Vanessa

Vanessa


Capítulo 6

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Capítulo 6

En menos de una semana, el apellido familiar se había convertido en la melodía cotidiana. Bueno, tal vez no sea apropiado comparar los sucesos diarios con una melodía, sino más bien con el primer estallido de una tormenta, un trueno lejano que anuncia lo peor, y lo peor era la reciente condesa. ¿O Conde? Nadie entendía bien el asunto, era demasiado complicado. Si la lady de la casa era la que, simbólicamente hablando, llevaba los pantalones, qué quedaba para el lord. Era mejor continuar con las labores sin preguntas, sin murmuraciones, ni sobresaltos...

—¡Witthall!

Imposible. O Lady Witthall tenía un temperamento muy exigente y demandante, o estaba tan fascinada con su nuevo rol que repetía el apellido hasta el hartazgo como un macabro placer.

Vanessa tenía más de una justificación para actuar de la manera en que lo hacía, la palabra «bancarrota» no le hacía justicia al verdadero estado en el que se encontraba el condado. Completa ruina era la correcta expresión. El condado de Dorset no precisaba de un buen administrador, esa instancia ya había quedado atrás, se requería de un prestidigitador. Estaban al borde de ese abismo, necesitaban de magia, o, de ser posible, de un milagro. El pensamiento lógico de Vanessa, como es de esperarse, desplazaba esas posibilidades, ella se aferraba al recurso material, uno que incluía una moneda de pago. Su dote cubriría los gastos de los próximos tres meses, solo gastos, ni mención hacer de refacciones o nuevas inversiones con el fin de obtener mayor productividad.

Deudas y más deudas, una parte de ellas estaban vinculadas a proveedores en los alrededores del condado. Vanessa confiaba en su capacidad de persuasión, podría hallar un punto intermedio, un intercambio de servicios o saldar la deuda en especies. Algo se le ocurriría, debía pensarlo con tranquilidad, lo que le preocupaba era el nombre que estaba vinculado a una deuda en particular: Sebastian Dunne. Juraría que lo había oído nombrar, y no de buena manera. Por la cifra adeudada que desfilaba ante sus ojos intuía que el hombre debía de ser un prestamista. Solo William podía cometer tal acto desesperado, y el estado de los libros contables lo confirmaba, había sido el último recurso, el último recurso antes de ella. Las lamentaciones no harían que desapareciera, una vez, hizo cuentas mentales. ¡Diablos! La venta del ganado y la cosecha saldarían la deuda original, pero los intereses generados por los pagos atrasados se devorarían todo lo demás.

—¡Witthall! —gritó en esa ocasión.

En esa ocasión y en otras tantas más, aunque ese era su segundo grito del día, y eso ya era un avance en opinión de la servidumbre.

Esperó a que el bello y despreocupado rostro de su esposo se asomase por la puerta de la biblioteca. Había elegido ese lugar para llevar a cabo las labores administrativas diarias, y cuando la frustración y el agotamiento mental la atacaban, hallaba la calma entre las páginas de algún libro.

La sombra de un cuerpo se proyectó sobre la alfombra, era un día soleado, y la mansión se encontraba iluminada a fuerza de luz natural, algo que se agradecía, el consumo de velas se había reducido, debían prepararse para el invierno. El rostro no fue el esperado.

—Milady... —Rosalie se apiadó de ella y del resto de la servidumbre. Los gritos de la Lady comenzaban a causar jaquecas—, Lord Witthall no se encuentra en la casa.

—¿Y dónde se encuentra Lord Witthall? —Exhaló para relajarse, la pobre muchacha no tenía culpa de las pésimas decisiones de su empleador.

—Lamento decepcionarla, milady, pero no poseo esa información.

¡Sí que era funcional la muchacha! Vanessa volvió a largar el aire haciendo notorio su fastidio.

—¿Y quién posee esa información? Si se puede saber.

—¿El señor Atwood? —respondió con otra pregunta. La pobrecilla no sabía cómo satisfacerla.

—¡Pues ve por el señor Atwood, entonces! —Le ordenó de mala manera y al instante se arrepintió.

Rosalie actuó de inmediato, abandonó el resguardo que la puerta le brindaba dispuesta a atravesar los corredores a la velocidad del rayo para cumplir con la demanda de su señora. Vanessa logró alcanzarla a mitad del recorrido.

—¡Rosalie, Rosalie! —Consiguió detenerla, le sonrió para compensar el momento anterior, no quería convertirse en aquello que solía repudiar—. Deja, yo me ocupo de hallar al señor Atwood, tú continúa con tus labores.

