Vanessa

Vanessa


Capítulo 7

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Capítulo 7

Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Ese era el lema por el que Vanessa se rigió en los días siguientes con un éxito bastante aceptable.

Como no podía echar a los animales al único y destartalado corral que tenía el condado de Dorset, decidió que al menos se llevaría a cabo la tarea bajo el techo de la casa, pero con todas las normas de higiene posibles. El gran problema: que día a día se encariñaba con esos animales que debieron ser comida y pasaron a ser mascotas.

El segundo punto en el que Vanessa logró imponerse fue en el orden del centenar de sirvientes y empleados. Cansada de intentar entender cómo se habían manejado hasta el momento, diseñó su propio sistema de tareas y asignaciones, el cual colgó en una vieja pizarra que supo ser de William cuando tenía institutrices, y allí designó fechas, horas y actividades. Por supuesto que no salía todo a la perfección, la mayoría de los empleados no sabían leer y si hubiera tenido un segundo para algo más que no fuera detener la catástrofe, hubiese dedicado un par de horas al día para enseñar.

—Oh, Amy, si supieras… tú tampoco necesitabas viajar a América, aquí podrías dictar clases como una maestra. —Descartó de inmediato el segundo de nostalgia y regresó a la vorágine que le consumía dieciséis horas al día.

De modo que la única lección impartida fue la de reconocer sus nombres en la pizarra, luego de eso, más o menos cada uno podía adivinar qué tarea les correspondía.

En última instancia, se había abocado a la refacción de la casa. Nada de diseño o buen gusto, con que no se les lloviera el techo y no se generaran corrientes heladas en el invierno bastaría.

Tenía una ventaja a su favor: la biblioteca. La gran biblioteca de Dorset era un tesoro, nada tenía que envidiar a la de Johnson o a la de Cleveland. Allí, colgada de los estantes, halló lo que buscaba.

—¡Eureka!

Meridith y Hirsch la observaron con asombro, confirmando lo evidente: la nueva Lady había caído en el embrujo de locura que tocaba al condado.

Allí, con el cuerpo pendiendo de la escalera de la biblioteca, con las faldas llenas de polvo, el cabello en una trenza que le llegaba a mitad de la espalda y una camisa que ya no era blanca, sonreía de modo demencial.

—¿Milady? —se atrevió a preguntar Meridith.

—¡Carpintería! —Vanessa descendió de la escalera en un salto que no le hizo doler, pues la moda lejos quedaba de Dorset. Lady Witthall se había rendido a vestir como campesina, con zapatos cómodos, faldas amplias y ropajes que no dieran pena cuando no sirvieran ni para trapos.

—Pero… ninguno de nosotros es carpintero —musitó Hirsch.

—Para eso están los libros, mi querido señor Hirsch —Era el día libre de Atwood según las indicaciones de la pizarra—. Para eso están… ¡Vamos!, aprendamos juntos cómo arreglar esa viga antes de que se nos caiga en la cabeza. ¿Will… el conde?

—El conde se encuentra con las ovejas, comentó algo sobre arriarlas.

No le sorprendía. Se habituaba a las andanzas de su marido, tanto que ella se había convertido en una aliada. ¿Acaso no planeaba arreglar una viga con sus propias manos? Bueno, quizá no «con sus manos», pero sí guiaría las de Hirsch según las instrucciones de «Manual de carpintería industrial de Cosme Dylanson».

Salieron de allí hacia el pasillo, donde los cientos de sirvientes llevaban a cabo sus nuevas asignaciones. Giddeon estaba feliz con el cambio, pues le tocaba cambiar el heno de los animales, y aunque la tarea podía ser asquerosa a veces, le permitía estar cerca de ellos y jugar un poco. Él quería ser jefe de cuadras, pero ya había seis.

—Bueno, señor Hirsch —empezó Vanessa—, lo primero que debemos hacer es cortar la parte podrida de la viga. Sube aquí —Señaló un banco de metal que parecía lo suficientemente firme como para sostener el cuerpo del hombre—, y con el hacha corta allí y allí… con cuidado de que no se te caiga en la cabeza. Llamaremos a… —Los nombres aún le eran esquivos. Meredith se encargó de salir al rescate.

—Ernest… Ernest está libre hasta las cuatro.

—Bien, gracias, Meredith. Ve a buscarlo…

A los pocos minutos, Ernest y Hirsch hachaban una vieja viga para poder reemplazarla.

