Vanessa

Vanessa


Capítulo 8

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Capítulo 8

El condado de Dorset era una realidad aparte, los días rompían su lazo con el tiempo, transcurrían sin necesidad de ser marcados por las manecillas de un reloj; para lo único que servía el calendario era para el cronograma de organización de labores semanal, nada más. La llegada de la primera helada fue lo que puso en alerta a Vanessa de las fechas actuales. Las festividades golpeaban a la puerta para recordarle que la vida junto a su esposo en la calidez del hogar —metáfora utilizada para exponer la relación creciente entre ellos, porque demás estaba decir que el frío del infierno se colaba por cada hueco de la mansión convirtiéndola en un palacio de hielo— debía ser puesta en pausa. Por supuesto que estaba deseosa de encontrarse con sus amistades, ansiaba ver cuánto había crecido Nala y el vientre de Miranda. También quería comprobar con sus propios ojos el estado de Henriet, la mujer confesaba en sus cartas estar en perfectas condiciones de salud, lo dudaba, tenía espías en Londres que le decían lo contrario. Por sobre esto, otra responsabilidad se elevaba, cumplir su nuevo rol junto a William, y no era por simple exposición social, ni camaradería, sino por imperiosa necesidad, debían exhibir la imagen perfecta, demostrar que el condado finalmente se recuperaba para iniciar una nueva y provechosa etapa. Ni mención hacer que, en breve, debería pujar por obtener el mejor precio por sus semillas y el ganado en el mercado. El desprestigio era un manto que cubría a Dorset desde hacía más de una década, y extirpar ese concepto sería la labor más difícil de todas.

No tenían alternativa, debían atravesar los muros del exilio que habían construido por propio deseo. Amaban ese exilio, ahí el trabajo era duro, y te llevaba a la cama a última hora del día con el sueño colgando de las pestañas. En Dorset, el olor a pan recién horneado te levantaba mucho antes de que el sol se dignase a aparecer. En ese lugar, la vida de la nobleza formaba parte de un cuento de hadas, porque en Dorset no existían condesas aburridas ni condes ociosos, no, existían mujeres y hombres dispuestos a trabajar de sol a sombra con una sonrisa en los labios.

Pero esa historia, la real, no debía contarse, quedaba como un dulce secreto compartido puertas adentro. Fuera, la pantomima debía ser representada. William Witthall era un experto interpretando papeles, y se había asegurado de unirse en matrimonio con una mujer poseedora de la misma maravillosa habilidad.

El regreso a Londres fue lo opuesto a su partida, el silencio había sido desterrado entre ellos, siempre existía un tópico de conversación, cuando la administración del condado quedaba en segundo plano, era suplantada por debates socio-culturales, por lecturas compartidas en voz alta o por los divagues trascendentales de William.

Ya no contaban con una casa familiar en la ciudad, años atrás había sido ofrendada en sacrificio para evitar la decadencia. Por tal motivo, debieron de recurrir a las amistades, unas que llevaban semanas esperando por la confirmación de la visita. Las invitaciones de hospedaje fueron muchas, y aunque Vanessa se vio tentada a aceptar la de su amiga Cameron, William, con esos encantos que se multiplicaban como flores en primavera, la convenció de corresponder a la invitación con mayor relevancia sentimental: los Johnson.

Desde la boda que Vanessa y Sir Johnson no habían vuelto a intercambiar palabra alguna, cualquiera diría que el paso de los meses menguaría el desacuerdo entre esos dos. Cualquiera. No ocurrió. Philip no era un terco, solo respetaba la terquedad de la muchacha, o esa era su excusa, ni Henriet ni él lo sabían. Lo único que reconocían era que la mediación era la herramienta de supervivencia, era cuestión de días, nada más, la visita se extendería mucho, pero para Vanessa y Philip eso podía ser una eternidad de sinsabores y silencio. Planearon una estrategia que les permitiría a todos convivir en simulada armonía. William se encargaba de Philip, generaba conversaciones hasta con el vuelo de una mosca y, cuando podía, lo llevaba fuera de la casa o improvisadas reuniones con sus pares, una disertación por aquí, otra por allí.

