Vanessa

Vanessa


Capítulo 2

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Capítulo 2

Que Vanessa invirtiera la mayor parte de su tiempo dentro de las cuatro paredes de su improvisado salón de lectura y trabajo era lo más habitual del mundo. Si hasta había que recordarle algo tan esencial como la alimentación; si fuese por la muchacha, se salteaba todas las comidas y sobrevivía con tentempiés a la luz de las velas.

La vida social en Londres decaía a pasos agigantados, la temporada ya era una olvidada anécdota, y los nobles no podían rehuir de sus responsabilidades sin excusas sustentables. Para colmo de males, las amistades que la bostoniana había forjado comenzaban a perder el protagonismo en su vida por fuerzas mayores; una de ellas estaba dedicada por completo a la maternidad, y la otra, además de cumplir con las funciones que su título demandaba, había hecho pública la noticia de su reciente embarazo. La tercera de ellas se encontraba en su hogar, al otro lado del mundo, felizmente casada. La señorita Cleveland no contaba más que con Amy Brosman que partiría rumbo a américa a la brevedad, y lo haría sin su compañía.

Henriet sospechaba que algo más motivaba a la jovencita de Boston al encierro, no era su común enfrascamiento en escritos y lecturas lo que la llevaba a esa actitud ermitaña desde hacía días, no, ocurría algo más. Tal vez era la culpa, pensó la anciana mujer. No de Vanessa, sino de ella. Culpa de saber que sus deseos, aquellos que Vanessa compartía a viva voz desde hacía semanas, se estrellarían contra el piso para hacerse añicos. Lo que más le apretujaba el pecho a la mujer era saber que, cuando eso sucediera, la testarudez y rudeza emocional de la muchacha no permitiría ayuda alguna, Vanessa recogería sus propios fragmentos, en silencio, sin lágrimas, como lo había hecho toda su vida. Y eso no estaba bien, para eso estaba ella, para eso estaba la... Se mordió los labios víctima del repentino mal humor y se aferró a la empuñadura de plata de su bastón para descargar el sentimiento ahí. Se mantuvo frente a la puerta por unos segundos hasta recuperar la calma, luego golpeó para anunciarse. El cerrojo no estaba colocado, por lo que el golpe, leve pero potente, hizo que la puerta se abriera un par de centímetros, los suficientes para brindarle la imagen que buscaba: una Vanessa sentada en canastilla en el piso, rodeada de libros abiertos. A pesar de ser mediodía, la bostoniana hacía uso y abuso de las velas, el día gris no acompañaba, y por lo visto, el cansancio tampoco.

—¡Por todos los cielos, niña... vas a quedarte ciega! —Sin más que decir, se encaminó a la ventana para abrir las cortinas de par en par.

—En todo caso —rebatió Vanessa desde su lugar en el piso—, Londres va a dejarme ciega con su condenado clima.

El sol era un vago recuerdo, había sido reemplazado por una extensa cadena de días grises, plagados de chaparrones y noches frías.

—El mal de Londres... —resopló la anciana—, tómalo o déjalo.

—La respuesta ya la sabe, señora Johnson.

Henriet se giró para enfrentarla, cuando utilizaba el «señora» era porque se traía algo entre manos, un par de meses y la conocía del derecho y del revés.

—Me recuerdas a una jovencita que conocí décadas atrás —dijo como si estuviese dispuesta a contar una anécdota.

Vanessa le ofreció toda su atención, le agradaban las historias pasadas de la mujer, pero la anécdota no fue tal, las palabras no fueron más que esas, se detuvo sin motivo alguno.

—¿Cuál jovencita? —Vanessa temía por la memoria de Henriet, Sir Johnson había compartido con ella su preocupación al respecto.

—¿Cuál jovencita? —repitió la mujer con una expresión de duda indescriptible en el rostro—. ¿De qué hablas, niña?

Vanessa se incorporó para ir junto a ella, las lecturas y sus pensamientos se hicieron a un lado, Henriet era más importante; la mujer le regalaba, día tras día, la idea de familia que nunca había tenido. Por supuesto que todavía estaba furiosa con ellos luego de haber oído aquella conversación al pasar, aun así, esa furia podía quedar en pausa en pos del bienestar de la anciana mujer.

—Tú, Henriet, tú hablabas de una jovencita que conociste.

—¿Yo? ¿Cuando?

—¡Recién, Henriet!

—¡Vaya! No lo recuerdo... —rio restándole magnitud al asunto e intentó cambiar de tópico de conversación—. ¡Dios, niña, cómo puedes leer con esta luz, vas a quedarte ciega! —Vanessa tragó saliva, quiso disimular su reacción ante ella, estaba preocupada—. Mírate, además, estás pálida... demasiado encierro, necesitas aire fresco.

El doctor de la familia había dejado bien en claro su recomendación, caminatas cotidianas para la anciana mujer de la casa, unas caminatas de las que se libraba a diario con absurdas excusas.