—Luego, según esto —explicó la condesa—, necesitamos unir con la madera nueva. —Indicó con el mentón el leño que esperaba contra la pared—. Necesitamos clavos… —Meredith asintió contabilizando los materiales—, martillo y cola.

—Falta cola —se lamentó la mujer.

—Oh, pero la cola es muy fácil de hacer. Ustedes sigan aquí, iré a hablar con Garret para que me ayude a prepararla.

La joven salió disparada, ansiosa por terminar con su primer experimento de carpintería. Le agradaba, si bien siempre se había dedicado al estudio de filosofía, política e historia, las tareas prácticas la enriquecían para ver el mundo de manera simple y sencilla, como era la vida en realidad. Todas esas personas que dependían de ella se encontraban a merced de la suerte del condado por la simple razón de que nadie los había educado. Los mantuvieron ignorantes para que dependieran de un hombre culto, y ahora que ese hombre culto no podía proveerles una vida a cambio de sus servicios, quedaban desamparados.

No quiso detenerse en el sentimiento que le provocaba saber que William no se había desentendido como hicieran tantos otros antes de él. Como ella misma había pensado en hacer ni bien puso un pie en el condado. Esos hombres y mujeres dependían de ella, y no les fallaría. Encontraría el modo, se dijo, y la demencial esperanza que embargaba a su marido se le contagió, haciéndola sonreír.

—Garret, harina, agua, un cuenco viejo… ¡haremos cola! —exclamó feliz como una niña.

En medio del proceso de fabricación, se percataron de que necesitaban algo para revolver y luego aplicar. Debía ser desechable, y por desgracia, todo allí servía y mucho. No se podían dar el gusto de desperdiciar ni un cucharón.

—Iré al altillo a ver qué encuentro que nos sea de utilidad. Tú deja ese mejunje aquí hasta mi regreso —ordenó.

Su cuerpo se movía con energía inagotable. Atrás habían quedado los días en que su anatomía no respondía producto de la vida calma de estudio. Notaba los cambios que su nueva condición marcaba en ella, brazos firmes, piernas torneadas y un vientre plano que parecía no tener fondo por la cantidad de alimentos que ingería. Por las noches, por fortuna, caía en un profundo sueño que le permitía no pensar en el deseo que William le despertaba, ni en que cada vez era más frecuente que se acurrucara junto a él buscando su respiración y su calor.

Avanzó por los corredores, los veía con cierto encanto pese al deterioro. La mansión supo ser hermosa antaño, y Vanessa deseaba poder devolverle el esplendor. Pero antes… antes los empleados, antes las familias que dependían de ellos, los campos que tenían que ser redituables, las inversiones, el progreso. Demasiadas cosas que pese a todo no le quitaban las ganas de soñar. Ya era toda una Witthall.

Solo una cosa restaba para que eso fuera cierto al cien por cien: la consumación. Un asunto que posponía con excusas como el cansancio, los nervios y la falta de tiempo. La realidad era que, al igual que el primer beso, no sabía cómo abordar el tema. No sabía nada del asunto, y para su total bochorno, lo poco que aparecía en los libros no era de ayuda. O era de demasiada ayuda, caviló al recordar el tomo ilustrado hallado en los estantes de la biblioteca de Dorset. Sus mejillas ardieron por completo. ¡Maldito saber teórico que invita a la práctica!, maldijo mentalmente mientras las imágenes con sus respectivas explicaciones se dibujaban de manera difusa en su cabeza con dos actores por demás de conocidos: William y ella.

Llegó al fin a las puertas del altillo. Sin pensar demasiado, porque su traicionera mente se enfocaba en el cuerpo de su esposo desnudo, sudado, musculoso y con la piel brillante, se dio de lleno con la madera que no cedía. Exclamó un ahogado «auch» mientras se frotaba el hombro. Era la primera vez que encontraba algo cerrado en esa casa. Nada estaba vedado allí, ni para los sirvientes, ni para los animales. Webb era una prueba de eso, recordó con una sonrisa.

—¡Witthall! —lo llamó para no perder la costumbre. Luego recordó que estaba en mitad del campo. ¿Cómo se llamaba el ama de llave de turno?, Lisa, Louisa, Lena, Lara… No, no lo recordaba.

