Vanessa

Vanessa


Preludio

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Preludio

Inglaterra, primavera 1954

No podía dormir. Una vuelta, otra vuelta. El edredón que la cubría cayó al piso y ella apretó una maldición entre los dientes. A su lado, Cameron se quejó, abrió los ojos soñolientos y los fijó en ella.

—¿Estás bien? —le preguntó la joven de Virginia con voz rasposa.

—Sí. ¿Tú?

—Bien, solo te escuché refunfuñar…

—Vuelve a dormir —le ordenó en un tono de demanda, propio de ella—, tienes que juntar energías.

Cameron no se lo iba a discutir. Cerró los ojos y en pocos segundos regresó a los brazos de Morfeo. Vanessa Cleveland, en cambio, contempló con desgano el cielorraso de la habitación que compartían en la casa de campo de Lady Thomson e intentó no moverse. Cameron Madison necesitaba descansar, había sufrido, en las últimas semanas, dos intentos de asesinato, uno en forma de accidente y otro, de envenenamiento. Eso, sumado a su estado de gestación… bueno, se podía decir que no dejaría esa cama por bastante tiempo.

¿Valía la pena?

La maldita pregunta que resonaba una y otra vez en la mente de Vanessa. ¿Valía la pena tanto por amor?

Se puso de pie con sigilo, dispuesta a no incordiar más a su compañera de alcoba. Junto a la virginiana habían desarrollado una increíble capacidad de vestirse solas, esconder un embarazo tenía esas ventajas y, tras ajustar un corsé frontal, abrochó con ágiles movimientos la interminable fila de botones delanteros de su afortunada elección de vestuario: una falda amplia color ladrillo y una camisa de seda de un blanco impoluto con amplias mangas hasta las muñecas y cuello alto. El cabello, negro y lacio, fue trenzado y llevado a la coronilla en un moño ligero que, para desgracia de la muchacha, dejó caer mechones libres con rapidez.

Una vez fuera de la habitación, no supo qué hacer. Apenas era el alba, y el único movimiento que existía era el de los sirvientes. Deambular sola no era apropiado, sin embargo, el intento de homicidio contra Cameron había vaciado la casa de campo a una velocidad pasmosa, y Vanessa pensó que nadie tenía por qué enterarse de que daba un paseo por los jardines para despejarse.

Avanzó por el corredor hasta la planta baja, y de allí, sin escala, se dirigió al lugar que más le gustaba: el lago artificial. Se preguntó si en invierno se congelaría y les permitiría a los habitantes patinar, como solía hacer ella en Boston. Extrañaba su tierra, extrañaba no sentirse extraña. Demasiadas cosas habían sucedido desde que llegó a Inglaterra, y se sentía abrumada.

Tenía amigas por primera vez en la vida, tenía a su tutor, Sir Johnson, y a su madre, la señora Henriet Johnson, que en esos meses se habían vuelto como su familia… y había divisado, de lejos, algo que hasta el momento estaba segura de que no existía: amor.

Caminó por los cuidados senderos de los jardines de Sameville hasta que llegó a un punto preciso que le traía serenidad, miró a ambos lados y decidió que se sentaría ahí a mirar los patos hasta que llegara la hora del desayuno. Un poco de soledad no venía mal, no podía pensar con tanto barullo a su alrededor y, sobre todo, le costaba analizar lo que sucedía cuando todo carecía de sentido.

Miranda había sufrido, al igual que Cameron, de un intento de asesinato. Solo que en su caso no había estado dirigido a ella, sino a su marido. Y antes de eso, el matrimonio había vivido altibajos por sus caracteres fogosos y orgullosos. Ahora parecían felices, pero ¿había valido la pena tanto dolor?

Cameron recuperaba el corazón de Sean tras una ruptura, engaños, llantos, dolor y sangre. Lucía radiante pese a eso, brillaba en brazos de su amor, pero ¿había valido la pena?

Y Emily… oh, Emily era su ejemplo más fuerte, porque aún no tenía su momento feliz, solo el corazón dividido por un amor no correspondido, lleno de trabas, que si no llegaba a buen puerto la dejarían hecha trizas por el resto de sus días… ¿Había valido la pena?

No lo sabía, no podía siquiera imaginarlo, porque para ella, tal sentimiento le era ajeno. Se había sacrificado por estudiar, por hacerse un lugar, por ganarse el respeto de sus pares… y con ello también había recibido dolor a cambio. Si le preguntaban si había valido la pena, por desgracia, su respuesta sería no lo sé.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la visión de un hombre que se acercaba a ella. Los pocos rayos de sol se proyectaban a su espalda convirtiéndolo en una sombra. Cuando la figura se detuvo ante el lago y miró a ambos lados antes de sacarse las botas para cruzarlo a pie, cualquier duda de Vanessa sobre la identidad del extraño fue evacuada. Lord William Witthall, Conde de Dorset, mejor conocido como el conde Loco.