Henriet cumplía con su parte de la emboscada.

—Sé lo que traman, Henriet... —la instó Vanessa con la confianza todavía fresca entre ellas.

—¿Tramar? ¿Quiénes?

Estaban preparándose para un paseo matutino, el enfado que Vanessa demostraba contra Sir Johnson no solo involucraba la decepción del pasado no muy lejano, también incluía ese presente de Henriet. ¿Cómo podía ser que no la obligara a caminar, a salir en busca de una bocanada de aire fresco? La mujer tenía el cuerpo entumecido por la falta de ejercicio.

—Tú y William... no me engañan. Y, además, no necesitan hacerlo. —Ajustó el cuello del abrigo de Henriet y le entregó el bastón—. Ya estamos listas. —Le sonrió, y le tendió el brazo para que se sostuviera.

¡Vaya que le hacía falta ejercicio, debía descansar a cada peldaño de la escalera!

—Dime, qué quieres decir que con eso de que «no necesitamos hacerlo». —Retomó lo anterior en el resguardo del cuarto escalón.

—William inventa excusas para mantener a Sir Johnson lejos de mí, tú también, y yo no requiero de excusas o disimulos, me basta con el propósito. —No iba a negarlo, prefería evitar cualquier momento frente a su tutor.

—¿Cuándo vas a ponerle un punto final a todo este asunto? —La energía que parecía ajena al cuerpo de Henriet, apareció de repente, utilizó el bastón como elemento de desacuerdo, y golpeó la piedra bajo sus pies.

—¿A mentirme, a ese asunto te refieres? —No pretendía ser Vanessa Cleveland con ella, pero no pudo controlarse, con un par de palabras Henriet había abierto el corral de cosas pendientes.

—¡Protegerte es lo correcto aquí! Hay verdades que duelen demasiado.

—Las verdades siempre duelen, créeme, Henriet, lo he aprendido a la fuerza.

Ya se arrepentía del viaje. ¿Por qué estaba ahí? Podría estar en su biblioteca, organizando la remodelación del granero, disfrutando de un emparedado junto a su esposo, con el calor anexo de Webb en su regazo.

—Ponte en su lugar, niña... ¿Cómo iba a recibirte? ¡Bienvenida a Inglaterra, acostúmbrate, porque tu padre no te quiere de regreso! —Henriet se desprendió de su brazo dispuesta a descender los últimos peldaños sin asistencia. Estaba enfadada.

—Tienes razón, no era la bienvenida más correcta, pero tú misma lo has dicho: «bienvenida». ¿Cuál fue su excusa a lo largo de los meses? —Ya que Henriet parecía ser el oráculo de la sabiduría familiar, podía darle el argumento que ella llevaba tiempo reclamando.

—¿Acaso no es evidente? —respondió ni bien se halló a salvo al final de la escalera—. Tu sonrisa, niña... tu sonrisa. Puede que Philip se haya equivocado, de ser así, los dos lo hicimos, no estábamos dispuestos a perder el privilegio de verte sonreír.

—Prefiero la verdad antes que a las sonrisas. —Eso fue una defensa ofensiva. Se había propuesto mantener la compostura con Henriet, que sus ánimos furiosos no vencieran. Estaba fallando.

—Bien por ti —su mofó la mujer, le dio la espalda para emprender la caminata, no la esperaría y no reclamaría el soporte de su cuerpo. De un paso a la vez, primero el bastón, luego una pierna, la otra—. Volveremos a tener esta conversación de aquí a un par de años, si es que el condenado invierno me lo permite —murmuró esto último entre dientes. El mayor desafió de Henriet era sobrevivir el invierno.

