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Mi boca y sus manos

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MI BOCA Y SUS MANOS

Como soy cajera de supermercado en una ciudad pequeña me paso el día viendo manos de mujer y códigos de barras. Como todo el barrio viene a este supermercado y yo llevo aquí quince años puedo saber a quién estoy saludando, antes de levantar la vista y mirarle la cara, solo por las manos; me las conozco todas de memoria. Hay mucha señora mayor que lleva toda la vida comprando aquí y también hay amas de casa a las que conoces de todos los días, pero en cambio poca chica joven, porque trabajo por la mañana, a una hora en la que las jóvenes están estudiando o trabajando. Así que, la verdad, en estos años no he tenido ocasión de levantar la vista con curiosidad, digamos sexual, para ver qué cara se corresponde con unas manos que me gusten. Para que a mí una mujer me excite, tienen que gustarme sus manos y no comprendo cómo no le ocurre lo mismo a todo el mundo. Por ejemplo, me costaría acostarme con una mujer de manos cortas y dedos gordos. No quiero ofender, pero cada una tiene sus manías sexuales y sus preferencias, y estas son las mías. Una mujer con unas manos que no me gustaran simplemente no me excitaría. De todas las manías sexuales que hay en el mundo, esta es relativamente fácil de entender porque, al fin y al cabo, te van a tocar con las manos y los dedos van a entrar en ti, así que para mí son muy importantes, aunque no sean fundamentales. Prefiero unas manos bonitas y sexys, unos dedos largos y finos, que un cuerpo así o asá. Puedo olvidarme del cuerpo, del nombre, de la voz, de la conversación o de cualquier otra cosa, pero raramente me olvido de unas manos que me han gustado mucho. Y mientras estoy follando también me gusta olvidarme de todo, excepto de las manos y de mi cuerpo. Así es el sexo que me gusta, olvidarme de todo y concentrarme únicamente en mi cuerpo y en las manos.

Por eso, me definiría como muy pasiva. Soy una bottom, que dirían en América, lo contrario de una top; es decir, una lesbiana a la que, si es posible, siempre le gusta estar abajo. Suelo bromear con un amigo gay, que se define como pasivo, sobre la necesidad de fundar un club reivindicativo de los pasivos/as sexuales, porque estamos muy mal vistos. En contra de lo que pueda parecer, no es fácil ser pasiva; ahora todo el mundo espera que el sexo sea una cosa que se reparte a medias, como si esto fuera un trabajo o una obligación. Y, como esto, además, no tiene nada que ver con el poder, el control, mandar… esas cosas, me es difícil acoplarme. A veces encuentro a alguien a quien le gusta hacerlo todo y hacérselo todo a sí misma: esa es la persona ideal para mí. «Pasividad» es mi palabra fetiche. Al principio, cuando era joven, me sentía mal, como si tuviera una especie de obligación que cumplir, pero con el tiempo y la experiencia he aprendido que en esto del sexo hay de todo y gente mucho más rara que yo, así que si encuentro a mi media y perfecta naranja (aunque sea para una noche) perfecto; y, en último caso, si tengo que «activarme», como yo digo, pues lo hago, tampoco es el fin del mundo. Aun así, si puedo elegir, sé muy bien lo que me gusta. Como me gusta decir de mi misma, «yo soy una lesbiana de espalda en cama».

Mi obsesión por las manos tiene mucho que ver con otra de mis peculiaridades sexuales, que es que mi zona erógena por excelencia es la boca. Y si juntamos las manos con la boca, nos encontramos con que una de mis prácticas sexuales preferidas es que me metan los dedos en la boca. Ya sé que es raro, aunque en realidad no tanto. Una amiga/amante mía siempre dice que tengo el coño en la boca, o un coño por boca. Es un poco exagerado, pero tiene mucho de verdad. La mejor forma de excitarme es tocarme la boca de cualquier manera, por fuera, por dentro, con un dedo, con la mano abierta, con un objeto, meterme algo, acariciármela, darme en ella con fuerza… Me gusta chupar cualquier cosa, lamer, morder, succionar, besar… «Mi boca y sus manos» sería el título que me gustaría poner a una historia de amor, si un día me decidiera a escribirla. Y se la dedicaría a ella, a Bárbara, porque estoy enamorada de ella, de sus manos y de la manera que tiene de tocarme la boca.

