Sex

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Alice

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ALICE

Nosotras nos conocimos en Oxford, donde yo pasé un semestre en un curso de historia del arte. Alice estaba en el mismo curso que yo y era imposible no fijarse en ella. Lo que ya parecía mucho más difícil —imposible— es que ella se fijara en mí. Yo soy más bien anodina, una española normal, baja de estatura, castaña, completamente vulgar. Tampoco soy el colmo de la alegría, ni de la sociabilidad, ni de la simpatía, ni nada. La vida a veces tiene esas cosas extrañas. Desde que la vi la imaginé en mi cama, pero jamás me hubiera atrevido a hablar con ella y mucho menos a intentar ligar con ella. Ni siquiera podía sospechar que fuera lesbiana. Es de esas mujeres que los hombres persiguen y de hecho no había un solo alumno varón que no lo hubiese intentado; al menos todos ellos se pasaban el día dándole conversación. Y ella sonreía y parecía encantada, y se mostraba extremadamente simpática, y se reía con las tonterías que le decían, y a su vez decía tonterías. Si me hubieran torturado yo hubiera jurado que era la perfecta hetero. Me dan mucha rabia las heterosexuales que tontean con los hombres haciendo honor a la palabra «tontear», es decir, que se vuelven tontas. Es curioso: cuando una mujer intenta ligar con otra mujer busca mostrar lo mejor de sí, intenta mostrarse inteligente, ocurrente, culta… Cuando intenta ligar con un hombre se hace la tonta, lo cual no dice mucho de nosotras, ni tampoco de ellos. En todo caso, no lo soporto. Por eso me volvía loca que alguien tan fascinante como Alice, que además era inteligente y culta en clase, se volviera estúpida cuando la rodeaban los hombres, riéndose de todas sus bromas y poniendo cara de interés ante los temas de conversación más aburridos que se puedan imaginar. Cuando la veía así, con esa risa falsa y estúpida, tenía ganas de ir hacia ella, zarandearla y decirle:

—Pero ¿qué te pasa? Tú no eres así.

Pero me controlaba, claro. No soy yo la enviada para cambiar la manera en que las heterosexuales intentan seducir a los machos de la especie.

Alice es muy guapa. Todo el mundo lo dice. Es norteamericana pero sus padres son suecos. Es una mujer preciosa, de esas que la gente se vuelve a mirar cuando pasa. Tiene unos fascinantes ojos color verde que son difíciles de describir. A veces le digo que sus ojos no parecen de verdad. Tiene una sonrisa que enamora, que transmite toda la alegría del mundo; a su lado es imposible sentirse triste. Cuando sonríe es como si el mundo se abriera ante una. Tiene una melena rubia que le cae por los hombros y en la que a mí me gusta enredarme, que me gusta oler, donde me gusta perderme. Tiene unas manos sensibles que parecen hechas para acariciar y que, desde que las ves, ya estás deseando que recorran tu cuerpo. Alice es un sueño de mujer, y es mía. Y yo nunca dejo de preguntarme cómo se posible que se fijara en mí. Es la mujer más guapa que he visto y si no fuera mi mujer no podría quitármela de la cabeza, pensaría en ella de la mañana a la noche. Pensaría en ella a todas horas y pergeñaría planes absurdos para encontrármela en todas partes. Sé que eso mismo le pasa a mucha gente cuando la conoce y desde que ella es mi mujer tengo esa sensación de sentirme orgullosa de llevarla a mi lado. Alice tiene unas piernas largas que acaban en unos pies perfectos. Suele ir con minifalda y con sandalias. A mí me gustan mucho los pies, me fijo mucho en ellos y si son bonitos me gusta besarlos; los pies de Alice son para empezar a besarlos y no acabar nunca. Me sentaba siempre cerca de ella, a un lado, de manera que pudiera ver sus pies y sus piernas. A veces, en medio de la clase, se me iba la cabeza y pensaba que me acercaba, me arrodillaba, le besaba los pies, le lamía los dedos, el empeine, los delgados tobillos, subía por su pierna hasta los muslos, metía la cabeza bajo su falda y pegaba mi boca a su coño por encima de la braga, se la llenaba de saliva y la olía, y lo que pasara después ya me esforzaba por no imaginarlo, al menos en clase.