—¿Qué te hace pensar que un par de años hará la diferencia?

¿Quién hubiese imaginado que Henriet tendría una caminata tan veloz?, Vanessa requirió de unas cuantas zancadas para alcanzarla. Interpretaba a la perfección lo dicho, se refería a los futuros niños del matrimonio. Vanessa no se imaginaba como madre, posiblemente porque, en primera instancia, jamás se había proyectado a sí misma como esposa. A pesar de ello, ahí estaba, siendo la esposa de Witthall. La consumación sería un hecho, ocurriría, lo sabía, como también sabía que su función como condesa incluía la de perpetuar el nuevo legado en Dorset, ese que estaban construyendo con William.

—Llegará el día en que priorizarás las sonrisas, la felicidad por encima de todo.

—¿A costa de la verdad? —Elucubrar la posibilidad de ser madre era un pensamiento arriesgado para la mente de Vanessa. Pensarse ya como una, con todo lo que eso abarcaba, era demasiado.

—A costa de todo.

Vanessa no tenía comprobación empírica con respecto a ese asunto. Contradecir a Henriet por el solo hecho de ganar la discusión no tenía mucho sentido, como tampoco lo tenía llevar al terreno familiar su fragmentada relación con Sir Johnson. El hombre no era más que su tutor, ningún lazo real los ataba. Les estaría en deuda por el afecto, los cuidados, que sin duda habían sido brindados gracias a la relación entre Philip y su padre.

Sin que la mujer lo solicitase, Vanessa enredó su brazo al de ella para caminar a su par.

—Sabes, te encantaría Dorset —le murmuró al oído.

Henriet hizo un alto con su bastón. Era imprescindible comprobar el estado de la muchacha; la joven de Boston, aquella que siempre estaba decidida a ganar cualquier discusión, abandonaba los aires de conflicto de un instante a otro.

—Por supuesto que me encantaría conocer Dorset —proclamó Henriet con ánimos renovados—. Me sentará de maravillas un cambio como el tuyo.

—¿Cambio? ¿Qué cambio?

Vanessa reconocía la diferencia de tonalidad en su piel, el sol brillaba con sus propias reglas en el condado, también estaba al tanto de las variaciones en su figura, poseía nuevas formas, más torneadas y marcadas. Solo eso.

La anciana mujer ocultó la sonrisa. ¿Dónde estaba Vanessa Cleveland?

Oh, cierto, esa jovencita ya no era tal, ahora era otra... Lady Vanessa Witthall. Muchos habían pensado que lo que esa muchachita americana soberbia y altanera necesitaba era una cucharada de su propia medicina, algunos hasta sugirieron una que otra buena bofetada.

Todos se equivocaron, todos menos Philip Johnson. Esa muchachita necesitaba un título de nobleza, uno que trajera consigo a Lord William Witthall por supuesto.

***

Tenía muchas visitas en su lista de pendientes y pocos días para invertir, tendría que priorizar alguna y desestimar otras con una buena nota de disculpas; la única que fue considerada impostergable fue la visita a la familia Walsh.

El afecto no menguaba a pesar de la distancia, y hacía que los reencuentros fueran...

—Ya suéltame, Cameron... —La actual señora Walsh se negaba a abandonar el abrazo compartido.

—Te he extrañado.

—Yo no —dijo mientras trataba de hacerla a un lado con delicadeza—. Ya sabes el motivo que me trajo hasta aquí.

Ahí estaba Nala, en brazos de su padre, balbuceando lo que para Vanessa fue el mejor de los recibimientos.

—¡Oh, por los cielos, has triplicado tu tamaño, pequeña! —Su objetivo era bien claro, deseaba cargar a Nala, Walsh colocó a la niña en sus brazos sin rechistar.

—Milady... —saludó con picardía.

