Vanessa

Vanessa


Capítulo 11

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Capítulo 11

La vista de Witthall estaba perdida en el lienzo blanco que aguardaba por la promesa de Vanessa. No había insistido, porque ambos necesitaban tiempo.

Se concentró en otro atril, el que tenía ante él. La inspiración nunca le faltaba, aunque nada se igualaba a lo que le generaba su esposa. De todos modos, en el mar de sentimientos con los que lidiaba a diario era fácil hallar uno en el cual centrarse para plasmarlo. En esa ocasión, Webb lo representaba. No Colin, el cordero.

—Al menos sirve de algo —bromeó Vanessa en el momento en el que irrumpió en el altillo con el almuerzo. Se sentaron juntos a comer algo de pan, unas gachas y maíz—. Aunque lo preferiría en el estofado.

—¡Eres una insensible! Con lo que me paguen por este cuadro compraremos otros corderos…

—¡Oh, por cierto!, llegó el secretario de Patinson con buenas noticias.

—¿Noticias en libras? —se entusiasmó el hombre.

—Sí, ha conseguido un editor para mi libro, un americano bastante enigmático y controversial, dispuesto no solo a publicar mis artículos, sino también a apoyarme si decido firmar como mujer.

La ilusión se traslució en la mirada de Vanessa, y William tuvo que mover los dedos para quitar de allí la sensación de inspiración. ¡Webb, céntrate en Webb!, se dijo.

—¡Qué gran noticia!, debemos celebrar, ¿tenemos algo para celebrar?

—Si te refieres a whisky, sí, pero hay que reservarlo por las dudas, en caso de hipotermia. Queda solo una botella… —se lamentó—. Pero podemos brindar con eso. —Señaló la horrible bebida de cebada. Comenzaba a encontrarle el gusto. William sirvió dos vasos y los hicieron chocar a modo de festejo—. La otra parte de la buena noticia no la leí —dijo y extendió el sobre dirigido a él.

Witthall sonrió. Le había dado a Vanessa todos los derechos sobre él y, así y todo, era incapaz de tomarse atribuciones. Jamás violaría su intimidad, incluso en temas de negocios. Abrió el sello lacrado y extendió el papel. En su interior se encontraba a su vez un bono bancario.

—¿Y? —clamó Vanessa, ansiosa por las buenas nuevas.

—Y… ¡Tenemos arado! —El monto de las pinturas vendidas se elevaban a varias libras, y no solo eso, el nombre W.Wallace, con el que firmaba sus trabajos, comenzaba a circular entre los amantes del arte. Patinson aseguraba en su misiva que la próxima entrega dejaría un monto mayor.

Vanessa se lanzó a sus brazos, olvidando la tensión de los días anteriores, nada importaba más que compartir la felicidad y el éxito de William. La confesión de amor quedó ahogada por un nuevo brindis, y la necesidad de sus cuerpos quedó postergada por las labores pendientes.

—Will —dijo Lady Witthall, y él no se atrevió a remarcar el modo cariñoso en que el diminutivo escapaba de sus labios. Llevaba un par de días haciéndolo de modo inconsciente—, cuando termines con ese bello cordero, deberás escribir el informe a la cámara de lores. ¿Recuerdas?, esa tarea no me corresponde.

—¡Maldición!

—Lo siento, si te sirve de incentivo, en esta ocasión será para dar buenas noticias. —Alzó el sobre de manera victoriosa y le regaló una radiante sonrisa—. Sabes que antes corramos el rumor de la recuperación de la economía del condado, antes mejorarán las cosas. Debemos vender las semillas, y lo haremos a mejor precio si piensan que no estamos desesperados.

—Entendido, milady. Webb, te liberas hasta nuevo aviso —le dijo al cordero, y se encaminó junto a su esposa al despacho.

