Vanessa

Vanessa


Capítulo 15

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Capítulo 15

Las instrucciones llegaron al día siguiente, Dunne sabía lo que hacía, no les daba respiro, solo así conseguiría su meta final, apropiarse del condado. La extorsión y el dinero demandado eran nada más que la cereza del pastel.

Alegaron un malestar repentino en Vanessa para justificar la interrupción de la partida, la pequeña mentirilla tenía como motivo no alertar a Henriet del problema, no así a Johnson, que ya estaba al tanto de los hechos de la boca de William. Estaba decidido a colaborar como fuese.

—No cuento con la totalidad del dinero, pero puedo aportar una buena parte.

Los Witthall no contaban con mil libras, ni siquiera para orquestar un pago que no se llevaría a cabo.

—No, obtendremos el dinero de otra manera —sentenció Vanessa, no estaba dispuesta a aceptar nada más de él. No le permitiría esa falsa redención.

—Creo que no me han entendido —intervino Hanson.

El despacho de Philip se había convertido en una improvisada guarida en la cual planear el golpe perfecto para la captura del maldito depredador.

—No se realizará ningún pago, solo lo simularemos. —Los presentes parpadearon ante lo dicho. ¡Dios, estaba ante principiantes!—. ¡ Y no necesitamos de las condenadas libras para hacerlo!

—Me parece un plan arriesgado —balbuceó Johnson preocupado por el bienestar de Witthall.

—No, no lo es. —Hanson sabía lo que hacía.

William visualizaba el escenario del intercambio en su cabeza, trazaba las líneas de los posibles desenlaces.

—¿Y si Dunne descubre la treta? —La preocupación de Philip no era nada comparada a la de Vanessa. No podía mantenerse quieta, recorría el despacho de un lado al otro—. ¿Si toma represalias contra William?

—Yo estaré ahí, puedo adelantarme a cualquier treta de Dunne. —Una vez más, Hanson confiaba en sí mismo, llevaba años en la fuerza policial de Scotland Yard. Timadores como Dunne eran moneda corriente. Era difícil apresarlos, no por su violencia o ferocidad, sino por la destreza en sus estafas.

—Además... —William hizo uso de su instinto; muy pocas veces le fallaba, de hecho, con Dunne había manifestado sus quejas, unas que desoyó por necesidad—: La peligrosidad de Dunne no es más que una fachada.

—¿Fachada? —Vanessa emitió una burla nerviosa—. ¡Incendió nuestro granero!

Si eso no era ser peligroso, qué lo era.

—William está en lo cierto, usted también, milady... Dunne es el cerebro detrás de todo esto, solo eso, no tiene lo necesario para trasladarlo en acción, sin duda utiliza a otros para el trabajo sucio, y es a ellos a los que pretendo llegar.

Tenían un lugar y un encuentro pactado, y estaban a horas del mismo.

—¿No crees que él se haga presente para la entrega del dinero? —William contaba con la presencia de Dunne, ver su rostro una última vez.

—¡Por los cielos que no! —rio Hanson.

Principiantes e inocentes. Motivo más para odiar a la escoria de Dunne, el cobarde buscaba víctimas como los Witthall, buena gente, y disfrutaba arruinándolos. Claramente, lo del hombre no era personal. William era un bocadillo más que masticar, a pasos de la ruina y con la nobleza dándole la espalda. Por desgracia, el muy idiota no contó con los otros factores, una esposa dispuesta a arrancarle la cabeza con los dientes, empleados que daban todo por su señor y amistades pasadas vinculadas a Scotland Yard deseosas de saldar amorosas deudas.

Ah, y el factor más importante de todos. El conde loco, era eso... loco. La imbecilidad no formaba parte sus cualidades.

—¡Qué pena! —masculló William con decepción latente.

—No te preocupes, no soy egoísta, lo compartiré contigo cuando lo tenga en mis manos.

—¡Y conmigo! —Vanessa no controló su deseo, se escapó de sus labios dejando a todos los hombres estupefactos—. ¿Si es posible? —le preguntó a Hanson. Ella también tenía que ponerle unas cuantas cosas en claro al maldito desgraciado.

—Si lo desea, lo haremos posible, milady... —Chequeó la hora en su reloj—. Es hora, William.

Contaban con dos horas para el intercambio, organizarse era fundamental, requerían de otros oficiales de incógnito para que los asistieran y no dejaran nada librado al azar. Peter Hanson estaba motivado, sería una buena jornada laboral si lograban meter tras las rejas a un extorsionador más.

