Vanessa

Vanessa


Capítulo 5

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Capítulo 5

No debía alzar la voz, no era propio de una dama. No debía enfadarse, llevaba días de ese modo y hasta le había salido un grano que Henriet acusó a su mal humor. No… pero…

—¡Witthall! —exclamó e hizo retumbar las paredes de la casa de Sir Johnson.

El nombrado estaba en el despacho de Philip ultimando detalles, aunque en lugar de hacer eso, se concentraban sobre un debate relacionado a la economía de Las Indias.

—Creo que la señorita Cleveland se ha enterado de las buenas nuevas —comentó William, tranquilo, sin mostrar indicios de que la voz de Vanessa acababa de romper su tímpano—, si me permite…

—¿No desea esperar a que se le tranquilice un poco y vuelva a ser la Vanessa racional que todos conocemos? —La enigmática sonrisa del conde fue la única respuesta. Sir Johnson asintió ante la siguiente exclamación de su pupila, que, por el volumen, indicaba que se aproximaba a ellos, a su presa.

Los cuerpos de los prometidos impactaron en el medio del corredor. Vanessa por poco cae sobre sus nalgas producto del rebote, solo los brazos de William se lo impidieron. El calor del contacto los afectó, y fue ella quien permitió que la furia ganase una vez más sobre la pasión.

—¡Witthall! ¿Qué dem… qué significa esto? —inquirió con un papel entre sus manos. El conde la observó desde los centímetros que la diferencia de altura le otorgaba. Vanessa era un huracán de temperamento y belleza, tenía las mejillas sonrojadas que resaltaban aún más los pómulos altos, y sus labios, tensos, invitaban a ser besados.

—Nuestro permiso de boda.

—¡Ya lo sé!

—¿Entonces?

—No te pases, Witthall, no te pases —amenazó la muchacha—, me refiero a la fecha de emisión. Me refiero a que no es un permiso especial expedido en estos días, sino…

—Un permiso tradicional, soy un hombre cauteloso.

—¡Eres un maldito manipulador! —Los puños de Vanessa se cerraron a los lados de su cuerpo. El maldito papel indicaba que William Witthall había solicitado el permiso de matrimonio hacía tres meses, como correspondía. Se suponía que ese tiempo se utilizaba para el cortejo, emitir las noticias del compromiso y preparar la boda. Solo aquellos que movían los hilos del poder podían acortar los plazos, como sucedió con sus amigas Miranda y Cameron.

—Es solo un papel, Vanessa —murmuró William, y los ojos de la muchacha ardieron por el uso del tuteo lleno de confianza—, puedes romperlo si así lo deseas. Solicitaremos otro, con sus respectivos tres meses de compromiso y…

El gruñido de la señorita Cleveland lo interrumpió. Claro que tenía ganas de hacer pedazos ese maldito permiso, gritarle que no fuera tan engreído y que ella jamás se casaría con él. Pero la realidad era otra, y ahora ese documento se le presentaba como un salvavidas en mitad del océano.

—Bien, si no hay que esperar ningún documento oficial, no veo el motivo de dilatar el asunto —sentenció.

—Lo mismo pienso, he sido práctico, ¿no?

—Oh, sí, tan práctico que has solucionado todo. Lo demás son detalles, y mi dote estará en tu cuenta mañana a primera hora ¿cierto?

—Nuestra cuenta, serás conde…

—Nuestra cuenta. Bien —y con un tono triunfal agregó—: Witthall, ya que eres tan eficiente, busca un sacerdote, nos casaremos esta noche.

—¡¿Qué?! —Las voces de Henriet y Philip, que oían tras las puertas se hicieron oír.

—Vamos, un, dos, un, dos, que tenemos un par de horas para terminar con esto —y se marchó con la misma furia, pero con la determinación de tomar el toro por las astas. Las cosas se iban a hacer a su modo o no se harían.

***

—Hace mucho frío —se quejó Lord Bridport—, no deberías haber aceptado esta reunión.  Podrían haberse reunido en nuestro salón.