***

El ánimo del condado estaba en contraposición con el clima. Nevaba, los días eran grises, las ventiscas heladas asaltaban la mansión destartalada y los animales apenas podían pastar. Sin embargo, los muchos empleados y sirvientes realizaban las tareas con sonrisas en los labios, silbaban canciones y bromeaban sin parar.

Todavía eran muchos, y las tareas rotaban día a día. Algunas, de manera impostergable, debían realizarse en el exterior. Vanessa intentaba que las mismas se asignaran siempre en las horas de sol, aunque eso limitara el trabajo.

Witthall era uno más de ellos, como antes. El matrimonio se levantaba al alba, desayunaban en la cocina sin mantener las formas amo-sirviente y emprendían sus tareas diarias. Remodelaciones con horas de pintura para William. Libros contables con escritura de artículos para Vanessa.

No habían vuelto a tratar algunos asuntos, que comenzaban a tomar la forma de un gran elefante dentro de un escobero. De todos modos, se buscaban. Lady Witthall usaba la excusa del almuerzo o de la buena iluminación del altillo y el ahorro de velas para hacerle compañía mientras pintaba. Lo necesitaba, y William era incapaz de negarse, aun cuando su cuerpo respondía a esa cercanía hasta hacerlo sufrir.

Vanessa no era inmune, solo que no sabía cómo retomar la conversación anterior, y el fracaso conseguido le disminuía el valor. Gustaba de estar junto a él, de observarlo. La intimidad del hogar les permitía dejar las formas, y allí, con la luz del sol que resplandecía en la nieve, William lucía como un hombre debía lucir. No se molestaba en afeitarse todas las mañanas, y la barba crecida le brindaba a su rostro un estilo aún más varonil que de costumbre. Sombreaba la mandíbula cuadrada y disimulaba el hoyuelo del mentón, resaltando los carnosos labios que la tentaban a un beso. En contrapartida, sus ojos castaños de largas pestañas parecían más aniñados y pícaros, como si siempre estuviera tramando su próxima travesura, y los cabellos ondulados, llenos de rebeldes bucles, la invitaban a las caricias íntimas.

A veces, por las noches, la tentación era tanta que se permitían unir sus labios, acariciar un poco de piel, pero cuando William se detenía, dándole la oportunidad de pedir su recompensa, Vanessa no encontraba las palabras para expresarse. Por las mañanas, mientras trabajaba en su libro, y las mismas fluían a una velocidad mayor que la que su mano podía imprimir en el papel, se odiaba a sí misma.

Lo peor era que Witthall no enfurecía, ni se enojaba, ni volvía a recluirse en la biblioteca. No, la abrazaba, le brindaba su calor corporal por las noches y la acunaba hasta que el sueño los alcanzaba. Al día siguiente, la rutina de morir de deseo se reiniciaba, y la felicidad que afloraba en la casona los alcanzaba para darle a su vida un manto de paz.

Vanessa sentía que casi estaba por llegar a una meta que no sabía que tenía, la de posar para William. Le alcanzaba cualquiera de esas tardes a su lado para abstraerse en un momento alegre y relajar su expresión, y su esposo parecía compartir esa idea. Él también disfrutaba la sensación de éxito, uno que iba más allá del dinero.

—¡Witthall! —Exclamó como un divertimento cuando apareció con la bandeja de té en el altillo y la correspondencia—. Respuesta de algunos lores, el rumor de nuestra mejoría está en boca de todos. Lord Villiers acepta postergar la deuda adquirida con él hasta luego de la cosecha, y Lord Shropshire promete que cuando comiencen las actividades en la cámara concretará una reunión para tratar el asunto de sanidad que hablaron.

—Excelentes noticias. —William la abrazó y la hizo girar con él. Las risas sonaron en altillo, y Vanessa se dejó caer en el diván en el cual supo posar. Él la observó, y su sonrisa confirmó lo que ambos sabían: eran felices.