Sin detenerse a pensar en los motivos de que la puerta estuviera cerrada, se dispuso a abrirla con la ayuda de lo que tuviera a mano. Luego se preocuparía por explicarle a William el motivo y hallar al ama de llaves de turno para que volviera a cerrar. Era prioridad hacer la cola para terminar de arreglar la viga y poder empezar con las refacciones del techo.

—Una cosa a la vez —se recordó mientras movía una horquilla dentro de la cerradura—, un paso pequeño, obstáculo por obstáculo. Y ahora es el altillo… —Dos movimientos más, y listo. Vanessa se aplaudió por su nueva habilidad adquirida, pues no había día que no aprendiera algo junto a William.

Sin embargo, la euforia se esfumó de un plumazo cuando sus ojos se habituaron al paisaje ante ellos. El altillo no era tal, sino un improvisado estudio de arte… de un magnífico arte. Unos cincuenta cuadros impresionantes, uno más bello que el otro. Colores, vida y sentimientos atrapado en los lienzos.

Quien quiera que los hubiera hecho era el artista más talentoso que ella hubiese conocido jamás, y las sospechas le arrojaban un nombre, un hombre, una única persona capaz de convertir todo en arte… William Witthall.

Avanzó a paso lento, a sabiendas de que, sin proponérselo, se adentraba en terrenos íntimos. Allí, su esposo era más él que en cualquier otro lugar, no era el conde, no era el loco, era tan solo William.  Con su horquilla, sabía que no solo se abría paso al estudio sin ser invitada, sino también al corazón de su marido, a ese lugar en el que se negaba a entrar por miedo, por el miedo a salir herida como en el pasado y por el pavor de que el efecto Witthall terminara por cambiarla por completo, por hacer de ella la verdadera Vanessa Cleveland, la mujer que no se atrevía a ser y se escondía en los libros y en los estudios.

Entre todas las pinturas, una pareció llamarla, invitarla a la contemplación. Se acercó, y la impactó. Era ella, era más ella que la imagen que le devolvía el espejo cada mañana, porque era Vanessa a través de los ojos de él. Se encontraba en un bosque, parecía el de los Thomson solo que la rodeaba la niebla. Su mirada era triste, transmitía tanta pena que sin darse cuenta los ojos se le anegaron. Parecía mirar el paisaje sin ver, pero lo más curioso de ese cuadro era que pese a eso, brillaba, Vanessa era el único toque de color entre la niebla.

Cuando pudo romper con el hechizo, observó la fecha, databa de unas semanas después del encuentro en Sameville, y efectivamente lo firmaba WW. Lo volteó, detrás, el título de la obra le anudó la garganta: «La ninfa de los duendes».

Otros lienzos la volvían a mostrar, no era el único. «Filosofía» era uno en que se la veía amando el saber, con un libro en manos bajo la tenue luz de una vela. En cada pintura se exponían dos cosas con demasiada fuerza, la tristeza de Vanessa, el dolor que ella cargaba, y el amor de William al verla, el modo en que siempre, a como diera lugar, la iluminaba. Con un resplandor, con un rayo de sol, con un trueno, una vela, una fogata. Cerca de diez cuadros la tenían de musa.

Vanessa tomó el palo que usaba su esposo para diluir la pintura y dejó el lugar. Tenía lo que buscaba, arreglaría la viga…

Entonces, ¿por qué demonios no podía dejar de llorar?

***

La actitud distante de Vanessa lo inquietaba. Mentiría si dijera que no extrañaba los ¡Witthall! en boca de su esposa. Los reclamos, las locuras, las disertaciones y las miradas.

En resumen, extrañaba a Vanessa Cleveland, a la muchacha que había elegido por esposa.

No sabía cuál había sido el detonante, pero la distancia entre ellos era agobiante. Lady Witthall buscaba las excusas para no almorzar con él, ni cenar, y aunque el pacto entre ellos era el de compartir lecho, Vanessa llevaba algunas noches «quedándose dormida» en la biblioteca.

William había ahondado en sus actitudes extravagantes con el fin de llamar su atención sin conseguirlo. El único remedio era la franqueza, algo que con su esposa se podía convertir en un arma de doble filo.

La conocía, llevaba meses observándola, era su musa, su inspiración. Había descubierto las emociones que Lady Witthall escondía tras su fachada de mujer distante, fría y cínica, y enfrentarla podía costarle perder el terreno ganado. Sin embargo, cada día de distancia era un metro retrocedido.

—Cariño —Hizo uso del apelativo—, creo que por hoy terminamos.