—Como usted desee, milady. —Hizo una reverencia y se alejó de ahí con una rapidez digna de una gacela.

Recorrió los salones y el hall principal sin éxito. Le había consultado el destino de su esposo y del señor Atwood a cada uno de los sirvientes con los que se había topado, y la información obtenida era comparable a un encogimiento de hombros. ¡Nadie sabía nada, nadie veía nada! Al llegar al vestíbulo y comprobar el lugar que ocupaban las manecillas del reloj, cambió de estrategia de búsqueda; se acercaba la hora del almuerzo, y era muy posible que parte de los empleados se encontraran en el salón destinado a ellos, ahí descansaban y recibían su ración de alimentos, eran tantos que debían organizar un cronograma para que ninguno se salteara el plato de comida.

La suposición fue correcta, estaban almorzando, algunos solo descansando, otros disfrutando de un cigarro y el periódico. Una suma total de veintitrés empleados, incluyendo doncellas, ayudantes de cámara, asistentes, auxiliares de cocina y demás, se incorporaron de un salto en cuanto la vieron, los que fumaban ocultaron la evidencia como pudieron.

¡Milady! ¡Lady Witthall! Los saludos, puramente protocolares, se compararon a un eco eterno.

Dios, el estómago se le dio vuelta al pensar que los hombres y mujeres presentes eran apenas un tercio del personal.

—Por favor, continúen.

Los instó a que regresaran a sus asientos. No lo hicieron. Parecían estatuas. Había llegado a sus oídos el rumor, temían que la nueva condesa los despidiera, en consecuencia, Vanessa se sentía como el diablo mismo ante ellos. La incomodidad era compartida.

—Estoy buscando al señor Atwood —habló para romper el repentino hielo.

—Lo siento, milady —La señora Garret, una de las amas de llave atravesó el silencio al ingresar al salón—, el señor Atwood ya ha finalizado sus tareas del día, pero si necesita de ayuda puedo ir en busca del señor Hirsch que ya se encuentra en su reemplazo.

—En realidad estoy buscando a mi esposo ¿sabe usted dónde puedo encontrarlo?

—Oh, milady, lo siento, acabo de reempla...

Ya conocía el final de esa oración. ¡Dios! La interrumpió:

—No se preocupe, señora Corwin...

—Garret —la corrigió la mujer con una sonrisa en los labios.

¡Perdón, perdón por no recordar el nombre de todos!, quiso gritar. Luego de volver a gritar: ¡Witthall!

Vanessa sonrió, no deseaba ser ese diablo odiado. Recordó a sus amigas americanas, la voz de Miranda resonó en su cabeza: ¡A quién engañas, te encanta ser ese diablo! Sonrió, no porque disfrutara ser el objeto de temor en otros, sino por la agradable sensación de la rememoración. Extrañaba a sus amigas, a Henriet, extrañaba ser Doctor C. Caía en cuenta de que apenas tenía tiempo para sí, para sus pensamientos racionales, para sus experimentos sociales. Es más, comenzaba a sentirse como víctima de uno.

Un carraspeo forzado la regresó a ese instante de realidad, se había perdido en esos fugaces pensamientos. Giró sobre sus talones para ir hacia el origen del sonido: un muchacho, de no más de dieciséis años, con una mirada esquiva y las mejillas ardidas a causa de la vergüenza.

—¿Tú sabes dónde se encuentra mi esposo?

Era la primera vez que la nueva condesa se dirigía a él, y eso parecía aterrarlo. Su sola presencia en el lugar ya era por demás inusual para todos, no era un comportamiento habitual dentro del protocolo de la nobleza.

—¡Habla de una vez, Rupert! —demandó la señora Garret al tiempo que otro de los empleados, el que se encontraba junto a él, lo motivó con un sutil golpe en su talón.

—Salió a recorrer los campos, señora Garret...

—Dirígete a la condesa, Rupert, como corresponde —lo interrumpió para regañarlo.

Rupert tragó saliva, tomó coraje y alzó la mirada hacia Vanessa. Cuando hizo contacto con sus ojos, el jovencito se tranquilizó. La condesa tenía un brillo particular... no era un ángel, se notaba a la legua, pero tampoco era un demonio. La vergüenza se puso en pausa.

—Owen Perkins sufrió de una lesión en su espalda cuando estaban realizando las labores del arado, milady, y Lord Witthall fue a asistirlo.

Había invertido más de un cuarto de hora en la búsqueda de su esposo, y en cada segundo había elaborado en su mente un discurso no muy amoroso, pretendía hacerle ver todos sus errores, sus comportamientos irresponsables... y ahí estaba él, comportándose como el perfecto buen samaritano. Mientras él socorría a los empleados, ella gritaba con furia su nombre.

