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Los pezones de marga

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LOS PEZONES DE MARGA

Mi mujer, Marga, es una escritora conocida. Sale mucho en televisión. Es famosa, atractiva, simpática… y también tiene unos pezones saltones que no hace falta estimular porque siempre están erguidos como dos montañas. Me gusta pasar los labios por encima, aprisionarlos y tirar de ellos, me gusta lamerlos. Me gusta mojarlos con cualquier cosa: yogur, miel, mermelada… y chupar y chupar hasta dejárselos limpios y relucientes. Además, los tiene muy sensibles y es capaz de correrse simplemente con juntar las piernas mientras se los chupo.

Sus pezones son tan duros y tan grandes que me gustar restregar mis propios pezones sobre los suyos. Me tumbo encima de ella poniendo mis tetas encima de las suyas y me froto con sus pezones hasta que los míos crecen y se ponen duros y tirantes. Después, sube y me los mete en la boca, e incluso puede frotarme con ellos el clítoris, nunca he visto unos pezones tan duros. De hecho, siempre tiene problemas con la ropa y ni siquiera un sujetador a prueba de los deportes más duros consigue que los pezones no se le marquen de manera escandalosa. En verano tiene que ponerse dos camisetas porque, si no, todo el mundo termina con la vista puesta en sus pezones. A veces, cuando quiero que se ponga nerviosa, me divierte pasar mi mano por encima o agarrárselos en cualquier sitio, en la calle, en una tienda… ella se pone colorada, porque la gente la conoce y comienzan enseguida a murmurar. Yo me excito y la gente se queda entre asombrada y atónita; no se me ocurriría hacerlo en medio de una manifestación de la extrema derecha o en una misa, claro, pero sí me gusta rozárselos como sin querer y que la gente no sepa qué pensar.

Hace un par de meses fuimos a una de esas macrofiestas bolleras que se organizan ahora. Yo odio bailar, pero a mi mujer le encanta y le encanta también coquetear y ligar si se tercia; a mí me aburre. Esa noche estuvo bailando todo el tiempo con una chica muy joven. Yo estuve intentando charlar con amigas a pesar del volumen de la música infernal con el que nos castigaban y es que, para ciertas cosas, ya no tengo edad. Marga no sólo estuvo bailando con la joven; también las vi bebiendo y riendo, sentadas en una esquina, y después vi cómo Marga le apartaba el pelo de la cara y cómo le acariciaba el cuello y… la verdad es que me puse celosa. No es que nos seamos absolutamente fieles pero, en fin, procuramos en lo posible no hacer sufrir la una a la otra. Si ocurre, bueno, ocurrió, pero yo procuro que Marga no se entere y desde luego no quiero enterarme (le lo que ella hace cuando yo no estoy o cuando no miro. Para mí, mi libertad es más importante que su fidelidad. No podría pedir que respetase mi libertad, si yo no estuviera dispuesta a respetar la suya. Las infidelidades sexuales siempre duelen, se opine sobre ellas lo que se opine, pero que duelan no quiere decir necesariamente que sean importantes. Hay que saber cómo manejarse con ellas. Así que el discurso me lo sé, lo tengo claro, pero otra cosa es que después el dolor, la rabia, los celos… todos esos sentimientos incontrolados, puedan más que la inteligencia y que cualquier teoría. Y eso es lo que estaba a punto de ocurrirme esa noche viendo coquetear a Marga, más que coquetear en realidad, metiendo mano a esa joven, que no tenía pinta de ser muy lista. Aunque sí que estaba buena. Yo hablaba con mis amigas y por el rabillo del ojo no perdía de vista a Marga. Desde luego no iba a ser tan ridícula como para montar un número de celos, pero en casa íbamos a tener una bronca de las que hacen época. Hay que respetar ciertos pactos y Marga estaba a punto de saltárselos.

