Vanessa

Vanessa


Capítulo 3

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Capítulo 3

Philip y Henriet se debatían en cuál era el mejor escenario para enfrentar a esos dos. ¿Un paseo en el parque? No, lo más probable era que no compartieran ni una palabra. ¿Un té?, demasiado breve para que pudieran conocerse. La ausencia de bailes y veladas debido a las bajas temperaturas acortaba las posibilidades. Por fin, se decantaron en una cena informal. Invitarían al conde como tantas veces en el pasado, cuando solo era un alumno más de Cambridge que gustaba de charlas amenas con un reconocido profesor.

Vanessa se evadía en el estudio y en el desarrollo de algunos artículos más. Tras firmar varios como el Doctor C, tenía la intención de que su pseudónimo saltara de los folletines para dama a las entregas de ciencia para caballeros. Patinson solía renegar de que eso era demasiado peligroso, que su identidad podía ponerse en jaque, pero la señorita Cleveland estaba decidida.

¿De qué valía su buen nombre? Había intentado limpiarlo en ese viaje con el único fin de ganarse el perdón de su padre, como eso no ocurriría, de nada servía ser cautelosa. Su ambición era que al fin se la reconociera, y aunque no fuera por su verdadero nombre, ella sabría la verdad. Con eso bastaba.

Patinson se propuso mover los hilos y asegurarse de los pagos. Las notas para Lady and society eran bien remuneradas, y creía que sería capaz de conseguir duplicarlo de lograr una publicación oficial.

Ojalá eso la ayudara a pensar en algo más que en los secretos de Sir Johnson y en la inminente llegada de William Witthall. El conde la desconcertaba como nadie antes, en su mirada brillaba la inteligencia y en su comportamiento, la demencia. Era un rompecabezas que la tentaba a descifrarlo, que la desafiaba y la llamaba. ¿Por qué se alejaba entonces? ¿Por qué no podía verlo como Henriet, como un entretenimiento?

La respuesta estaba oculta allí donde ella la había enterrado: porque le asustaba. El beso la había trastocado, no esperó sentir en sus labios esa corriente, esa tentación de ir más lejos de lo apropiado. A veces, cuando lo pensaba, imaginaba sus ojos castaños rodeados de espesas pestañas, el hoyuelo de su mentón y sentía el calor de la palma del hombre en la nuca, como si la hubiera marcado a fuego allí, en el único rincón de piel que había tocado.

No quería sentir atracción por ningún hombre, menos que menos, por ese loco que hablaba de duendes y espantaba a la gente con conversaciones sobre arte griego. Recordar cómo se había deshecho de los nobles para darle espacio a Cameron y Sean la hizo sonreír a su pesar, y le hizo cavilar la posibilidad de que ser demente era mucho más fructífero que ser arisca. Al parecer, conseguía su cometido con mayor éxito, el de espantar a las personas.

La cena se presentaba como una buena oportunidad para conocerlo más a fondo, para estudiarlo científicamente. ¡Oh, Henriet, eres más peligrosa que yo! La mujer se salió con la suya, sembró en ella la semilla de la curiosidad. Y la curiosidad y el saber eran hermanos.

Vanessa estaba algo agotada, las emociones la superaban, sobre todo porque ella no era de darle rienda suelta. Y negar todo el tiempo lo que le sucedía, luchar contra esas sensaciones de apremio, era una tarea que requería de todas sus fuerzas. Por ese motivo, cuando Melanie, la doncella, golpeó dispuesta a prepararla para la noche, la joven Cleveland decidió no analizar el porqué de la elección de vestuario.

—Este —dijo sin más, tomando un vestido de noche color crema con detalles en piel gris y algunos bordados de plata. Era el más bonito de su guardarropa, y usó de justificativo que a la vez era el más abrigado.

—Excelente elección, si me permite… creo que un tocado sencillo resaltará más la belleza del vestido.

—Lo dejo en tus manos, no sé mucho de moda. —¡Y un demonio!, claro que sabía de moda, sabía de todo, y los años entre personas influyentes de América la había dotado de un excelente gusto. No era vulgar como los que querían ostentar, ni aburrida como los más conservadores. Era atractiva, inteligente y elegante, y solo su actitud la llevaba a agriar el cuadro.

Melanie estaba entusiasmada por la tarea, pocas veces Vanessa le permitía utilizar su talento para realzar los atributos, tan ensimismada por pasar desapercibida o, incluso, desmerecerse. Esa noche era la oportunidad de reivindicarse, y si la joven regresaba a Boston, ella podría marcharse del techo de los Johnson con una halagüeña carta de recomendación.