—Si hace frío para mí —señaló Miranda—, más lo hace para Nala. Y Cameron no va a ningún sitio sin su niña. De todos modos, exageras, Elliot, es un hermoso día. ¡Si hasta hay sol!

El cochero se detuvo a pedir indicaciones, y Bridport bufó. La enigmática nota de Vanessa los había empujado fuera del resguardo de su hogar, y Miranda, que estaba muerta de aburrimiento con la ausencia de bailes y tés, y con su estado de gestación que la limitaba, insistió a su marido en que la acompañara a ver, según palabras de la misma señorita Cleveland, cómo cometía la mayor locura de su vida.

¿Saltaría de un puente?, ¿se haría maquinista de tren?, con Vanessa nunca se sabía, y la ansiedad la estaba carcomiendo. Más a cada minuto que se alejaban del centro de Londres hasta dejar la ciudad.

—¿Y si es una trampa? ¿Y si su plan era llevarte a algún lugar donde te pueda secuestrar…?

—Elliot, ¡qué imaginación!, ya que deseas ponerla en práctica, conjetura sobre qué puede ser lo más demencial para Vanessa, porque ya no se me ocurre.

Media hora más tarde, el carruaje se adentraba en un pueblo a pocas millas de Londres. El cochero solicitó indicaciones una vez más, y le señalaron el camino.

—Es aquí, milord —dijo tras abrir la portezuela. El vizconde y la vizcondesa descendieron del coche para mirar hacia ambos lados, desconcertados. Era un terreno baldío, salvo por una humilde capilla entre la arboleda y un par de casas sencillas dispuestas sin ton ni son sobre la calle de tierra.

—Lo dije, intenta secuestrarte —dictaminó Elliot—, nos vamos de aquí.

—Aguarda, ¿esa no es…?

—¡Miranda… digo, Lady Bridport! —La voz de Cameron llena de alivio rompió la armonía del lugar y viajó por el viento y el vacío.

—¿A ustedes también los intentan secuestrar? —preguntó Elliot, y consiguió que su esposa le diera un codazo en las costillas.

—Recibimos una nota muy extraña de Vanessa, algo de que iba a cometer una locura… —Antes de que pudiera terminar, Miranda le quitaba a Nala de los brazos para darle besos y arrumacos. Elliot se la arrebató a los pocos segundos, con la excusa de que necesitaba práctica antes de que llegara el suyo y nadie lo discutió. Lo cierto era que Nala los tenía a todos locos, y a Bridport en especial, tanto que olvidó su paranoia y se centró en acribillar a Sean Walsh a preguntas sobre la paternidad.

—¿Piensan quedarse ahí todo el día? —Vanessa hizo su espectacular entrada a escena dejando a todos con las bocas abiertas—. Se supone que la novia es la última en entrar, ¡vamos!

—¡¿La novia?! —Las cuatro voces resonaron al unísono, y Nala respondió con un balbuceo. Vanessa, pese a todo, fue atraída por la criatura y se acercó. Sin más, se la quitó de las manos a Bridport.

Al acercarse, sus amigos pudieron notar que la señorita Cleveland llevaba lo que se adivinaba como un sencillo vestido de novia color blanco, con un delicado encaje. Parecía más los que usaban las debutantes, porque no llevaba cola ni velo, y supusieron que eso se debía a lo apresurado del evento.

—Vanessa, ¿te casas? —Cameron se atrevió a poner en palabras la duda general.

—Sí, ya les dije, mi mayor locura.

—¿Con quién? —Miranda se sumó.

—Con ese que espera en el altar. Terminemos con esto. —Cleveland le entregó la niña a la madre, y avanzó hasta la puerta de la capilla. La única que había aceptado celebrar una boda con tan poca antelación.

—Aguarda. —Miranda la detuvo de un tirón e hizo uso de sus modos francos para poner orden a la situación—. Ustedes —Señaló a los hombres—, entren. Nosotras hablaremos con… la novia.

Los caballeros le hicieron caso, pero antes de que Lady Bridport pudiera desprender los labios, su marido reapareció con el rostro desencajado.

—¡¿No sabes quién es el futuro esposo?!