Tenían mil problemas financieros que atender. La prórroga de Villiers les quitaba la soga del cuello, y la promesa de negocios con Shropshire abría puertas a futuro. Sin embargo, aún no se había concretado el pago a Sebastián Dunne, tenían otros acreedores que esperaban pagos menores y además de los salarios, se debían demasiadas refacciones e inversiones.

—Pasaremos el invierno, y estoy convencida de que no será el último. Además —agregó con la mirada puesta en Webb—, siempre nos lo podemos comer en caso de crisis.

—Deja de amenazar a mi muso, ven aquí, Webb, sé un chico bueno…

La pintura titulada cordero entre lobos era bastante inquietante, y Vanessa comprobó que, pese a no posar, ella seguía siendo su inspiración. Era una gran obra con crítica social, en la que no en vano, William resaltaba lo desvalido del animal.

La excusa del té no fue suficiente, y la joven esgrimió el frío para conseguir la cercanía de su marido en el diván. Se sentaron juntos, con la ropa como única barrera y compartieron un par de besos que se intensificaron con el pasar de los minutos.

Entre sus brazos, con los labios unidos, Vanessa supo la respuesta, tuvo las palabras. Cuando llegara el momento en que William lo exigiera, se lo confesaría. No más buscar pretextos.

Enredó los dedos en los mechones del hombre y se recostó sobre el diván llevando a Witthall sobre ella. ¿Se podía hacer eso allí, lejos de la recámara, a la luz del día?, de nada valía ya aparentar ser una recatada dama, su cuerpo la delataba.

—Will… —Reclamó sus labios, al tiempo que acunaba su cintura entre las piernas. Podía sentir el deseo de él unirse al de ella, comprendía la dinámica del asunto sin necesidad de libros, de conocimiento, ni normas. Era el instinto el que guiaba, en comunión con el sentimiento que le gritaba que era él, el indicado, el único capaz de generar todas esas sensaciones.

La humedad se abría paso, y las manos de Witthall parecían ser el detonante necesario. Conocía cada rincón, y lo reclamaba con caricias y besos. Ardían… eran puro fuego…

—¿Vanessa? —El momento de la verdad llegó, ella abrió los ojos para decirlo: Quiero hacerlo, William, y quiero hacerlo contigo, no hay más motivos.

Las palabras quedaron ahogadas por otra expresión. Su pasión podía ser abrasadora, pero no tanto, no como para reducir a cenizas el condado.

—¡Fuego! ¡Fuego! —Las voces de Meredith, Atwood, Garret, resonaron por toda la mansión—. El granero se incendia.

Solo pudieron compartir una mirada de horror antes de correr desesperados. El momento de felicidad se les había sido arrebatado.

***

—¡Agua! ¡Traigan más agua!

A simple vista, el granero se había convertido en una hoguera, un gran círculo de fuego lo cercaba a causa del heno ardiente apilado a su alrededor, sus llamas flameaban contra un viento que no hacía más que estimularlo, empujarlo al interior del recinto.

Si hasta ese día, el exceso de empleados se había considerado una pésima decisión administrativa, digna de crítica, esa noche se alzaba como una bendición. En Dorset sobraban brazos y manos dispuestos a luchar por lo que tenían, voluntad férrea que no le temía a la muerte y, menos que menos, a las llamas. Lo que los condenaba al fracaso era la falta de agua, las bombas de riego eran manuales, lentas, y el intenso invierno, a esas horas del día, cristalizaba el suministro.

La mayor riqueza del condado se encontraba tras esas paredes de fuego, cientos y cientos de costales con semillas listas para la venta que asegurarían el bienestar hasta la próxima cosecha. Todos sabían que la prioridad era preservarlas, y esa misma premisa fue lo que los condenó. Con el afán de salvar la mayor cantidad de costales, vencieron el peso tolerable de la vieja carreta, dejándola atascada en la arcada principal del granero generando un obstáculo insalvable. No había acceso al interior.

