Vanessa

Vanessa


Capítulo 4

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Capítulo 4

Lord Witthall se merecía un aplauso popular por la propuesta matrimonial más desquiciada de todos los tiempos. ¿Conde de Dorset?

La respuesta más apropiada hubiese sido apelar a su tan reconocida locura, pero Vanessa estaba hasta la coronilla de esa redundancia, debía de explorar otros territorios con nuevos adjetivos, porque intuía que iba a necesitarlos a todos.

Tal vez era embriaguez. No, lo descartó, el hombre apenas había tocado su copa de vino. ¿Intoxicación alimentaria? No, de ser así todos sucumbirían al mismo delirio, y Vanessa seguía aferrada a su cordura. ¿Otro tipo de intoxicación? Había leído sobre los efectos de determinadas plantas y flores, algunas hasta podrían llegar a ocasionar alucinaciones. Si indagaba en la idea todo cuadraba, él, su conducta... ¡Dios, los duendes!

—Levántese, Lord Witthall... por favor. —Si ella continuaba navegando en el mar de posibilidades que justificaran el comportamiento del tal William, el pobre sufriría de un calambre de un momento al otro.

—No hasta que me dé una respuesta.

—Pues de ser así, caemos de cabeza a un conflicto, porque hasta que no se levante no voy a darle respuesta alguna.

No iba a llevarle la contra en la circunstancia actual, Witthall sabía la clase de fiera que era la mujer a la que se estaba enfrentado, se incorporó hasta recobrar la verticalidad total, el anillo familiar, que todavía era exhibido en su mano, quedó en línea directa con los ojos de Vanessa.

—¡Guarde eso de una vez por todas! —demandó la señorita Cleveland, no podía negarlo, había tenido una vida de lujos, reconocía algo bello cuando lo veía, y no quería pecar de vanidosa.

—Imposible, es un protagonista más en el presente acto.

Tenía que reconocer que la determinación del conde era un suceso inesperado, todavía no decidía si le agradaba o la fastidiaba. El diamante central del anillo brillaba en complicidad con las velas provocando un molesto reflejo en sus ojos, a modo de alivio momentáneo, Vanessa lo capturó con un movimiento ágil y delicado. Witthall sonrió, y el destello en sus ojos suplantó al del diamante. ¡Estaba condenada!

—¿Eso quiere decir que acepta mi proposición?

—No —dijo extendiendo el anillo para que él lo recuperara.

—Pues eso es lo que se presta a interpretación. —Él dio un paso atrás. No iba a aceptar una devolución, estaba claro. Volvió a sonreír.

Sí, estaba condenada. Lo que Witthall tenía de demente, ella lo tenía de sumisa, o sea: nada.

—Lord Witthall, terminemos con esta puesta en escena, lo que sea que busque o necesite no va a hallarlo conmigo.

—En eso se equivoca, sé que mi fama me precede, y contrario a lo que se cree, no tomo decisiones a la ligera... —Vanessa resopló para enmascarar el profundo deseo de quebrarse en una carcajada. William torció los labios en una mueca. Sinceridad, tenía que ser sincero con ella—, algunas sí —se corrigió ante la provocadora mirada de la bostoniana—. Bueno, la mayoría de mis decisiones pueden serlo... pero no esta, no usted, señorita Cleveland.

—Su convicción me abruma, Lord Witthall —se burló. Henriet tenía razón, William era un individuo digno de experimentación.

—¿Abrumarla? ¡Vaya, eso ya es un paso hacia adelante!

Con esa delicadeza, entre delirios, halagos y deseos, guiaba a la señorita Cleveland al camino de su elección. ¡Quién hubiese imaginado que detrás de esa fachada de conde caído en desgracia se encontraría un ser tan... dulcemente manipulador!

—No, ningún paso, es más, seguimos en el mismo lugar...

—Yo no lo veo así —la interrumpió.

Él estaba decidido a convertirla en su esposa. Ella, a negarse. Así hasta el infinito.

—Mayor motivo para rechazar su propuesta, tenemos perspectivas muy diferentes, Lord Witthall. —Ni ella se creía eso, cada segundo que pasaba junto a él en esa habitación confesaba lo opuesto—. Usted busca una esposa, y yo no tengo la materia prima para serlo.

