Vanessa

Vanessa


Capítulo 12

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Capítulo 12

—¿Premeditado? —La pregunta abandonó sus labios en un susurro apenas audible—. ¿Cómo, por qué?

—No lo sé, solo encontramos material de combustión entre los fardos.

No tenía sentido, nada lo hacía. ¿A quién beneficiaría la quiebra del condado?, a los empleados imposible, la señora Garret había sido por demás de clara. Todos habían corrido a apagar el fuego con el afán de salvar su sustento. Confiaban en ellos, y ellos confiaban en sus empleados. No…

El rumor de su mejoría económica en Londres había traído alivio en lugar de malestar. Lo sabía por Lord Villiers y Shropshire. Y no eran los únicos. Todos anhelaban su pago, de ser posible con sus intereses, ¿por qué destruir la única fuente de ese dinero?

—Ya nos ocuparemos de eso —imperó Vanessa, con tantas ganas de llorar que tuvo que tomar una gran bocanada de aire. Sí, se estaba derrumbando, nadie podía ser tan fuerte, ni siquiera ella. Lo único que la mantenía de pie estaba ante sí, con heridas, hollín y una expresión tan devastadora como la suya—. Primero solucionemos esto…

—Vanessa…

—No, Will, no te permitiré ser terco, no más. ¡Suficiente! —Sacó a la señorita Cleveland que dormía en su interior, con ese temperamento que no se doblegaba jamás—. No hay excusas… —Se adelantó a los pretextos de su marido. Los conocía, porque ya no había secretos entre ellos. William diría que Rupert estaba primero, y luego Jeff, y luego éste y aquel… hasta que no quedara uno en el condado sin ser priorizado. Y ella no lo permitiría, porque cuando de luchas de voluntades se trataba, existía una única vencedora.

Con manos firmes pero suaves, se dedicó a quitar la camisa de su marido. William se dejó hacer, tenía sus razones. El hombro le escocía demasiado para quitarse la prenda por sus propios medios, la mano otro tanto, estaba cansado y el único placer del día se lo daban las caricias de su esposa. Vanessa tenía todo dispuesto para la sanación, el ungüento de Garret, los paños limpios y la nieve que al hervor se había convertido en agua relativamente potable. Con esas herramientas comenzó la sanación.

—En este momento me vendría bien Emily —susurró—. Porque tiempo de buscar un libro de curaciones, leerlo, practicar e implementarlo… no tengo.

William rio ante la ocurrencia, sobre todo porque la sabía capaz.

—Eres eficiente, además, prefiero tus manos —confesó él, y vislumbró los celos en su esposa.

—No te pases, aún puedo torturarte.

—¿Lo harás?

—No lo sé, lo mereces. —Sonrió con picardía, una curvatura que pasó a ser de concentración cuando se aseguró de quitar todos los restos de tela de la herida del hombro. La de la mano no era grave, aunque sí difícil de sanar. La piel se movía a la par de las acciones de William y arrancaba pequeñas capas superiores, cuando ampollara, cosa que iba a suceder, las mismas se reventarían antes de tiempo y expondrían la piel virgen propensa a la infección. Necesitaba ser cautelosa, por ese motivo, se sentó a su lado, sobre el colchón, y retiró la capa superior que estaba chamuscada y sucia. Luego lavó la piel con agua y por último colocó el ungüento y la venda—. Necesito que me ayudes con el resto de las prendas.

—No tengo otras quemaduras… —prometió, y su esposa lo miró con su mejor expresión señorita Cleveland. William rio, y acató a la demanda. Le resultaba algo graciosa la situación, con la sobreprotección de ella. Quizá era la contraposición de la desesperación con la gloria, con ese momento en que la desgracia había puesto en manifiesto el amor. Porque estaba allí, frente a sus ojos. El cuidado, los celos infantiles y el deseo… el deseo que se revelaba en la mirada café de su esposa a medida que su piel quedaba al desnudo. Y, por último, esa batalla interna era la prueba final, la pasión la abrasaba como el incendio pasado y, sin embargo, era la necesidad de cuidarlo la que primaba. Tuvo que tragar para deshacer el nudo de su garganta.

Vanessa lo contempló desnudo, y pudo jurar que William Witthall era su mejor obra de arte. Hundió el paño en el agua, lo escurrió y se abocó a la tarea de lavar el cuerpo de su marido, centímetro a centímetro. El deseo del hombre se puso en evidencia, y en esa ocasión no sintió pudor, sino la respuesta natural de su propio ser. Con movimientos suaves, terminó de lavar el cuerpo, de quitar los restos de desgracia en él. El sol comenzaba a clarear el cielo y a colarse por las ventanas. El sueño los llamaba, sin embargo… aún quedaba un incendio por apagar.