En realidad no ha pasado nada, me dije para tranquilizarme; no ha hecho nada por lo que tenga que rendir cuentas, al fin y al cabo sólo está coqueteando como hace siempre. Lo que pasa es que la joven miraba a mi Marga como suelen mirarla las jóvenes: con una mezcla de devoción y deseo que me estaban provocando unos celos imposibles de controlar. Hice un esfuerzo por alejar todos los pensamientos malsanos de mi mente y me sumergí en una conversación política con una amiga. Poco después estábamos discutiendo acaloradamente y, durante un rato, se me olvidaron Marga y la joven.

Bebí y bebí, hablé y hablé, y ellas, por lo que también pude ver, bailaban, se sentaban, paseaban por el local… Marga hablaba y gesticulaba como hace siempre, debía estar dándole a la joven una clase magistral. La joven escuchaba ensimismada, como si hablara con dios. ¡Qué rabia me da cuando Marga se pone a dar lecciones a las jóvenes!, especialmente si lo hace con la intención de impresionar.

En un momento dado las perdí de vista y me preocupé un poco. Traté de tranquilizarme y de apartar de mi mente los celos pero no pude; había bebido demasiado y no me podía distraer con nadie que atrajera mi atención en toda la discoteca. Nadie me gustaba lo bastante como para intentarlo, así que busqué a Marga y a su amiga por el local y me las encontré en una esquina más oscura y apartada que la anterior. Se estaban besando, pues ya estaban en esa base.

No me acerqué; estaba bebida y rabiosa, frustrada y dolida, pero no tanto como para hacer el ridículo abiertamente. Me aparté y me senté donde yo podía verlas a ellas, pero ellas no podían verme a mí a no ser que me buscaran, y mucho me temía que lo último que Marga iba a hacer esa noche era buscarme. Ver cómo tu pareja, a la que quieres, besa apasionadamente a otra no es plato de buen gusto. Me sentía, más que desgraciada, miserable, sola y abandonada.

Al poco rato vi que se levantaban y que se marchaban hacia el fondo, a una especie de cuarto oscuro que las organizadoras habían considerado necesario habilitar para que las mujeres pudieran tener sexo. Unas luces rojas iluminaban a medias aquel espacio, en el que había sillones y en el que algunas parejas se besaban y, como mucho, metían sus manos por debajo de la ropa. No se hacía nada que no pudiera hacerse fuera, si acaso los besos eran más profundos y largos y, si acaso, las manos hurgaban por entre las braguetas de los pantalones o bajo las faldas; poco más.

Busqué a Marga y a la joven; las encontré en una esquina haciendo lo mismo que hacían allí todas las parejas. Se besaban con pasión y Marga metía su mano bajo la falda de su compañera. El efecto del alcohol se me estaba pasando y ahora me invadía una especie de tranquilidad que suele llegarme a continuación de la euforia. Pensé que Marga me gustaba mucho, pensé que la quería y me sentía querida por ella, pensé que me gustaba mirarla besando a esa joven que a mí también me gustaba, pensé que su boca, que era mía, besando a otra, me resultaba muy excitante y pensé que, después de todo, al final de la noche, Marga se vendría conmigo a casa y sería sólo mía. Eso pensé, pero no podía apartar mis ojos de ellas dos.

Entonces me acerqué. Marga debió verme por el rabillo del ojo, porque dejó de besar a la chica y sacó su mano de debajo de la falda. Yo me acerqué aún más y percibí claramente que todo su cuerpo se ponía tenso y a la defensiva. La joven se arregló un poco la falda aún más nerviosa, mirando al suelo como avergonzada. Cuando Marga pudo ver mi cara se relajó. Mi mujer me conoce muy bien, me conoce mejor de lo que me conozco a mí misma: son muchos años queriéndonos. Así que, si en algún momento le había inquietado que yo me acercara, ya se le había pasado esa inquietud. Siempre sabe lo que pienso, le basta con mirarme. Y ahora ya no estaba inquieta sino, si acaso, curiosa. Me acerqué aún más y me puse frente a ellas, aproximando mi cara a la de Marga; comencé a besarla y ella se unió a mi beso. En ese momento, la joven quiso marcharse, pero la agarré del brazo y se lo impedí. La miré, sonreí para que no se pusiera nerviosa y le acaricié la cara. Marga también sonreía. Entonces le abrí la camisa, le desabroché el sujetador y se lo puse por encima, dejando sus tetas al aire. Ella se dejaba hacer. Mi cuerpo las tapaba a ambas: era difícil ver en la oscuridad lo que estábamos haciendo. La joven respiraba cada vez con más fuerza. Me volví hacia ella y le puse una mano detrás de la cabeza.