¡A quién engañas, te encanta ser ese diablo! La voz de Miranda volvió a resonar.

—¿Milady, quiere que envíe a alguien en su búsqueda? —La señora Garret intentó ser funcional.

—No, no se preocupe, yo voy en su búsqueda...

Lo dicho causó un pequeño revuelo entre los presentes, murmuraron, se miraron entre ellos.

No iba a dejar la conversación para después, no. El asunto del préstamo debían solucionarlo lo más rápido posible.

—Giddeon —ordenó Garret—, ensilla un caballo para Lady Witthall.

Otro muchacho, que sin duda era un auxiliar de cuadras, se preparó para cumplir la orden de inmediato.

—No es necesario, no requiero de un caballo...

¡Tenía dos piernas, podía valerse de ellas!

—Pero, milady... —las murmuraciones crecieron, por fin dejaban de ser estatuas—, ¿conoce los campos de Dorset?

Llevaba... ¿cuánto? ¿Seis días? No, cinco. Cinco días en su rol de condesa y apenas había asomado la nariz por fuera de la puerta principal. Tenía su excusa, lo apremiante eran los números. Ahora comprendía que, si deseaba cumplir su función de la manera correcta, debía de salir de entre esas condenadas paredes.

Ni un segundo más de tiempo perdería ahí.

—No, pero estoy a pasos de conocerlos —dijo, y abandonó el salón.

La reina de las apuestas caía en su propia trampa, ya no era la que las orquestaba y originaba, no, ahora formaba parte de ellas. Unos apostaron a que daría un par de pasos y regresaría. Otros eran más arriesgados, sugerían la mitad del trayecto. Solo Rupert se atrevió a más, mejor dicho, a casi todo, invirtió el pago de la quincena: llegará a destino.

¿Dónde demonios estaba la ventisca fría que recorría los pasillos de la mansión a diario? ¿Cómo podía ser que los campos de Dorset se comparasen con el desierto en ese momento? ¿Dónde estaban las nubes? ¡Dios! ¿Acaso estaba caminando en círculos?

Perecería ahí, esa misma mañana, de lo único que se arrepentía era de no haber sido precavida, de no haber dejado un escrito indicando las demandas para su entierro. Mientras caminaba bajo el rayo del sol de mediados de otoño, se distrajo pensando en los detalles de su muerte: una gran lápida de piedra con una sola inscripción: ¡Witthall!

Y luego de su muerte, se encargaría de acecharlo hasta el último día de su vida.

Se detuvo por unos instantes para respirar en calma y acomodar el corsé, la enérgica caminata lo había exiliado de su lugar. ¡Si tan solo pudiese aflojarlo! Apoyó las manos sobre las rodillas, y ahí descansó. Unas voces, no muy lejanas, llegaron hasta ella. Se enderezó, y llevó la mano derecha a su frente para cubrirse del sol, divisó a un par de hombres, aunque ninguno parecía William.

Con el aliento recuperado, retomó el ritmo y fue directo a ellos, estaban desarrollando sus tareas en medio de tanta alharaca que apenas notaron su cercanía. Dos caballos con ruedas de arado, y cuatro hombres redirigiendo la labor sobre la tierra, uno de ellos con el torso desnudo, expuesto al sol como si fuese un bárbaro, su cabello, húmedo por el intenso sudor, parecía fundirse con su rostro, y su abdomen, gobernado por unos músculos que...

¡Un momento! Reconocía ese abdomen. ¡Sí, reconocía ese abdomen! Había amanecido dos veces abrazada a él. Dos, y no por deseo, cuando dormía perdía el control de su cuerpo.

—¿Lady Witthall, es usted? —William detuvo el andar del caballo, y clavó el arado en la tierra.

Vanessa no respondió, esperó a que él se acercara.

—Me atrevo a preguntar lo mismo... —Una vez ante ella, murmuró entre dientes—. ¡Pareces un salvaje, William!

—¡Alguien debía de ayudarlos!

—Puedes ayudarlos vistiendo decentemente —continuó con la murmuración, no pretendía ofender a nadie, y con el afán de ser el incordio mental que pretendía ser para su marido, a veces denostaba a otros.

—Ese estilo de decencia al que apelas no es aplicable aquí, menos en un día con una temperatura tan inusual como esta.

Era un calor atípico para el otoño, debían aprovecharlo, renovar la tierra, extraer los últimos brotes y dejar el sembradío preparado para soportar las heladas del invierno.

—¿Inusual? Gracias al cielo, pensé que yo estaba exagerando. —Vanessa también sudaba, el corsé se hacía piel con ella.