—No tú, Sean —le reprochó—, dejemos el bendito protocolo fuera de esto —dijo disfrutando de la presión de la mano de Nala en su dedo—. Tengo un sinfín de anécdotas para contarte... —le habló en confidencia a la bebé— de Webb, de Weym...

—¿Webb? —preguntaron al mismo tiempo Sean y Cameron.

¡Maldición, ella y su bocaza! Tendría que reservarse las travesuras del cordero para cuando estuviese a solas con la pequeña.

—¿Tienes noticias de Emily y Colin? —Cameron estaba ansiosa, finalmente volverían a estar reunidas las cuatro.

No tenía noticias, tenía un secreto que ocultar. Inventó en base a lo que había oído en casa de Lady Mariana.

—Parece que el arribo del barco se ha demorado, pero aun así lograrán a tiempo para nochebuena.

—Esos dos, en los últimos meses, han pasado más tiempo en mar que en tierra —agregó Sean, todos los presentes habían vivido en primera persona la tortura que significaba cruzar el atlántico.

—Supongo que la buena compañía hace tolerable todo, inclusive dos meses en altamar —sugirió Lady Witthall, para Vanessa Cleveland otra hubiese sido la apreciación.

Cameron y su esposo intercambiaron un par de miradas, mantuvieron una silenciosa conversación que derivó en:

—Voy a solicitar que les sirvan el té... —Su esposa lo quería lejos, era tiempo de charlas femeninas—. Si me necesitan, estaré en mi despacho.

Ni bien estuvieron a solas, Cameron guio a Vanessa al cómodo sofá, y juntas, tomaron asiento. Nala disfrutaba y reía con las morisquetas con la bostoniana le brindaba.

—Cuéntame —demandó Cameron sin piedad.

De un momento a otro la vida de Vanessa había dado un giro de ciento ochenta grados, había pasado de ser la joven americana sin éxito social a convertirse en esposa de un conde —las condiciones financieras del hombre no hacían diferencia para la señora Walsh—, y de ahí en adelante, la información que recibía de ella era a través de breves epístolas.

—¿Qué deseas que te cuente?

—¡Todo! ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo te sientes? —Por dónde empezar y dónde terminar—¿Cómo te hace sentir tu esposo?

El corazón de Vanessa se aceleró... ¿Cómo te hace sentir tu esposo?

No encontraría las palabras para responder. Tal vez ese tipo de preguntas no debían de hacerse porque no tenían respuestas. No las tenían. ¿Se le podía poner un calificativo al fuego que le recorría la piel cada vez que la abrazaba bajo las sábanas, cada vez que rozaba sus manos con una infantil excusa? ¿Existía una palabra que le hiciera justicia a su sonrisa? Una sonrisa que se había transformado en la medicina que ella necesitaba para afrontar el día. ¿Estaba enferma? Sí, lo estaba. Él le había contagiado la peor de las enfermedades...

—¿Vanessa? —Cameron habló para traerla de regreso junto a ella.

—¿Qué? ... Lo siento —Vanessa se disculpó por su dispersión, y con ello consiguió el tiempo suficiente para elaborar un discurso acorde a sus costumbres—. Contrario a mis expectativas, me encuentro bien, diría... más que bien. —Se sorprendió a sí misma confesado parte de la verdad—. Pensé que la vida de casada sería aburrida.

—La vida de casada tiene sus momentos aburridos y sus momentos... —Se tomó la pausa necesaria para recoger el énfasis necesario— para nada aburridos, los últimos generalmente suelen darse en espacios privados.

—¡Vaya, vaya... señora Walsh! Si su tía Eleanor la oyera.

Las dos rieron. Vanessa tuvo una dosis más de risas al recordar a la gansa de la mansión. La presencia del mayordomo las obligó a recobrar la compostura, una vez que el hombre se disculpó por la intromisión, le indicó que el servicio de té ya había sido dispuesto en el salón. Nala se había dormido en brazos de Vanessa, y su madre consideró oportuno extender el descanso de la pequeña en su canastilla.