Alice anda como las modelos. Moviendo todo el cuerpo, balanceando las caderas de una manera que dice «Sígueme» y yo no imaginaba nada mejor que seguirla hasta donde quisiera llevarme. Alice me gustaba tanto que me enfadé conmigo misma, porque estaba a punto de hacerme perder el curso. No hacía más que imaginarla y masturbarme. Creo que no me he masturbado tanto en mi vida, por la mañana, por la noche y en el baño del college. Nunca había estado con una mujer como ella; no podía imaginar ni siquiera cómo sería la sensación de navegar por un cuerpo semejante, por unas caderas como las suyas por un culo como el que marcaba su minifalda.

La universidad organizó una fiesta a mitad del semestre para los alumnos extranjeros. Allí estaba Alice, rodeada, como siempre, de hombres. Yo me agarré a un vaso de whisky y me paseé con él por toda la sala, mirando aquí y allá, hablando con unos y con otros, pero más bien con desgana. Al final, me senté en una escalera. Al rato, no sé por qué milagro o conjunción de los astros, Alice se había sentado a mi lado y, como si fuese lo más normal del mundo, comenzamos a hablar. Era como si ya nos conociéramos o como si hubiésemos tenido antes cientos de conversaciones. Sacó lo mejor de mí en un minuto, sacó mi mejor sentido del humor, mi capacidad para reírme de mí misma.

En un momento dado le dije:

—Allí te deben echar de menos.

—¿Allí? ¿Dónde? —como si no lo supiera.

—Mira a esos chicos, que dudan si acercarse o no. Fíjate cómo nos miran; bueno, rectifico, fíjate cómo te miran.

Se rio con esa risa abierta que tanto me gusta. Que me entra dentro, que me traspasa su alegría, que es como si el cielo se abriera sólo para mí.

—Que miren, que miren. Es todo lo que van a tener de mí.

—¿Y eso? ¿No te gusta ninguno?

Esta era una de esas preguntas que se hace una rezando por dentro para que la respuesta sea la que espera, o más bien la que desea.

—Ninguno. En realidad cuando digo ninguno quiero decir ninguno. No me gustan los hombres.

Y me miró de esa manera que hace que lo que se acaba de decir sea aún más importante, para que no cupiera ninguna duda. Pero yo no supe qué decir, no estaba segura. No era posible, el corazón me latía a mil. La sangre se me había subido a la cara, que me ardía.

—¿Qué quieres decir? ¿Ningún hombre?

—Soy lesbiana —y añadió—. Como tú, ¿no?

Entonces supe lo que significaba que el corazón se te saliera del pecho al recibir una noticia. Jamás, jamás lo hubiera ni sospechado. A partir de ahí la conversación siguió con dificultad, porque yo estaba muy nerviosa, excitada, azorada, avergonzada, tratando de impresionarla… Ya no era yo, y Alice me miraba con sorna. No sé lo que dije después de saber que era lesbiana; tonterías, supongo. Recuerdo que después me pasó una mano por la mejilla y me dijo:

—Y tú me gustas.

Desde ese momento creo que, si no existe dios, debe existir al menos la diosa de las lesbianas. ¿Cómo iba a gustarle a Alice? Alice la maravillosa y yo la poca cosa. En dos segundos tuve que sobreponerme; al fin y al cabo soy mayorcita y tengo experiencia, no iba dejar pasar aquella oportunidad por una cuestión de nervios. Nos besamos. Alice olía a gloria, sabía a gloria, su piel era suave y decir que era como de terciopelo es una cursilada pero por dios que es la verdad. Nos fuimos a su casa o más bien me llevó a su casa mientras yo caminaba en una nube.