—¿Esposa? Perdón, creo que malinterpretó mi proposición. Yo no busco una esposa.

—¿Y qué busca entonces? —Debía oírlo, registrar esas palabras en su memoria para valerse de ellas en el futuro.

¿Futuro? ¿Desde cuándo pensaba en un futuro junto a él? Tal vez había descartado demasiado rápido la hipótesis de intoxicación alimenticia. Sí, ese pensamiento fuera de lugar debía ser uno de sus primeros síntomas, estaba intoxicada.

De él, sin dudas.

—Ya se lo he dicho... un conde para mi condado.

—¡Deje de bromear conmigo, Lord Witthall! —Comenzaba a inquietarse, había alcanzado su límite minutos atrás, en consecuencia, estaba utilizando todas sus reservas de buena voluntad.

—Reemplacemos la palabra «conde» por «compañera». —Se apretujó la barbilla sumido en una pasajera incertidumbre—. ¡No! ¡Compañera, no! —La duda se evaporó para dar lugar a una de sus tan comunes sonrisas luminosas—. ¡Una socia! Eso es... Y no puede negarse a tal empresa, no una mujer como usted, señorita Cleveland.

¡Maldito encantador! ¡No, encantador no! ¡Desgraciado! ¡Maldito desgraciado! Cómo se atrevía a utilizar esas palabras: «una mujer como usted».

—¿Qué le hace pensar que sé sobre la administración de condados, milord?

William rio con picardía. Se iría de ahí con una esposa, bueno, una socia. Si algo lo caracterizaba era la paciencia, y por Vanessa, esperaría todo el tiempo que fuese necesario.

—Lo mismo que me hace pensar que es pésima en las manualidades del bordado.

Que le recordaran que era «pésima» en algo no era para nada adulador, pero viniendo de él, y considerando que el bordado era su mayor enemigo, le obsequió una sonrisa como respuesta. Pequeña, casi imperceptible, aunque sonrisa al fin.

—No es solo cuestión de dinero, señorita Cleveland —continuó sintiéndose en la gloria, una sonrisa de Vanessa era un buen augurio—, el condado necesita una reestructuración, innovarse para estar a la altura de otros; cuento con las tierras, en extremo ricas y provechosas, con ganado en cantidad, y todo ello no me sirve de nada si no tengo a mi lado una mente brillante que me ilumine. Verá —Sonrió, no quería que la sonrisa de Vanessa desfalleciera—, mis conversaciones con los duendes, a veces... solo a veces, tienden a llevarme a la dispersión.

¡Benditos duendes! Hasta comenzaba a sentir celos de ellos. Las conversaciones con Lord Witthall venían cargadas de puro entretenimiento, podía acostumbrarse.

El repentino silencio de Vanessa abrió una ventana que William estaba dispuesto a aprovechar.

—No puedo brindarle lo que otros lores podrían ofrecerle, una vida de comodidades y lujos, pero puedo ofrecerle algo que ningún otro está dispuesto a entregarle...

—¿Qué? —lo interrumpió. El anillo, que todavía se encontraba en su poder, se fundía con el calor de la palma de su mano. Ya eran uno, se pertenecían.

—Libertad, señorita Cleveland... —Era el momento indicado para hacer la jugada magistral, dio un paso para tomar su mano, esa que atesoraba el anillo—, y un esposo que jamás se va a sentir intimidado por su mujer.

—¿Intimidar, milord? —lo provocó, era la última prueba para ella.

—Por favor, señorita Cleveland, los dos sabemos que las faldas son un simple accesorio para usted. Ahora, vuelvo a repetir: ¿acepta ser el onceavo conde de Dorset?

No había necesidad de conquistar a su corazón, había conquistado a su razón, y con eso era más que suficiente. Tomaría lo que William Witthall le ofrecía. Tenía que confiar en él, confiar en que el viento no se llevaría sus palabras. Abrió la mano para liberar al anillo de la prisión de su piel y de su testarudez, y con esa acción tan simple, no solo la joya fue libre, ella también lo fue.