La segunda invitada de la tarde, Miranda, coincidió con ellas en el momento perfecto, antes de que el primer pastelillo fuese devorado.

Lady Bridport lucía de maravillas con su casi quinto mes de gestación. Estaba radiante, enérgica, las náuseas matutinas habían remitido al igual que los vómitos, y se daba el permiso de regresar a las actividades sociales. Elliot Spencer no coincidía con ella, si fuese por él, la vizcondesa pasaría la totalidad de su embarazo bajo el techo del hogar, bajo su cuidado exhaustivo, y como no lograba encontrar un punto intermedio con su esposa con respecto a las actividades, recurría a la única opción que le quedaba, acompañarla. ¿Cómo si eso lo molestara? Por momentos, Elliot parecía una señorita americana más, ansiosa de cotilleo.

—Lady Witthall —saludó Elliot con las cejas en lo alto, voz en extremo protocolar y un sutil movimiento de cabeza.

El diablo de cabellos rojizos llevaba planeando el tono de su saludo desde hacía semanas. ¡JA, la señorita Cleveland, desertora confesa de la nobleza, convertida en una! Eso sí que era una buena broma del destino.

—Lord Bridport... —correspondió ella imitando su actitud, y luego se dirigió a Miranda—. Lady Bridport.

Miranda participó de la jugarreta de burla protocolar.

—Lady Witthall.

—¡Por los cielos, termínenla de una vez por todas! —Cameron le puso fin al juego. Solían bromear con ella sobre el asunto de que era la única ex señorita que no había conseguido un título de nobleza sino un «Walsh»—. Lord Bridport, mi esposo estará encantado de recibirlo en su despacho... —Fue una directa invitación a la despedida—. Y ustedes, miladies, por favor, el té nos espera.

—Y los pastelillos —agregó Miranda sabedora de que gozaría de cada uno de ellos—, y de un buen descanso, debo confesar que mis pies me están torturando sin piedad.

Miranda se unió a Cameron en un abrazo, y juntas se adentraron al salón comedor.

Elliot aprovechó la cercanía de Vanessa para indagar un poco más en el estado conyugal de la pareja, tenía aprecio por el conde loco.

—Nunca pensé que iba a decir esto, pero se ve radiante, Lady Witthall, cualquiera diría que el matrimonio fue hecho para usted.

—Verdad... «cualquiera», menos tú, Elliot.

Él rio.

—No te pregunto por William porque ya he gozado del placer de su compañía. —Habían intercambiado una agradable charla en el salón de caballeros.

—¿Y también le has dicho que lo veías radiante?

—No precisamente... —dijo entre risas. ¡Vaya a saber qué picardía recordaba!

Vanessa había puesto un pie en la ciudad con una doble intención, no solo era cuestión de festejos navideños con seres queridos, tenía otro plan, uno que había elaborado con calma: intentar reubicar a parte de los empleados del condado en otros hogares. Era la alternativa que había encontrado para cumplir con la promesa hecha a William, nadie quedaría sin empleo, solo cambiarían de empleador, y ella se aseguraría de que estos fuesen lo mejor de lo mejor.

—Bueno, ya que mencionamos mi buen estado, déjame decirte que el tuyo dice todo lo contrario...

Ir tras los pasos de su esposa y, a la vez, cumplir con las responsabilidades que su título demandaba estaba diezmando sus energías.

—Ser esposo, futuro padre y vizconde no es una tarea sencilla. Tú, más que nadie, debería de saberlo.

Elliot estaba al tanto de las funciones que Vanessa llevaba a cabo en el condado, los rumores viajaban rápido en Londres.

—Tienes razón, lo sé y, aun así, aquí me tienes... radiante. ¿Quieres conocer mis secretos?

La necesidad combinó con las ansias de cotilleo.

—Soy todo oídos.

—Louise, ese es su nombre... una doncella de ensueño, con una habilidad muy poco común.