El encuentro se llevaría a cabo en Berthnal Green, un barrio en extremo pobre, ubicado al este de la ciudad. Allí, el hambre y la miseria eran los compañeros de vida diarios de sus habitantes. El maltrato a las mujeres y los niños, el alcoholismo y la prostitución te recibían en cada esquina.

El olor era nauseabundo, en lugares como Berthnal Green no existía ni agua corriente ni cuarto de baño. Las necesidades se hacían en recipientes, cuyo contenido se arrojaba a la calle, provocando un hedor insoportable. William no se cubrió la nariz, aunque esta lo reclamara, no pretendía ofender a sus habitantes, ni expresar un repulsivo desagrado ante una realidad que para otros era la única alternativa de vida.

A un par de minutos, existía otro Londres, uno plagado de elegancia y opulencia radicalmente opuesto al que allí se encontraba, un lugar olvidado, despreciado por la nobleza, en donde la esperanza de vida de un niño trabajador no alcanzaba la pubertad.

¡Tanto trabajo por hacer! Prefería ser quién era, un conde loco... es más, si el paquete que llevaba envuelto en hojas de periódico albergase en su interior mil libras, las desparramaría entre los habitantes sin dudar ni un segundo.

Caminó entre restos de podredumbre, sorteó cuerpos de niños que pedían monedas a sus pies. Dio las que pudo, dio hasta que sus bolsillos quedaron vacíos. Llegó a la intersección indicada, y esperó. Reconoció los rostros de los hombres enviados por Hanson, él mismo le seguía los pasos, se mimetizaba con los residentes del lugar, era uno más.

Unos agitados pasos resonaron al instante, se giró, era un niño, de no más de diez años, con ropa andrajosa y rostro sucio. ¡Diablos, no tenía más monedas!

—¿Es usted Lord Witthall? —El pequeño fue directo.

—Sí.

—Esto es para usted —dijo entregándole otro sobre.

Igual al anterior, sin remitente, sin sello. Lo abrió. La misma letra que en el anterior.

Entrégale lo pactado al muchacho. Si cumpliste con tu parte del trato, no volverás a saber de mí hasta el siguiente pago. De lo contrario, prepárate a asumir las consecuencias junto a tu esposa.

—¿Lo ha leído ya? —El pequeño era cauteloso, comprobaba su alrededor una y otra vez. No era un principiante como William.

—Sí.

—Pues entrégueme el maldito paquete —masculló con un tono no muy cortés.

Antes de que William lo extendiera, se lo quitó de las manos, lo colocó bajo su brazo y se marchó en la dirección opuesta de la que había arribado. Fue uno más entre la multitud, y en segundos, William lo perdió de vista.

Hanson se acercó a Witthall, que forzaba la vista para hallar al niño y el paquete. La oscuridad de la tarde, mezclada con el smog, la suciedad y la sobrepoblación, se lo impidió. Le preocupaba el infante, llegaría a destino sin lo esperado, tal vez Dunne se desquitaría con él.

—¿Lo ves?

—No… pero mis hombres fueron tras él. No te preocupes, no lo perderán de vista.

—Lo siento, no puedo evitar preocuparme... es un niño.

—Un niño que nos llevará a su maldito jefe.

—¿Qué harán con él?

—Depende...

—¿De qué depende?

—De la ayuda que nos pueda brindar. —Peter Hanson fue sincero. La misericordia no existía en un barrio tan marginal como ese.

—¡Peter... es solo un niño!

—No, William... es un ratero de diez años. Mira a tu alrededor, por si no te has dado cuenta, la niñez no habita en Berthnal Green. —Palmeó su hombro, Hanson convivía con esa marginalidad, con esa realidad excluida, Witthall, aunque fuese un altruista filántropo de primera línea, no llegaba a contemplar el cuadro completo, uno que no tenía fin—. Ven, vamos a las oficinas, esperaremos ahí, y te tomaré declaración para adelantarnos en pasos.

Dos días demoró la detención de Sebastián Dunne, el hombre tenía un ejército de esbirros que cumplían con su labor, él solo se dedicaba a los números y a los planes maestros de extorsión, los demás hundían sus pies en el barro e incendiaban graneros por un par de peniques, aunque no los suficientes para aceptar una condena tras las rejas. El niño los había guiado hasta otro hombre, uno decidido a confesar con tal de evitar una segunda sentencia, ya había pasado parte de su juventud en prisión, lo que lo hizo ideal para Peter Hanson. Pactaron una libertad a cambio de información que colocara a su auténtico ejecutor bajo la lupa policial, incluyendo la evidencia que apremiaba. La lista de delitos de Dunne se extendía con el pasar de los días.