—¡Bridport, adentro! —le ordenó a fuerza de voluntad, porque se moría de ganas de saber quién era el hombre. Elliot le guiñó un ojo, y Vanessa bufó.

—Me estoy helando, ¿podemos entrar? —pidió la flamante novia.

—No, no hasta que nos expliques esto. ¿Nos llamaste para que te acompañemos o para que te rescatemos?

Vanessa no supo qué contestar, y le dio el pie a Cameron para entrometerse.

—Cuéntanos, ¿cómo es que te casas? Nunca hablaste de ningún hombre, aunque las dos sabemos que eso no implica que no hubiera ninguno…

—Oh, claro —siseó Cleveland—, me olvidé de contarles mi bella historia de amor. Resulta que lo conocí bajo un arcoíris, supimos que éramos almas gemelas, pero un vil enemigo nos quiso separar, hasta anoche que vino a rescatarme en su blanco corcel y decidimos casarnos.

—¿En qué momento esperamos que Vanessa dejara de ser Vanessa? —inquirió Miranda con la vista puesta en Cameron. Sarcasmo, cómo no.

—En el mismo en que la vimos vestida de blanco.

—Bien, muchachas, entiendo que todas ustedes con eso del romance y demás hayan olvidado cómo es la vida. Mis felicitaciones —largó con bastante malestar—. Por si no recuerdan, vinimos aquí a comprar con el dinero de nuestros padres un título fundido sin importar si el portador era un viejo, un leproso o un loco. ¡Oh, vamos!, cambien esas caras de sorpresa, que no fue hace tantos meses.

—Vanessa… —las expresiones cargadas de pena la pusieron a la defensiva.

—No las llamé para que vinieran a rescatarme, ni a sentir pena. Las llamé para que me acompañaran en este momento, ¿sí?, pero si es tanta molestia o mi «suerte» les genera tanto malestar, pueden irse. —Para su total bochorno, una lágrima humedeció sus pestañas. Solo apenas, hasta que se apuró a secarla con el guante—. No se preocupen, no serán las únicas.

—¿Sabes, Cameron? —Miranda le tomó el brazo izquierdo a Vanessa y la instó a hacer lo mismo con el derecho. Nala descansaba sobre el pecho de su madre, como una agregada, una embajadora de Emily en esos momentos—. ¿Para qué están las amigas si no es para darte ese empujoncito?

—¿Hasta cuando es al borde del abismo? —inquirió Vanessa.

—Si tú elegiste el abismo… porque, lo elegiste, ¿verdad?

—Tanto como puede elegir una mujer en estos tiempos.

—Entonces, vamos. Salta.

Y las tres muchachas entraron a la capilla, aunque se paralizaron en el umbral. Dos de ellas por la sorpresa, la novia… por el impacto de ver a William aguardar por ella como un niño nervioso que temía que su prometida huyera. Esa vulnerabilidad, ese destello en él, la mezcla de vigorosa masculinidad con infantil inseguridad le despertó algo en su interior. Una pequeña llama tibia, que parecía resguardarla del frío de la capilla. Los brazos de sus amigas fueron reemplazados por el de Sir Johnson, que la entregaba al altar, y Henriet esperaba en el primer banco con el rostro oculto tras un velo para no demostrar lo emocionada que estaba por aquello.

Vanessa solo podía pensar en que el efecto «boda» debía ser analizado en detalle, ¿cómo podían estar todos tan sensibles cuando conocían los pormenores de esa farsa? Allí no había amor, ni pasión. Eran negocios, y, sin embargo, sus amigas se secaban las lágrimas, Sir Johnson tenía un nudo en la garganta y Henriet sonreía mientras estrujaba un ramillete de flores.

¿Y ellos? Los novios parecían ajenos a todo, con una terrible ansiedad porque la ceremonia terminara, por empezar esa vida juntos, aunque fuera carente de amor. Anhelaban el desafío, quizá, la ruptura de una rutina que los había dejado vacíos de sueños y aspiraciones. No, no había amor, pero tenían un plan y un objetivo. No eran marido y mujer, eran equipo. Y Vanessa intentó convencerse de que eso era algo bueno, más de lo que tenían muchos. Que con eso le alcanzaría.

