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El que sobra es él

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EL QUE SOBRA ES ÉL

El ruido de la calle entra implacable por las ventanas cerradas de la oficina, a pesar de que los dobles cristales están para evitarlo. En el pequeño despacho de la cuarta planta el aire está viciado, pues lleva años acumulando humo y expedientes polvorientos que se amontonan en las paredes y que se supone que son del tiempo de cuando no había ordenadores. Un cuarto pequeño en el que Yolanda y Miriam llevan trabajando cerca de veinte años. Veinte años juntas compartiendo ese espacio y un secreto. Un secreto que nadie conoce en el edificio, ni fuera de él en realidad. Un secreto que sólo sabe Yolanda, y Miriam a veces sí y a veces no.

Se conocieron en la academia que preparaba las oposiciones a Técnico A del Ministerio. Se examinaron juntas, ambas sacaron un buen número y pidieron el mismo destino; después, movieron un poco las cosas y consiguieron estar en el mismo despacho. Y llevan así veinte años, en los que ha pasado de todo; y, más que nada, ha pasado la vida. Miriam se casó por fin con aquel novio que ya tenía cuando conoció a Yolanda y luego tuvo dos hijos casi seguidos, como para terminar pronto; Yolanda vivió con Miriam los embarazos, después estuvo en los partos y fue la madrina de ambos. Los acompañó junto con su madre en su primer día de colegio porque el padre estaba trabajando y porque los padres no se ocupaban entonces de esas cosas; después fue la que se enfadó con el chico cuando comenzó a sacar malas notas y fue también la que regaló a la chica un viaje a Londres cuando terminó el instituto con buenas notas. Desde hace poco, ambos van a la universidad y ya no hay quien los coja en casa. Y quizá por eso ahora Miriam anda un poco melancólica, más callada que de costumbre y un poco más triste. Por eso, Yolanda intenta animarla y procura contarle cosas alegres y que la hagan reír.

En todos estos años, Yolanda ha estado enamorada de Miriam sin decir nada. Ha tenido novias, amantes e incluso una pareja que le duró un par de años, pero la verdad es que la sombra de Miriam siempre le ha impedido consolidar nada. Miriam siempre ha estado ahí, por debajo de cualquier pensamiento erótico que tuviera, e incluso su cuerpo imaginado, que no visto, ha estado siempre cerca de cualquier otro cuerpo que Yolanda tocara. Se enamoró de ella en cuanto la vio, porque esas cosas pasan a veces. Y desde entonces ha estado siempre, de una manera u otra, pendiente de ella y de sus hijos, que considera casi como suyos. Julián, su marido, es casi como si no existiera; nunca hablan de él, nunca aparece en ninguna referencia que haga la propia Miriam, que se supone que no lo menciona porque debe saber que a Yolanda no le gusta ni siquiera escuchar su nombre. Lo cierto es que, en todos estos años, la vida ha pasado sobre ella sin renunciar a Miriam. En la oficina, las veces que salen a comer o a tomar café, las veces que se van de compras después del trabajo… todo el tiempo que comparten está impregnado del deseo que Yolanda siempre ha sentido por Miriam y que no ha decaído en este tiempo. Y como cuando la conoció Yolanda pensó que Miriam era lesbiana, pues no ha perdido la esperanza, aunque después se casara y jamás dijera nada que pudiera hacerla pensar que lo era o que tenía con ella la más mínima oportunidad. Pero a veces… a veces ha pensado que sí, que podía tener esa oportunidad. En alguna ocasión, con el objetivo de consolarla o de animarla, Yolanda la ha tomado de la mano y Miriam ha mantenido ese contacto más tiempo del estrictamente necesario; lo cierto también es que a veces, cuando Miriam se ha quejado, por ejemplo, de dolor de garganta y Yolanda ha querido mirarla y le ha pedido que abra la boca, ha aprovechado para acariciarle el cuello y la nuca mientras fingía que le miraba la garganta por dentro. En otras ocasiones, cuando Miriam le ha mostrado un traje nuevo que se ha comprado, ella se lo ha colocado y para ello la ha rozado un pecho, la ha acariciado de manera bastante inconfundible, según ella pensaba, y Miriam no se ha movido ni se ha apartado. Pero en veinte años, ese juego trivial que ambas han jugado ha sido todo. Y ahora, con el tiempo, Yolanda se ha acostumbrado a ello y ya no llora, ni sufre como antes, ni se va a su casa desesperada maldiciendo su mala suerte. Ahora piensa que la vida es así y que hay que tomarla como es.

—Julián y yo estamos pasando un momento muy malo —dijo Miriam una mañana.

Yolanda levantó la vista del expediente que tenía delante:

—¿Sí?, ¿qué os pasa? Creía que erais el matrimonio perfecto.

En realidad, al escuchar las palabras de Miriam, sin poder evitarlo, y aunque posiblemente no quieran decir nada, su corazón se ha puesto a latir descompasadamente.

—No hay un matrimonio perfecto, todos cambian con el tiempo.