—Resulta que lo extorsión no era más que uno de sus pasatiempos... —bromeó Peter con la satisfacción del cazador que ha conseguido a su presa—, la estafa y la falsificación de pagarés eran su verdadera profesión, con eso basta para encarcelarlo hasta que la fuerza vital se escape de su cuerpo. Su objetivo era tu condado, lo sabes, ¿no?

William y Vanessa habían ido en busca de lo prometido por Hanson, encontrarse con Dunne, comprobar con sus propios ojos que recibiría su merecido.

—Sí... y casi lo obtiene.

—¿Qué hay con la deuda? —Vanessa quería saber en qué condiciones se encontraban.

—Por lo que hemos chequeado, no tiene socios que reclamen lo adeudado. Todo se reduce a él... —¡Ay, la moral de los Witthall! Hanson contribuyó a alejar el fantasma de la deuda en ellos—. Dunne envió a alguien a que les incendiara el granero, si a su reparación le sumamos las pérdidas que enfrentaron, llegamos a la conclusión de que el que debe dinero es él, y se lo debe a ustedes. ¿No lo creen así?

La perspectiva de Peter Hanson era interesante y adecuada. ¡Tenía razón! William y Vanessa entrelazaron las manos en un gesto de festejo.

Un oficial golpeó la puerta del despacho de Hanson.

—Señor, tal como lo solicitó, le informamos que el prisionero Sebastián Dunne será trasladado a la prisión del condado.

—¿Se encuentra con ustedes?

—Sí, señor.

—Pues ingresen con el detenido, por favor.

William y Vanessa se incorporaron a la par que Hanson. Así le dieron la bienvenida, los tres de pie.

—¡Vaya, vaya... si son el Doctor C y William Wallace! —rio con sorna.

—Ría, señor Dunne, aproveche ahora que puede... —Vanessa no pudo contenerse. William la tomó de la cintura para retenerla, las ganas de abofetearlo eran por demás obvias.

—No se preocupe, seguiré riendo tras las rejas, no es mi primer... Mmm ¿cómo es que le dicen ustedes, los americanos? Ah, sí, ya recuerdo... no es mi primer rodeo, milady, continuaré sonriendo. —Se dirigió a William—. Lamento lo del granero, era un bello granero... en cuanto a lo otro, repito mis palabras escritas: Prepárate a asumir las consecuencias. Yo tengo mi condena, ustedes tendrán la suya.

—No se preocupe, Dunne —La calma inundaba a William, su bendita intuición lo envolvía con buenas vibraciones—, tampoco es nuestro primer rodeo, ¿no, cariño?

—Ni será el último...

Podrían enfrentar cualquier tormenta, saltar obstáculos, podrían sucumbir a la noche con la seguridad de que renacerían junto al alba, y lo sabían porque estaban juntos. Mientras se tuviesen el uno al otro, lo demás sería reparable, soportable... posible.

***

Ni bien pusieron un pie en Dorset, se sintieron libres para respirar. El viaje a Londres había sido épico: confesiones, verdades, mentiras, extorsiones. ¡Por los cielos, volverían a pensárselo dos veces antes de organizar otra visita!

William retomó de inmediato su lugar en el altillo, W. Wallace tenía encargos pendientes, y Witthall también, su musa estaba siendo bondadosa, y él se aprovechaba a gusto.

—¡Tengo dos noticias!

Hablando de musa... Traía consigo el periódico y la correspondencia del día.

—¿Buenas o malas? —William hizo a un lado la carbonilla, se limpió las manos, y se giró para recibirla.

—No sabría decirlo... —Observó la nueva pintura, era ella. Ya no tenía que posar para él, y en cierta forma lo agradecía, aunque no podía negar que su vanidad se retorcía satisfecha cada vez que se contemplaba a través de sus trazos—. ¿Cómo piensas nombrarlo?

—Conversaciones con Doctor C, por W. Wallace. ¿Qué opinas?

—Considerando los hechos actuales... ¡maravilloso! —La mirada de William demandó más información—. Y he aquí la primera de las noticias.

Desplegó la sección social de The Times, en un pequeño apartado se encontraban sus nombres, las falsas identidades de ambos habían sido descubiertas. La sombra de la burguesía cubría con su espeso manto al condado de Dorset. ¡Herejes!

¡Felices herejes!

—¡Desgraciados, nos merecíamos la primera plana!

