Vanessa

Vanessa


Capítulo 1

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Capítulo 1

Inglaterra, otoño 1954.

El cielo se veía gris plomizo, con las nubes bajas y espesas que anunciaban una lluvia helada en las próximas horas. Vanessa Cleveland tuvo que acercar más la vela a sus notas para poder leer.

El frío no la afectaba, estaba acostumbrada a los inviernos de Boston. Apenas reparó en el lacayo que se acercó a avivar el fuego. Estaba absorta en su próximo trabajo y la pila de libros no dejaba de crecer frente a sus narices.

Le había prometido a Simon Patinson que antes de regresar a América le dejaría un par de artículos más para que publicara como el Doctor C, de manera de que no desapareciera el mismo día que ella y las sospechas se alzaran contra su nombre. O peor, contra el de Sir Philips Johnson, su tutor.

Le debía mucho a Sir Johnson, y había sido imposible para ella no desarrollar un fuerte cariño por aquel hombre que la recibía bajo su techo y le daba alas para continuar con sus estudios. Sin ir más lejos, había sido el mismo tutor quien la presentara a Patinson luego de leer algunos de los trabajos de la muchacha.

Vanessa debía reconocer que la idea de firmar con pseudónimo, y más, que éste sugiriera que era un hombre, le molestaba. Pero era un inicio, era algo, era más de lo que había conseguido en Boston producto de su rebeldía.

Esa indocilidad era la que la había subido a un buque con la idea de que Inglaterra la ayudaría a madurar. La imagen de Robert Cleveland, con los ojos inyectados en sangre y la mandíbula apretada sin un mínimo deseo de decir adiós, era un recuerdo que cada tanto se hacía vívido en ella.

Quizá se había extralimitado. De lo que sí estaba segura era de que su padre había reaccionado de manera desmedida. Esperaba que ese año de distancia hubiera calmado las aguas entre los dos y, sobre todo, los ayudara a encontrar un punto medio, como había sucedido con Sir Johnson.

Por eso, supuso, por la nostalgia y la influencia de sus emociones, era que en esos momentos la pluma se desplazaba sobre el papel exponiendo su mayor malestar: roles sociales. ¿Qué era lo que podía o no podía hacer una dama?, y cómo esa jaula femenina se extendía también a los hombres, delimitando su libertad.

Desde que había arribado a Londres a inicios de año que se había nutrido de los males femeninos de su alrededor para inspirarse en sus artículos. Miranda Clark, actual Lady Bridport, había puesto en manifiesto la hipocresía social; Cameron Madison, señora de Walsh desde hacía unos meses, la desigualdad, y Emily Grant, Lady Webb si las noticias de su boda no eran erróneas, los estereotipos… había ahondado, navegado, bebido de los sucesos a su alrededor para no centrarse en la espina que tenía clavada, en el fallo que la sociedad le reclamaba a ella: ser mujer y querer estudiar. Ahora que sabía que un océano la separaría de Inglaterra, se sintió libre de exponerlo, como la cereza del postre, como su cierre de ciclo.

Sí. Volvería madura, nutrida, decidida. Volvería a Estados Unidos para estudiar, y no lo haría como un hombre, tal y como había intentado en el pasado, sino como una mujer.

—Señorita Cleveland —La voz del ama de llaves interrumpió su labor—, la señorita Amy Brosman ha llegado.

—Muchas gracias. —Vanessa alzó la vista y al ver el desorden reinante de libros, plumas y papeles, agregó—: Lleven el té a la sala, la recibiré allí.

La bostoniana no era dada a sonrisas y emociones, por lo que su gesto se mantuvo impávido, todo lo contrario a lo que le sucedía por dentro, ahí se ponía feliz ante la visita. Claro, si descartaba la interrupción que dejaba su artículo por la mitad.