La conocí un lunes; no puedo olvidarlo porque es siempre el peor día de la semana en mi trabajo, cuando todas las mujeres se lanzan a comprar víveres después del fin de semana y las cajeras de los supermercados no damos abasto; es un día difícil y cansado. Aquel lunes estaba yo con la mente en otro sitio, donde siempre la tiene una cajera de supermercado, en cualquier sitio excepto en la cinta que va pasando los productos, cuando las manos más atractivas que había visto en mucho tiempo, quizá por inusuales, me pasaron un brik de leche. Eran unas manos blancas, delgadas y nervudas y, además, llenas de pecas. Hay quien le tiene manía a las pecas, pero a mí me gustan. Están hechas para acariciarme, pensé, y tuve que levantar la vista. Se trataba de una pelirroja con pinta de extranjera, llena, sí, de pecas, y de edad indefinida como les ocurre a las pelirrojas a veces, aunque a mí la edad, la verdad no es algo que me preocupe mucho. No me gustan las chicas demasiado jóvenes porque sus manos son demasiado blandas y, a menudo, poco expertas; necesito manos expertas y algo curtidas, es así como me gustan. La pelirroja desde luego no era del barrio y me sonrió, así que le rocé la mano al darle el brik y ella no la apartó tan rápido como hubiera sido lo normal. Yo sonreí más aún y ella también. Entonces intenté entablar una conversación adecuada para la ocasión, pero resultó inútil porque la pelirroja no hablaba ni pizca de español. Eso me desalentó un poco, porque era difícil saber si estaba tratando de ser amable, y lo de la mano lo había interpretado simplemente como una costumbre local, o estaba aceptando ligar conmigo. Aún me quedaban dos oportunidades: el momento de coger el dinero y el momento de darle el cambio. Cuando me dio el billete abarqué toda su mano con la mía, y me pareció que ella se sorprendía un poco, pero tampoco la apartó esta vez, y al darle el cambio ya se puede decir que mis dedos se entrelazaron con los suyos. Este último movimiento era inequívoco. Fuera del país que fuera y hablara el idioma que hablara, lo había entendido. Así que pensé que era cosa hecha. Como era lunes, había cola y entre mis aproximaciones manuales, que lo ralentizaron todo un poco, y que ella era —parecía ser— del este, las señoras de la cola comenzaron a despotricar contra la inmigración. Pensé que más valía darse prisa.

Le hice un gesto a Bárbara —luego sabría que se llamaba Bárbara— para que se pusiera a un lado mientras yo le metía un poco de ritmo a la cola y pasaba a toda velocidad los códigos de barras por el escáner —bendito escáner, que permite a las cajeras del supermercado pasarse la jornada laboral pensando en sus cosas, sexuales casi siempre, y no como antes, cuando había que teclear número a número—. Aquello sí era esclavitud. La polaca —era polaca— esperaba sonriendo. En un momento de respiro le escribí mi dirección en el reverso de una cuenta y le apunté también que salía de trabajar a las cinco. Los subrayé con fuerza, a las 17.00 y pareció entenderlo. Todo el asunto me pareció sorprendente, agradable pero sorprendente. Nunca había ligado en el supermercado, nunca había ligado sin decir una palabra, nunca antes había ligado con una polaca, ni con una pelirroja llena de pecas y, por si fuera poco, ni siquiera estaba segura de haber ligado. En todo caso, las mañanas de trabajo son mucho más agradables si una tiene plan por la tarde. Hube de lidiar con la duda de si la polaca habría entendido algo o si lo habría malinterpretado todo debido quizá a alguna costumbre de su país que permita entrelazar los dedos a las clientas sin que eso tenga mayor significado. Era un riesgo pero, como decía mi madre, hay que correr riesgos; y sobre esto mi padre tenía otra frase muy adecuada: la esperanza es la madre de todas las posibilidades, y en eso es en lo único que tenía razón. Pero en todo caso, animada por el refranero familiar la mañana transcurrió muy rápido y yo volví a casa casi corriendo para que me diera tiempo a tener los dientes como perlas.