—Tienes razón, Henriet... creo que un paseo al parque me sentaría bien. —Esbozaría cualquier mentira por el bien de esa mujer —. El problema es que detesto hacerlo sola...

—¡No se diga más, si se trata de tu bienestar... una caminata será! —Golpeó el piso con el bastón a modo de motivación personal—. Abrígate que en un par de minutos partimos.

Afuera la temperatura calaba huesos, y la humedad brindaba el desastre final, a pesar de ello era un riesgo que debían correr. Tan solo un par de calles y Henriet volvía a ser ella, sin repeticiones ni lagunas mentales.

—Dime, ¿cuáles son tus planes ahora?

La partida de Amy Brosman se convirtió en la conversación central, y eso llevó a la realidad del momento, ese sabor amargo que ambas compartían.

—Seguir sus pasos... mejor dicho, volver sobre los míos.

Deseaba volver a Boston, para bien o para mal, era su hogar, no se imaginaba echando raíces en ningún otro lado.

—¿Y privarme de tal gloriosa compañía?

—Aunque lo lamente, sí... el fiasco que fue mi primera temporada augura un único final para mí: regresar a casa.

—La mayoría de los primeros debuts resultan un fracaso, no pierdas la esperanza... —Hizo presión en el brazo de Vanessa como un gesto de consuelo afectuoso.

—No se puede perder algo que nunca se ha tenido, Henriet. —Era verdad, lo que ella confesaba fiasco de la boca para fuera, hacia dentro no era más que un éxito, había logrado su cometido. Intentar o, mejor dicho, fingir el intento. Se sentía satisfecha consigo misma—. Debo reconocer que, en parte, los nobles me han sorprendido, ninguno ha caído tan bajo como para casarse conmigo.

El bastón de Henriet Johnson se clavó, a propósito, en una de las rajaduras de la acera. La mujer se detuvo en seco para enfrentarla.

—Guarda esas palabras para ti, tú y yo sabemos que de fiasco no hubo nada... obtuviste lo que quisiste. Sí, engañaste a todos, menos a los que debías engañar. —Se refería a Robert Cleveland, y por supuesto, a ellos—. Con tamaña inteligencia que tienes imaginé que te darías cuenta... —dijo retomando la caminata.

Extraña selección de palabras, las alarmas de Vanessa resonaron en lo alto.

—¿Que me daría cuenta de qué?

—De que un cordero no puede enfrentarse a un lobo... y nosotras, Vanessa, somos eso: corderos en un mundo de lobos.

Henriet Johnson no tenía lagunas mentales, ni se extraviaba en pensamientos, era la más cuerda de los mortales, el exceso de canas, la piel arrugada y la espalda arqueada no eran más que una armadura que el paso del tiempo le había obsequiado.

—¿Y debo conformarme con eso? ¿Aceptar ese rol?

Jamás, aunque tuviese que invertir su último suspiro en ello. Jamás aceptaría el rol tejido por otros para ella, quería el suyo, el que ella construía.

—No, solo tienes que abrir los ojos para contemplar las alternativas, algo que no vas a conseguir encerrada junto a los libros a la luz de las velas.

En esa ocasión, la que interrumpió la caminata fue ella, sus ojos interrogantes se posaron en los de la señora Johnson. La mujer continuó:

—Entiendo tu estrategia, tu disfraz de lobo feroz te sienta de maravillas, para tu decepción, no te va a servir de mucho.

—Me ha servido lo suficiente... —acusó al sentirse atacada en su ego.

—Cree lo que quieras creer, solo acepta la sugerencia de esta anciana, ¿acaso es mucho pedir?

No lo era, confiaba en la mujer, la respetaba y, en ciertos aspectos, la reverenciaba. Asintió en silencio para controlar esa mala costumbre suya de rebatir todo.

—En vez de utilizar un disfraz, aprende a distinguir el de los otros... por allí hay corderos disfrazados de lobo.

—¿Qué quieres decir, Henriet?

Vanessa había colocado el punto final de su historia en Londres, sin embargo, Henriet Johnson exponía lo opuesto, para la mujer era cuestión de dar vuelta la hoja, escribir un nuevo capítulo desde una perspectiva diferente. No, ella estaba decidida.

—En palabras más acordes para ti, no juzgues a un libro por su tapa.

—No entiendo tu comparación —mintió, sabía bien a qué se refería, lo que la hizo pensar: ¿A qué libro se refería? No importaba, le pareció más acertado cambiar de tema—. Tus mejillas están sonrojadas —Puso en evidencia la consecuencia del frío en la mujer—, creo que lo mejor es regresar, este clima no es tan bueno para ti.

—¡No! —Henriet fue rotunda en su negativa, y las sospechas hicieron de lo suyo en Vanessa—. Me agrada el frío, es parte de la naturaleza de la vida, hay que aprender a lidiar con él.

¿Con la naturaleza de la vida? ¿Con el clima? ¿El invierno? Algo estaba escondiendo Henriet, sus palabras exponían el inminente estallido de lo inesperado.