William y Vanessa llegaron a la carrera, el camino se les hizo eterno a causa de la espesa capa de nieve que lo recubría. El aire se hacía irrespirable, el humo negro se convertía en un enemigo más.

—¡Vanessa, regresa a la casa! —El bienestar de su esposa primaba por encima de todo.

Corrió hasta donde se encontraba Jefferson, el capataz, el hombre estaba cubierto de hollín, sudado, y apenas podía contener la tos. No paraba de dar instrucciones.

—Milord... —En cuanto lo vio, el hombre se dirigió a él—, estamos haciendo lo posible, pero no podemos contenerlo.

—¿Dónde se originó el fuego, en su interior o en su exterior?

Era un dato por demás importante, la respuesta dejaba abierta la puerta a la esperanza de que la cosecha aún no estaba perdida.

—Creemos que el inicio fue externo, milord.

Era la respuesta que esperaba, la cosecha aún podría no ser una víctima rendida al fuego.

—Necesitamos contenerlo lo antes posible...

Antes que el futuro del condado se hiciera cenizas.

—El agua, milord... no hay suficiente. —Sus palabras sonaron a condena, y William se sintió derrotado.

Todos se sentían derrotados, luchaban contra un demonio imposible de vencer.

Jefferson y William contemplaron las llamas, cuando el fuego no tuviese más alimento, se devoraría a sí mismo.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —Una voz perdida entre las llamas puso en acción a William.

Uno de los empleados había perdido el conocimiento a causa de la sofocación, y otros dos lo arrastraban lejos del epicentro del terror. Witthall se apropió de uno de los baldes que pasaban de mano en mano, el recipiente apenas estaba lleno hasta la mitad, el agua era un lujoso recurso en ese momento. Se quitó la pañoleta, la hundió en el líquido y le empapó el rostro al muchacho desmayado. Era Rupert, sin los rastros de suciedad podía reconocerlo.

—¡Vamos, muchacho, regresa... vamos!

Otros tantos comenzaban a desfallecer víctimas del agotamiento y de la asfixia.

¿Cuántas vidas estaba dispuesto a perder?

Ninguna.

Si se relegaban al fuego perderían todo, y ese todo podía reemplazarse, una vida no. William debía de tomar una decisión, sus empleados le eran fieles, a él y a Vanessa, tan fieles que estaban dispuestos a sucumbir junto al fuego.

Vanessa había pasado por alto la indicación de su esposo, no podía marcharse, refugiarse mientras la labor de meses y los nuevos sueños se consumían. Lo que estaba aconteciendo era la clase de situación que reclamaba la ausencia de emociones, si uno se entregaba a la desesperación, la tragedia triunfaba. Lady Witthall que cargaba consigo una vida cerrada a cal y canto cuando de sentimientos se trataba puso en juego el recurso que más atesoraba, su capacidad de análisis y su maravillosa mente… El alrededor ardía, y sus pies se helaban hundidos en la nieve.

¡Nieve! ¡Sí, bendita nieve!

—¡Jefferson, Miles... vayan para más palas! —les ordenó a los hombres más cercanos. Los dos la miraron perplejos—. ¿Quién necesita de agua cuando se tiene a toda la condenada nieve del condado a los pies?

Jefferson sonrió de par en par con energías renovadas.

—Miles, ya has a oído a Lady Witthall, ve por más palas... trae todas las palas de Dorset aquí, muchacho.

Sin dar un segundo de tregua, valiéndose de las herramientas que ya poseía, Jefferson repartió las nuevas órdenes. La acción fue inmediata, atacaron las llamas cubriéndolas con pequeñas montañas de nieve. El resultado era lento, pero el fuego se reducía en contacto con la masa húmeda.

El cambio de escenario desfiló ante los ojos de William, los hombres corrían, paleaban nieve, la arrojaban sobre las llamas y construían una barrera para que el fuego no avanzara. ¡Y funcionaba!

¡Funcionaba!

