hacer suposiciones sobre lo que sabía, sería mejor que se asegurara de que su gente supiera aún menos. Así que a los hombres que llevaban la parte de superficie del trabajo de la

Deepcore —McBride, el supervisor de las operaciones de perforación, y Bendix, el jefe del equipo— se les dijo solamente que se mantuvieran al margen y aguardaran futuros desarrollos.

—Y, por encima de todo, no hay que hablar de eso con

nadie.

Sólo un momento antes, Bendix lo había despejado todo para que los helicópteros se posaran en la cubierta del

Explorer. Dentro de una hora, quizá menos, la proximidad del huracán haría que el mar se agitara tanto que ningún helicóptero podría posarse, pero éstos habían llegado con una precisión tan perfecta que los del GITMO y el de Houston llegaron casi a la vez.

Ahora Bendix y McBride estaban de pie en el puente del

Benthic Explorer, observando cómo los helicópteros de la Marina descargaban un ejército de invasores armados y equipo misterioso. Kirkhill estaba ahí abajo dando la bienvenida a todo el mundo como si acudieran a una fiesta y él fuese el anfitrión.

—Es muy fácil no hablar con nadie de esto —dijo Bendix—, puesto que no sé absolutamente nada de qué hablar. —Viendo la forma en que los militares parecían hacerse cargo de todo en cubierta, apartando a un lado a la tripulación del

Explorer, Bendix previo un montón de problemas con los que habría de enfrentarse de inmediato. Indudablemente, con aquel tonto del culo de Kirkhill mirando todo el tiempo por encima de su hombro—. Esto puede convertirse en algo muy feo.

A McBride tampoco le gustaba. Hacía muchos años que se había salido del ejército con una opinión muy pobre de los militares, y estaba completamente seguro que, fuera lo que fuese lo que sucediera, aquella prueba, y todo el tiempo que habían empleado perforando, iban a irse al diablo.

—Su aspecto no es nada bueno, sí —reconoció.

Fue entonces cuando Bendix vio a una mujer salir de uno de los helicópteros, junto con cuatro tipos militares que no parecían de la Marina. Por un momento se preguntó por qué los militares llevaban a una mujer consigo en una operación como aquélla. Luego se dio cuenta de que aquél era el helicóptero de Houston, y de que la mujer era de la Benthic.

—Oh, no; mira quién está con ellos —dijo.

Era Lindsey Brigman. ¿Acaso ya no tenían bastante mierda de la que ocuparse hoy? ¿Acaso alguien de la Benthic quería obligarle a coger anticipadamente el retiro o algo así?

Unos pocos minutos más tarde, Kirkhill estaba en el puente con el comodoro DeMarco y los SEALs del helicóptero de Houston. Por supuesto, todo lo que deseaban saber era acerca de la

Deepcore. Cosas prácticas. Cuántos buceadores trabajando fuera de la

Deepcore podían alinearse. Cuánto tiempo podían estar fuera. Por encima de todo, a qué velocidad podía el

Benthic Explorer remolcar la

Deepcore sin sacarla a la superficie, y cuán pronto podían empezar a moverla.

—Como pueden ver —dijo Kirkhill—, se puede seguir desde aquí arriba todo lo que están haciendo ahí abajo. Eso nos permite tener tanta información sobre las operaciones de perforación como en una plataforma de superficie.

DeMarco no compartió el entusiasmo de Kirkhill. Simplemente se quedó contemplando la pantalla de vídeo, que mostraba a los buceadores en el fondo, trabajando en una total oscuridad excepto unos cuantos focos de luz artificial.

—No llega ninguna luz desde la superficie —dijo DeMarco. Así que el chico sabía lo suficiente acerca del trabajo submarino como para conocer sus condiciones a través del vídeo—. ¿A qué profundidad están?

Una pregunta a la que Kirkhill no podía responder. Ningún problema…, podía obtener las respuestas a voluntad de los miembros de la tripulación.

—¿McBride? —dijo.

—A quinientos metros —dijo McBride. El chupatintas ni siquiera sabe a qué profundidad está nuestro equipo, y sin embargo actúa como si estuviera a cargo de todo. Pero McBride no expresó su desdén. ¿Para qué? Si no trabajara para la Benthic, trabajaría para alguna otra compañía que pondría también chupatintas a cargo de las cosas.

—Necesito que bajen por debajo de los seiscientos —dijo DeMarco.

—No hay ningún problema —dijo Kirkhill—. Pueden hacerlo.

Sí, por supuesto, pensó McBride, pero ¿

cuánto por debajo de los seiscientos? Confía en Kirkhill para que prometa la Luna antes de molestarse en averiguar si nuestros chicos pueden hacerlo.

Pero si McBride se guardaba sus objeciones para sí mismo, Lindsey no. Había estado escuchando, no demasiado pacientemente, mientras todos los demás permanecían allí diciéndole sí a DeMarco. Los hombres no necesitaban ser alistados. Todos se creían que eran soldados. Era como alguna especie de culto secreto entre los hombres el que, cuando un oficial decía: Necesito vuestras pelotas, todos se bajaran la cremallera y buscaran la navajita en sus bolsillos.

Bueno, yo no pertenezco a ese regimiento secreto, pensó Lindsey. No voy a dejar que Kirkhill ceda mi proyecto sin siquiera abrir la boca.

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