—¿En qué consiste el cambio? —contestó Yolanda simulando un desinterés que está muy lejos de sentir.

A Miriam le costaba continuar y dudó un poco antes de seguir:

—Ahora dice que quiere probar cosas nuevas.

—Ah, ya —manifestó Yolanda con cierto desdén—. Que se ha encoñado con una joven. No te preocupes, les pasa a todos, pero al final vuelven. Si es que te interesa que vuelva, claro —esto último lo dijo levantando la mirada, mirándola directamente a los ojos.

Durante un rato, siguieron trabajando en silencio. Estaba claro que Miriam se había quedado con algo que decir. Yolanda esperaba, pues no suponía qué podía ser.

Al rato volvió a la carga:

—No es eso que dices, no es ninguna joven. Quiere hacer experimentos, pero conmigo. Experimentos sexuales, quiero decir.

La conversación comenzaba a poner un poco nerviosa a Yolanda. No quería imaginar a Miriam y a Julián teniendo ningún tipo de relación sexual y mucho menos aún «experimental». Esta era una imagen que llevaba toda la vida intentando evitar. Los problemas sexuales de Julián le importaban un rábano. Así que contestó manifestando un claro desinterés:

—Ah… Bueno mujer, entonces no es para preocuparse. Total, si es contigo…

—Quiere que me acueste con otra mujer mientras él mira.

Entonces sí que Yolanda se quedó sin habla, paralizada y con el vello de punta. No pudo decir nada. Le temblaba la mano y algo se le encogió por dentro. Como si una mano le apretara las tripas y se las estrujara.

—¿Y qué piensas de eso? —preguntó con voz insegura.

—Lo he pensado mucho. A mí no me importaría, pero claro, tendría que sentirme cómoda. Por eso me gustaría que fueses tú —y luego añadió mirándola fijamente—: al fin y al cabo yo siempre te he gustado —dijo Miriam.

Y entonces Yolanda sí que tuvo que levantarse y marcharse del despacho. Primero se fue al servicio y se sentó sobre la tapa del váter, temblando. Ahí estuvo durante un buen rato, hasta que pudo sobreponerse. Después volvió al despacho, pero no se sintió con ganas de decir nada. La miró, cogió su abrigo y se marchó. Durante dos días no volvió al ministerio porque estuvo pensando. No pudo relajarse ni un minuto, no pudo dejar de pensar, ni dormida podía olvidarse del tema. Lo que pensaba era en la posibilidad que se le brindaba de tener a Miriam desnuda entre sus brazos, de besarla, acariciarla, tal como siempre había deseado, tal como siempre había soñado. Quizá la única oportunidad que nunca volvería a tener; pero, al mismo tiempo, debía estar cerca de Julián, cuando a ella los hombres le repugnaban y especialmente este, por quien sentía un indisimulado rencor. Era como si una bomba hubiera explotado en su cabeza. Al tercer día había tomado una decisión y volvió al despacho. Encontró a Miriam más deseable que nunca y se sorprendió de la extraña manera en que a veces funciona el deseo; cómo a veces no dura nada, cómo a veces se empeña en perdurar a través de los años. En esta ocasión, ahora que tenía por primera vez la posibilidad cierta de estar con Miriam, el deseo, tantos años con ella, creció de nuevo sólo con verla. Esa sensación en el estómago, ese calor que te recorre el cuerpo, el corazón latiendo y el clítoris palpitando, todo eso comenzó cuando vio a Miriam; como si fuese la primera vez.

Se sentó en su mesa.

—He estado pensando, claro, de hecho no he podido pensar en otra cosa. Miriam… —se atragantó y no pudo seguir, porque quería decirle tantas cosas que decidió no decir ninguna e ir al grano—: De acuerdo, pero con una condición: que Julián no me toque ni se acerque. En realidad, me gustaría que encontráramos la manera de que él pueda vernos pero yo a él no. Si recuerdo que está mirando, es posible que no pueda hacerlo.

—Eso será fácil —dijo Miriam.

—Vaya, nunca pensé que terminara actuando ante un voyeur —dijo Yolanda poniendo cara de asco—. ¿Cuándo lo hacemos?