—Ven, vamos... —continuó—, quiero disfrutar del lago antes de que llegue la primera nevada. —Exageraba, se valía de cualquier excusa para extender un paseo que ya debía de dar por finalizado.

—El invierno se encuentra bastante lejos, tenemos varias semanas antes de la llegada de la primera nevada.

—¿Disculpa, cuánto tiempo llevas viviendo en Londres? —El sarcasmo se sumó al paseo. Vanessa no pudo evitar reír. Henriet degustó el triunfo—. Cuando alcanzas mi edad comienzas a valerte de algo que se llama intuición...

—¿Y qué te dice esa intuición?

—Que vienen vientos de cambio...

—¿Eso es malo o bueno? —preguntó solo para seguir desenredando la madeja de pensamientos de Henriet, la intuición también acompañaba a Vanessa, y no era por ego, como otros pensarían, sino por esa extraña habilidad que sabía que el vaticinio de la anciana la involucraba de manera directa.

—La respuesta ya la sabe, señorita Cleveland. —Utilizó las palabras que ella le había dado una hora atrás.

Vanessa no tuvo que ahondar mucho en esa respuesta, esos vientos de cambio traían una nueva condena para ella; solo esperaba que la nueva sentencia la llevara de regreso a casa o, en su defecto, al lugar del mapamundi más alejado de Londres.

***

El regreso al hogar Johnson se hizo eterno, Henriet encontraba las más excéntricas excusas para demorar el arribo, al punto tal que, Vanessa comenzó a barajar la posibilidad de que la mujer pretendía ocultar algo, o evitarle un encuentro desafortu...

¡Lo último, definitivamente, lo último! ¿Acaso Henriet estaba al tanto de lo que había ocurrido en la casa de los Thomson la primavera pasada? ¡No, imposible!

Entonces, ¿cómo la señora Johnson pudo llegar a suponer que ese hombre la incomodaría? A menos que él...

No, él no sería capaz de... ¿O sí? Le había prometido guardar lo ocurrido bajo llave, un secreto entre dos. ¡Maldito desgraciado! Debió suponer que un hombre como él, que se había ganado el apodo de demente —con gran acierto, dicho sea de paso— era incapaz de guardar un secreto.

—Lord Witthall —clamó Henriet con entusiasmo desde el descanso que le brindaba el primer peldaño de la escalera de la puerta principal.

Subir esos seis escalones era el desafío cotidiano de la mujer, se tomaba su tiempo, aunque en esa oportunidad, Vanessa hubiese deseado arrastrarla, cargarla en brazos, lo que fuese con tal de no extender ese momento más de lo necesario.

—¡Qué inesperada sorpresa tenerlo por aquí! —finalizó, y la intuición de Vanessa estalló en una carcajada. ¡De inesperado, nada!

—Señora Johnson —saludó él con una delicada reverencia cuando estuvo a un peldaño de distancia—. ¿Cómo se encuentra usted?

Ni una mirada. Nada. Para William Witthall la presencia de Vanessa no era un hecho relevante sobre el cual recaer, ella era invisible para él, y esa sensación entró en conflicto dentro de ella, le agradaba y la irritaba por partes iguales. Se separó de Henriet para darle espacio al hombre, y de inmediato, la bostoniana gozó del privilegio de su espalda. ¡Maldito desgraciado!

—Disfrutando de un paseo a media mañana, o media tarde... la verdad es que con estos días apenas lo sabe uno —bromeó Henriet.

—Verdad, puedo dar fiel testimonio de ello... estas épocas del año me desconciertan.

Lord Witthall no era adepto a la utilización de relojes, se valía de las posiciones del sol y las estrellas para establecer tal determinación, por desgracia eso le granjeaba unos cuantos improperios cuando de reuniones se trataba. A la cámara de lores le importaba muy poco las cuadraturas del sol y la luna, y menos aún las andanzas de Lord Witthall, que eran más de las deseadas. Poseía la titularidad de las tierras Dorset, y eso hacía que se guardaran la mitad de las opiniones con respecto a él. Solo eso.

—Lo que me recuerda... —agregó echando un vistazo al cielo—, debo marcharme para poder cumplir con otras responsabilidades. —Volvió a efectuar un saludo reverencial—. Ha sido un gusto, señora Johnson, se la ve radiante.

—Gracias —masculló Henriet nadando en su habitual vanidad.

Giró sobre sí para continuar el descenso, olvidando por completo la otra presencia femenina detrás de él, y su cuerpo chocó por completo con el de Vanessa. Los labios de la bostoniana se tensaron en una sonrisa tan forzada que apenas se percibían.

—Oh, lo siento, señorita... —dijo él evaluándola de la cabeza a los pies como una forma de...

¡Recordarla! ¿En serio no recordaba su nombre? ¡Que el cielo se abriera y la partiera en dos con un rayo!

—Cleveland —gruñó ella.

—¡Cierto! ¡Señorita Cleveland! —dijo él coronando el redescubrimiento de su nombre con una sonrisa que iluminó el día.