—Coincido con usted, milord —dijo tomando asiento en una banqueta a su lado—. Como sea, creo que Patinson podrá sacarle provecho a esta obra.

—¿Esta obra? —Las pestañas de William se agitaron con frenesí. Le había prometido no vender jamás sus retratos—. ¿Quieres que comercialice esta obra? —No, no podía creer lo oído.

—Sí, el Doctor C ha salido muy atractivo, ¿no te parece? Wallace ha sabido captar su esencia.

—Wallace reconoce la belleza en cuanto la ve... —Aprovechó la cercanía para besarla—. Lo que me recuerda que Wallace es muy celoso con su arte... y dudo que quiera compartir esta —le murmuró sobre los labios—, haré otra, detallando sus bigotes y verrugas.

—¿Verrugas? No, el Doctor C tiene un límite, y finaliza en los bigotes, pero ya nos pondremos de acuerdo... mientras tanto, prepárate para la segunda noticia del día.

William se acomodó sobre la banqueta, espalda recta y mentón en ángulo perfecto.

—Soy todo oídos.

—Oficialmente... ¡somos pobres! —festejó con las manos en lo alto—¡Pobres y sin deudas!

—Y a eso le llamo yo una buena noticia... merece un festejo —dijo levantándose para ir en busca de unos tragos de whisky—. Un auténtico festejo. —La besó en la mejilla, y le murmuró—, ya regreso.

Se merecían un verdadero brindis, aunque eso significara consumir los recursos atesorados. Eran pobres, se habían quedado sin un solo penique a costa de saldar las deudas, no le debían a nadie, y eso era un logro compartido. Tenían las semillas para la nueva cosecha y, en breve, parte del ganado sería vendido al mercado, se enfrentarían al final del invierno con poco, a sabiendas de que la llegada de la primavera traería consigo aires de esperanza y oportunidades.

Dunne había dado ese batacazo final con la intención de hundirlos, no lo había conseguido, estaban en boca de todos, eran criticados; sin embargo, la demanda de las obras de William iba en aumento, y Doctor C estaba a pasos de firmar el contrato editorial. Así funcionaba la nobleza británica, criticaba y alababa al mismo tiempo. Criticar era lo correcto, alabar era un acto de rebeldía y ... ¿a quién no le gusta una dosis de rebeldía en su vida?

Hizo a un lado el periódico para ahondar en la correspondencia, nada relevante, a excepción de una que iba dirigida a ella.

William regresó con una bandeja de quesos, pan, uvas y dos vasos con una medida de whisky.

—Me encontré a la señora Garret en el camino...

La mujer siempre se adelantaba a sus necesidades. Colocó la bandeja en la mesa de las pinturas, le entregó el vaso y, cuando ella no reaccionó, cayó en cuenta del estado en que se encontraba. Más blanca que el papel que sostenía entre sus manos, paralizada, con la mirada fija en la misiva.

—Cariño, ¿qué ha ocurrido? —La parálisis parecía haberse extendido a su lengua, dejó el whisky en la mesa para sacudirla con suavidad por los hombros—. ¿Vanessa?

—Es el abogado de mi pad... —No, no volvería a llamarlo así—, el abogado de Robert.

—¿Cleveland? —Esa sí que era una sorpresa inesperada—. ¿Qué hay con él?

Vanessa extendió el brazo hasta capturar su vaso de bebida. Un solo trago y ...voilá, el whisky desapareció. Respiró y exhaló con lentitud.

—Ha muerto... y al parecer, yo soy su única heredera.

***

Debía meditar sobre la noticia recibida, y para hacerlo requería de la intimidad de su recámara, de la calidez de su cama y de los brazos de su esposo.

El destino, si en verdad existía, era un ser maquiavélico. La herencia Cleveland era una fortuna que le robaría unos cuántos suspiros a los nobles. La herencia Cleveland tenía que, por lógica, caer en manos de otro Cleveland. Ella no lo era.

—La muerte lo debe de haber sorprendido...

—La muerte nos sorprende a todos... estás pensando demasiado, cariño.

No había tristeza. Es más, no sabía qué sentir. ¿Libertad? ¿Libertad completa y definitiva? Ya no tenía que complacerlo, ya no tenía que demostrar ser digna de su cariño. Ya no… su muerte era como el maravilloso punto final necesario.

—No puedo evitar pensar... Dudo mucho que su intención haya sido dejarme su fortuna. Tal vez no llegó a cambiar su testamento. —Tenía que existir un porqué—.  O… tal vez, no tenía testamento alguno.