Antes del «sí» definitivo establecieron las pautas del contrato matrimonial, o como ella prefería llamarlo: nueva sociedad. Por supuesto entraron en discordancia de pareceres en menos de lo que cantaba un gallo. En dos puntos en particular, solo en dos, Witthall se mostraba no dispuesto a ceder, ella tendría el control de todo, de ser necesario podría tomar decisiones radicales con respecto a la administración de las tierras, pero... —en situaciones como estas el «pero» deja de ser una conjunción adversativa para convertirse en un auténtico quebradero de cabeza— no podía dejar sirvientes sin empleo, lo que ya se planteaba como un absurdo, considerando que el condado estaba en bancarrota. En contraposición a ello se encontraba ese otro punto, uno que Vanessa no sabía ni siquiera cómo argumentar en contra: el lecho matrimonial. Witthall se negaba a las habladurías, en su defensa alegaba que ya poseía bastantes como para cargar una más sobre sus hombros. La espalda comenzaba a dolerle, eso había manifestado ¡Patrañas!

Cuatro días. Sí, cuatro días tardaron en alcanzar el mutuo acuerdo. En lo referido a los empleados, la cláusula de no despido, dada su falta de conocimiento —debía visitar el condado para hacer un análisis correcto—, fue puesta en pausa para futura revaluación. La otra era apremiante y deseaba tenerla resuelta antes de poner un pie en la cama, perdón, en las tierras. Compartirían habitación y lecho matrimonial, lo único puesto al margen fue la intimidad de la pareja. William juró —y perjuró, demás estaba decir— que no le reclamaría su deber marital, salvo que ella así lo deseara.

Lord Witthall era todo un estratega cuando de romance se trataba, la mitad de los matrimonios de Londres habían construido sus bases sentimentales gracias a su poética manipulación. El amor era un arte para él, y aunque ella se alzara ante él con las armas de la lógica y la ciencia, en ese terreno, perdía. Todavía no lo sabía, pero perdía. Era hermosa, ansiaba recorrer su piel, explorar más allá de su cuello, vencer la barrera de sus labios, y eso haría que, cuando los cuerpos se rindieran, cuando el deseo los consumiera, el disfrute sería mayor, sería único, sublime, porque sería compartido.

***

La respuesta afirmativa que Vanessa le había dado a Witthall pendía de un dudoso hilo, había asuntos que la joven de Boston debía resolver antes de comprometerse, en especial porque ninguno de los dos deseaba arrepentimientos tardíos, ni ser la comidilla de la ciudad. No tenían intenciones de adjudicarse un apodo como el de Lord y Lady Escándalo, aunque siendo sinceros, el más acorde a ellos sería: Lord y Lady Demente. Con más razón entonces apelaban al anonimato. Ni siquiera Henriet estaba al tanto del posible desenlace de la propuesta, la anciana mujer, aunque demostrara ser una aliada, no era más que una espía de Sir Johnson.

Vanessa debía reconocer que, con el pasar de los días, la fidelidad de Lord Witthall había sido puesta a prueba en más de una oportunidad, la promesa de mutismo absoluto había sido cumplida al punto tal de enloquecer a Johnson. El hombre estaba en la más completa oscuridad, desde aquella primera cena de cortejo que no habían vuelto a tener noticias de él. Cualquiera diría que un hombre como el conde que se jactaba de su cualidad poética y de su gran historial de románticas misivas se desenvolvería de una manera más atenta, más...

—No quiero ser el pajarillo torturador en tu cabeza, Philip, pero la has liado con Witthall.

A Henriet le agradaba el joven conde; cuando de un debate filosófico se trataba, él era un ingrediente fundamental para asegurar un buen resultado, ni hablar en el ámbito artístico, una palabra podía llevarlo a un monólogo eterno.

—No, madre... —La duda le atenazó las manos, apenas pudo sostener la taza de té—. O tal vez sí, no puedo confirmarlo aún.

El silencio era compartido entre la muchacha y el conde, y si Sir Johnson se valía de ello, el fracaso todavía no era un hecho, Vanessa continuaba ahí, bajo su techo y cuidado. Prefería el silencio antes que la despedida, por eso se sentía en deuda con Witthall y con su maravillosa sincronía. Había golpeado a su puerta en el momento perfecto, si no hubiese sido por la inesperada propuesta, Vanessa, terca, rebelde y aventurera como era, se hubiese marchado. Estaría en algún lugar del atlántico camino a una vida de la que ya había sido exiliada.