Si alguien observara la situación desde el afuera podría llegar a compararlos con luminarias, los dos brillaban, Lord Witthall por razones incomprensibles, propias de su cotidianidad; Vanessa por sobresaturación de ira. ¡Sin lugar a dudas, eran un dúo encantador!

Henriet sonrió, ella era justamente ese «alguien» que los observaba desde ese cercano «afuera».

—Si mal no recuerdo, Philip me ha dicho que ya han sido presentados...

—¡Sí! —respondieron al unísono sin quitar la mirada el uno del otro.

—En Sameville, la residencia de los Thomson —continúo Henriet dispuesta a mantener el hechizo entre ambos o a romperlo. No lo sabía. Bueno, en realidad los estaba poniendo a prueba.

—¡Sí! —volvieron a responder.

—Entonces las presentaciones están de más —finalizó.

—¡Sí!

Si se consideraba la repetición de ese monosílabo afirmativo como resultado de la prueba, Henriet tendría que catalogarla como superada. ¿Vanessa Cleveland sin palabras? ¡Alabado sean los cielos!

Y Vanessa quería abofetear al conde, borrarle la sonrisa del rostro con la fuerza de su palma. ¡No podía sonreír como si nada hubiese sucedido! ¿Cómo podía haber olvidado su nombre? ¿Cómo? Habían compartido un momento, era verdad, solo uno, pero había sido en nombre de la ciencia —era necesario recordarlo, muy necesario—, lo que lo hacía aún más importante como para olvidarlo.

Así como Witthall no requería de una pieza de relojería para adivinar el huso horario en el que se encontraba, tampoco necesitaba de gran interpretación para reconocer que acababa de encestar un golpe perfecto en el ego de la señorita americana. No había sido su intención, menos que menos había pretendido cruzarse en su camino. ¡Mal momento, William, mal momento! Se repitió en el silencio de su mente. Tendría que hallar una solución.

Con toda la fuerza de voluntad que poseía, y como último reto del día, se obligó a romper el contacto visual con ella. Estaba claro que Vanessa lo mantenía por pura competencia, no iba a ser la primera en ceder. Él estaba dispuesto a hacerlo por ella, aunque si le dieran a elegir, se quedaría ahí, prendido al intenso color café de sus ojos. Su mirada era una invitación directa al abismo, no había nadie lo suficientemente loco como para lanzarse a él. Eso había oído tras las bambalinas de la nobleza.

Para desgracia de la señorita Cleveland, «loco» era el segundo nombre de William.

—Ahora sí, debo marcharme... —puso fin haciéndose a un lado—, por favor, continúen con su camino.

Vanessa no respondió, no quería verlo, no quería saber nada más de él. ¡Es más, en ese instante, dictaminó que olvidaría para siempre aquel encuentro al amanecer... olvidaría todo, a él, su beso y su irresponsable forma de ser! ¡Porque lo era! Era un irresponsable, carente de sentido alguno, había oído hablar a otros lores de la pésima administración de sus tierras. ¡Vaya caja de sorpresas era el Conde!, pensó al verlo partir. Con razón continuaba soltero, nadie en su sano juicio entregaría a su hija a un demente irresoluto como él.

¡Nadie!

Era necesario repetir la expresión completa: Nadie... en su sano juicio.

Lo último descartaba, sin duda alguna, a Robert Cleveland, pero no a Sir Johnson. ¿Sir Johnson? ¿Qué demonio lo había poseído? ¡El mismo que había poseído a Lord Witthall al pedir su mano en matrimonio!

—¡No puedo creerlo! De mi padre ya nada me sorprende, pero de ti... ¡No! Me niego a creer que estés de acuerdo con esa locura. —Cuando perdía el control, el tuteo se le escapaba.

—Su petición no es una locura. —Sir Philip había asumido la responsabilidad de ser su tutor, y eso implicaba tomar decisiones, aunque ella estuviese en desacuerdo.

—¡Todo es una locura con Lord Witthall, tengo que recordarte cómo lo apodan!

Vanessa echaba chispas, su solo respiración quemaba y, cada vez que hablaba, una llamarada acompañaba a sus palabras. El matrimonio no estaba en sus planes, Lord Witthall tampoco, y la combinación le resultaba exasperante.

—De ti, Vanessa, puedo esperar muchas cosas, menos esa, desde cuando te importa la opinión ajena...

Johnson estaba en lo cierto, no estaba siendo objetiva por una simple razón, la desbordaban las emociones, y no estaba acostumbrada. No podía con ellas, perdía el eje de su pensamiento.

—En este caso no me valgo de la opinión ajena, tengo la propia, y me es suficiente para decir: no.

A Sir Johnson le dolía ser el brazo ejecutor de la sentencia de Vanessa, odiaría a Robert por ello hasta el último día de su vida.

—Lo siento... —murmuró Philip, tenía las manos cerradas en puño. Luchaba, él también contenía la furia, una que nada tenía que ver con Vanessa, sino con sus decisiones equivocadas, unas que se extendían como una plaga sin solución.