Tengo que decir que aquella noche no dejé el pabellón español muy alto. Estaba tan nerviosa que pasados los primeros besos no era capaz de hacer nada a derechas. Estábamos desnudas y Alice era exactamente un sueño, como las mujeres que una imagina o ve en las revistas y piensa que no existen y que todo es photoshop. Pues no, tenía a una de ellas desnuda delante de mí. Me preocupaba mi estómago, que no es plano precisamente, mi celulitis, mis muslos, un poco gordos, mis tetas, un poco caídas; me preocupaba no saber hacerlo, me preocupaba tanto todo que estaba seca como un papel de lija, mientras que ella me ofrecía un coño jugoso, empapado, suave, donde mis dedos desaparecían como si se los tragara. Ella me tocó y me dijo:

—No has mojado mucho —y yo, en lugar de decirle la verdad, que no era otra que a veces las ganas excesivas o los nervios pueden impedir que el deseo fluya naturalmente, no se me ocurrió otra cosa que decir:

—He mojado lo normal.

¡Dios, qué tontería! Idiota, soy idiota. Aquello precisamente no contribuyó mucho a que me relajara. Así que después de que ella intentara manejar aquel clítoris tan seco que casi me hacía daño, no dejé que acercara su boca, porque estaba segura de que no me iba a correr y la idea de Alice comiéndome el coño sin resultado me ponía aún más nerviosa. Ella se apartó de mí y yo quedé tumbada con ganas de llorar. Se puso enfrente, a mis pies, sentada sobre sus rodillas. Con sus manos me abrió las piernas completamente, dejándome totalmente abierta ante su vista. Yo cerré los ojos, me daba vergüenza, aunque parezca mentira. Durante un rato, sólo me miró y yo aguanté con los ojos cerrados y con ganas de estar lejos, presintiendo un desastre.

—Mastúrbate.

—No puedo, ahora no puedo.

Yo casi gemí al decirlo, pero en cuanto lo dije me di cuenta de que ya estaba bien de hacer el tonto aquella tarde.

—Claro que puedes. Quiero ver cómo lo haces.

Su interés comenzó a excitarme un poco. A veces sólo es cuestión de abrir una pequeña puerta que ha costado un poco encontrar. Y de repente se encuentra, se empuja y resulta que se abre. La orden «Mastúrbate» abrió mi puerta y me puso en aquella habitación con Alice, desnudas las dos. Creo que ese fue el momento en que verdaderamente la vi y la deseé de verdad y que hasta ese momento había sido como tener a mi lado una muñeca, preciosa pero sin vida. Sólo en ese momento mi deseo fluyó con normalidad. Me incorporé un poco apoyando la espalda en la pared, de manera que quedé casi sentada, con las piernas abiertas, ella enfrente. Bajé la mano a mi clítoris, ahora ya empapado y comencé a meter mis dedos entre los labios, de manera que Alice me viera bien. Ella, frente a mí, abrió sus piernas, su coño quedó abierto ante mi vista. Empecé a acariciármelo en círculos, suavemente, con un dedo, muy poco a poco. Ella comenzó también a acariciarse alrededor, pasando sus dedos por entre sus pelos rizados, acariciándose la piel, sin quitarme la vista de su coño. A veces nos mirábamos a los ojos. La excitación crecía y crecía, quería tener una parte de ella más cerca, quería que mi boca pudiera tocarla, pero no se acercaba, yo sólo miraba cómo se acariciaba y su coño abierto y rosa, mojado, atravesado por el flujo blanquecino, mucoso. Se mojó la mano en su propio flujo y se la pasó por el coño, por el pelo, por la tripa. Yo comencé a acariciar la punta de mi clítoris mucho más fuerte, pero quería hacerlo con los dedos, no con la mano, para que ella pudiera verlo bien. Al rato, sólo podía usar toda la mano y ella ya comenzó a masturbarse también. Una frente a la otra, un coño frente al otro. Escuchábamos cómo cambiaban las respiraciones y abríamos las bocas buscando más aire; cuando finalmente mi caricia se volvió frenética entonces ya no pude mirarla más y tuve que concentrarme en mi sensación. Me eché hacia atrás para sentir el placer únicamente, en ese momento en el que desaparece el mundo alrededor y se hace blanco. Sólo con ver cómo me corría ella comenzó a correrse y a gritar; eso acrecentó mi propio orgasmo, uno de los mejores de mi vida. Uno de los mejores de su vida, según me ha contado.

No fue una mala primera vez, pero hubo otras mejores porque, desde entonces, vivimos juntas.

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