Rupert recobró la conciencia, tosió, respiró una y otra vez.

—Eso es muchacho, respira... respira profundo. —Lo cargó en brazos—. Isaac, ayúdame... —Se dirigió al hombre que había rescatado a Rupert de las llamas—. Ve en busca de un caballo. —Isaac cumplió de inmediato con lo solicitado, y juntos acomodaron al muchacho sobre la montura—. Llévalo a la casa, la señora Garret se ocupará de él.

La voz de su esposa, no muy lejana, lo distrajo. Continuaba ahí, y paleaba nieve a la par que los hombres.

—¡Vanessa! —gruñó. No estaba enojado porque lo había desobedecido, estaba preocupado—. ¿Te he dicho que regresaras a la casa?

—¿Y desde cuando tú me das una orden? —No pretendía iniciar una discusión, fue más que nada un recordatorio.

—No fue una orden, fue una sugerencia en pos de tu bienestar.

—Exacto —resaltó ella, y luego clavó la pala en la nieve una vez más—. Fue una sugerencia que consideré y desestimé...

El recurso de la nieve olía a perfume Vanessa, la reorganización en la labor de extinción del fuego tenía como sello distintivo a la condesa.

—Lo bien que has hecho, esposa mía —intentó sonreír a pesar de que la situación no estaba controlada. Su sonrisa no alcanzó su esplendor, se vio aniquilada por la revancha del fuego—. ¡Maldición, no el techo... no el techo!

De alguna manera, el fuego había conseguido el modo de llegar al cobertizo del granero, un hueco cubierto en llamas sobre el tejado a dos aguas. Si se extendía, todo el techo ardería, la madera y las viejas tejas se vencerían cayendo directo sobre la cosecha, lo que parecía haber sido el principio del final junto a la estrategia de la nieve, ahora recuperaba su lugar de principio.

—¡Jefferson, consígueme una escalera! ¡Jack, Ivor, Miles, necesito que me abran camino entre las llamas!

—¡¿Qué?! —La locura debía de tener un límite, al diablo su apodo, no aceptaba que su marido pusiese su vida en riesgo.

—Debo subir a ese techo y detener el fuego antes de que se expanda.

La explicación no era lo que buscaba, sino hacerlo entrar en razones. Tendría que trepar la escalera entre medio de las llamas y el humo.

—No, William, no… deja que otro lo haga. —Le sentó fatal lo dicho. Valorar la vida de su esposo por sobre la de otros fue la demostración más egoísta de su amor.

—¿Es una orden o una sugerencia? —dijo capturando un balde de agua para volver a humedecer la pañoleta. Se cubrió boca y nariz, y la anudó a su nuca como un salvaje bandolero del oeste. Para finalizar, vació el contenido del recipiente sobre su cabeza, y quedó empapado hasta el torso.

—Ten cuidado —murmuró con el temor de la pérdida oculto en la voz.

—No se preocupe, Lady Witthall, no va a librarse de mí con tanta facilidad. —Acarició su rostro a modo de fugaz despedida y se lanzó a la carrera camino al centro del conflicto.

Jack y Miles, junto a otros hombres cuyos nombres Vanessa no recordaba, apaciguaron las llamas a fuerza de palazos con nieve, cuando consiguieron una brecha entre las llamas, Ivor colocó la escalera para que William iniciara el ascenso. Llevaba consigo una azada, una de las herramientas que se utilizaba para el arado y la excavación, pretendía romper las tejas para exiliarlas del resto y coartar el avance del fuego.