Vanessa consideró el «lo siento» como una victoria. Alzó el mentón satisfecha, decidida a dar por finalizada la incómoda conversación, dominaba a la perfección el arte de reconocer el instante propicio para la huida. Era preferible dejar a Sir Johnson a solas, en la tranquilidad de su despacho. Ella se refugiaría en su pequeño mundo...

—Lo siento... —repitió Johnson antes de que Vanessa pudiera cruzar el umbral de la puerta—. Si no es Witthall, otro será... solo demoras lo inevitable.

—¿Lo inevitable? —Ni siquiera pudo girar hacia él, en ese momento lo odiaba tanto o igual que a su padre. Debió imaginarlo, el lazo que unía a los hombres era más grande de lo que suponía, al fin de cuentas, Johnson se comportaba como una extensión de Cleveland—. ¿Forzarme a una vida que no deseo es inevitable?

Meses puliendo su temple, avivando el fuego apasionado de su mente, motivando a su corazón esquivo a batallar contra el peor enemigo: un mundo construido a base de segregación ¿Para qué? Para ser él su destructor, para arrasar con su espíritu sin piedad.

—¡Vanessa, tú no sabes lo que deseas! ¡Hoy, aquí, se termina el juego... es hora de enfrentar la realidad de tu vida!

¡Cómo se atrevía! La tempestad de años contenida en su pecho hizo su primer estallido, en un par de zancadas estuvo de nuevo ante el escritorio. Una vez más le arrancaban las alas, la limitaban a una vida sin vuelo. No, peor, la asesinaban ahí mismo, porque él, Sir Johnson, había sido su maestro, le había enseñado a desplegar sus alas dañadas, y ahora la derribaba de un hondazo.

—¡No, no, no! ¡No voy a permitirlo de nuevo! —Y el segundo estallido se sumó al primero, barrió con sus brazos parte del escritorio. Libros, papeles, pluma y tintero fueron a decorar el suelo—. Voy a escribirle una carta a mi padre... sí, eso voy a hacer. —Tenía que valerse de todo, inclusive de la escasa misericordia de su padre. Suplicaría... sí, suplicaría—. Entrará en razones.

Recogió el tintero y la pluma del piso, tomó una hoja de papel de carta que todavía reposaba indemne en el escritorio y, con mano temblorosa, hundió la pluma en el escaso líquido oscuro...

—No lo hará, Vanessa, ya no hay razones para él... entiéndelo —dijo interceptando su mano antes de que la pluma rozara el papel.

—Está enojado conmigo, lo sé... solo eso, enojado. Cuando regrese a casa...

—No regresarás a casa —finalizó él quitando los elementos de escritura de su mano—. Robert así lo ha solicitado.

—¡Mientes!

Segundos, en segundos la verdad de lo oído le partió en dos el corazón.

—¡Mientes! —repitió golpeando la madera del escritorio con sus puños.

Y golpeó otra vez... y otra. Sir Johnson intentó contenerla tomándola por los hombros. No había lágrimas en la muchacha, nada que indicara dolor alguno, pero el sentimiento abundaba en su corazón, en su alma, la hacía mutar.

—Este es tu hogar ahora —le susurró sin intenciones de ser consuelo, sino un paliativo.

—¿Hogar? ¡No, este es el mismo infierno vestido con los colores del paraíso!

Vanessa Cleveland, desde ese instante en adelante, se prometió no volver a creer.

Lo único que la vida podía darle eran decepciones y cadenas que la ataran hasta el fin de sus días. Odiaba a su padre, a Sir Johnson, al maldito mundo. Se odiaba a sí misma por haber nacido mujer en un mundo de hombres.

—No, no lo es, tienes que confiar en mí, Vanessa. —Johnson sentía cómo el hilo invisible que los unía se rompía. El dolor de la bostoniana era compartido en silencio por él.

—La confianza está sobrevalorada, Sir Johnson...

Esa fue su respuesta de despedida. No había nada más que decir, el veredicto había sido proclamado, quedaba apelar. Lo haría, encontraría la manera de hacerlo. Se aferraría con uñas y dientes a sus valores, no la doblegarían...

Al abandonar el despacho, se topó con el débil cuerpo de Henriet, la anciana mujer se tambaleó ante el inesperado impacto, y Vanessa apenas le brindó su asistencia. Estaba enceguecida por el dolor, por lo rabia y el desencanto.

Henriet alcanzó a oír el último intercambio de palabras entre ambos, el revuelo de la discusión la había llevado hasta ahí. Una mirada de desaprobación fue directa a su hijo.

—No me mires de esa manera, madre, no tuve otra alternativa.

—Sí, tenías y siempre tendrás otra alternativa, Philip.

Sir Johnson se aferraba al presente, porque el pasado era un arma peligrosa, una que no debía desenterrar. Su madre, sin embargo, abogaba por el derramamiento de sangre bajo la premisa de que las heridas, tarde o temprano, sanaban; mientras que el dolor, el dolor se hacía crónico, y nos transformaba. Estaba en lo cierto.