—Quiero equivocarme, Philip, en verdad quiero, por desgracia, todo queda en manos del conde, y no quiero ser una aguafiestas, pero no creo que tengan la fuerza suficiente para retener a Vanessa.

—Disculpa si estoy en desacuerdo contigo, madre —Le puso fin a la travesía que estaba llevando a cabo, la taza de té nunca llegaría hasta sus labios. La dejó reposar sobre el plato—, William es un hombre de recursos...

—¿Recursos? —Henriet sí disfrutaba de su templada infusión, y tuvo que hacerla a un lado para evitarse un posible bochorno protocolar, casi escupe la bebida ante lo oído—. Me imagino que no te refieres a «recursos financieros», porque si «loco» es su segundo nombre, «bancarrota» es su segundo apellido.

—Si quieres abordarlo desde ese punto, está cumpliendo con el cometido de Robert, darle uso a su dinero con un fin particular.

—Un fin muy particular —replicó Henriet con el fastidio a flor de piel, el nombre de Robert Cleveland la sacaba de sus casillas—, deshacerse de ella.

—No caeremos de nuevo en esa discusión.

Philip estaba dispuesto no solo a abandonar el té, sino también el lugar en la mesa junto a su madre, prefería aislarse en su despacho, encerrarse en pensamientos, mantenerse lejos de Vanessa. Eran dos arbustos podados por la misma tijera, dos piezas de relojería iguales.

—Por supuesto que no caeremos en esa discusión, qué sentido tiene ahora, lo hubiese tenido años atrás si me hubieses oído, debiste haber ido por ella el mismo día en que su madre murió. —Una vida de lamentaciones no alcanzaba, ni para ella ni para su hijo, por eso era que Henriet había pactado una longeva vida con su diablo personal, más años significaban más amargos arrepentimientos. Siempre hallaba el hueco perfecto en la herida de su hijo. Le dolía hacerlo sangrar, por supuesto que sí, pero a veces se necesitaba de ese rojo carmesí para comprender la naturaleza de la lesión—. Robert no hizo más que dinamitar su espíritu.

—Y ya hemos comprobado que no lo consiguió —interrumpió él con un extraño tono de orgullo en la voz—, al contrario, la motivó a ser todo aquello que le prohibió.

—¿Y te parece que eso es digno de enaltecer? A los ocho años de edad se necesita cariño, Philip, contención, no una biblioteca plagada de libros como único sostén.

—¿Acaso crees que yo le hubiese dado una vida mejor? —Sir Johnson había entregado su vida a los estudios con la intención de convertirse en lo que en el presente era: un catedrático de renombre reconocido en cada uno de los continentes.

—¿Tú? Por supuesto que no, si hay algo en lo que te comparas con Robert es en el maldito egoísmo. —Fue un golpe certero y compartido, la influencia Johnson había tatuado en la piel de Philip el excesivo amor en desmedro de los demás, y ella no había podido luchar en contra de ello—. Nunca pudieron ver más allá de la hoja de un libro. Pero esta familia no está compuesta solo por ti, aquí estoy yo, siempre lo estuve, podría haber sido la diferencia en su vida.

—Podrías, madre, tú misma lo has dicho... lamentablemente eso forma parte del tiempo pasado, en el presente solo cuento con Witthall.

—No, en el presente sigues siendo una marioneta de Robert.

La actitud de Philip, desde minutos atrás, indicaba una clara intención huida. No había sucedido, y Henriet decidió valerse de la oportunidad desaprovechada por él para hacer más notorio su desacuerdo. Capturó su bastón, golpeó la cerámica bajo sus pies, y de un solo movimiento abandonó la silla. Su dramática partida se vio impedida por el delgado cuerpo femenino que reposaba contra el marco de la puerta del salón.

—Una vez más, Henriet, coincidimos en pensamiento.

Sir Johnson se sobresaltó, comenzaba a no sentirse a gusto bajo su propio techo, a la mirada asesina de Vanessa se le sumaba la de su madre. Demasiado fuego a combatir para un hombre especializado en letras.

—Ya que todos nos hallamos sumidos en la misma consonancia llamada «Robert Cleveland», y viendo y considerando que mi intención de enviar una epístola a mi padre fue coartada días atrás, me veo obligada a encomendar la tarea a usted, Sir Johnson. —El nombre atravesó los labios de Vanessa como si fuese un rayo decidido a impactar en la copa de un árbol en particular—. ¿Cree que podría concederme ese último favor?