Ajustó las cintas del corsé con esmero para delimitar la ya estrecha figura de la muchacha, sin excederse de modo de que su rictus no se viera afectado por la asfixia. Los senos de Vanessa quedaron elevados, mostrando el nacimiento como una promesa de delicias. El vestido no era acampanado, ni lleno de volados. Se trataba de un corte romano, ajustado a la moda victoriana. Con mangas largas pero finas, que se aferraban a los brazos, y un escote bajo disimulado por la piel gris que la abrigaba. Un collar quedaría demasiado cargado en el delgado cuello de la joven, por lo que optaron por un par de pendientes largos y nada más. El cabello fue llevado hacia la coronilla en un moño sencillo que dejaba suelto apenas algunos mechones para enmarcar el rostro de ángulos definidos, de pómulos altos, boca ancha y llena, nariz pequeña y ojos almendrados.

Estuvo lista en el mismo instante en que la campañilla de ingreso sonaba y Lord Witthall era anunciado. Las mariposas en el estómago de Vanessa fueron confundidas con hambre, y así, mientras el mayordomo recibía de William el sombrero y el abrigo, la joven Cleveland descendió por las escaleras hasta quedar frente a frente con su invitado.

En ese segundo, pareció que el mundo se detenía y que solo estaban ellos dos, atrapados en un divertido recuerdo de verano. Vanessa quería romper el embrujo, pero se sentía incapaz. Si se acercaba a él sería peor, si se quedaba ahí demostraba el impacto y si huía probaría que, en el fondo, le temía.

Sus miradas quedaron unidas, y ella quiso creer que provocaba en él el mismo efecto. No entendía sus motivaciones, era capaz de desenredar los hilos mentales de los demás, y nunca los suyos. No quería admitir que se sentía ofendida, porque eso era asumir que William le despertaba emociones. Algo que apenas si lograban sus allegados, jamás un completo extraño.

Sin embargo, la ofensa estaba. La ofensa ante el olvido de su nombre, o el simulacro de tal descuido. La ofensa ante la petición de matrimonio directo a su tutor, sin preguntarle a ella, como si fuera un objeto de intercambio. La ofensa ante el despertar de cosquilleos en su cuerpo, sin que ella le hubiera otorgado tal derecho.

—Milord, ¡qué alegría! Pase, pase… —La voz de Sir Johnson cumplió la función de romper el encantamiento, y la sonrisa casi satisfecha y victoriosa que le brindó al verla paralizada en el descanso de las escaleras terminó por convencer a Vanessa de que no eran mariposas lo que sentía en el estómago, sino la más profunda ira—. Vanessa, querida, estás radiante. ¿No lo cree así, milord?

—Sin duda, favorecedor —comentó de manera escueta, desestimando el esfuerzo de la doncella y de la misma señorita Cleveland. La muchacha se sintió aún más ridícula cuando terminó de presentarse en el salón principal donde aguardarían con algunas bebidas a que anunciaran la cena.

William tenía un modo extraño de llevar un cortejo. Y aunque la agresividad de Lord Bridport en la caza de Miranda le había parecido excesiva, en esos momentos Vanessa pensó que lo prefería antes que el comportamiento demente del conde. ¿Cómo esperaba que ella aceptara la propuesta si no hacía más que ignorarla?

Se acomodó en un sofá individual, cerca de donde Henriet descansaba con una pequeña copa de licor, y se sumió en el silencio a rumiar el malestar de manera mental. Tan concentrada en su enojo estaba que fue incapaz de dilucidar el verdadero efecto que tenía en Lord Witthall.

El conde debatía con atención dividida sobre la última propuesta de Richmond en la cámara de lores. El tema de la contaminación del aire en las inmediaciones de Londres parecía ser un tópico que los nobles no querían tratar. Siempre que la contrapartida del progreso recayera en los pobres, no sería un tema central para los ricos. De todos modos, William era lo suficientemente humanista como para entender que algo debía hacerse, y las propuestas del marqués parecían lógicas. Al igual que en el pasado, no podía mostrar su apoyo de manera directa, o el rumor de locura que lo rodeaba alcanzaría Lord Shropshire y con ello, les daría motivos a los opositores. En cambio… si volvía a jugar a ser opositor…

Intentó que su mente pudiera completar su plan demencial en torno a la proposición, por desgracia, la muy maldita estaba demasiado concentrada en la señorita Cleveland. En su ceño fruncido, en el rictus que tensaba sus labios, en las curvas que se lucían debajo de la pesada tela de su vestido y en la suavidad de la piel que lo llamaba. Quería que fuera su esposa, no recordaba anhelar tanto algo en años. De hecho, hacía décadas que los deseos para él eran asuntos vedados. Todos ellos. Hasta un amanecer de primavera, un beso robado que le recordó de qué estaban hechos los sueños.