Una vez arriba golpeó con fuerza consiguiendo aflojar la estructura, las llamas, en un principio, se violentaron, como si las desgraciadas quisieran defenderse. La manga de la camisa de William fue la primera víctima, por suerte, la humedad de la tela no estimuló el crecimiento del fuego, y un par de palmeadas bastaron para apagarlo, más tarde lidiaría con la quemadura en su mano. Sin darse un respiro, clavó la azada en una de las tejas y la apartó de la brasa. Hizo lo mismo con las restantes, el trabajo le demandó más esfuerzo del esperado, pero lo consiguió; la pequeña y rebelde hoguera había sido asediada hasta el destierro definitivo. Agotado, se recostó sobre el tejado para recuperar fuerzas hasta que su cuerpo no pudo resistir más el calor, respiró profundo, y se deshizo de la incomodidad de la azada lanzándola desde la altura. El incendio remitía, poco a poco lo hacía, desde el privilegio que le daba la altura pudo comprobarlo. Habrían perdido una pequeña parte de la cosecha, y necesitarían de un nuevo granero, por fuera de ello, debía sentirse victorioso, ninguna pérdida humana.

Descendió con calma, recuperando la respiración a cada peldaño y tratando de no dañar más la piel de su mano chamuscada.

Vanessa fue la primera en recibirlo, le quitó la pañoleta para gozar del privilegio de su rostro intacto y cubierto de hollín. La quemadura en su mano no pasó desapercibida para ella, y la necesidad de revisarlo de pies a cabeza la dominó.

—Mírame, William... gírate. —Indicación tras indicación—. Vuélvete a mí... levanta tus brazos.

William rio, ya se podía permitir el atrevimiento.

—Me encuentro en óptimas condiciones, Vanessa.

—Tu mano dice lo contrario... Levanta el mentón, por favor.

—Mi mano asumió el único riesgo de esta noche. —Sonrió satisfecho, soportar ese dolor no sería gran cosa.

—Eso está por verse... —No quería borrarle la sonrisa de los labios al recordarle que la mano dañada era aquella que hacía danzar su pincel—. Ven, vamos a la casa así puedo brindarte los cuidados que esa herida merece. —Lo tomó del brazo para emprender la caminata juntos. No avanzaron, él no estaba dispuesto a marcharse.

—No, no hasta que el fuego sea un recuerdo.

Demoraría horas, el alba sería el encargado de despedir a los últimos rastros del incendio.

—Entonces, me quedo contigo.

Juntos, siempre juntos. Eran una extensión el uno del otro. Matrimonio, sociedad o equipo eran tan solo nombres referenciales. Vanessa y William trascendían eso y más.

—Y a mí me encantaría que te quedaras aquí, conmigo...

—¿Pero?

—Pero alguien debe llevar las noticias de calma a la casa, y organizar a las empleadas para asistir a quienes lo necesiten, en especial a...

—Rupert... —finalizó Vanessa con triste aceptación—. Prométeme que si requieres de mi ayuda me lo harás saber.

—Prometido.

—Prométeme que regresarás la más rápido que puedas a la casa.

El único fuego no extinguido ahí era el que recorría las venas de Vanessa. ¿Era esto el amor? Desesperación mezclada con anhelo. Pasión combinada con tortuosa dulzura. La sensación de desgarrarse por dentro al separarse del objeto amado.

Debería tomar notas al respecto para comprender mejor al sentimiento, de momento...

—Eso no tengo ni que prometerlo, me he mal acostumbrado a ti, no puedo...

De momento, solo podía besarlo.

Así le robó las palabras, sorprendiéndolo por primera vez con esa audacia, porque un beso originado en los labios de Vanessa era eso, la más hermosa de las audacias.

¡Vaya espectáculo dieron ante los empleados!

El beso fue el inicio, el contacto de cuerpos fue el siguiente paso, un contacto que se fundió en un intenso abrazo —intenso como calificativo que sugiere una actividad que debería de realizarse en la intimidad—. Las risas cómplices no se hicieron esperar, tampoco los aplausos. Había muchos motivos para festejar.

Las mejillas de Vanessa se enrojecieron por la vergüenza, y sin decir o hacer nada más, emprendió la vuelta a casa.

—¡Suficiente, muchachos! —demandó Jefferson ocultando su risa—. ¡Esto no ha terminado!