—Saca la lengua —le dije, y ella me obedeció.

Cuando sacó la lengua, empujé su cabeza y su boca sobre el pezón de Marga y, agarrándola por el pelo, fui moviendo su boca de un pezón a otro, hacia arriba y hacia abajo.

—Lame —ordené, y ella lo hizo, lamiendo unos pezones que están hechos para eso, sacando mucho la lengua y pasándola lentamente sobre ellos al ritmo que le marcaba mi mano sobre su nuca.

Marga, que hasta ese momento me miraba sorprendida, cerró los ojos, se entregó y comenzó a gemir de placer según yo movía la cabeza de la chica. Yo miraba gozar a Marga gozando y me gustaba. Me ponía muy cachonda tener la posibilidad de verlo desde fuera. Le desabroché el botón del pantalón.

—Ahora mete tu mano ahí y búscale el clítoris.

La boca de Marga se volvió hacia mí y comenzó a buscarme, pero yo no quería perder la posibilidad de contemplar cómo se corría en manos de aquella chica, que era como decir en mis manos. Puse mi boca sobre la suya y la besé, mientras ella me la llenaba de los sonidos que nacían en su garganta. «Busca la punta», dije mientras aún mantenía su cabeza sobre la teta y ella chupaba y chupaba y Marga se encogía sobre sí misma.

—Busca la punta —le susurré al oído—. Con un dedo, en círculos sobre la punta.

Mi boca estaba ahora exactamente sobre su oreja. Saqué la lengua, se la metí, recorrí su contorno, mordisqueé el lóbulo mientras susurraba:

—Despacio, despacio, házselo despacio —y mientras, no le permitía que apartara su boca del pezón—. Así, despacito, házselo despacito, cómete el pezón, chúpalo…

Un hilo de saliva salió de su boca y cayó al suelo.

Marga comenzó a respirar muy fuerte.

—Ahora más fuerte, más fuerte —la guie, y ella lo hizo.

Marga se dobló sobre sí misma con una especie de lamento contenido, intentado no hacer ruido. Por fin levanté la cabeza de la chica de la teta de Marga y, al soltarle la cabeza, la chica se puso más cómoda. Marga terminó desplomándose sobre el sillón, gimiendo y sujetando la camisa de manera que le tapara las tetas. Entonces la chica quedó allí, respirando también muy fuerte, como yo. Las dos estábamos terriblemente calientes. Yo la empujé con mi cuerpo contra la pared y comencé a besarla mientras le decía:

—Mira cómo me has puesto, mira —y guiaba su mano por la bragueta abierta de mi pantalón, por debajo de mi braga—. Estoy empapada, mira cómo me has puesto. Ahora tendrás que hacer algo.

Le decía todo eso al oído mientras le metía la lengua en la boca, la mordía en el cuello y guiaba su mano por mi coño empapado, que sólo esperaba una caricia, así de caliente estaba. Y ella, obediente, como era, hizo lo que le pedía. Hacía tiempo que no me corría tan bien: no hay nada como un estímulo nuevo.

Al terminar, me dejé caer al lado de Marga y la acaricié. Era como si estuviéramos solas y nos lo hubiéramos hecho la una a la otra; al menos yo me sentía así. La chica se había puesto en cuclillas, supongo que su coño quería también que alguien se ocupase de él.

—¿Os volveré a ver? —preguntó. Me gustó ese plural.

—Claro —dijo Marga—, mañana.

Ella sonrió y yo también.

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