Cuando el beso llegó, y los obligó a unir sus bocas sellando un juramento, ambos volvieron a sentir la corriente por la piel, el deseo de no separarse, la necesidad de profundizar y olvidarse del mundo. Y Vanessa comprendió su mentira, supo que con William no le bastaría ese frío acuerdo de pares.

***

Huir. No había opción si no querían que su matrimonio fracasara a las horas de celebrado. Como prófugos que se respeten, lo hicieron al alba, tras pasar un par de horas bajo el techo de los Johnson.

Philip solicitó que se les preparara una habitación marital para esa noche. Los empleados lo hicieron con bastante ilusión y el decorado romántico se sintió una burla ante los ojos de Vanessa.

Sábanas blancas, edredones verdes inglés, a juego con el empapelado y las cortinas, el hogar encendido y una rosa roja entre las dos almohadas. Un lecho que llamaba a la consumación, esa que no tendría lugar salvo que ella lo reclamara. Y no pensaba hacerlo.

No, no pensaba. La incomodidad la llevó detrás del biombo, y se sintió una chiquilina al no querer salir de allí hasta que William no hubiera terminado la tarea de desvestirse. Una a una las prendas que cubrían el cuerpo del hombre fueron dejadas en la silla, y la piel que se revelaba la llamaba a la inspección. Tenía el torso firme, de pectorales marcados y abdomen plano. La contextura de un hombre dado al trabajo más que al estudio. Poseía un pecho salpicado de vello, del mismo tono castaño que el de los rebeldes bucles de su cabello. El cuadro no terminaba ahí, se extendía en unas piernas largas y torneadas que los pantalones no lograban disimular, todo ello en compañía de un rostro que a cada minuto hallaba más bello. No poseía el encanto de un Lord Webb, con cara de ángel, ni el de Elliot Spencer, que prometía pecado. No, William Witthall lucía como un simple ser terrenal, que invitaba a sensaciones humanas. A sensaciones que ella quería experimentar. ¿Por la ciencia? Sí, para descubrir los secretos de la unión de los cuerpos, para entender los anhelos de su piel que no respondían a la razón, el deseo de estar en sus brazos, de ser besada, acariciada, abrazada por ese quien era su esposo y, a la vez, un completo extraño. Por ese al que ella no se cansaba de recordar que era loco, un loco que la arrastraba a la locura.

William se mantenía firme en su convicción, no la obligaría a nada. No quería eso, someterla a algo que sentiría como la lucha de dominación de un hombre sobre una mujer. Y es que así los habían educado, con la creencia de que el deber marital era eso: un deber. Algo que les correspondía hacer quisieran o no. Él deseaba mostrarle que entre ellos sería de otro modo, que lo bueno de su supuesta demencia era derribar los convencionalismos. Si romper las normas era ser loco, entonces le agradaba el mote. Deseaba que Vanessa fuera igual de loca, de libre. No la quería suya, la anhelaba a su lado.

¡Qué difícil resultaba!, la sabía al otro lado del biombo. Ahora que él estaba en ropa interior, ella se había permitido la tarea. Una leve sonrisa le curvó los labios y le remarcó los hoyuelos. Vanessa jamás le hubiese brindado la ventaja de su desnudez en primera instancia, y no lo haría esa noche tampoco. Los movimientos se adivinaban tras la tela del biombo, las llamas del hogar proyectaban las sombras del cuerpo perfecto de su esposa y a William comenzaron a picarle los dedos por la necesidad de tocarla, de inmortalizarla.

La joven Cleveland, desde algunas horas, Witthall, era una maestra en el arte de la eficiencia. Podía vestirse y desvestirse, al igual que él, sin ayuda externa. Al parecer, una habilidad desarrollada en compañía de Cameron Madison, el mismo verano en que él la conoció.