De obstáculos, sin duda.

Otra muchacha hubiera accedido ante el título de conde, y no cualquiera, uno de los más antiguos de Inglaterra. También ante el atractivo del portador de dicho título, que no era un vejestorio, sino un apuesto joven próximo a la treintena. Otra muchacha… no Vanessa, no la que él quería. A ella debía darle algo más que apariencias y reliquias empolvadas.

—La cena está lista —anunciaron y los cuatro se pusieron de pie para ir al salón comedor.

Ante la disputa entre el protocolo del anfitrión y el del rango, la primera muestra de excentricismo de la noche tuvo lugar frente a la disposición de platos que dejaban al conde en la cabecera de la mesa.

—No es necesario —insistió William, cohibido. Vanessa lo observó de soslayo, desde su lugar a la izquierda de Witthall.

—Por favor —insistió Sir Johnson—, esta noche es nuestro invitado de honor.

El conde comenzaba a incomodarse, y la demostración fue tan evidente que Vanessa maldijo el retorcijón en el estómago que eso le produjo. Las mejillas del hombre se tiñeron de escarlata, y su cuerpo alto y esbelto se volvió pesado y torpe. Podía observarse en él la falta de práctica en temas sociales y el deseo de huir que la situación le despertaba.

—Eh, sí… gracias… —La tensión crecía, al tiempo que el conde no se decidía. La señorita Cleveland se apiadó de él, a su modo.

—Oh, vamos, no sé para qué hacemos tanto alboroto. Ni que uno, tan solo uno, de los aquí presentes estuviera tan cuerdo como para seguir las normas.

Sir Johnson quiso reprenderla por su muestra de desfachatez, fue acallado por un codazo para nada sutil de su madre. Como el lado derecho estaba ocupado por los Johnson, solo quedaba situar al hombre junto a ella. Sin más dilataciones, comenzó a reacomodar los platos y varios cubiertos, las dos copas y las servilletas en la nueva ubicación, hasta que una de las sirvientas, horrorizada ante lo que veía, se apuró a reemplazarla en la tarea.

—Listo —sentenció Vanessa con satisfacción—, los dementes de la mesa redonda. ¿Empezamos?

La luminosa sonrisa que le brindó William quitó lo incómodo del momento, y fue la bandera que marcaba el inicio de la velada.

—Claro que sí. Muchas gracias —susurró solo para ella, y Vanessa simuló restarle importancia con un gesto. Lo cierto era que no había contado con la cercanía del hombre ni con el efecto que tendría en ella la sincera sonrisa.

Un beso no podía bastar como prueba, se dijo mientras traían la sopa como primer plato, un solo experimento… podía ser fallido. Debía de repetirlo si quería conseguir una conclusión confiable. Ciencia, se repitió con la vista puesta en Henriet, ciencia e investigación. Eso era lo que la carcomía, le sensibilizaba la piel, la electrizaba y tentaba. Tenía que ser eso.

—Dígame, milord —interrumpió Henriet ya en el segundo plato. La mujer comenzaba a preocuparse por el mutismo de la pupila de su hijo y se inquietaba ante un posible fracaso. Philip y William habían debatido historia, arte, filosofía, política y hasta mecánica, sin que nada de eso despertara el interés de Vanessa… o su apetito. El plato se iba intacto y llegaba uno que parecía compartir el mismo destino—, tengo entendido que en el pasado solía componer unos bellos poemas. Que sus letras han conquistado infinidad de corazones…

La risa de William, divertida, hizo que la joven Cleveland mascara la ración de pato que estaba frente a ella.

—Eso ha sido siempre un juego, algo de rebeldía juvenil, no más.

—¿Rebeldía? —Vanessa se atrevió a mostrar interés. Ella conocía muy bien de actos rebeldes, y Sir Johnson comenzó a sudar pese a las bajas temperaturas. Sabía que se estaba jugando una muy grande con esos dos, no deseaba que nada saliera mal.

—Sí, es… —William dejó la servilleta en su regazo y se giró hacia ella para brindarle su total atención. También una magnífica vista de sus labios y de esa mandíbula definida que comenzaba a mostrar los indicios de barba. Estaba segura de que solo alcanzaba un día para que el vello facial cubriera por completo esa zona de su rostro—. Me temo que solo intentaba ser un quebradero de cabeza para mi padre, sin que eso trajera consecuencias en personas que nada tenían que ver. Me pareció que los poemas cumplían esa función… era joven, señorita Cleveland.