Ese hombre conseguía exacerbarla, no pudo contener sus palabras por lo que las alzó para que llegaran al otro lado del lago artificial.

—¡Allí está el puente! —Le señaló para que cruzara como un ser humano normal.

—Ya lo he visto, soy loco, no ciego —bromeó él, y con las botas al hombro, cruzó el agua. Para sorpresa de Vanessa, la profundidad del mismo le llegó solo hasta las rodillas y sus anhelos de que se ahogara quedaron en nada. A los pocos segundos, estaba a unos pasos de ella llevándose consigo los nubarrones de malos pensamientos.

Debía reconocer que Witthall lograba sacarla de cualquier trance, para ser honesto, la sacaba de las casillas. Su aire soñador, su falta de raciocinio, su manía de exponer la locura de la cual lo acusaban, como si quisiera demostrar algo.

—Buenos días, señorita Cleveland. —Una vez frente a ella, Vanessa pudo ver el rostro sonriente y, debía reconocer, apuesto, del conde.

—Buenos días.

—¿Qué la trae por aquí tan temprano?

La excusa que iba a esgrimir, cual dama en aprietos, fue acallada por el desafío.

—Lo mismo podría preguntar yo —rebatió en cambio.

—Oh, pues… salí a caminar y pensar cuando no hay miles de voces a mi alrededor. La gente puede ser bastante molesta.

—Coincido —agregó ella con un deje de malicia, y con la esperanza de animarlo a alejarse, como hacían todos. No lo consiguió.

—¿Puedo? —preguntó él indicando el césped a su lado, para sentarse. Vanessa dudó por varios segundos que podían interpretarse de irrespetuosos, o incluso de una negativa disfrazada. No era eso y Witthall no era un hombre dado a sacar falsas conclusiones.

—Sí, claro —accedió. No había nadie cerca, nada indecoroso de lo que se le pudiera acusar. William, que leyó el motivo de recelo, agregó:

—No se preocupe, si preguntan diremos que los duendes nos hicieron de carabina.

—¿Los duendes?

—Claro, los duendes. —Abrió los brazos exponiendo el entorno, haciendo que Vanessa rompiera en risas.

—Y los patos, milord, no olvidemos que los patos son grandes chaperones.

La broma espontánea, justo de labios de la señorita Cleveland, tomó por sorpresa al conde que le regaló una mirada de soslayo. Sus ojos castaños brillaban con humor, y con un dejo de inteligencia que ponía en jaque por completo su mote. ¿Estaba loco o jugaba a serlo?, y por encima de todo eso, un destello de algo difícil de reconocer para la bostoniana.

—¿En qué pensaba, señorita Cleveland? —indagó él.

—En nada…

—Eso dice la gente que piensa en muchas cosas. Realmente me interesa saber qué puede tener a una muchacha como usted tan ensimismada.

—¿Una muchacha como yo? —No le gustaba el tono, no le agradaban los halagos, las zalamerías.

—Tan racional y práctica —fue la respuesta que la descolocó. No se conocían, apenas si habían compartido un par de saludos y un paseo forzado para concretar un plan de cazar un asesino. Que Witthall acusara conocerla tan bien, descifrarla con facilidad, la incomodó.

—De hecho, no pensaba en nada racional ni práctico. Por eso, antes de que a los dos nos acusen de locos, prefiero callar.

—Ha cometido un terrible error. —La voz de William, gutural, le provocó un escalofrío. Él había cometido un terrible error, había sonreído. Oh, maldición, esa sonrisa. Le formaba hoyuelos en las mejillas y le confería a su rostro un dejo aniñado entre tanto rasgo masculino. El conde de Dorset era poseedor de una mandíbula definida, que contaba con un dulce hueco en el mentón, una nariz recta y una barba que pujaba por abrirse camino aun cuando no llevaba ni una hora de afeitado. Sus ojos castaños rodeados de espesas pestañas, combinados con su sonrisa, era lo que conseguía darle un aire de niño pícaro que se divertía con sus jugarretas.

—¿C… Cuál? —Vanessa maldijo su tartamudeo. ¡Qué demonios!, ella no tartamudeaba. Esa era Emily, Emily junto a Colin Webb.

—El de despertar mi curiosidad. Oh, vamos, nadie nos oye.

—¿Cómo no? ¡Los duendes! —exclamó, para que ambos rompieran en risas—. Lo sabía, no cree en los duendes.

—Claro que sí, creo en muchas cosas que no puedo ver. —Vanessa ya no estaba tan segura. ¿Loco él o loca ella, que le seguía la corriente?