William tomó una pala, la hundió en la nieve y sonrió.

***

A Rupert se le sumaron otros tantos más con heridas superficiales, quemaduras, laceraciones y malestares respiratorios. Cada uno de ellos fue atendido bajo el cobijo de la mansión. Nadie dormiría esa noche.

La señora Garret ponía orden, establecía las prioridades en la atención, y en aquel momento, Lady Witthall lo era. Llevaba horas en pie, ni mención hacer que había ayudado a contener el fuego en el granero. Su estado era deplorable, y no por su vestimenta, sino en general. Cabello arremolinado, rastros de hollín por todos lados, manos agrietadas y un tambaleo corporal que exponía la realidad de su agotamiento, uno que negaba con extrema terquedad.

—Milady... —Olivia Garret había pensado muy bien su estrategia.

—¿Sí, señora Garret?

—Requieren de su presencia en la cocina.

—¿Qué ha sucedido?

—La verdad, milady, con tanto alboroto, no sabría decirle... —La mujer justificó su falta de información.

—No se preocupe, señora Garret, con que no sea una mala noticia, me basta —masculló luego de emprender el recorrido a la cocina junto a la mujer.

Al llegar se encontró una Beatrice corriendo de un lado al otro, asistida por Meridith y Joan, preparaban infusiones y mezclas de hierbas para aliviar las heridas.

—¿Beatrice? —La interrumpió. La mujer giró con brusquedad hacia ella—. ¿Me has llamado?

—Sí, milady... la hemos mandado a llamar. —Hizo que las muchachas y Garret formaran parte de lo dicho. Las cuatro mujeres presentes la atravesaron con la mirada.

—¿Qué necesitan? —No pudo ni elevar las cejas, ni fruncir el ceño del cansancio, lo habría hecho de ser posible.

—Nosotras nada, usted, milady. —La señora Garret continuó mientras las otras tres mujeres la asistieron, colocaron una taza de té, leche, galletas, pan y lonjas de jamón frente a ella—. Necesita descansar, beber y comer algo, está a punto de desfallecer, en breve, vamos a tener que recostarla junto a los jornaleros en el salón.

—No puedo beber ni comer con todo lo que está sucediendo.

—Sí puede... —alegó Beatrice con un tono amenazante.

Meridith y Joan respondieron a una extraña indicación de la señora Garret, fueron hasta ella y la sentaron a la fuerza.

—¡¿Pero qué rayos es esto?! —balbuceó sin entender bien lo que estaban haciendo.

Confirmado, la locura se extendía a lo largo y lo ancho del condado.

—Una medida extrema —respondió Garret con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Esto es causal de despido, lo saben, ¿no?! —amenazó sin mucha convicción. Las mujeres se echaron a reír.

—Beba su té, milady. —Meridith colocó la taza con la caliente bebida en sus manos, al hacerlo comprobó su temperatura corporal—. ¡Por todos los cielos, está helada!

Joan fue en busca de un cobertor para abrigarla, le envolvió los hombros con él. Beatrice colocó leños encendidos en un pequeño caldero y lo acercó al cuerpo de Vanessa para ayudarla a templar sus extremidades.

—¡Deténganse, no soy yo quién necesita de sus atenciones! —bebió un sorbo de té, y el calor recorriendo su garganta le sentó glorioso. Volvió a beber, Joan le acercó el plato con galletas de avena, su estómago hambriento reaccionó, se apoderó de una. Un mordisco, y cayó en la trampa, la devoró ante la expectante mirada de las mujeres. Sonrieron—. ¡Quiten esas sonrisas de sus rostros, el asunto del despido todavía está pendiente!

Lo analizaría, por supuesto lo haría... después de otra galleta.

Misión cumplida, Beatrice y las muchachas regresaron a las tareas de elaboración de emulsiones; la señora Garret, en cambio, se permitió ser más que compañía.