William hizo un recorrido visual rápido sobre su esposa, tenía el rostro perlado por la transpiración y las mejillas encendidas por el ataque despiadado del sol. ¡Oh, la delicada piel de porcelana de su esposa! Sonrió, la luz natural realzaba su belleza. Lucía agotada... sedienta.

A un par de pasos se encontraba una improvisada mesa con troncos y un trozo de madera desvencijada, ahí reposaban unos recipientes con bebida.

—Ten... bebe algo.

La desesperación hizo que capturara el improvisado vaso sin comprobar el contenido. Bebió, y en cuanto el líquido llegó a su garganta, lo escupió.

—¡Witthall... ¿qué es esto? —Por suerte no había almorzado aún, de ser así, hubiese devuelto a la tierra el resultado de sus frutos.

—Una bebida que prepara Owen con granos de cebada.

—¡Pues que deje de prepararla, es espantosa!

—Eso porque no has degustado el agua de los alrededores...

—Verdad, y no pienso entrar en ese debate —cortó en seco la conversación para cambiarla por otra, la que la había llevado hasta ahí—, sino en otro.

—¿Viniste hasta aquí para debatir conmigo? Lo encuentro halagador. —Bebió la espantosa bebida de cebada de un solo trago, y le sonrió. Era un dulce provocador.

—Si hablar de Sebastián Dunne te resulta halagador, allá tú. —Pensar en el prestamista la regresaba a su eje, ese que la apartaba de las emociones que experimenta al estar junto a William, con el torso desnudo, brillando como una joya única y preciosa bajo el sol de Dorset.

—¿Sebastián Dunne? —Witthall frunció el ceño. Era toda una actuación, Vanessa comenzaba a detectar cuando fingía, por supuesto que recordaba el nombre.

—Sí, Dunne, el hombre al que recurriste por un préstamo que nos llevará directo a la...

—¡No lo digas! —dijo cubriendo su boca con delicadeza—, no seas portadora de malos augurios. Todo se solucionará.

Cómo se podía ser tan... tan... hermoso y demente. ¡Tenía deseos de abofetearlo!

—¿Cómo, con la ayuda de los duendes? —sarcasmo. Vanessa solo podía recurrir al sarcasmo.

Él se echó a reír. Desde su perspectiva, el matrimonio funcionaba de maravillas.

—No, con la ayuda de Lord Sutcliff y la cámara de lores. Aunque la comparación no fue tan desacertada —bromeó.

¿William tenía un plan? ¿Estaba oyendo bien o era una alucinación a causa del calor?

—¿Qué quieres decir?

—Te lo explicaré durante la cena... —No pretendía evadirla, se preocupaba por ella, había caminado hasta ahí bajo el sol del mediodía, y el trayecto era demasiado para sus piernas, no estaba acostumbrada—. Me imagino que sabes montar, ¿no?

El giro en la conversación la desestructuró.

—Por supuesto que sí...

Antes de que pudiese manifestar desacuerdo, William se alejó para ir en busca de su corcel, que se encontraba pastando a un par de metros de ahí. Regresó con él, y Vanessa comprendió lo que pretendía.

—No, no estoy vestida para cabalgar, y la montura no es acorde. Prefiero caminar...

—Y yo prefiero lo contrario... —Se apeó al caballo, y de su solo movimiento, se acomodó en la montura. Le extendió la mano para ayudarla a subir.

Podía tolerar el calor. Podía tolerar el agotamiento... lo que no podría tolerar era el contacto de su pecho desnudo contra ella, no sin la excusa del estado del sueño de por medio.

—Ya he dicho que prefiero caminar... —gruñó furiosa consigo misma y su terquedad. Estaba agotada, y el camino de regreso se perfilaba como eterno.

Se aferró a su falda y emprendió la marcha sin preámbulos, si dudaba, sucumbiría. Para su mala suerte, William también se abrazaba a su terquedad, la suya era más empática y solidaria, pero era terquedad al fin. A paso lento, avanzó detrás de ella. Se convertiría en su sombra.

—¿Qué haces?

—Te sigo...

—¿Por qué?

—¡Por si te desmayas en el camino, cariño!

¡Oh, no! ¿Cómo se atrevía a utilizar la carta «cariño»? Eso no estaba pactado.

Tendrían que reformular los términos del matrimonio. Nada de «cariño» nada de torsos desnudos bajo el sol... En especial lo último.

Había dicho: «te lo explicaré durante la cena». Y así sería. No le obsequiaría un segundo de dispersión de su parte, porque él se valía de ello. La enredaba en palabras, con anécdotas, peor aún, se las ingeniaba para desembocar en un tópico de conversación del cual ella no podía escapar.