—Por favor, no se ría. Si se ríe, lo golpearé, lo juro. —Tomó aire al ver la promesa en los ojos de William y expresó—: en el amor.

—Eso no es para tomarlo a la ligera, me encantaría saber a qué conclusión ha llegado.

—A ninguna, ese es el problema. No he llegado a ninguna… ¿usted conoce a mi tutor, Sir Johnson?

—Sí, por supuesto, fue profesor mío en Cambridge.

—¿Fue a Cambridge? —inquirió ella, y fue William quien quedó obnubilado por el brillo infantil en los ojos de Vanessa. Esa muchacha, siempre fría y cínica, se mostraba ante él como una niña entusiasmada y el conde tuvo que carraspear antes de contestar.

—Un par de años, antes de que mi padre muriera. Tuve que dejar mis estudios cuando heredé el condado.

—Oh, cuánto lo siento. —En un acto reflejo, la mano de Cleveland se unió a la de Witthall, hasta que la apartó de un abrupto movimiento. William supo que la bostoniana no lamentaba tanto el fallecimiento del anterior conde como el destino que había arrastrado a un estudiante lejos de los libros. Para ella, eso era el peor de los infiernos. La ternura y la comprensión azotaron el pecho del hombre—. Bueno —continuó ella, quizá como compensación por haber sacado un tema doloroso a relucir—, el tema es que una vez he hablado con Sir Johnson del asunto, ¿sabe lo que me dijo?

—No se me ocurre…

—Que el amor es la conjunción de arte y ciencia… —William se irguió, de modo de poner toda la atención en ella. Las palabras de Vanessa lo habían descolocado, y como ella lo percibió, se apuró a explicarse, algo sonrojada—. Es que… oh, creo que le ganaré la competencia de locura —musitó, y él rompió a carcajadas.

—Que sea una apuesta ¿quién está más loco?

—Estoy preocupada por mis nuevas amigas —expresó y sintió que le quitaban un peso de encima—, todas se han enamorado y todas han sufrido mucho por eso… el tema es… ¿qué podemos hacer para que no sufran las personas que queremos? —La pregunta era retórica, y la respuesta demasiado clara. Nada, nada podía hacerse, y eso, a un ser racional como Vanessa, la agobiaba—. Sir Johnson me dijo que si uno quiere a alguien lo deja cometer sus propios errores, así sufra…

—Claro.

—¿Usted está de acuerdo? —El enojo de Cleveland era evidente—, ¿dejaría sufrir a sus seres queridos?

—No me agradaría, pero ya lo dijo usted ¿qué se puede hacer?

Vanessa ahogó un grito de frustración. No podía con los románticos. Para ella, muchas cosas se podían hacer: ayudar a que abrieran los ojos, realizar una apuesta para que dejaran el orgullo de lado, gritarles si era necesario para hacerlos recapacitar…

—Entonces, el amor no existe —determinó la muchacha—, y esa será mi conclusión de esta mañana. Pues, una cosa no puede ser dos opuestas a la vez. No puede ser ciencia y arte, o racionalidad e irracionalidad. Posible o imposible…

—¿Eso le ha dicho Sir Johnson?

—Sí, según él, lo aprendió de alguien más. —Recordaba la conversación en el despacho del hombre.

«De ser así, el amor no existe. Porque algo no puede ser racional e irracional. Posible e imposible… », había expresado.

«No, de ser así lo único que es el amor es incomprobable, y por eso te niegas a creerlo, a entenderlo. Pero si usas la lógica, lo verás. Sabes que es posible porque lo has visto, sabes que es imposible porque lo has probado con retórica. Por lo tanto… el amor es posible e imposible. Ahora solo debes comprobar que es racional e irracional. Y luego que es arte y ciencia… y, cuando lo hagas, verás que, en estas lides, el amor es también acierto y desacierto. Porque solo equivocándote te saldrás con la tuya», respondió Sir Johnson.

—Interesante —fue lo único que pudo susurrar William, con la mirada en la muchacha que comenzaba a obnubilarlo. Si no fuera porque ya cargaba con el mote de loco, estaba seguro de que lo acusarían de perder la razón ahí, frente a ella, frente a esa señorita de cabellos oscuros y rostro delicado, de ojos negros llenos de inteligencia y entrecejo fruncido por el desconcierto ante uno de los enigmas más grandes de la humanidad: ¿qué es el amor? No era el debate lo que a él le resultaba tan interesante, era ella, era Vanessa Cleveland.