—O tal vez quiso dejarte el dinero a ti. ¿Por qué no puede ser esa una alternativa?

—Tú sabes por qué.

Nunca la había amado en verdad, fue una muñeca de exhibición, nada más. Fue lo que necesitó para evitar habladurías.

—Sabes, el amor no tiene una única receta... basta con mirar a tu alrededor para darte cuenta de ello. —Ella se giró entre sus brazos.

—No quieras convencerme, Robert estaba imposibilitado para amar, es más, pensaba que el amor era un sentimiento insípido e irracional.

William rio. Ella lo pellizcó como reprimenda.

—Conozco una muchacha que, tiempo atrás, tenía el mismo concepto.

¡Atrapada contra las cuerdas!

El camino que Vanessa había transitado era muy diferente al de Robert. Había intentado eludir al amor, esquivarlo, inclusive bastardearlo, sin embargo, el sentimiento se había empecinado consigo, primero se le había presentado bajo la extraña forma de Miranda Clark y Elliot Spencer. Un amor un tanto explosivo, inmediato, pero intenso y puro. Luego, para reforzar el concepto, le había restregado en sus narices a Cameron Madison y Sean Walsh. Un amor sin fronteras, de profundas raíces y anhelos compartidos. Por último, para espabilarla de manera definitiva, la había torturado con la historia de amor más dulce de todos los tiempos, Emily Grant y Colin Webb. Un amor único, nacido de la inocencia que muy pocos conservaban, un amor que revelaba la verdadera esencia del sentimiento, para amar al otro, primero hay que aprender a amarse a sí mismo. Y después de ese aprendizaje, la puso frente a William, su conde, su adorado demente.

—Puedo reconocer tu juego, William.

—¿Cuál juego?

—Convencerme de que Robert, a su manera, me amó...

—No deseo convencerte de nada, en tu corazón lo sabes.

¿Lo sabía? No podía reconocerlo aún. Todavía necesitaba tiempo para sanar las heridas que tanto Robert como Philip le habían provocado. Sanaría, de eso estaba segura, tenía motivos para sanar.

—Con respecto a la herencia. —William fue a ese detalle que, presentía, la incomodaba—. Puedes rechazarla si quieres... o donarla.

Rechazarla, sí. Su orgullo —ese orgullo partes iguales de Cleveland y de Johnson— le susurraba a su consciencia que se desentendiera de ese dinero. Por suerte, el orgullo se vio abatido por la maldita lógica.

—No, sería una imbécil si lo hiciera, los dos lo seríamos...

—¿Me estás tratando de imbécil, cariño? —bromeó él.

—Si piensas que rechazarlo es una mejor opción que invertirlo en un nuevo granero, sí... eres un imbécil.

—No quiero ser un imbécil.

—¡Entonces, construyamos un nuevo granero en nombre de Robert Cleveland! Ahora que lo pienso. —Se incorporó en la cama y se apoyó sobre los codos—. Siempre soñó con que nombraran un edificio en su nombre en la universidad.

—Pues no nos limitemos a un granero nada más, tenemos una yegua a punto de parir... bautizaremos a su cría...

—¡Cleveland! —clamaron al unísono. Vanessa continuó proyectando a futuro—. Pero eso no es suficiente, no para Robert... también destinaremos su dinero en pos del progreso y compraremos esa nueva maquinaria que necesitamos.

—También podemos reconstruir los canales de riego... —William contribuyó con ideas.

—Y arreglar el ala este de la casa...

—El corral...

—Mmmm, no sé, si arreglamos el corral tendremos un salón de baile desocupado. ¿Qué sentido tiene un salón de baile sin uso?

—Tienes razón... arreglaremos el corral y, luego, le hallaremos uso al salón de baile. —William abandonó la cama con una secreta intención, sus ojos confesaban picardía.

Le extendió la mano invitando a hacerle compañía. Vanessa entrelazó sus dedos a los de él y se incorporó de un salto.

—¿Uso? ¿Qué uso le daremos?

—No lo sé, supongo que no nos quedará más alternativa que bailar en él, es más, creo que deberíamos hacer eso en este preciso momento. —La hizo girar, hasta hacerla caer en sus brazos.

—¿Bailar, milord? ¿Está usted loco?

—Sí, y usted también lo está, milady.

—Tiene razón... bailemos.

Danzaron, recorrieron la habitación y atravesaron la puerta hasta llegar al corredor.

Danzaron entre besos, entre caricias. Danzaron frente a sus empleados.

Lord y Lady Demente le confesaban al mundo su más grande locura...

¿Cuál?

Amarse.

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