—¿Acaso quieres perderla? —Henriet no tuvo que responder, la expresión en su rostro habló por sí sola—. Perfecto, yo tampoco... ponte en mi posición.

—Lo hago, por eso no puedo evitar preguntarme: ¿Qué lugar ocupa Lord Witthall en todo esto?

—¿Tiempo? —Dios, ni siquiera él lo sabía. Se sentía atado de manos y pies cuando de Vanessa se trataba.

—¿Me lo dices o me lo preguntas?

—No lo sé...

—¡Vaya! Eso se reduce a una sola cosa entonces: estás en problemas.

—Así es, siempre le aciertas en todo, madre, y por eso necesito de tu ayuda.

***

Las lágrimas no servían de nada. Al igual que los abrazos o las palabras cariñosas. Lo único que le interesaba era la verdad, era saber que no podía confiar en nadie y que eso incluía a Sir Johnson.

Se sentía devastada. No lo demostraba.

En su relación con Robert Cleveland nunca halló la figura paterna, y llevaba una vida buscándola. Un par de meses con los Johnson le bastó para desarrollar esos lazos con ellos. Unos lazos que ahora se rompían por el engaño. Quiso culpar a su padre a la distancia, quiso hacerlo, no pudo. Philip había sido cómplice y Vanessa se preguntó cómo pudo ser tan idiota de no verlo. ¿Acaso no eran amigos Johnson y su padre? ¿Acaso no eran tan cercanos que Cleveland le había dado la tutela al catedrático británico? Debió de suponer que estaban cortados por la misma tijera.

Se lamentaba por los hechos, y más se lamentaba por su estupidez, por su ingenuidad. No iba a llorar, lo que iba a hacer era recomponerse y salir de allí más fuerte que antes. Más fría, más distante, más…

Un golpe en la puerta interrumpió su diatriba mental, también su ir y venir por la habitación. Había buscado los baúles y maletas, dispuesta a hacerlas para marcharse sin importarle las palabras de su padre. Ese hombre no la limitaría más, no le quitaría sus raíces en Boston.

—Vanessa, querida. —La voz de Henriet hizo eco en la habitación. No le había dado permiso a entrar. De todos modos, no la pudo echar. Era cierto el cariño que esa mujer le había despertado, y aunque el enojo fuera muy fuerte, no lograba borrar del todo los demás afectos. Al contrario, los intensificaba. Por eso dolía más, dolía mucho la traición de esa mujer que fue la única guía femenina en su vida desde que su madre murió—. ¿Qué estás haciendo?

—Empaco, Henriet. Me marcho con Amy.

—Pero…

—¿Pero si mi padre no me quiere? Ya lo sé, no me importa. Boston es mi lugar, lo intentaré sola.

—Vanessa…

—¡No me he rendido!

—Por favor, querida, no te enfades con nosotros. Queremos lo mejor para ti y… —Henriet se valía de su salud para dar un poco de pena, para romper el muro de contención de Vanessa. Sin embargo, pronto comprendió que la estrategia debía ser la opuesta, tenía que permitirle que se quebrara, que dejara salir el dolor. Por lo que, como un eximio jinete, cambió el rumbo de la carrera hacia otra dirección—. ¿No decías tú que cuando queremos a alguien no deseamos que sufra? ¿Que incluso podemos tensar los hilos un poco aquí, otro poco allí? ¿No fue eso lo que dijiste cuando corriste ese rumor sobre… sí, sobre Lady Bridport?

—¡Oh, mis propias palabras! —rio con sarcasmo—. Sabes que no es lo mismo. Lo sabes… ella estaba atrapada en su orgullo y… —La sonrisa de Henriet la puso de peor humor—. No sé para qué me esfuerzo en explicar, no lo haré. No estoy tan enojada con ustedes como conmigo misma, por creer en ustedes. Me marcho —sentenció.

—Ese es el problema, te enojas contigo cada vez que alguien intenta acercarse.

—Es la experiencia…

—Vanessa… —Henriet tomó asiento en la cama de la muchacha y de manera mecánica se dispuso a acomodar las prendas que Cleveland sacaba del armario y arrojaba allí. Robert no había escatimado gastos en la belleza de su hija, era lo único que deseaba que desarrollara. Había querido que su Vanessa se convirtiera en una muñeca de porcelana, en un adorno para el brazo de un caballero. Había fallado de manera estrepitosa—. Sabes que no quiero ir en contra de tus deseos, por lo que te pido que me los expliques. En un momento crees que ayudar a tus afectos es algo bueno, luego que es algo malo. Te lamentas que nadie te aprecia, y te enfadas cuando lo hacemos.

—¡Me engañaron! Los oí, los oí cuando conversaban en la biblioteca. ¡Sabías de esto!