—Ni que ahora fuera viejo —musitó la joven, sin poder contenerse, y se mordió para castigarse por idiota. ¡Cómo iba a decir eso!, temía alzar la mirada hacia los Johnson y ver en ellos sus gestos de reprobación. Aunque, pensó con cierta esperanza, si los avergonzaba a ellos también, entonces la dejarían marchar sin más.

Si hubiese comprobado en lugar de especular, hubiera visto que la mandíbula de Johnson caía presa de la gravedad, mientras que Henriet estaba a punto de aplaudir presa de un arrebato de dicha. Y si bien la anciana quería concretar esa unión, que esos dos se besaran con el fuego que mostraban en sus miradas, allí, como si no hubiese testigos, era por demás inapropiado. Por lo que intervino con una nueva indagación:

—¿Escribir sobre el amor era un acto de rebeldía?

—¡Oh, no! —contradijo divertido, y Vanessa largó el aire cuando no tuvo los ojos del hombre sobre ella—, cobrarlos, venderlos. Hacer una tarea «burguesa» —remarcó—. Mi padre tenía una idea algo… conservadora sobre las tareas de un conde.

—Entonces, si era por algo tan básico como el dinero —prosiguió Henriet, con la vista clavada en la muchacha en lugar de su interlocutor—, ¿cómo conseguía inspirarse? Permítame decirle que tuve el gusto de leer uno, y fue magnífico. Tanto que no tuve el corazón de decirle a mi buena amiga que su marido no lo había escrito.

Vanessa se mordió la lengua para impedir que de ella brotara el entusiasmo por leer la prosa del conde Loco. Para estudio, claro. ¡Ciencia, Vanessa, ciencia!, oh, ese día estaba más olvidadiza que la señora Johnson.

—Mal me temo que mintiendo, inventando y tergiversando las palabras —confesó el falso poeta—, verá, señora Johnson…

—Henriet —lo corrigió, invitándolo al tuteo, con la esperanza de que esa confianza fuera la puerta que le diera ingreso a la familia.

—Henriet… verá, muchas veces deseamos la ilusión del amor, del amor romántico, ya me entiende. —En esa ocasión, fue la señorita Cleveland la que se giró para contemplarlo con plena atención—. Es fácil vender esa idea, pues es perfecta, exacta, es casi… matemática. Y uno puede escribir versos y versos hablando del sacrificio, del amor después de la muerte, de la desesperación ante la ausencia del otro…

—¿Y no se supone que eso es el amor romántico? —se atrevió a indagar Vanessa, olvidando que se adentraba en un tema peligroso de tratar con William. La última vez habían zanjado el asunto con un beso que hasta ese día la asaltaba en sueños.

—Usted misma lo dice, señorita Cleveland, se supone. Pero no siempre lo es, y uno no pone en un poema con el que quiere ganar algunos peniques que el amor a veces es egoísta, que no siempre se trata de altruismo. Que, si no lo domamos, de alguna manera, puede volverse un arma de doble filo, una que lastima a quien ama y a quienes amamos. Que no solo es ciego a las infidelidades y a los defectos, que nos enceguece de nuestros errores o que nos convence de los ajenos… El amor es algo bello pero imperfecto… Es…

—Como el arte —completó ella.

—Y cuando al fin se eleva por sobre lo mundano, por sobre lo que se supone que debe ser, para ser lo que en realidad es, entonces comprendemos que estuvimos observándolo como hacían los hombres con el Universo antes de Galileo, desde un punto de referencia falso, subjetivo, egocentrista…

—Ciencia —susurró ella, ya sin ánimo de rebatir. Bajó la vista al plato y simuló comer, a la espera de que a su alrededor cambiaran de tema.

Lo sabía, en ese momento se ponía en evidencia. William Witthall era ese quien le había hablado de amor a Johnson. El origen de esas palabras que a ella la habían atormentado y llevado al alba a su encuentro. La vergüenza le teñía las mejillas y quería volverse ira. William sabía de qué hablaba esa mañana, se había reconocido en su propia conclusión, ¡y ella le había reclamado un beso!

El postre llegó, y con él la determinación de poner fin no solo a la velada sino también al cortejo. No permitiría que Henriet, Sir Johnson y Witthall jugaran a ese macabro juego.

—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó William en un murmullo.

—Sí, perfectamente. Es más, por fin hallo la respuesta…

—¿A qué?