—¿Qué habilidad? —Elliot Spencer era la víctima perfecta.

—Fabrica unos preparados de aceites y flores que utiliza para realizar unos masajes increíbles... cuando mi espalda está rígida por la tensión de día, o mis piernas se agarrotan por el exceso de actividad, ella hace su magia y todo desaparece. —La semilla ya había sido sembrada, y era hora de la cosecha—. Miranda la amaría... me imagino que sus malestares cotidianos la tienen a mal traer.

—Te imaginas bien... — Lord Bridport torció los labios en una mueca, dudaba, pensaba, tenía una conversación silenciosa consigo mismo—. ¿Crees que podrías compartir a la tal Louise?

—Mmm... ¿compartir? No sé si le agradará a la muchacha.

—Es una forma de decir, si pudiese, la contrataría, pero...

—Yo odiaría despedirla —lo interrumpió sabiendo que estaba por salirse con la suya—. No pretendo hacerlo.

—Lo sé, me imagino...

Elliot quería gritar: ¿Cuánto quieres por esa empleada?

—Pero por Miranda… —Abrió la pequeña puerta de la trampa caza Elliots.

—Por Miranda, por ella y el bebé. —Spencer estaba apelando a toda su capacidad manipuladora en vano, él estaba siendo manipulado sin saberlo.

—De ser así, con gusto... —fingió detenerse, la segunda parte de su plan debía efectuarse—. Oh, espera, hay un inconveniente.

—¿Cuál?

—Dudo mucho que Louise quiera marcharse sin su madre...una de nuestras cocineras.

No era cuestión de dinero para Spencer, en lo absoluto, una doncella hacedora de milagros con sus manos no se ponía en duda, pagaría lo que fuese por ella, pero una cocinera. ¿Qué sentido tenía?

—Ya tenemos cocinera, de hecho, tenemos dos.

—Y ninguna de ellas es Martha.

—¿Quién es Martha? —El pobre Elliot ya estaba confundido, y esa confusión podría solo podría desaparecer con una buena copa de coñac en compañía de Walsh.

—La madre de Louise...

—Ah, ya veo... ¿y que tiene de maravilloso esta mujer?

—Hace deliciosos pasteles, y...

—Una de nuestras cocineras es francesa —la interrumpió sin deseos de competencia, aunque sabía que los pasteles de su cocinera eran los mejores.

—Déjame terminar... y ha traído al mundo a la mayor parte de los niños del condado. ¡Es una magnífica partera!

Lo era, no mentía. Llevaba semanas indagando en las cualidades de sus empleados para ubicarlos de manera estratégica en aquellos lugares que los necesitaran sin saberlo.

Los ojos de Elliot brillaron, parecía que Vanessa le había leído la mente, hacía días que albergaba la idea de contratar una partera de tiempo completo para que asistiera a Miranda ante cualquier situación, con los embarazos nunca se sabía, así de imprevistos eran. Spencer era un hombre precavido y obsesivo cuando de su esposa y de su futuro hijo se trataba.

—¡Las quiero a ambas! ¡Es más, las exijo como requisito de amistad!

Vanessa tomó nota de su primera victoria, Louise y Martha quedarían en buenas manos.

***

Los Thomson volvían a abrir las puertas de su mansión para darle la bienvenida a las amistades, y a las no tan amistades. Como siempre, los eventos del matrimonio convocaban a la nobleza y a los miembros más adinerados de la ciudad. No se hacía distinción por nadie en particular, todos eran recibidos en pos de una velada que daría que hablar por semanas. Una pareja en particular se robó todos los comentarios de la noche: Lord y Lady Webb. Casi le ganaban en radiantes a Vanessa y William, y eso no hubiera sido de importancia para la bostoniana si no tuviera como fin que todos los nobles de la fiesta le robaran empleados.