Miriam le dijo que al día siguiente, se acercó a ella y la besó en la boca con un beso muy suave e inseguro, pero era el primer beso que Miriam le daba y Yolanda tembló y sintió ganas de llorar. En todo caso, este beso la ayudó a no arrepentirse de su decisión. El deseo que sentía ahora por ella era nuevo. Apenas podía pensar, tenía el sentido, el buen sentido, como obnubilado por una mezcla de miedo, ansiedad, esperanza, deseo, dolor… Y el día llegó. Habían quedado en que Yolanda se acercaría a casa de Miriam, una casa en la que había estado cientos de veces. No quiso pensar en nada mientras conducía hacia allí; se negó a pensar en cómo resultaría aquello. Resultaría como tuviera que resultar: eso era lo único que sabía. Llamó a la puerta y Miriam abrió enseguida. Vestida con unos vaqueros y una camiseta, iba mucho más sencilla que para ir a la oficina. El corazón de Yolanda se detuvo, o eso le pareció, y perdió la noción de lo que ocurría. Miriam la cogió de la mano y se la llevó al dormitorio. La besó en la mejilla, en los ojos, en la nariz, en la boca. La besó en la boca hasta que Yolanda abrió los labios y Miriam pudo meter la lengua. Yolanda se olvidó de todo, de los años pasados, de lo que estaban haciendo allí; era como si se acabaran de encontrar y tuvieran veinte años. La lengua de Miriam recorría su boca, se enroscaba en su lengua y después recorría sus labios, su cuello, sus clavículas y sus hombros, mordiendo, besando. Yolanda estaba paralizada porque, de alguna manera, había supuesto que ella sería la que iba a llevar la voz cantante. El mundo dejó de existir para Yolanda e incluso Julián; la lengua de Miriam la alejaba de la realidad, las manos de Miriam la terminaron de separar de todo. La desnudó con rapidez, sin detenerse; ella misma se desnudó en un momento, como si dispusieran de un tiempo limitado o como si tuviera miedo de que Yolanda se arrepintiera.

Ahora estaban las dos sentadas frente a frente, en el borde de la cama. Yolanda respiraba entrecortadamente; parecía la más inexperta. Miriam parecía saber qué hacer. Le cogió un pecho con la mano, lo apretó y se lo llevó a la boca: iba de uno a otro comiendo con hambre sus pezones. Yolanda gemía porque el deseo no la dejaba moverse, hasta que pudo recuperar el dominio de la situación y, agarrándola por el culo, la apretó contra ella para sentirla muy cerca, para sentirla tan cerca que ahora la respiración entrecortada de Miriam se le metía dentro, dentro de su boca, pero también de su cabeza, de sus venas; estaba respirando el aire de Miriam, estaba metida en Miriam. La apretó tanto contra ella, sus dos cuerpos se apretaron tanto, sus dos coños uno contra otro, que pensó que iba a correrse en ese mismo momento. Luego Miriam recuperó la iniciativa y sus besos subían y bajaban, comían literalmente todo su cuerpo, y al fin la empujó sobre la cama y se subió encima de ella. Ahora eran los besos pero eran también sus manos las que subían y bajaban y recorrían todas las superficies de su piel: las axilas, las orejas, los ojos que la lengua recorría, las manos entrelazadas sobre la cabeza, y después la mano que bajaba hasta su clítoris, un dedo que la penetraba y después salía, dos dedos, tres dedos, y la boca sobre su boca, y la boca en los pezones succionando hasta que Yolanda gritaba de dolor y de placer. Los dientes suaves en los pezones, más fuertes en el lóbulo de la oreja, dejando marcas en el cuello, mordiendo los muslos, mordiendo los talones, mordiendo la palma de la mano.

Yolanda jamás hubiera imaginado que sería así, pero no hubiera podido imaginar placer mayor que el que sintió en cada centímetro de su piel cuando, por fin, los dedos de Miriam se concentraron en su clítoris mientras su boca y su lengua seguían recorriendo su cuerpo. Todo el cuerpo de Yolanda se levantó como si lo recorriera una corriente eléctrica, su cabeza se echó hacia delante, sus piernas se doblaron y sus manos se agarraron al colchón. Entonces los dedos de Miriam se ralentizaron hasta obligar a Yolanda a suplicar que siguiera, que fuera más rápido, que la follara de una vez. Cuando la respiración de Yolanda se interrumpía y su garganta se volvía un gemido, entonces Miriam levantaba la mano e iba a cualquier otra parte de su cuerpo, hasta que la mano de Yolanda cogió la mano de Miriam y se la puso de nuevo sobre el clítoris.

—Vamos —le apremió—, ya, ya, tiene que ser ya —casi gritó—, y por fin Miriam dejó allí sus dedos, que siguieron el ritmo que Yolanda marcaba. Su mano siguió sobre la de Miriam hasta que el placer comenzó como un pequeño terremoto interior y salió de ella como una inundación que la empapara. Tensó sus muslos, sus pies se le pusieron rígidos, todo el cuerpo arqueado hacia atrás; un grito ahogado vino a marcar un orgasmo que la empujó hacia adelante, hacia el cuerpo de Miriam, que la abrazó y la sostuvo hasta que recuperó un ritmo normal de respiración.

Entonces, cuando se echaban las dos hacia atrás, exhaustas, Yolanda vio a Julián a través del espejo, sentando en un sillón, mirando, y sintió ganas de llorar y una sensación parecida a la náusea.

—Dile que se vaya —le pidió a Miriam—. No puedo soportarlo.

Yolanda ahora casi gritaba. Miriam no dijo nada, se levantó y cerró la puerta. Después se tumbó al lado de Yolanda y la susurró al oído:

—Me he pasado la vida soñando con este momento; soy toda tuya.

Yolanda se incorporó un poco:

—¿Eso qué quiere decir?

—Exactamente lo que parece. Dejo a Julián y me voy contigo.

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