William se quitó la última prenda, dejando al descubierto la única porción de él que su esposa desconocía, y le sonrió cuando notó que ella no rehuía ni se incomodaba. No su Vanessa, ella siempre llegaba al examen práctico con toda la teoría estudiada.

Aun así, había algo que solo se aprendía al final, y él se sentía dichoso de ser el maestro de esa lección.

—Ahora tú —demandó, obligándola a darle la espalda. Le quitó el vestido sucio y en parte chamuscado, la camisa, el corsé y la camisola inferior. Las medias, los pololos, todo fue a parar a un nido en el rincón.

—No te humedezcas el vendaje —advirtió Vanessa, preocupada, y se granjeó una nueva risa seductora de su marido.

—Shh. —La silenció con el índice en la boca, y terminó por acariciar los carnosos labios. Hundió el paño en el agua limpia, y con la mano sana se encargó de quitar la suciedad del cuerpo de Vanessa al tiempo que se permitía la contemplación. Era perfecta, más que perfecta, era única… su musa, su esposa, su salvación.

Muchos artistas buscaron su versión de Venus, él la tenía ante sí. Los senos le cabían en las manos y estaban coronados por rosados pezones que se erguían por el frío y el placer. La piel color crema, salpicada con algunos lunares perdidos, que él, ansioso, profanó con besos. La cintura estrecha, las caderas redondeadas y las piernas firmes, largas y torneadas, hechas para el trabajo y para él… para hacerlo prisionero.

Terminó la labor en el cuello, allí donde depositó un par de besos más. Volvió a trenzar el cabello castaño oscuro, y con los dedos aún enredados en los mechones, reclamó la boca de su mujer.

El beso no fue gentil, habían dinamitado esa barrera. Fue un choque de labios, una lucha de lenguas… una guerra con dos victoriosos y ningún derrotado. Cayeron en la cama, y William la hizo rodar hasta quedar debajo de él. Con su boca, ambiciosa de su premio, recorrió cada centímetro de su musa, adorándola y marcándola en fuego.

—William…

—¿Sí?

—Sé que está de más —susurró, presa de la pasión—, pero quiero que sepas que sí, lo estoy pidiendo... deseo esto.

Se lo debía, y la sonrisa de satisfacción de Witthall iluminó más que el sol de ese trágico enero.

—¿Por la ciencia? —Volvió a unir sus labios, para robarle la respuesta.

—Porque te necesito —y esa fue la más dulce de las confesiones. Vanessa Cleveland admitía al fin necesitar a alguien, y no a cualquiera, a él… Pactó con sus caricias ser digno de esa confianza, con las manos ansiosas le brindó lo que pedía.

No había libros que explicaran esas sensaciones, intentar atrapar en tinta lo vivido era imposible. Los labios de Witthall viajaban por todos los rincones, hasta centrarse en el punto exacto en que el deseo de Vanessa latía sin piedad. Cuando la lengua del hombre lo acarició, la exclamación de deleite se hizo oír en la habitación. Abrió sus piernas de modo instintivo, invitándolo a una honda exploración y enredó los dedos en los bucles castaños que se perdían en el centro de su deseo. El nombre de su esposo se escapaba en susurros, en gemidos y en gritos.

Quiso decirle que lo estaba haciendo mal, hasta que comprendió algo peor: lo estaba haciendo adrede. La llevaba a la cima una y otra y otra vez sin dejarla caer nunca. ¿Qué buscaba?, ¿qué más quería de ella?

—William, por favor —clamó cuando los dedos del hombre la abrían y la humedad de ella brotaba a la par de sus súplicas. Para su total sorpresa, en lugar de darle lo que reclamaba, se giró y se acostó a su lado. Unió su mirada a la de ella, y le permitió vislumbrar el amor, el deseo y la desesperación… Entonces, ¿por qué no la tomaba?

—Si existe un modo, uno, de pertenecerle a otra persona, es este, Vanessa. Soy tan tuyo como un hombre puede ser de una mujer. —Vanessa sintió la tibieza de esas palabras y lo que él le ofrecía. El control en esa primera vez, el permiso para conocerse a sí misma en el placer, algo que también en demasiadas ocasiones se le prohibía a la mujer.

Vanessa dudó un instante, los primeros movimientos fueron vacilantes, pero la mirada ardiente de William le decía que iba en buen camino. Pasó sus piernas a ambos lados de la cadera del hombre, hasta montarlo a horcajadas. Él la guio los primeros centímetros, y permaneció inmóvil mientras ella se habituaba a la invasión. La posición le permitía manejar las sensaciones, por lo que el dolor no formó parte de la experiencia, la tortura fue otra, la de la lentitud.