—Estoy llegando a pensar que el sol fue creado solo para otorgarle a tus mejillas ese color. ¡Estás...

—No te atrevas —lo interrumpió.

¡Imposible, William Witthall era imposible!

—¿Atreverme a qué?

—A hacer eso que tú haces...

Torcían el protocolo a su gusto, por eso se sentaban frente a frente, con varios metros de madera como separador, de esa manera, las piernas no se rozaban y las manos se hallaban a salvo de cualquier caricia robada.

El sudor, el torso desnudo y los restos de tierra eran un recuerdo, su imagen era casi inmaculada; lo único que desentonaba era su cabello revuelto, todavía húmedo, y la sombra de una barba que pretendía dejar de ser sombra para convertirse en un rasgo distintivo.

—Lo siento, milady, no logro interpretarla. —Bebió un sorbo de vino para ocultar la pícara sonrisa.

—Permíteme disentir contigo... —No iba a jugar el mismo juego de cada noche.

—Por favor, disienta conmigo todo lo que quiera, lo encuentro... altamente gratificante.

Era un león, dispuesto a atacar, sabía cuándo hincar los dientes en su presa, el problema no era ese, sino que se presentaba ante el mundo como un indefenso gatito.

—¡William! —gruñó por lo bajo.

—¿Sí, Vanessa?

¡Era insufrible! No creía en poderes supremos, ni en conceptos religiosos, pero estaba llegando a pensar que algo existía más allá, y ese algo había decidido hacerla pagar por pecados pasados. ¡Vaya condena, vivir atada a ese hombre! Que la atravesaba con la mirada. ¡Sí, la atravesaba! Aunque eso era científicamente imposible. ¡Las miradas no atraviesan, señorita Cleveland! Se repitió.

El ingreso de los sirvientes con la cena puso una pausa entre ambos. Desplegaron las fuentes del menú de la noche sobre la mesa. Los ojos de Vanessa parpadearon desconcertados. Pero... ¿qué rayos era eso?

—Helen... —convocó a la muchacha que cumplía el rol de asistencia esa noche—. Por favor, dile a Beatrice que necesito hablar con ella, por favor.

Beatrice era una de las cocineras, había hablado con la mujer esa mañana para indicarle el cambio en el menú de la semana.

—Milady, lo siento —la pena en la voz de Helen era auténtica—. Beatrice se encarga de los almuerzos de los días martes, jueves, y de las cenas de los lunes y los miércoles.

Por instinto, los ojos de Vanessa fueron en busca de su esposo, que ahora rehuía del contacto visual.

—Y dime, Helen, ¿quién se encarga de las cenas de los jueves?

Tal vez el concepto de «atravesar con la mirada» no era tan ilógico después de todo, la expresión de William le decía que estaba sufriendo de algún malestar repentino.

—Martha, milady... ¿quiere que vaya por ella?

—No, Helen, gracias, no tiene mucho sentido ya... el pastel de carne y sesos ya ha sido servido.

«Sesos», el estómago se le revolvía con el simple hecho de decirlo. ¡Jamás se acostumbraría al estilo alimenticio de Inglaterra! No entendía esa afición por los órganos internos de los animales. Un buen trozo de carne de res, solo eso quería, en su defecto cerdo. ¿Era mucho pedir?

—Helen... —William intervino—. Por favor, dile a Martha que prepare una bandeja con queso, pan y fruta. Creo que con eso será suficiente por esta noche.

—Como desee, milord.

La reformulación de la cena motivó a Vanessa a recuperar el lugar perdido en la conversación.

—William, tenemos una conversación pendiente.

—Tenemos muchas cosas pendientes, esposa mía.

¡Sinvergüenza! El rojo de sus mejillas se extendió o todo su rostro. Ardía en furia.

—¡Witthall!

—¿He vuelto a ser Witthall? ¿Dónde ha quedado el «William»?

—Oh, no quiere averiguarlo, milord.

—Sí, quiero. ¡Por supuesto que quiero!

La vida de William había cambiado junto a esposa, él se redescubría cada día a su lado. Vanessa era una fuente de inagotable inspiración, y beber de ella era una cuestión de necesidad.

El cansancio comenzaba a devorar a la señorita Cleveland, su mente estaba extenuada de tanto pensamiento, y su cuerpo, que había experimentado una aventura inesperada explorando los terrenos Dorset, le recordaba que no estaba preparada para tanto.

Le dolía cada uno de los músculos de las piernas, ni mención hacer de los pies. A duras penas, se incorporó, en verdad estaba agotada.

—Pues tendrás que esperar, porque de momento prefiero retirarme a la recámara.