—Sí, lo sabíamos desde el inicio. Creo que lo sabíamos desde antes de que sucediera. Nos llegaban misivas de América… sobre los detalles de…

—De mi comportamiento díscolo —completó la muchacha. Y al fin, se rindió sobre el colchón—. Solo quería demostrar que podía, Henriet. No pensaba seguir con la mentira por siempre…

—Ese fue el problema, querida, que cuando la mentira cayó los dejaste a todos como idiotas. ¿Y sabes qué no soportan los intelectuales del mundo? Quedar como idiotas.

—Entonces, que no lo sean —espetó—, pues pensar que una mujer solo por ser mujer no puede estudiar… —Se silenció por un momento. Solo los ruidos ahogados de algunos carruajes rompían la armonía del lugar—. Pensé que me perdonaría —se lamentó—, pensé que se le pasaría el enfado y me perdonaría.

Los ojos de Vanessa se cristalizaron por las lágrimas no derramadas. No soportaba haberle fallado una vez más a su padre. ¿Cuántas veces había escuchado de los labios de Robert que ella era una decepción? Miles, y cada día se esforzaba más, para fracasar y fracasar.

Intentó ser mejor que todos, sin sospechar que eso era lo que la arrojaba a la marginalidad. Había estudiado con más ahínco que los demás Cleveland, que sus primos y tíos. Se había abocado a más de un tema, leído infinidad de libros, experimentado con varios asuntos, escrito cientos de artículos… todo eso antes de llegar a los dieciocho.

El año anterior había sido la gota que derramó el vaso. Para empezar, su primo, Robert II —porque todos los primeros hombres de la familia repetían el nombre Robert— había escrito un artículo sobre el comportamiento de los nativos Cherokee que había resultado un desastre. La comunidad científica había derribado cada punto de ese bestial estudio y había catalogado a Robert II de un niño ignorante que jugaba con el prestigio del apellido familiar; eso había llevado a Vanessa a querer reivindicar el apellido, por lo que, tras meses de exhaustivo trabajo, presentó bajo pseudónimo la verdadera labor sobre el trato a los nativos americanos y el impacto social de la marginalidad.

Lo que no tuvo en cuenta fue que el secreto sobre la identidad de la autora saliera a la luz, y en lugar de limpiar el nombre familiar, lo embarró aún más. Por último, pese a todo, Robert II entró en Harvard gracias a las puertas que ser un Cleveland abrían en Boston, y ese giro terminó por golpear el pecho de Vanessa.

No lo pensó, y en esos instantes, mientras acomodaba los pliegues de la falda que empacaría para regresar, tuvo que dar la razón a su padre. Se había excedido, había puesto su nombre en boca de toda la ciudad y no para bien. Nadie hablaba de la joven señorita Cleveland capaz de escribir un gran informe antropológico ni que había pasado el examen de ingreso de Harvard como becada. No. Todos hablaban de la osada y desvergonzada señorita Cleveland que había falsificado documentos para hacerse pasar por hombre, vistió prendas masculinas y se burló de todos los directivos de la universidad más prestigiosa del país.

Logró el cometido de ser la mejor Cleveland, el problema era que su cerebro había llegado en la cabeza de una mujer, y eso, para la rígida sociedad en la que vivían, era inaudito.

—Ya lo sabes, sabes que no lo hizo ni piensa. No te perdonará, Vanessa —le dijo Henriet, al tiempo que doblaba una prenda. Lo hacía para ocupar sus manos, pues no tenía intenciones de dejarla marchar—. Porque no puede permitir que tú seas la mejor Cleveland. No estuve de acuerdo con mi hijo en ocultarte esto, pero acepté su palabra de que lo hacía por tu bien. Comienzo a sospechar que, por desgracia, lo hacía por su propio bien.

—Ahora ya lo sé —dijo con amargura.

—Sabes una parte, sí. Y la verdad es buena para poder elegir nuestro camino. Sabes que Robert Cleveland te subió a un buque preso de una furia que nace de la envidia…

—¡Henriet! —La reprendió. Hablaban de su padre, de… quiso encontrarle una arista buena, un recuerdo noble con el cual defenderlo como el lazo de sangre demandaba. No lo consiguió, era su familia, era el único miembro que quedaba vivo y era incapaz de hallar el argumento para rebatir a la señora Johnson.

—Sabes que tengo razón. Quisiste ganar su admiración, demostrar tu valía, y aunque en él no haya tenido el efecto que buscabas, sí lo tuvo en nosotros, Vanessa. ¿Por qué piensas que Philip te puso en contacto de inmediato con Patinson?

—Si me respeta, ¿por qué me mintió?

—Tienes dos opciones, Vanessa, o preguntárselo de frente y prepararte para una batalla verbal con uno de los catedráticos más importantes de Inglaterra, o…

—¿O?

—O descubrirlo por tus propios medios. En ambos casos, demostrarás que eres más lista que él, ya sea por ganarle en una discusión de igual a igual como por desbarajustar sus planes.