Le agradaba la intimidad que les brindaba el acto de hacerlo sin otros testigos, solo ellos. De todos modos, tuvo que admitir que en esos momentos lo llevaba al borde de la pasión. No existía mayor impedimento que un endeble biombo. Tuvo que obligar a su cuerpo a ocupar la posición horizontal en la cama y a sus ojos a fijarse en el cielorraso. Su erección, bueno, esa tenía vida propia.

A los pocos minutos, Vanessa se hizo presente con su recatado camisón y corrió a la cama con una ansiedad que a William le hubiera gustado que se basara en la mutua compañía. No era eso, sino el hecho de que la muchacha se había percatado del resultado de las llamas en su cuerpo y lo delator de su camisón.

—Buenas noches —susurró, dándole la espalda de inmediato. Había reparado en el efecto en el cuerpo del hombre y la mezcla de pudor con curiosidad dejaba su impronta en la piel hipersensible, y en una horrible humedad que por fortuna no era tan evidente como el deseo de él.

—Buenas noches, Vanessa. —Su nombre, dicho con esa voz, terminó por provocar el cosquilleo que sería su compañero de vida desde esa noche en adelante. Se mordió los labios y se ovilló para resguardarse.

¿Qué había hecho?, se preguntó hasta dormirse, presa de un terror que ni su tempestuoso carácter podía aplacar. De todas las locuras impulsivas que había cometido, de todos los problemas en los que se vio envuelta, ese era el más delicioso y tortuoso de sus errores.

El viaje lo hicieron sumido en el silencio. Se escondieron detrás de las tapas de los libros, y así, sin mirarse, recorrieron las millas que separaban Londres del condado de Dorset. Vanessa quiso sumar ese punto a la lista de «cosas en común», y sonrió con algo de esperanza. Hasta ahora, dicho listado tenía algunos ítems de lo más interesantes:

Ambos odiaban a la gente, William se refugiaba en su locura y ella, en su acritud.

Odiaban las normas sociales. Por tal motivo escapaban de la gran ciudad tras dejar en manos de Sir Johnson el aviso en The Times sobre la nueva condesa de Dorset.

Amaban leer y debatir sus lecturas. William tenía en manos «La república» de Platón y ella, «La Odisea».

En la intimidad del carruaje, con las horas de viaje de por medio, se atrevió a cavilar sobre la posibilidad de que no saliera todo tan mal como había pensado en un inicio. Las horas de sueño le habían sentado bien, y la distancia impuesta por ella por un «pequeño desliz» le parecía exagerada a esas horas.

¡Claro que había sido un desliz despertar en sus brazos, acurrucada sobre su pecho, con su mano sobre el corazón de él, acompasando el ritmo de sus respiraciones en un reparador descanso!, es que nunca había dormido en compañía de nadie, solo se había volteado en sueños, olvidando por completo que no estaba sola.

Porque William era muy fácil de olvidar. Al igual que su matrimonio, y las consecuencias.

De modo que se permitió bajar una vez más las defensas ante él para observarlo de soslayo.

Viajaban en los asientos enfrentados. Compartían la misma posición. La espalda contra la portezuela, los pies descalzos sobre el tapizado, el libro en las manos y la mente en Grecia.

Iba a hacer que funcionara, se prometió con esperanza. Enfrentaría aquello como el mayor de los desafíos y demostraría, no solo que era capaz de realizar las tareas asociadas a los hombres, sino que además podía con cualquier cosa que se le interpusiera.

Problemas económicos, un matrimonio sin cimientos, un esposo loco…

Con fe inquebrantable en sí misma, algo que en los últimos días con tantos tropezones emocionales había menguado, dio un salto fuera del carruaje al llegar a la casa de campo de Dorset.

Tomó aire al contemplar el notorio deterioro exterior, se lo esperaba, no era gran problema, se dijo infundiéndose ánimos. Usaría el dinero de su dote para los arreglos y asunto resuelto.

—¿Entramos? —El brazo de William se extendió hacia ella—. Los sirvientes fueron informados con poca antelación, pero de seguro aguardan para conocer al onceavo conde.

Vanessa rio ante la mención del falso título. Empezaba a acostumbrarse a la idea, y quizá hasta podía encontrarle la gracia si comenzaban a llamarla «milord».