La preocupación atormentó a William, su esposa nunca daba por finalizada una discusión sin antes luchar con uñas y dientes, y esa apenas había dado inicio.

—¿Te encuentras bien?

William se reprochó su exigencia, porque de una u otra manera, así debía de llamarse. Le estaba exigiendo demasiado, lidiar con un condado como el de Dorset, con todos sus sinsabores y desaciertos era mucho para Vanessa.

—Sí, solo quiero descansar.

Unos minutos en soledad le hicieron replantearse las formas con sus infantiles evasivas. Debía de ponerle fin a esa luna de miel de juegos y recursos esquivos, por el bien del condado, por el bien de los empleados y, sobre todo, por la salud física y mental de su esposa.

Se apropió de la bandeja de quesos y fruta ni bien Helen estuvo de regreso. No cenaría solo, su lugar era junto a su esposa.

Vanessa ya llevaba puesta su ropa de cama y se encontraba recostada contra el respaldar, por lo visto, sus pensamientos no le daban respiro.

—Debes comer algo —dijo ni bien ella le dedicó su atención.

—Los dos debemos hacerlo —agregó Vanessa.

William había pasado la mayor parte del día trabajando bajo el sol, ante la ausencia de recursos financieros, utilizaba el único recurso que tenía: él mismo. Si no podía brindarle buenas condiciones de trabajo a sus empleados, los reemplazaba para que no sufrieran lesiones.

Vanessa se levantó, fue hasta él, tomó la bandeja para colocarla sobre la cama a modo de invitación y tregua. De inmediato, William ocupó el lugar que le correspondía en el lecho matrimonial, se descalzó, se apoyó contra el respaldar y estiró las piernas. Trozó el pan, el queso, y se lo entregó a su esposa. Hizo lo mismo para él. No era una cena digna de la nobleza, pero era la clase de cena sin pretensiones que ambos amaban. Una vez saciado el apetito, William se propuso a cumplir con su implícita promesa.

—Unos días antes de la boda, gracias a la intervención de Lord Sutcliff, tuve una reunión en la cámara de Lores. No fue necesario exponer mi situación financiera, ya estaban al tanto... algo que pareció no molestarles hasta que oyeron el nombre de Sebastian Dunne.

Las tierras de los condados debían quedar en manos de la nobleza, eso no se discutía. No era la primera vez que un lord caía en una desgracia financiera, ocurría más a menudo de lo que se pensaba, y no todos los lores estaban dispuestos a hacer beneficencia, menos cuando se trataba de buenos para nada como Witthall, dedicados al estudio de las letras y al arte. Pero el asunto tomaba otro matiz cuando «esos buenos para nada» recurrían a hombres como Dunne que solo pretendían hacerse con las tierras gracias a los bestiales intereses que reclamaban. Desmantelar un condado como Dorset y fraccionarlo para su venta era un negocio muy redituable.

—Fue una decisión arriesgada… me refiero al préstamo, con ella conseguí la atención que deseaba. Sé que es difícil confiar en mí, Vanessa...

Ni una palabra. Había dicho su nombre y no había obtenido resultado alguno. ¿Su esposa se reservaba la opinión?

Una profunda respiración fue su respuesta, se giró a ella, estaba profundamente dormida. Debió contenerse para no reír a carcajadas, roncaba, y un diminuto trozo de queso se había quedado prendido a la comisura de sus labios. De no ser porque él se encontraba en igual situación de cansancio, hubiese corrido en busca de papel y lápiz para retratarla.

Sí, ese rostro debía de ser retratado, aunque no esa noche...

Esa noche era de él, le pertenecía. Se acomodó de lado para observarla, y ahí se quedó, disfrutando de su esposa hasta que sus ojos se cerraron.

***

—¡Witthall!

Vanessa se hallaba ante una muy difícil dicotomía, si le daba tregua a William, no podía darles tregua a sus pensamientos, y así a la inversa. En ese balance, su esposo llevaba las de perder.

El asunto del prestamista había ocupado un segundo plano, los lores habían asumido el compromiso de la deuda, el pago total se haría efectivo en unas semanas. Tal acto de piedad traía sus pormenores, las ganancias del condado irían a la cuenta bancaria directa de la cámara, y la mayor concesión que le habían otorgado a Witthall era la nulidad de intereses. La completa ruina todavía no estaba descartada, sin embargo, ya había dejado de ser el único resultado posible.