¿Qué bello tocado?, halagaba una, y allí la reciente lady Witthall aprovechaba para hablar de una de sus doncellas y simular que lo peor que podían hacerle era robársela. ¡Oh, qué haría yo sin ella! Empezaba a sacarle provecho a uno de los rasgos más odiosos de la sociedad británica: la envidia. Ella era incapaz de tal sentimiento, lo que Emily le provocaba era malestar. ¡Le estaba arruinando el plan de ser radiante!, si hasta había vuelto a usar su vestido color crema con piel, ese que solo le traía recuerdos de la ausencia de miradas de William la noche de la propuesta. Al menos, en esa ocasión, los ojos de su marido sí se fijaban en ella, y pese a las bajas temperaturas, se debía abanicar para disimular sus mejillas ardidas. En cambio, Emily llevaba uno azul noche, combinado con pequeños diamantes que destellaban a la luz de las velas. Ahora que era lady y una mujer casada, los colores oscuros estaban permitidos, al igual que un poco de ostentación. Lo que daría Vanessa por esos diamantes, los vendería y techaría el ala oeste. Fantaseaba despierta con tejas… tejas rojas, tejas que cubrieran las goteras, oh, bellas tejas más lindas que los diamantes.

—Hemos comprobado que tu capacidad para generar murmuraciones no ha mermado ¡Felicitaciones, Lady Webb! —Vanessa dio el primer paso, dejando de lado sus cotizaciones mentales sobre el presupuesto que la californiana llevaba encima.

Emily la correspondió con el segundo paso. El reencuentro no era reencuentro sin esos falsos roces.

—Y tu capacidad para ser odiosa, tampoco... Vanessa —respondió Emily.

La californiana no se aferraba a sus raíces, al diablo el protocolo, no saldría de sus labios un «Lady Witthall».

—Eso podría discutirse. —Cameron aportó su opinión, la joven de Virginia conocía ambos lados de la bostoniana: el oscuro y el luminoso. Este último ganaba siempre.

—¿Desde cuándo sales en su defensa?

Cameron pensó su respuesta. No era fácil encontrar ese punto de quiebre en su pensamiento.

—Desde que se convirtió en esposa —mintió, la amistad entre ellas y la mutua reciprocidad habían nacido tiempo atrás.

—Esposa... —repitió Emily—. Jamás pensé que esa palabra combinaría con Vanessa.

—Nadie lo pensó, de eso puedes estar segura. —Vanessa tenía la grandilocuente capacidad para bromear consigo misma.

—Si les soy sincera, crucé el océano solo para conocer al hombre desquiciado, víctima de la desesperación, dispuesto a casarse con Vanessa Cleveland.

Cameron fingió ofensa.

—También por la pequeña Nala —agregó de inmediato. El matrimonio Webb había traído un sinfín de regalos para la bebé, y eso dejaba implícito el afecto hacia la niña—. Pero debía comprobarlo con mis propios ojos...

Las tres se hallaban tomando un descanso junto a la salida a los jardines, el invierno golpeaba fuerte en la intemperie, pero ahí dentro, ante el intenso calor que desprendían los cuerpos, no era suficiente. Al otro lado del salón se encontraba William, junto a Sir Johnson, Arthur Sutcliff y Colin Webb. Platicaban con notorio esmero, gesticulaban y reían en partes iguales.

—¿Y qué te dicen tus ojos ahora? —indagó Cameron.

—¡Que debí imaginarlo! Estuvo frente a nuestras narices y no lo vimos. ¿Cómo no lo vimos, Cameron?

Vanessa hizo uso del abanico para ocultar su sonrisa de satisfacción, y también, para qué negarlo, disfrutar de su marido con mirada indiscreta.

—No lo sé, creo que yo estaba pendiente de mi embarazo, de Sean... ¡De James Seward! —recordó y la acidez le subió por la garganta.