Henriet se dejó caer de nuevo en la comodidad de la silla, por el bien de esos dos debía de actuar como silenciosa mediadora.

—Lo que necesites, Vanessa, solo tienes que pedirlo. —Philip pretendía poner un paño frío entre ellos.

—¡Vaya discurso contradictorio! —se mofó ella dejando escapar más que un resoplido—. Mis necesidades han sido puestas a un lado desde el mismo día en que mi padre me envió aquí, y usted, Sir Johnson —Otro rayo, impactando sin piedad—, se lo ve muy comprometido a llevar a cabo la misma función.

Traición, esa palabra definía a la emoción que sentía con respecto al hombre que ocupaba el rol de su tutor. La admiración y el nacimiento de un afecto sincero habían caído en un pozo ciego, y con el tiempo, perecerían ahí gracias a los eventos naturales de la vida. No tenía un hogar al cual regresar, no tenía un hogar en ese rincón del mundo, solo tenía a William Witthall, el hombre que, sin demandar nada, le ofrecía todo, le ofrecía lo suficiente; y lo que, segundo a segundo, desestabilizaba la balanza colocándola a su favor era que lo había hecho valiéndose del traje de la honestidad.

¡Honestidad! ¿Era mucho pedir? No, no lo era. Sin embargo, su padre se la había negado, y el hombre que se encontraba frente a ella flameando la bandera de la protección también lo había hecho.

—Algún día entenderás mis razones —murmuró por lo bajo Philip a sabiendas de que no poseía herramienta de defensa a su favor.

—No, no lo haré, y si soy sincera... la única sincera aquí —agregó con una intensa dosis de sarcasmo—, razones más, razones menos, no me interesan. Cumpla con su labor, Sir Johnson, tenga a bien informarle a mi padre que, de aquí a unos días, dejaré de ser su «responsabilidad» para convertirme en la de otro.

La reacción ante lo dicho fue inmediata, tanto para Johnson como para Henriet. Combinaron en miradas y luego, juntos, acecharon a la bostoniana.

—¿Has aceptado la propuesta matrimonial de Lord Witthall? —Alguien tenía que preguntarlo, y Philip se encomendó a la peligrosa tarea.

—Sí, y el enlace se llevará a cabo a la brevedad.

—Querida, no tienes que apresurarte. —Henriet intervino con la voz a pasos de quebrarse.

Vanessa atravesó el salón comedor en un par de zancadas, se aferró a las manos frías y delgadas de la mujer, las acarició como un intento de otorgarle calor y afecto.

—Agradezco cada instante que me has brindado, Henriet, cada taza de té, cada caminata a tu lado... —La angustia de la primera despedida le anudaba la garganta—. Sin duda, has hecho de mi estadía algo memorable, y siempre estaré agradecida, por fuera de ello... no deseo pasar ni un minuto de más en esta casa.

Besó sus manos, luego su frente y le obsequió una pequeña sonrisa. Retomó el andar para abandonar el salón, ya los había anoticiado de su decisión.

—¿Vanessa? —Johnson no deseaba ese punto final entre ambos.

Ella se detuvo. La imagen de su erguida espalda fue lo único que Henriet y Philip pudieron contemplar.

—Lord Witthall se hará presente para coordinar con usted los últimos detalles de la unión. Ahora, si me disculpan, debo poner en orden mis pertenencias...

La repentina soledad fue comparable a una puñalada para los Johnson. Henriet se aferraba a la entereza que la edad le había dado para no quebrarse en lágrimas y maldecir a su hijo en todos los idiomas aprendidos. Se incorporó con la ayuda del bastón y, ni bien estuvo en posición vertical, se enfrentó a su hijo:

—¿Satisfecho?

No, Sir Johnson se desangraba por dentro, pero contenía la hemorragia gracias a las lecciones protocolares que tanta mella habían hecho en él.

—Al menos la tenemos en Inglaterra con nosotros.

Con su cercanía le bastaba, era más de lo que podía reclamar, más de lo que merecía. Pensó en Witthall. Era el correcto, se repitió.

Sí, era lo correcto para su niña.

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