Si eso fuese todo, Vanessa no tendría que desgarrar sus cuerdas vocales clamando por su marido cada vez que se hallaba ante una situación apremiante. Ya se había habituado al hecho de levantar una alfombra y hallar debajo de ella a un empleado, hacer a un lado una cortina, y que se develara otro empleado, así de inaudito era el asunto; solo dos personas vivían en la mansión Dorset, el otro centenar de habitantes correspondía a la servidumbre. ¿Estaba en desacuerdo? Ni hacía falta hacer mención. ¿Lo aceptaba? No tenía alternativa, había hecho una promesa y la cumpliría, así como él respetaba su parte del trato. Aceptaba todo... pero tenía un límite, y un cordero corriendo por el pasillo principal lo traspasaba. ¡Eso era otro cantar!

—¡Meredith, no lo dejes ingresar a la biblioteca! —le gritó a la doncella que se encontraba del otro lado del corredor.

—Sí, milady.

Las dos corrían detrás del pequeño animal que parecía un niño dispuesto a enloquecerlas con sus travesuras. Es más, acababa de burlarse de ellas cambiando de recorrido, ya no iba en dirección a la biblioteca, sino al salón de baile.

—¡Señor Atwood, es todo suyo! —El lejano balido del animal se alzó con un confirmado triunfo. Desde donde se encontraba no podía ver lo ocurrido, sin importar la certificación visual, sonrió—. ¿Lo tiene, señor Atwood? —Silencio rotundo—. ¿Señor Atwood?

El pequeño diablo blanco de cuatro patas atravesó el corredor una vez más, Atwood lo seguía por detrás rengueando.

—No se preocupe, milady... ya será mío —masculló cuando pasó junto a ella.

El cordero se encontró con su primer obstáculo, el gran ventanal cerrado que se comunicaba a los jardines. Frenó antes de impactar contra el cristal, resbaló, y al hacerlo, enredó sus pezuñas en el cortinado. El terror poseyó al animal, se retorció hasta liberarse, golpeó con una de las patas una pequeña mesa de exhibición, y el jarrón que cumplía su función decorativa sobre el mueble cayó al piso. Atwood, con una destreza inconcebible para su edad —debía de rondar los cincuenta años— se lanzó a la captura aérea de la pieza de porcelana.

Pobre hombre, no lo logró. No solo el jarrón se estampó contra el piso, también lo hizo su rostro y todo su cuerpo. Vanessa y Meridith compartieron un gemido de dolor.

—No se preocupe, milady, ya será mío —repitió Atwood sin moverse—, en cuanto descanse unos segundos, será mío.

***

—¡No quiero oírlo, William! Mejor dicho, no me interesa oírlo.

Vanessa estaba decidida, el animal regresaría al corral junto al resto de los animales. William le seguía los pasos a sabiendas de que se dirigía a un destino en particular, la cocina secundaria que se hallaba en el ala oeste, quedaba relegada para realizar las conservas y preparar los almuerzos para los empleados externos a la casa. Vanessa nunca había puesto un pie en el lugar, hasta ese día, ese momento, y lo hacía porque le habían informado que Berta Gordon, otra de las tantas cocineras de la mansión, la que gobernaba en ese territorio, había conseguido capturar al cordero.

—Permíteme tomar la responsabilidad, cariño.

—¿Tú? ¿Tomar la responsabilidad? —bufó con enfado—. Si fueses responsable el cordero no hubiese entrado a la casa en primer lugar.

Un jarrón roto, una cortina dañada y un diente menos en la mandíbula de Leonard Atwood, ese había sido el desenlace final.

—Tienes razón...

¿William dándole la razón? Eso sí era una sorpresa única.

A pasos del ingreso a la cocina, la detuvo.

—Espera, por favor, espera.

—¿Qué sucede?

—No te enfades...

Cuando iniciaba una oración de esa manera, nada bueno le seguía a continuación. Y su hipótesis nunca fallaba, lo que encontró dentro de esa cocina fue, nada más ni nada menos, que una réplica del arca de Noé dentro de la condenada mansión: gallinas, gansos, ovejas, un caballo enano, el cordero rebelde y un cerdo que parecía ser el inquilino con más antigüedad. Entre ellos, Berta y Jocelyn, su ayudante, llevando a cabo las labores sin problema alguno.

El hedor que perfumaba el ambiente era digno de un establo, no de una cocina anexa. Vanessa se cubrió la nariz hasta que pudo acostumbrarse. Las venas de su cuello cobraron notoriedad, esa sería la gota que rebalsaría su copa. Estallaría.

A William, el silencio de su esposa le sentó fatal. Debía de regresarla en sí, estaba perdida en el limbo de la decepción, lo notaba.

—Dilo, te hará bien, cariño... vamos, grita: ¡Witthall! —Era requisito fundamental para Vanessa exorcizar el negativo sentimiento.