—¿Puedo ser franca, milady? —Vanessa se burló de la pregunta, tras la maniobra del improvisado secuestro, tal pedido no tenía sentido—. Tiene razón, la franqueza ya se encuentra en la mesa, posiblemente junto al jamón —bromeó—. Milady, sé lo que intenta... mejor dicho, lo que el conde y usted intentan, y se agradece —Los rostros de las otras tres mujeres se voltearon por unos segundos para sumarse al sentimiento—, pero si usted y el lord perecen antes de tiempo por pura necedad —Señaló el tentempié de madrugada—, todos estamos condenados. Muchos de nosotros, de una u otra manera, sobrevivimos a las reprimendas del padre de su marido, no fue el caso de mi madre, ella perdió su lugar por no haber colocado las cadenas de la forma correcta en la puerta de la habitación de la anterior condesa.

A través del relato de la señora Garret, Vanessa viajó a un pasado que no conocía y que, a pesar de ello, le resultaba igual de repulsivo.

—Lo siento —se responsabilizó.

—No tiene por qué hacerlo, milady, ni usted ni su esposo... es más, estoy en deuda con él, en cuanto su padre falleció, me otorgó el puesto que, antaño, había sido de mi madre, y a la vez, contrató a mis hijos y a mis hijas...

Vanessa sonrió, su esposo abogaba por una redención que no le pertenecía.

—Suena a William. —A su William.

—Entonces, en resumidas palabras, si el condado se hunde, nosotros nos hundimos con él, y somos los suficientemente inteligentes...

—Aunque a algunos no nos vaya tan bien con el asunto ese de la lectura —murmuró Beatrice por lo bajo.

—Como para darnos cuenta de que los capitanes de este barco son dos... —continuó Garret— y contamos con ustedes para llegar a buen puerto.

—¿Buen puerto? —balbució con tristeza. Todavía no sabía cuánto daño había conseguido el fuego—. Puede que hayamos perdido parte de la cosecha y los brotes para la próxima siembra.

—Usted misma lo acaba de decir: «puede», y esa palabra siempre viene acompañada de otra cosa, un «sí» y un «no». Como sea, la necesitamos en pie, no al punto del colapso. —Le acercó el jamón, dos galletas no eran una cena adecuada—. Por favor, milady...

Luchar contra esas mujeres le resultó más agotador que el incendio en sí. Bebió y comió hasta que las complació, luego, Meridith la acompañó hasta la recámara.

—Meridith, por favor, trae toallas limpias, recipientes con agua... y una de esas emulsiones que han preparado, mi esposo va a necesitarla.

No podía exigir más, un baño sería lo ideal para ambos, desechó la idea ante la escasez de agua, conservar las reservas era fundamental.

Contempló su imagen en el espejo, apenas se reconocía. ¿Dónde había quedado la muchacha de los salones de baile londinenses? ¿Dónde se encontraba la señorita Cleveland? No, no había rastros de ninguna, se hallaba ante una nueva Vanessa, tal vez, la auténtica. Le agradaba lo que veía, sin el hollín y los rastros de sudor, por supuesto.

La llegada de William la distrajo de su introspectiva observación, la expresión en su rostro barrió de un plumazo la sensación de calma recién adquirida.

—¿William, te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido ahora? —Leía en los ojos de su marido las malas noticias.

Él se dejó caer en la cama, si el estado de Vanessa era deplorable, el de él no tenía calificativo alguno. A la quemadura de su mano se le sumaba otra a la altura de su hombro derecho. Vanessa intentó actuar rápido, quitar los restos de tela fundida con la piel chamuscada.

—Una viga cedió... —explicó para que ella pudiera visualizar el origen de la herida.

—¿Algún otro herido?

—No, bueno... sí —se corrigió. Los ojos de Vanessa fueron en busca de los de él—, mi estúpida credulidad y mi maldita ciega confianza.

—William, explícate, por favor.

—El incendio no fue accidental... fue premeditado.

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