Amy Brosman era la tutelada del marqués de Shropshire, Anthony Richmond, y su esposa Katherine. Unos adinerados e influyentes nobles que desde que la vida los había unido se dedicaban a tiempo completo a mejorar la vida de los huérfanos de Inglaterra. Amy era uno de ellos. Una luchadora que jamás se rendía, y fue ese fuego, esa determinación lo que llevó a los Richmond a acogerla bajo su techo y brindarle la misma educación que a sus hijos. Sin embargo, la señorita Brosman no había dado por sentada su suerte, ni se había dispuesto a hacer lo esperado: encontrar un buen marido gracias a las relaciones del marqués. Por el contrario, anhelaba continuar los estudios para convertirse en maestra, siguiendo la línea propuesta por Horacio Mann en América.

Era por esa hambre de saber y esa ambición en el progreso que Vanessa había congeniado de inmediato. Sin contar con que, para llevar a cabo su sueño, Amy debía viajar a Boston, y a la señorita Cleveland le hacía ilusión saber que esta vez no haría las semanas de travesía en compañía de una dama rígida y malhumorada como había sucedido en el pasado.

—Amy, por fin coincidimos —saludó Vanessa, poco dada a las normas de cortesía. Eso a Brosman le alegraba, puesto que a ella también le agobiaba el exceso de protocolo.

—Lo siento, los preparativos me tienen a mal traer y Kath… Lady Katherine —se apuró a corregirse—, está algo nerviosa por mi partida.

—Te has ganado su cariño. —La sonrisa que le brindó fue sincera. Ella se había ganado el cariño de su tutor y de su madre, Henriet, y le costaba contemplar la vida sin ellos. Lamentó no haber sido más fría y distante, como siempre se comportaba, de ese modo el vínculo hubiera sido más fácil de romper. Al igual que con las señoritas americanas.

—Sí, me han brindado tanto que por momentos siento culpa… pero han sido ellos mi inspiración. Han cambiado muchas vidas para bien, y creo que más que retribuirles a ellos con… —La emoción la embargó, llevándose las palabras. Vanessa aprovechó el momento para servir el té, alcanzarle un pastelillo y abrir las cortinas con la leve esperanza de que el sol invadiera la habitación.

—Con cursilerías —completó por ella—. Y tienes razón, Amy —se permitió tutearla, como habían acordado en confianza—, los abrazos de nada sirven. En cambio, si sigues con su labor, desde el lugar en el que te encuentras ahora, entonces sí que los harás sentirse orgullosos.

—Eso espero…

—No tengo dudas. —La animó—. En este año he conocido nobles perezosos, esnobs, estirados… El marqués y la marquesa no lo son, y con semejante título, déjame decirte que es una odisea.

Amy rio ante el desparpajo de su compañera de té. No tenía pelos en la lengua. Si bien acababa de «elogiar» en sus términos a los Richmond, sin duda acababa de insultar a todos los demás.

—Gracias por tus palabras, creo que las necesitaba. Si soy honesta, estoy asustada. Mil cartas de recomendación, mil nombres de personas que le deben favores a tal o cual…

—Tranquila. Lo dije y lo repito, intentaré viajar contigo, pero si no lo consigo, en unos meses estaré allí y todo será más sencillo. Ya lo verás… Las mujeres se están abriendo camino en América, es algo más relajado que aquí. No mucho —agregó en un murmullo.

—Tu inspiración. —Sonrió Amy, y a Vanessa se le iluminó la mirada. Su inspiración era Elizabeth Blackwell, la primera mujer en recibir el título de medicina en Estados Unidos. Había sido ella, sin saberlo, quien había empujado a la joven Cleveland a cometer la locura que la había puesto de patitas a Inglaterra.

—Ya lo verás, mientras más seamos, más fácil será —prometió Vanessa—, ahora, deja de lamentos que al igual que los abrazos no sirven de nada y ve a empacar. Recuerda que este frío no es nada en comparación al de Boston…

—Así lo haré, en cuanto me confirmen el buque te enviaré una nota para saber si coincidimos.

—Perfecto.

—Déjale mis saludos a Sir Johnson y a su madre, que espero que estén ambos bien de salud.

—Oh, perfectamente. Henriet nos enterrará a todos, ya lo verás —dijo en alusión a la madre del Sir, una mujer entrada en años y con algunos achaques menores que no hacían más que darle excusas para comportarse de manera agria con las personas que le caían mal. A Vanessa le divertía tanto la señora Johnson que casi anhelaba la vejez para poder ser como ella.