Cuando sintió que las pelvis se unían, que tenía a William por completo en su interior, el grito de placer se mezcló con el de gloria. Las sensaciones se intensificaban con cada vaivén, con cada embiste. Sus cuerpos se rozaban en el lugar exacto, y danzaban acompasados el baile más antiguo del mundo.

—William… —fue el pedido hacia el final, el agotamiento y la novedad le impedía llegar a la cima y lanzarse. En ese instante, con las miradas en comunión, Vanessa le otorgaba más que el mando, le daba su confianza, el control del cuerpo y los sentimientos, y William se apropió de ese tesoro.

Tomó de las caderas a su esposa, y arremetió con violencia en su interior, asegurando que cada movimiento le brindara el alivio que el cuerpo de la muchacha clamaba. Los sonidos emitidos le dieron la señal, y mientras Vanessa se rompía en mil pedazos confesando su nombre, él se derramaba victorioso en su interior.

William apenas pudo dormir un par de horas. Las preocupaciones eran muchas, al igual que las tareas por abordar. Pese a ello, en el preciso instante en que los rayos de sol del mediodía se colaron por las ventanas, dejó de lado todo mal y se enfocó en Vanessa que dormía plácidamente junto a él.

El agotamiento que profesaba era tal que apenas si se movía para respirar. Tras las puertas de la habitación, los empleados comenzaban las labores cotidianas, como si quisieran embeber la casa de una rutina que borrara el daño del incendio. Él necesitaba lo mismo, unos segundos de paz mental antes de que la catástrofe mostrara su verdadera forma, la de las consecuencias.

Mientras tanto, tenían ese momento, y no permitiría que nadie se lo quitara. Se escabulló fuera de la cama, se cubrió con su bata y se dirigió al altillo en busca de algunos materiales, regresó tan silencioso como se había marchado, y acercó la silla a la cama para observar en detalle la imagen ante sus ojos. Una Vanessa sin barreras de ningún tipo, tan desnuda en cuerpo como en alma.

El fuego se consideraba purificante en algunas culturas, en otras, como un renacer de cenizas. Allí era ambas, había dejado su impronta en ellos permitiéndoles ser quienes debían.

La mano le dolía un poco, por lo que tuvo que tomar aire antes de cerrar los dedos alrededor del carbón y comenzar el bosquejo. La posición de Vanessa era perfecta sin necesidad de órdenes de él, con su mano debajo de la almohada, su rostro vuelto hacia el sol, su espalda desnuda y unos pechos erguidos que apenas rozaban el colchón. Las sábanas la cubrían desde la cintura, y el cabello caía en parte sobre su rostro y en parte sobre sus omóplatos. William se encontró a sí mismo señalando en el papel el lugar puntual de sus lunares, el cielo estrellado de la espalda de su mujer.

Con la carbonilla, volvió a hacerle el amor. Caricias de papel y pincel, caricias inmortales. Se detuvo solo cuando los ojos de Vanessa se abrieron y se fijaron en él. Confundida por la mezcla de sueños y realidades, le costó orientarse y asociar la languidez de su cuerpo y la felicidad de su espíritu con la tragedia acontecida.

—Buenos días, mi musa —la saludó en un susurro.

—Will…

—No te apures en despertar —propuso él—, lo bueno de los problemas es que son tan pacientes que aguardan por nosotros. Nunca se van, ni aunque los echen.

Vanessa se atrevió a sonreír. William volvía a ser él, un demente que confiaba y se aferraba a la esperanza. El de la noche anterior, derrotado ante la terrible noticia de que se trataba de algo premeditado, no le gustaba. Ella quería a su loco soñador, a su artista que agregaba color a la vida con pinceladas de cariño.

—Accedo a no salir de la cama por unos minutos, aunque lamento tener que romper tu cuadro, mi cuerpo lo demanda, me duele todo. —Vanessa se giró hasta quedar boca arriba. Se apuró a cubrirse con las sábanas hasta los pechos, y en esa posición se estiró tanto como pudo. La expresión delató las molestias de sus músculos, y William dejó sus herramientas de dibujo para acercarse a ella.

—Permíteme que te ayude con eso. —Lady Witthall volvió a acomodarse y permitió que las gentiles manos de su esposo le brindaran un masaje. Se sentían cálidas y delicadas, salvo por el vendaje que cortaba con la armonía de su piel. Un recuerdo de que los problemas esperaban al otro lado de la puerta.

—Will, ¿Quién puede querer tu ruina? Lo pienso y no se me ocurre. Lo lógico sería que los acreedores se alegraran de cobrar al fin.