—Tengo que ver unos libros más, y enseguida finalizo —fue la excusa esgrimida. William la observó desde el umbral de la biblioteca. Vanessa estaba en el sillón que ya había usado para dormir un par de noches, con los libros en el regazo, el tintero en una mesa auxiliar y la pluma danzando en sus dedos. No alzaba la vista hacia él, no lo miraba, y eso dolía un poco.

—Entonces pediré té y te haré compañía —propuso. Antes de que la protesta abandonara los labios de su esposa, él ya se dirigía a la cocina para prepararlo. No se molestó en solicitar asistencia, era completamente capaz de preparar el té con sus manos. Además, quería aprovechar la intimidad de esas horas en las que ni los grillos cantaban. Volvió a la biblioteca para encontrarse a una Vanessa ensimismada. Ya no leía los libros contables ni anotaba cosas. Tenía la vista puesta en la llama de la vela que se daba el gusto de desperdiciar solo para mantenerse alejada de su marido.

Ella lo sintió regresar, y su corazón salió disparado dentro de su pecho. No quiso cortar el hechizo, siguió con el rostro hacia un lado mientras recordaba la imagen del lienzo. A los pocos segundos, William le colocaba en las manos la taza y la instaba a beber.

La sensación de calidez no se la dio solo la infusión, sino también la cercanía de su marido, los cuidados de él. No se atrevía a preguntar, no podía, se sentía confundida y eso era nuevo para Vanessa. No tenía respuestas a lo que le sucedía, ni explicaciones, William despertaba en ella sentimientos, y no sabía cómo manejarlos. ¿Se manejaban o eran ellos los que tomaban el timón?, parecía ser lo segundo, y estar a merced de eso la aterraba.

Su madre había muerto cuando ella tenía ocho años, los recuerdos que conservaba de la mujer la mostraban como tímida y reservada, como si no quisiera demostrarle demasiado cariño en público. Los momentos más dulces fueron a su lado en soledad, sin la presencia de Robert. Su padre… su padre era una astilla clavada en algún lado, a veces se olvidaba que dolía, otras, no podía pensar en otra cosa. Toda la vida buscando su aprobación, su cariño, para chocar una y otra vez con un muro. Y el último golpe lo había dado Johnson, una herida que aún sangraba. Porque Philip pareció ser distinto, celebraba sus logros, la motivaba a estudiar, le permitía ser … y le había mentido.

Algo le decía que, si William le fallaba, si él lo hacía… no podría sobrevivir a eso. ¿Cuándo se había vuelto tan importante para ella? ¿en el mismo momento en que ella se convertía en una musa para él?

—Vanessa… —la llamó Witthall—. Bebe, te hará bien. Y luego… luego dime qué ocurre. Sé mejor que nadie que las tareas del condado son abrumadoras, las llevé de manera pésima por años. Conozco el peso, y la idea es compartirlo, no ponerlo solo en tus hombros.

—No es eso… —William esperó a que se abriera. Vanessa bebió un sorbo de té y al fin se atrevió a alzar la mirada y fijarla en los ojos castaños de su esposo. La transparencia la llamaba, le parecía el hombre más honesto del mundo y eso la relajaba. Sentía una inmensa necesidad de pasar las manos por los bucles oscuros de sus cabellos, por la incipiente barba que dibujaba su mentón, por los labios llenos que extrañaba besar—. Espero que no te enojes, quiero que sepas que no fue adrede.

—Dudo que puedas hacerme enojar…

—Entré al altillo —confesó—. Buscaba algo para arreglar la viga del corredor, y entré por más que tenía llave.

—Veo.

—No quise violar tu intimidad, William. Es…

—No lo hiciste, no pongo llave por ti, Vanessa, no te estoy ocultando nada. Es solo la costumbre, del mismo modo que hago esto —remarcó, y Vanessa siguió el movimiento de la cuchara dentro de la taza. Una sonrisa asomó por la comisura de sus labios, lo había notado, Witthall revolvía el té siempre con tres giros hacia un lado y tres hacia el otro—. No recuerdo cuándo empecé a hacerlo, solo lo hago. Lo mismo con la llave.

—No recuerdas cuándo, pero recuerdas por qué. —La curiosidad se abrió camino en Vanessa, y en esa ocasión fue William quien sonrió. La recuperaba, volvía a ser Vanessa, la muchacha en quien las ganas de saber vencían sobre los miedos y la cautela.