A las cinco y media sonó el timbre y apareció mi polaca, aparentemente muy contenta. Y como no teníamos mucho de que hablar y, sobre todo, como no teníamos en qué hablar le acaricié la cara mientras cerraba la puerta. Me pareció un gesto poco agresivo en caso de que yo estuviese equivocada y la polaca no estuviese allí por lo que yo suponía. Pero yo tenía razón: hay historias que se entienden en todos los idiomas. Bárbara me besó en la boca. Fue en ese momento, justo en ese momento, cuando comenzó nuestro buen entendimiento. ¿Qué suele hacer la gente ante un beso en la boca, ante un buen beso de una persona a la que se desea? Lo normal es contestar al beso, pero como ya he explicado al principio, cualquier cosa que me hagan en la boca me disuelve, literalmente, de placer. Así que, como me suele pasar cuando la mujer que me besa me gusta mucho —y Bárbara me gustaba mucho—, yo emití un gemido sordo pero claramente audible, junté los muslos y me puse a temblar. Es lo que me pasa cuando me besan. Apoyé mi espalda en la pared y entreabrí la boca, esperando más. Y me besó de nuevo, con más intensidad y con el mismo resultado. Ante el éxito de sus besos, Bárbara se dedicó a comerme la boca con fruición y yo a tratar de mantenerme en pie. No pareció extrañada por lo que es un comportamiento, como poco, inusual. Me mantenía pasiva y mis manos tan sólo se apoyaron en sus caderas, mientras buscaba su boca y quería más boca y más boca.

En un momento dado la guie por el pasillo hasta mi habitación, pero no me tumbé, ni siquiera me acerqué a la cama, sino que me puse de pie con la espalda apoyada en la pared. Ella se puso frente a mí y siguió con mi boca y yo seguí gimiendo y temblando; cuando digo que estaba temblando no es una figura literaria, yo tiemblo de deseo, no puedo evitarlo. No me pasa siempre y no me gusta que me pase, porque es incómodo, pero ya he aprendido que, si tengo mucho deseo, los temblores son inevitables. Las amantes que me conocen saben que, cuando tiemblo, es porque me muero de deseo y la cosa va bien. Yo temblaba, Bárbara lo entendió y siguió con mi boca; yo no deseaba nada más. Me sujetaba a su cintura para que no me cayera y apretaba los muslos y contraía mis músculos pélvicos. Es algo que he aprendido y que aumenta el placer; incluso me permite correrme sin tocarme.

Y… bueno, a veces hay personas que tienen una percepción, una sensibilidad especial y Bárbara es una de esas. Al mismo tiempo que su lengua se movía por mi boca, acercó un dedo y comenzó a acariciarme la comisura de los labios. Yo gemí aún más y temblé aún más y ella ya no paró. Me acarició los labios con sus dedos y yo se los quise chupar, pero los apartó; me dio más lengua, me acariciaba de nuevo y, poco a poco, fue dejando, muy lentamente, que yo le atrapara los dedos y se los metiera enteros en mi boca y se los chupara tan fuerte como podía. Ella movía sus dedos dentro de mi boca como si se tratara de la lengua, los pasaba sobre mis encías; me daba el pulgar, que apoyaba sobre el paladar. Nadie me había tratado así la boca. Estaba tan caliente que, ante mi desesperación, en un momento en el que junté las piernas, me corrí con un orgasmo pequeño y corto que me dobló sobre mi misma de rabia. Demasiado pronto, demasiado poco.

Bárbara se rio. Nos desnudamos y volvimos a empezar todo el proceso, sólo que desnudas. Ella encima de mí, follándome con su boca y sus dedos, y yo gozando como pocas veces. Me enamoré de ella, claro, y aunque tardamos un poco en entendernos, cuando por fin entendimos lo que decíamos, fue todavía mejor.

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