—Y yo de Colin... —Emily hizo una pausa adrede—, y también de Colin... y si no me equivoco, sí, más Colin. —Eso tenían en común con la bostoniana, la capacidad de burlarse de sí mismas.

—Te estás olvidando de Lady Anne —intervino Vanessa.

¡Esa maldita arpía de cuerpo perfecto y cabello moreno! Era imposible de olvidar por todas ellas.

—¿Qué habrá sido de ella? —La intriga invadió a Emily.

—Yo no la he vuelto a ver... —comentó Cameron.

—Nadie la ha vuelto a ver, según mis fuentes, partió rumbo a Escocia con su hermana... —Tenía el nombre en la punta de sus labios—. Su hermana...

—Thelma. —Emily le quitó la duda.

—¡Esa misma! Pobre muchacha... ¡Escocia! —A Vanessa le hubiese gustado hacer lo mismo que hacía con las americanas, un par de bofetadas a fuerza de comentarios sarcásticos para hacerla entrar en razones y que reconociera que tenía el control de su vida. Tarde, no pudo. Esperaba que el destino fuese piadoso con ella.

Emily suspiró, el lugar de Thelma era otro, al otro lado del océano, en los brazos de su hermano. Guardó silencio, esa era una historia que no le correspondía contar.

—Como sea... —continuó Cameron—, William Witthall pasó desapercibido para nosotras.

Vanessa sonrió, no había pasado desapercibido para ella, no desde aquel beso junto a la laguna artificial de Lady Thomson. El sabor a sentimiento inesperado inundó su boca. Podía con las sensaciones de su cuerpo, tenía la respuesta para eso, era ciencia, era química. Los cuerpos, por propia naturaleza, se convocaban, reaccionaban. En lo referido al corazón, el suyo en particular era un territorio inexplorado en términos teóricos y prácticos...

—Es solo un matrimonio, uno conveniente, eso es todo. No hubo señales previas, ni mariposas revoloteando en mi estómago. —Lo dijo para convencerse, era afecto, compañerismo.

—Si tú lo dices. —Emily no creía ni una sola palabra.

El centro del salón se llenó de parejas dispuestas al primer baile, William atravesó los cuerpos dispuesto a ir por ella.

—Lo digo... —afirmó sin poder quitar los ojos de su marido.

—Pues deberíamos confirmarlo con él —sentenció Emily al comprobar que el conde iba por su condesa.

Cameron y Emily se miraron con entusiasmo, nunca, en todo el tiempo juntas, habían visto bailar a Vanessa. Solo el demente de su esposo podía arriesgarse a esa locura.

—Lady Webb... Señora Walsh.

La sonrisa del demente las eclipsó, apenas pudieron responder, parecían niñas que acababan de enamorarse por primera vez.

—Lady Witthall, sería tan amable de bailar conmigo.

—¿Tengo alternativa? —masculló por lo bajo.

Vanessa Cleveland no bailaba. ¡Diablos, ya no era Cleveland! Pequeño detalle.

Él murmuró a su oído:

—Conmigo siempre las tienes...

Era libre, todo lo libre que se podía ser en una sociedad rígida y frívola como en la que vivían, William, a su manera, le había devuelto las alas.

Extendió su mano a él. Un baile, solo era un baile.

Fue mucho más. El mundo lo supo, lo presenció. La mentira de ese matrimonio era la más hermosa y pura de las verdades.

Y Vanessa... a su tiempo, lo descubriría también.

En un rincón de la velada, Sebastian Dunne los observaba. En él no brillaba la alegría ni la sorpresa. Solo la codicia. Vanessa Cleveland había sido un impasse, un respiro para Dorset antes de ahogarse en el océano de deudas. Y él, pensó riendo de su propia ocurrencia, era el Poseidón de ese océano. Lo hundiría, lo asfixiaría, y se quedaría con las provechosas tierras del condado. ¿Qué era un noble sin sus tierras?, pronto William Witthall lo sabría.

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