Se saludaron con dos besos y Vanessa se giró, sin perder un segundo, para regresar al improvisado despacho y terminar la pila de trabajo que allí la aguardaba. La casa de Sir Johnson le parecía encantadora en su desorden, el hombre tenía tanto material de estudio que una biblioteca no bastaba. Por donde iba, improvisadas estanterías sostenían tomos y más tomos de los temas más variados.

Johnson era un prestigioso filósofo de Cambridge, cuyos estudios y ejercicio de la docencia lo había llevado a la admiración de la misma reina Victoria y, por consiguiente, al nombramiento de Sir. Todos los nobles que contaban con un cerebro, además de con un título, lo respetaban y admiraban, y de allí que esos contactos la hubieran llevado a ella, su pupila, a codearse en sociedad con la aristocracia británica.

¿El fin de Johnson y de su padre? Hallarle un marido. El de ella, observar a la sociedad de cerca como grupo de estudio. ¡Y vaya si le habían dado material!

Con la temporada finalizada y ella libre, sin compromiso, ni pretendientes, ya no tenía nada en esas tierras que la retuviera. Podría ponerle fin a ese paréntesis en su vida y regresar para ser la primera mujer aceptada en Harvard. Sonaba bien. Una sonrisa, esta vez completa y con un brillo diabólico, se le dibujó en el rostro y allí quedó mientras avanzaba por los corredores de la casa londinense de los Johnson.

Su lugar de estudio estaba al final del pasillo, en la sala que debió de ser de juegos para niños, pero como el catedrático jamás había formado familia, ahora se convertía en el despacho de la bostoniana.

Antes de arribar, las voces de Philip y Henriet le llegaron ahogadas desde la biblioteca —la oficial, no la improvisada—, y el sonido de su nombre en labios de la mujer mayor la hizo detenerse.

Adoraba a Henriet y lamentaba que sus huesos le impidieran las andanzas por los salones de la nobleza. Hubiera sido un espectáculo digno de ver, la lengua venenosa de la mujer aleccionando a estiradas damas sin neuronas.

Se acercó para preguntar si la necesitaban, por Henriet era hasta capaz de hacer un hueco en sus estudios. Cuando las palabras de la mujer le llegaron claras, Vanessa se paralizó.

—¿Cuándo piensas decírselo, Philip? Vanessa es una muchacha lista, no podrás engañarla por mucho más tiempo.

—No pretendo hacerlo, madre, solo necesito que la engañemos por unas semanas más. Solo unas semanas más. Y me prometiste tu ayuda…

—Y comienzo a lamentarlo, Philip. Comienzo a lamentarlo… Unas semanas —sentenció Henriet—, si en unas semanas no lo consigues, le dirás la verdad. O lo haré yo.

—Sí, madre —fue la angustiosa respuesta del hombre ante la reprimenda maternal. Vanessa supo que debía huir antes de que la descubrieran in fraganti en el corredor, solo que se debatía entre enfrentarlos y exigirles la verdad o esperar a que la misma se develara.

Eligió, por esa tarde, la segunda opción. No por cobardía, sino porque comenzaba a conocer a Sir Johnson. Lo mismo que respetaba de él lo convertía en un rival temible, en algunas cosas se parecían. Si se presentaba ante él sin armas ni herramientas, el hombre la enredaría con su lógica y sus mentiras hasta que quedara más confundida que en esos momentos.

Debía esperar, lo iba a hacer. Y mientras regresaba a su despacho, el sabor amargo de la traición le agrió la garganta.

—¿Aún lo buscas, Vanessa? —se mofó de sí misma con acritud. Pues si la gente creía que ella era cruel con los demás, exigente, letal, no sabían cuán dura podía ser consigo—. ¿Todavía esperas que las personas sean honestas, buenas? ¿Aún crees que alguien te querrá a su lado?

Un nuevo engaño, una nueva decepción. Ahora marcharse no dolería tanto. Ya casi no dolía, no… no dolía.

Y se secó la única lágrima que se permitió derramar.

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