Nada. No se movía. ¿Acaso respiraba? Sí, respiraba, su pecho se hinchaba.

Berta y Jocelyn se giraron para brindarle atención a los presentes. No preparaban conservas, eso había sido una piadosa mentira, se encargaban de la limpieza y la alimentación de los animales convertidos en mascotas.

El amo y señor de la cocina, con sus más de ciento cincuenta kilos, abandonó su cama de heno para ir a inspeccionar a la recién llegada.

Lo que faltaba, un cerdo embistiéndola.

—¡Jocelyn! —Berta puso en aviso a la muchacha, ella reaccionó, sabía qué hacer. Tenía una hermosa amistad con el cerdo.

—Ven aquí, Weymouth... —El cerdo modificó la dirección de su andar y fue en busca de Jocelyn.

«Weymouth», ¿había oído bien?

—¿Cómo lo ha llamado?

William agradeció a los cielos la reacción de su esposa. No estaba preparado para la viudez.

—Weymouth...

—¿Weymouth como Lord Weymouth, el padre de Elliot Spencer?

—Sí, míralo caminar...

La cabeza de Vanesa se movió de un lado al otro, de un lado al otro, imitaba el andar del cerdo... Contuvo sus ganas de reír. Odiaría a William por eso, no podría volver a mirar al padre de Elliot sin pensar en el cerdo.

—¿Y cómo llegó Weymouth a este lugar? —Quería comprender la razón de tal locura animal.

—Una infección en sus ojos lo dejó ciego hace un par de años, en aquel entonces no me pareció correcto dejarlo a la intemperie.

—¿Y cuál es la excusa para él? —señaló al caballo enano.

—¿Villiers?

Lord Villiers apenas alcanzaba el metro sesenta de altura, los caballeros solían burlarse de su altura a sus espaldas.

—Sí, él.

—No se lleva bien con el resto de los caballos.

—¡Mira tú!

Vanessa no sabía si llorar o reír. En realidad, si sabía qué hacer. Reír, al fin de cuentas se había casado con el conde loco. ¿Qué se podía esperar? Observó al resto de los animales, una de las ovejas mostraba una muy notoria cojera, la otra tenía la cicatriz de una profunda herida en la cabeza, a una de las gallinas le faltaba un ojo, a otra, plumas...

El ganso, que se pavoneaba a lo largo y ancho del lugar, decidió presentarse, picoteó los botines de Vanessa consiguiendo su atención. Parecía en perfecto estado.

—¿Cuál es la historia triste de este ganso?

—Es un «ella».

—Ah, ya veo... —No cedía con sus picotazos ¡Vaya carácter! —. ¿Cuál es su historia?

—Es otra excluida social como Villiers, el resto de los gansos la rechazan.

—¡Ya me imagino por qué! ¿Cómo se llama? —Le intrigaba saberlo, la creatividad de William la tenía anonadada.

—No tiene nombre aún...

Vanessa se agachó para enfrentarla sin temor a recibir un picotazo. El efecto Witthall finalmente hacía efecto en ella. Lo absurdo dejaba de serlo, y la lógica, poco a poco, perdía su sentido.

—Tendremos que solucionarlo entonces. ¿Qué te parece... Eleanor?

Le recordaba a la tía de Cameron. Se sonrió ante su picardía.

—Me agrada —respondió William feliz de la disposición de su esposa.

—No te lo pregunté a ti, sino a ella.

El graznido no se hizo esperar.

—Definitivamente le agrada —confirmó William. Compartieron una mirada de satisfacción.

—¿Y el cordero? —recordó Vanessa de repente.

—¿Qué hay con él?

—Necesita de una buena excusa, rompió un jarrón... y se burló de Atwood.

Tenía una buena excusa, William no tomaba decisiones movido por frágiles emociones, no, siempre existía un motivo. Fue en busca del animal que, luego de la intensa aventura, descansaba junto al fuego. Lo cargó en brazos y regresó junto a Vanessa.

—Nació antes de tiempo y su madre lo rechaza... solo no pasará el invierno.

Los oscuros ojos del animal hicieron contacto con los de ella, o así lo creyó Vanessa. ¿Estaba enloqueciendo? Sí, lo estaba haciendo. Lo acarició.

—¿Cómo lo nombraremos? —preguntó William consciente de que acababa de convertir a su esposa en cómplice.

Se miraron, miraron al cordero... era bello, a simple vista perfecto, blanco inmaculado y si lo mirabas por más de unos segundos, te robaba un suspiro.

—¡Webb! —dijeron al unísono y se sonrieron.

La historia de Lord y Lady Demente daba inicio.

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