—No se va a hacer más fácil, ¿verdad? —Se dio ánimos.

—No, además aquí hace más frío que en Londres. —Era cierto, el viento helado golpeaba la gran casa destartalada y pegaba los abrigos sobre sus cuerpos.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó la muchacha entre carcajadas nerviosas cuando su esposo la levantó en alzas y la obligó a cruzar el umbral como la tradición indicaba—, ya veo que solo reniegas de algunas costumbres.

Su broma murió en los labios una vez en el interior. Cientos de ojos se posaron en ellos, cientos que parecieron miles aglomerados en el hall. Eran tantos que se pegaban unos a los otros y, aun así, el frío se abría camino por las rupturas de las ventanas y paredes.

—¡Qué demonios! —exclamó entre dientes apretados—. ¿Quién es el mayordomo? ¿Y el ama de llaves? —preguntó en un intento de poner orden a la situación, al tiempo que sus pies tocaban el piso de manera literal y simbólica. Volvía a la realidad del compromiso asumido, era la condesa de esos cientos de empleados que dependían de ella y de la economía de un condado en ruina.

Siete mujeres pasaron al frente y nueve hombres.

—¿Qué…? —Vanessa ahogó el resto del insulto. A su lado, William, con su infantil sonrisa de siempre y los ojos llenos de una extraña felicidad, explicó:

—Pues… tenemos siete amas de llaves y nueve mayordomos. Es que… —La mano de la nueva condesa se alzó para acallarlo.

—Lo hablaremos luego. Eh… —se dirigió hacia el centenar, trató de abarcar a todos con la mirada, carraspeó y dijo—: Señoras, señores, un gusto en conocerlos. Mi nombre es Vanessa Cle… Vanessa Witthall, la nueva Lady Dorset.

Los presentes hicieron una descoordinada reverencia. Vanessa, en cambio, volvió a tomar una bocanada de aire. Estaba segura de que podría mantener el temple hasta llegar a la intimidad de su recámara y allí, oh, allí sí, desataría la tormenta con su marido.

«No dejarás a nadie sin empleo», ¿cómo demonios esperaba que pudiera cumplir eso?, le había arrebatado una promesa descabellada sin poner en manifiesto la dimensión del problema a tratar.

Aguanta, Vanessa, soporta un par de minutos.

Alzó el mentón y se abrió camino entre la multitud. A su paso, no solo la cantidad de personas que dependían de ella se manifestaban, sino también la infinidad de daños en la casa, la falta de velas, las chimeneas sin leños, las alfombras que faltaban y dejaban los fríos suelos de piedra al desnudo…

—Si me disculpan, el viaje ha sido agotador. Me retiraré hasta la cena, y mañana, con más calma, iremos conociéndonos mejor y delimitando las tareas a realizar. ¿Podría algún lacayo y una doncella acompañarme para acomodar mis pertenencias en la… recámara principal? —Creyó haber conseguido una actuación de calma bastante aceptable, incluso al final, cuando accedía al otro punto de su contrato matrimonial, el de compartir lecho.

Se dio media vuelta y comenzó a subir los escalones como la lady que los acontecimientos la habían llevado a ser. Espalda recta, respiraciones profundas, mente serena… sí, iba a poder llegar a resguardo antes de estallar. Sí… Sí… Sí… un paso a la vez. Solo no debía voltear.

Pero lo hizo, lo que consiguió que sus ojos se posaran en la decena de sirvientes que le seguían los pasos.

Once doncellas, quince lacayos para arrastrar sus baúles que no eran muchos. Una de las muchachas llamó su atención, la reconoció de inmediato, era la joven que Lady Thomson había despedido en el verano tras descubrir que le pasaba información a la tía de Cameron a cambio de unos peniques.

Su primer fracaso como condesa se dio en ese instante. Al demonio las formas, el carácter de una dama, el temple de acero. Al demonio su marido.

—¡Witthall! —clamó desde el descanso de la escalera. Iban a renegociar los malditos términos, y ese endemoniado y demente manipulador aprendería con quién se había casado.

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