Vanessa se sintió cohibida ante la intensa mirada del conde. No podía creer que hubiera dicho tanto, cuando en general se manejaba con pocas palabras y más acciones. Jamás dejaba entrever lo que de verdad pasaba en su cabeza, porque de ser así, quizá ella compartiría el apodo con ese hombre. ¿Acaso no había cometido locuras? ¿Tantas que la llevaron derecho y sin escala a Inglaterra, donde su padre no pudiera avergonzarse más de ella? Las mejillas se le tiñeron de pudor y de enojo, de furia hacia sí misma.

Se convencía, una vez más, que el amor no existía, pero Sir Johnson tenía razón, lo había visto, en Miranda, en Cameron, en Emily… ¿Entonces? ¿Cómo podía ser ella, justo ella, la que desconociera el asunto?

—¿Y ahora, en qué piensa? —insistió él. Las mejillas de Vanessa ardieron aún más. ¿Se atrevería a decirlo? Miró a ambos lados, para comprobar que seguían solos. Iba a cometer una locura. ¡Oh, no!, la última vez terminó mal, esa no sería distinta. Y mientras se lanzaba al abismo de la demencia, pensó que, al menos, William parecía el hombre correcto para acompañarla. Dos locos de remate.

—En que creo que mi problema es la falta de prueba empírica. —Witthall intentó no largar una carcajada, siempre tan racional ella. Sin embargo, consiguió contener la diversión por completo cuando cayó en cuentas de a qué se refería.

—¿P…prueba empírica? —La señorita Cleveland había conseguido sacar de su eje al conde Loco.

—Un beso… —Era una propuesta y un desafío—. Solo por la ciencia, claro.

—Claro. Por supuesto… —El conde no se movió, estaba pasmado. Vanessa en cambio se molestó, ¡con lo que le había costado pedirlo!

—¿Y bien? —exigió, y su tono de demanda logró divertir a William al punto de sacarlo de su estado de estupor.

William acortó la distancia que los separaba y tomó aire. La fragancia fresca de Vanessa le inundó las fosas nasales, olía a flores silvestres y a libro nuevo, olía a sueños y fantasías. Llevó la mano derecha a la nuca de la joven para poder sentir un poco de piel y los mechones sedosos que se soltaban del improvisado peinado.

Vanessa no quería cerrar los ojos. Sabía que la gente solía hacer eso cuando besaba, algo que le parecía absurdo. ¿Por qué alguien querría perderse un detalle? La respuesta resonó en su cerebro, asustándola un poco: porque no besaban a William Witthall. El rostro masculino del conde estaba a milímetros del de ella, le permitía ver la sombra que proyectaban las espesas pestañas sobre sus pómulos, los labios llenos, entreabiertos apenas para dejarlo respirar. El aliento tibio que se unía al de ella, quien, sin pensarlo, había abierto la boca, necesitada de aire.

Los labios se unieron en un roce suave, un leve contacto que hizo sentir a ambos una corriente que les empezaba en el lugar exacto en el que se tocaban y les recorría por completo la anatomía. William quería más, quería todo, y Vanessa, no iba a reconocerlo jamás, también lo anhelaba. Tenía su maldita respuesta: sí, valía la pena. Ahora solo restaba que lo asumiera, algo que, por supuesto, de cara a ese demente hombre no iba a hacer.

Puso fin al contacto antes de dejarse llevar por completo. Segundos previos a que el hechizo se rompiera, con los rostros tan cerca que sus narices se chocaban, ambos tuvieron el impulso natural de relamerse, de saborear los restos de ese beso en sus labios, y cuando lo hicieron, las lenguas se rozaron.

Vanessa se alejó, asustada, aunque sin demostrarlo. Y para destruir el momento, como broche final, dijo:

—¿Quién ganó la apuesta? ¿quién está más loco?

—Pues… no lo sé, dejemos que el jurado de duendes lo determine. —Siguió la humorada para no ser él el único en mostrarse alterado por los sentimientos que un simple beso le habían despertado. No podía darle ventaja a Cleveland.

—O el de patos…

—Eso va a ser una batalla encarnizada… todos lo saben, los patos son enemigos naturales de los duendes. —Y ambos dejaron escapar las carcajadas llenas de tensión, quitando así el peso del asunto.

Vanessa se puso de pie con lentitud, se permitió mirar a William una última vez. Lo halló bello, y se asombró al no temerle a ese descubrimiento. Sabía que no volvería a verlo, ella regresaría a Boston tal y como tenía planeado, y antes de eso, volverían al trato distante que supieron tener hasta el momento. Un trato que evidenciaba que no había dos personas más opuestas que ellos dos en el mundo.

—Muchas gracias, milord, por su aporte a la ciencia. —Dicho eso, hizo una educada reverencia y huyó con un fingido porte de dignidad. Cuando se perdió en el sendero, William se atrevió a responder:

—No, gracias a usted, señorita Cleveland, por su aporte al arte —y una sonrisa le iluminó el rostro.

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