—A quién de los dos está más loco. No necesitamos duendes o patos…

—¿Y cuál es el veredicto?

—Usted, por supuesto. Al fin de cuentas cree en los duendes, y la diatriba del amor con la que yo creía desquiciarme en realidad es de su autoría. Así que… si me permite. Si me permiten —dijo en esa ocasión en dirección a todos—, me gustaría retirarme a descansar. Fue un día agotador.

Debía esperar a la aprobación, por pura cortesía. Si no se la daban, se marcharía sin ella. No quería soportar un segundo más de ese falso espectáculo.

—Por supuesto, querida —concedió Henriet.

—Si no es mucha molestia —intervino William antes de darle el éxito deseado—, me gustaría conversar con usted. Le prometo que no será más de un par de minutos.

Se sintió acorralada, y no le agradó en lo absoluto. Claro que, si se retiraba de la mesa, le daba la invitación a Witthall de hacerlo con ella. Y un par de minutos no se le negaba a nadie. Decidió que los aprovecharía para dar su respuesta definitiva.

—Bien, claro. Si no le molesta que sea con un té en la biblioteca… —sugirió—, creo que empieza a dolerme la cabeza.

Witthall miró derredor, solicitando el permiso, y Johnson asintió al tiempo que Henriet se ponía de pie para cumplir la función de carabina. Fueron conducidos a la biblioteca, la habitación más extensa de la casa, y mientras la anciana se acomodaba en el sofá cerca del hogar, la pareja se distanció un par de metros para contar con la intimidad necesaria.

Una vez a solas, las palabras se hicieron aire. A ambos los asaltaba el recuerdo del único momento compartido, y el modo inocente, y a la vez trascendental, en que los había afectado. Vanessa era incapaz de no sentirse tentada por esos labios y eso acrecentaba el sentimiento de burla, de saberse en desventaja. Por eso, cuando Witthall comenzó el discurso con esa misma premisa, le fue imposible interrumpirlo pese a desear poner fin al asunto con premura.

—Creo que he sido deshonesto con usted, señorita Cleveland.

—Yo creo lo mismo —replicó de mal modo, y cruzó los brazos en un porte molesto. Ojalá no lo hubiera hecho, porque los ojos de William bajaron por el escote como si de allí lo llamaran, y el impulso le costó una mirada de puro fuego infernal en los ojos café de Vanessa.

—Conozco sus intenciones de volver a Boston y proseguir con sus estudios. Sir Johnson me lo ha confesado cuando hablé con él sobre este asunto…

—Tendría que haber hablado conmigo…

—Ya tenía su respuesta. ¿O acaso hubiese recibido algo distinto a un no?

—Ni lo recibirá, milord. Mi respuesta a su propuesta no hecha correctamente es no —rectificó la joven.

—Antes, permítame expresarme, porque creo que nos estamos malinterpretando.

—¿Ah, sí? —El sarcasmo inundó el ambiente.

—Sí. Como dije, conozco sus intenciones y motivos, y entiendo el porqué de su respuesta, pero le contaré mis razones… —Tomó aire antes de proseguir, y Vanessa se deleitó un poco ante el nerviosismo. Lamentó haber salido a su rescate durante la cena, tendría que haberlo dejado sufrir el rol de conde y ampararse en los protocolos que tan incómodo lo ponían—. Si bien poseo uno de los títulos más prestigiosos, estoy en la bancarrota —confesó.

—Escuché eso, pero bueno, también escuché que cree en duendes. No suelo hacer caso de los rumores.

—Ambos son ciertos —intentó bromear—. En definitiva, necesito casarme y necesito dinero. Y usted cumple ambos requisitos.

—Muy halagador, milord. Perdón si no me sonrojo y sufro un vahído, es que el invierno me quita las ganas de caer al piso. —Apretó los dientes ante la furia, y más aún cuando William, en lugar de sentirse tocado, continuó con su para nada romántica propuesta.

—Desde hace unos meses —explicó sin especificar que era desde el beso en casa de los Thomson—, que he pensado mucho el asunto, y he llegado a la conclusión de que sí existe algo que le puedo ofrecer a cambio de casarse, que es algo que no quiere hacer, con un noble británico, que la obliga a vivir en Inglaterra, y encima a medio fundir.

—¿Sí? —se mosqueó la muchacha—, ¡con lo alentador que lo hace sonar! No se me ocurren más motivos.

William se puso de rodillas ante ella, sacó una alianza familiar y la presentó como una ofrenda.

—Señorita Vanessa Cleveland, ¿acepta ser el onceavo conde de Dorset?

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