—Estás jugando sucio —se quejó Vanessa al comprender lo que Henriet hacía: lanzarle un desafío imposible de resistir.

—Nunca prometí lo contrario. Yo sí hablaré con franqueza. Quiero que te quedes en Inglaterra, me agrada tu compañía, y siento que estas tierras te pueden dar lo que no pudieron darte aquellas.

—¿Y si no me casara? ¿y si me niego al cortejo de Lord Witthall?

—Aun así, te querría aquí, como una amarga solterona sabelotodo que se burla de los nobles. Aunque me temo que eso te sacaría canas tempranas y en tu cabello negro se van a revelar demasiado rápido. —Vanessa no pudo más que reír, una risa que limpiaba parte del dolor y la decepción—. Dicho esto…

—No has terminado de manipularme. Comienzo a sospechar que es cierto lo que dices de estas tierras, aquí haré un estudio profundo sobre la manipulación…

—¡Por supuesto! Es a lo que nos dedicamos. Ven —la instó a ponerse de pie y dejar la lúgubre habitación que recordaba en su desorden lo cerca que habían estado de perder a la señorita Cleveland.

—¿A dónde?

—A tomar el té, ¿dónde más? Mientras la doncella ordena este caos. La hora del té es el único descanso que nos tomamos los británicos en la tarea de salirnos con la nuestra…

Vanessa le regaló una carcajada cínica, compartida por Henriet.

—El té es solo una excusa para hacerlo con el estómago lleno —rebatió ella.

—Sí que has llegado a conocernos. —Henriet avanzó hasta su salón personal, una habitación que daba al jardín interior y por el que se colaba apenas un poco de luz. Siempre estaba más caldeado que el resto de las habitaciones y, al igual que las demás, estaba plagada de libros. Solo que Henriet tenía una afición por las novelas de folletines y las románticas.

La mujer ordenó el té y lo acompañaron de un budín de frutos secos y glasé que otorgaba las calorías necesarias para superar las bajas temperaturas. También ayudaba con su dulzura a reanimar el espíritu de ambas tras una charla amarga.

—Vanessa, incluso si desearas marcharte, regresar a Boston y enfrentar al señor Cleveland… —Henriet hizo una pausa, pues la idea le dolía, y como había decidido ser honesta en cuanto a sentimientos, dejó traslucir su pesar. De todos modos, solo en sentimientos sería franca, porque en intenciones le quedaba un as más debajo de la manga—, incluso así deberás esperar unos meses, los peores en Londres.

—¿A dónde quieres llegar?

—A que es muy aburrido aquí, sin la temporada de fiestas y reuniones. Y tus amigas tienen sus obligaciones y… No lo sé, pensé que una muchacha como tú, sin distracciones… no es bueno para tu salud.

—Oh, ya veo, con que el té es el descanso ¿eh? —dijo y sorbió de la infusión.

—Es una propuesta de cortejo, no tienes por qué aceptar. Solo digo que pasar el tiempo con un hombre al que todos llaman loco es, al menos, estimulante ¿no lo crees?

—¡No!

—Además —continuó la anciana con una sonrisa que se apuró a esconder tras el ribete dorado de la taza—, es evidente que logra desquiciarte.

—Henriet, ¿a quién no desquicia Lord Witthall? ¡Habla de duendes! Atraviesa lagos sin utilizar los puentes y… —Y besa de un modo que te hace olvidar de todo, quiso agregar. En cambio, se llenó la boca de budín para silenciarse.

—Lo de los lagos no lo he visto. —El rubor se apoderó de las mejillas de la señorita Cleveland—. ¡Oh, vamos!, será divertido. Ya has escrito sobre todas las señoritas americanas, ya has analizado a los Thomson y a los Richmond…

—Dilo —exigió Vanessa—, dilo sin rodeos.

—Pienso que aceptar el cortejo de Lord Witthall puede ser un desafío intelectual para ti, puedes estudiar su comportamiento irracional, entender cómo se maneja en sociedad… y, de paso, matar el aburrimiento del invierno británico.

—No hablas de romance… —se aseguró la joven, a quien la idea de volver a generar un vínculo afectivo tras tantos engaños le resultaba abrumador.

—¡No, por supuesto que no! Romance con el conde Loco… ¡Ja! —Henriet la atravesaba con la mirada, en ese momento, Vanessa pudo asegurar que tenían los mismos ojos, casi negros, penetrantes y perspicaces—. Hablo de estudio.

—De ciencia… —musitó ella. Y Henriet sonrió.

Sí, caviló Vanessa, ciencia. Recordaba su «estudio» anterior. Sin duda la ciencia junto a William Witthall era más que interesante… y tentadora. Y le daba algunas excusas para explorar asuntos que habían quedado en el tintero. ¡No!, no eso de besarlo, claro que no… ¿O sí?

Y mientras la mente de Vanessa viajaba a los días cálidos de Sameville y a un momento de demencia compartida, Henriet brindaba con su taza de té. Oh, las cuatro de la tarde era la hora de las brujas en Inglaterra.

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