Lady Witthall dejó los libros aparte, la pluma en el tintero y se sentó en canastita sobre el sillón, dejando el espacio de su lado libre para que William lo ocupara. Lo llamó con un movimiento de mano, y su esposo no dudó en dejar el lugar enfrentado para acercarse más. Lo hizo llevando consigo el cobertor de lana, pues el hogar comenzaba a consumirse y el otoño mostraba indicios de invierno. Se cubrieron ambos, dándose calor mutuamente, y en lugar de ahondar en el pesar de Vanessa, Lord Witthall abrió la puerta de su altillo, del único lugar que aún no era de su esposa, no por negárselo sino por costumbre.

Tampoco sabía cuándo había cerrado esa habitación de sí mismo, solo sabía cuándo la había abierto: En Sameville, cuando la conoció. Desde el beso compartido era consciente de que estaba incompleto, de que se había privado de ser él mismo por mucho tiempo. Esa certeza que Vanessa le había dado sin imaginarlo, al recordarle sus palabras sobre el amor, sobre el arte y el saber, fue la que lo hizo comprender que la necesitaba en su vida, que era la indicada para él en todos los sentidos posibles. Era la razón que le faltaba, la ciencia que lo equilibraba, la frialdad tantas veces necesaria. Era su complemento. Necesitaba que lo viera tan claro como él, ya conocían sus opuestos, era tiempo de sus semejanzas.

—¿Sabes cómo se inició el rumor de mi locura? —preguntó William.

—Hmmm, supongo que te encontraron hablando con duendes. —Ahogaron las risas para no romper la quietud de la noche.

—No, eso fue después. El rumor comenzó con mi madre, la anterior Lady Witthall. —William rellenó las tazas antes de seguir—. Mi madre sí estaba loca, o por lo menos eso dijeron los médicos, yo, en cambio, ando sin diagnóstico por la vida. —Se sonrieron, y Vanessa se permitió apoyar la cabeza en el hombro de él. Dejaron que la vista se acostumbrara a la ausencia de luz. La llama de la vela se consumía a la par de las del hogar—. Pasaba de momentos de completa euforia a momentos de tristeza absoluta. Cuando los arrebatos de alegría llegaban, era vivaz, arriesgada y escandalosa. Llamaba mucho la atención, hasta que todos se horrorizaban de su comportamiento. Luego, cuando la tristeza arremetía, se encerraba a llorar por días, no comía y a veces se lastimaba. Mi padre solo tenía una solución para el problema, vigilarla con los empleados y sirvientes, pero no era suficiente. Cuando lograba hacer algo que lo avergonzaba, el correcto conde de Witthall hacía lo que correspondía: culpar a la servidumbre y despedirlos sin referencias. Hasta que mi madre en uno de sus momentos de baja anímica pasó de solo lastimarse a terminar con su vida.

—Cuánto lo siento, William. —La voz de Vanessa salió cortada. No esperaba semejante confesión, no imaginaba una vida de dolor detrás del conde loco. Parecía tan entero, tan feliz.

—Yo también lo hago. —Las manos se unieron bajo el cobertor—. Sé que ella sufría, que fue su forma de terminar con eso. Y desde entonces, la mancha de la locura me roza, me acaricia. Al principio me molestaba, porque sentía que se burlaban del recuerdo de mi madre con sus comentarios maliciosos, después comprendí que podía sacar provecho. Se alejaban de mí, me dejaban en paz, y cuando aprendí a ignorar los comentarios, entonces todo se hizo más fácil. A veces me divierto, mucho…

—¿Cuando hablas de duendes en la cámara de lores? —Las carcajadas sonaron en la biblioteca.

—¡Tendrías que ver sus caras! De todos modos, milady, le reitero que es cierto que creo en los duendes.

—Eres imposible. —Vanessa remarcó sus palabras con un suave golpe en el pecho de su marido y aguardó a que continuara. Aún no habían llegado a la puerta del altillo.

—Sin mi madre, mi padre tuvo demasiado tiempo para atender todos mis defectos. —William prosiguió con su relato—. Lo que dije en casa de Johnson es cierto, el anterior conde era un hombre conservador, él empezó con el deterioro que hoy ves. Se negaba a invertir, a industrializar… Su idea de lo que son un condado y un conde era algo retrógrada, y quiso inculcármela.