—No lo sé, pero tengo una sospecha… hay otra cosa de la que debemos hablar, y ambas conducen a un único lugar.

Se volteó para mirarlo, el tono usado por el hombre le indicaba que era algo serio. William le acomodó un mechón detrás de la oreja y le robó un breve beso antes de hablar.

—En el último viaje a Londres descubrí algo acerca de Sir Johnson. —La mención de su tutor puso de mal humor a Vanessa. Si bien, en ese instante, mientras compartía el lecho con Witthall podía llegar a agradecerle la intervención, las mentiras aún dolían.

—Creo que Sir Johnson es el menor de nuestros problemas ahora.

—No, no lo es. Vanessa… —Le tomó el mentón con suavidad y le alzó el rostro hacia él. Tan perfecta… tan hermosa…—. Vanessa, te amo. Llevo un tiempo queriendo compartir mis sentimientos hacia ti, pero siempre hay un nuevo obstáculo por sortear. Esta mañana me di cuenta de mi error… no hay obstáculos en mis sentimientos, sino en mis miedos…

—¿Cuál miedo?

—Este —Señaló con una agridulce sonrisa—, el silencio.

Vanessa quiso bajar la mirada, y William se lo impidió. No necesitaba esconderse ni avergonzarse por no poder pronunciar las mismas palabras. Él lo sabía, como también entendía los motivos.

—William…

—Quiero que entiendas —la interrumpió—, que si guardé silencio este tiempo fue porque preferí que te enteraras de todo por él, creo que es lo mejor. Yo no conozco los pormenores…

—No sé de qué hablas.

—De los motivos de tu padre, y de las mentiras dichas.

—¿Lo sabes? —Vanessa se incorporó, exponiendo su desnudez ante él. La vulnerabilidad de ella en ese momento le hizo maldecir a todo el mundo.

—Lo deduje. Vanessa, cariño, tenemos que volver a Londres, tienes que hablar con Sir Johnson…

—¡No!, solo conseguiré más mentiras, más secretos, no quiero eso… —William la abrazó, para que descargara su furia y frustración. Eran demasiadas cosas en pocos días, muchas emociones, altibajos y revelaciones. Muchos cambios.

William reconocía que las tormentas eran necesarias, pues daban como resultado los cambios de aire. Y ellos saldrían de esa tormenta y de mil más.

—No podrá mentirte de nuevo, sabe que, si no te lo dice él, te lo diré yo. —La acunó con cariño contra su cuerpo—. Él no desea que te lo cuente porque no quiere que sufras, y le di este tiempo para que juntara valor, no lo hice por ocultarte nada…

—Lo sé, Will… De verdad, confío en ti. —En labios de Vanessa, esa era la más dulce de las declaraciones.

—Yo tampoco quiero que sufras, solo que…

—No puedes impedirlo. —El círculo se cerraba con esa conclusión. Su primera charla de amor tomaba sentido ese mediodía, mientras se encontraban uno en brazos del otro. Uno no desea el dolor del otro e intenta evitarlo, solo que es imposible conseguirlo siempre. William se encontraba en ese punto, en el más álgido de los sentimientos, en el de permitirle a Vanessa encontrarse a sí misma, incluso cuando las heridas que ella sufriera le partieran a él el corazón.

—No, solo puedo prometerte que estaré allí para ti, que no te soltaré, y que en mí siempre encontrarás un refugio…

Vanessa lo besó, las palabras sobraban, y las únicas que debían ser dichas no podían salir de su pecho aún. Quizá la respuesta a su incapacidad de confesarse la tenía Sir Johnson, o tal vez era el temor de darle al destino las herramientas para rematarla. Estaban al borde del abismo, su matrimonio podía fracasar junto a las finanzas del condado y ella no quería hacer de la derrota algo tan definitivo.

Cuadró los hombros con determinación de no dejarse vencer. Un objetivo a la vez…

—Está bien, viajemos a Londres, de todos modos, necesitamos comprar semillas para la próxima cosecha.

—Y descubrir a un conspirador. —Una sonrisa pujó en labios de William—. Ahora que recuerdo, creo que mis poemas han enamorado a la mujer de Peter Hanson.

—¿Y quién es Peter Hanson?

—El jefe de Scotland Yard.

—¡Witthall! —exclamó ella en un falso reproche—, si tan solo hubieras empezado la conversación por allí… Partiremos a Londres tras evaluar los daños y reacomodar las tareas —sentenció—. Y luego…

Con una renovada energía, Vanessa se puso de pie y comenzó a vestirse. Y luego… cazarían al maldito desgraciado que prendió fuego su granero.

No sabía quién podía ser, pero de algo estaba segura: ese criminal no sabía con quién se había metido.

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