—¿Cómo? —Vanessa fijó sus ojos cafés en los de él y leyó allí la parte de los golpes a modo de castigo, de los gritos y las penitencias. No le pidió que se explayara, no era necesario, conocía esos modos de «educación» tan arraigados en la cultura.

—Creía que un conde debía ser un hombre racional, frío, de nervios de acero, capaz de impartir disciplina a los empleados e imponerse ante cualquiera. Nada que no fuera la administración de las tierras era permitido, ni ir al teatro, ni pasear por los parques, ni asistir a las carreras… solo el condado. Detestaba a los burgueses, a la clase media que comenzaba a crecer con las industrias, detestaba todo lo que no fuera nobleza y su idea de tal cosa.

—Por eso vendías tus poemas —comprendió Vanessa.

—Sí, porque era un modo de rebelarme sin que mis acciones recayeran en los demás. Antes de descubrir ese medio, y el de permitir que me dijeran loco, mi padre solía castigar a los sirvientes por mis pecados. Igual que hacía con mi madre. De modo que no me quedó más remedio que ingeniar un método novedoso, como ser un burgués. —Sonrió y los dientes, blancos, destellaron en la oscuridad de la biblioteca.

Vanessa tenía todas las piezas del rompecabezas Witthall. El condado destruido no era algo de esa generación, no se trataba de un daño ocasionado por él. Y por encima de eso, la necesidad de proteger a los empleados, a aquellos que dependían de él. Los había visto pagar los platos rotos de sus señores injustamente, y prefería la bancarrota que repetir la historia.

—Tenías el arte prohibido ¿verdad?, esa era otra de las absurdas normas del odioso Lord Witthall. —Sí, Vanessa ya lo había apodado odioso, y nada le quitaría el mote en su mente. Un hombre que había mutilado de ese modo el espíritu de su hijo no se merecía contemplaciones. No pudo evitar pensar en su propio padre y en el modo en que también había dejado cicatrices en ella.

—Sí, no solo a su ver era indigno de un conde, sino también, de un hombre. Solo los afeminados se dedican al arte…

—¡Patrañas! —Vanessa se incorporó en el sillón, presa de la furia—. Dime que no le has creído, William. Dime que no te dejaste vencer por ese esnob, ese… ese… —Las palabras se esfumaron, porque «ese» era el padre de su esposo y no quería herir los sentimientos de Witthall más de lo que su antecesor había hecho.

—Por un tiempo lo hice, no voy a mentirte. Por varios años, de hecho, y cuando heredé el condado, el peso del legado estaba en mí. ¿Has visto las pinturas, verdad? —inquirió.

—Sí… —Vanessa tembló. No quería abordar el tema, no podía, su habitación permanecería con llave un tiempo más.

—Entonces conoces el resto de la historia. —La mano de Witthall se posó en su mejilla, la acarició con suavidad. Vanessa era su obra de arte, la que él intentaba inmortalizar para que otros tuvieran el placer de observarla como él lo hacía—. Sabes hasta cuándo creí en las palabras de mi padre, sabes el momento exacto en el que yo exclamé ¡Patrañas!, y volví a tomar el pincel. Y si me preguntas por qué, te lo diré, pero solo si tú lo pides.

Y allí, un nuevo desafío lanzado al aire, uno cargado de verdades. Al igual que la consumación, la declaración de amor de William esperaba de su equilibrio en el platillo de Vanessa. Porque para que las cosas funcionaran se debían dar así, de igual a igual. Por fin la señorita Cleveland conseguía lo que toda la vida había buscado, cosechaba lo que había sembrado con tanto esfuerzo, en tantos campos áridos y en tierras infértiles. Solo debía verlo, el velo estaba por caer.

No sería esa noche, aunque el momento se presentaba para dar un paso adelante. Uno pequeño, del mismo modo que sortearon todos los obstáculos a los que se enfrentaron en esas pocas semanas de matrimonio.

Se pusieron de pie, tomaron la vela que apenas alumbraba y caminaron juntos, envueltos en la cobija, hasta la habitación conyugal.

—William… —La ilusión tiñó la mirada del hombre, y aunque las palabras en labios de Vanessa no fueron las esperadas, sonaron a la bella melodía en sus oídos—. ¿Puedes abrazarme hasta que me duerma?, tengo frío —fue la tierna excusa que lo hizo sonreír. Por supuesto que la abrazaría, a él le sobraban los motivos.

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