Sex

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Deseo

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DESEO

Al abrir la puerta me quedé sin palabras. Tenía que decirte unas cuantas cosas y, sin embargo, cuando entraste todo había desaparecido en la vorágine de un deseo caliente que se derramó dentro de mí como una marea desbocada. Ya no supe que decir, ya no tenía nada que hacer sino entregarme. Siempre me ha resultado sorprendente cómo besas, porque besas de una forma extraña; sólo puedo calificar así tus besos y me pregunto si te lo han dicho antes. Nunca he sentido un beso como el tuyo. Es un beso que no acaba de ser un beso; es un beso con el que no te entregas, como si estuvieras guardándote algo. Tu beso me deja siempre con ganas de más, tu beso me da ganas de llorar, tu beso parece estar siempre de paso, marchándose, igual que tú.

Por eso me quedé en silencio; no pude decir nada, pues tu presencia —vestida, desnuda— siempre me deja sin palabras. Sé que ese es mi principal problema, porque las palabras son mi herramienta de seducción, y suele funcionar excepto contigo, con quien nada me funciona, con quien me quedo muda. Ya sabes que después no puedo comer, apenas puedo respirar y, si te soy sincera, tampoco disfruto mucho en la cama. Demasiado deseo termina por enterrar el placer, demasiado deseo impide soltar la imaginación y agarrota la sensibilidad. Te deseo tanto, tanto, que no disfruto como debiera. Es así; nunca me das tiempo a que vaya relajándome con el tiempo, a que pueda controlar la velocidad a la que mi corazón late nada más verte. Cuando te veo cerca, el corazón me mata, me late tan deprisa que respiro con dificultad y no soy capaz de concentrarme. Necesitaría estar tranquila, pero nunca puedo dejar que mi cuerpo se vaya acostumbrando a lo que tu cuerpo significa para mí. Nunca hay una segunda vez, nunca puedo pensar «mañana irá mejor»; estoy desde el principio obligada a pensar: «ahora o nunca», y no puedo.

Por eso me desnudé tan rápido, por eso te desnudé tan deprisa, sin poder disfrutarte, y ¡tantas veces desde entonces me he arrepentido! Sin embargo, apenas hubo por mi parte más que movimientos mecánicos con los que intentaba dominar ese deseo que es más que el hambre, más que la necesidad de respirar, más que el dolor cuando de verdad duele, más que todo y más que nada. Cuando el deseo se hace necesidad absoluta, convierte al cuerpo en un apéndice de la voluntad que se intenta controlar en vano. No controlaba mi cuerpo, pero miré el tuyo intentado aprehenderlo, para recordarlo cuando no lo tuviera delante. Lo veía por primera después de muchos años y lo intentaba comparar con el cuerpo que conocí y que no he llegado a olvidar. Ha cambiado, desde luego. Ha cambiado como cambian todos los cuerpos con los años, pero no está menos excitante, menos atractivo, al menos para mí. Ha perdido en parte las formas femeninas de la juventud, que tan poco me gustan; se ha hecho más redondo, ha perdido la forma definida en las caderas, el pecho está un poco más caído… y sin embargo era para mí exactamente igual de deseable que entonces, porque lo que hace tu cuerpo deseable emana de dentro. Puede que tu cuerpo siga siendo absolutamente deseable cuando seas una anciana venerable; tienes esa suerte. Además, hay cosas que no cambian con la edad o que incluso mejoran, como las manos. Tus manos son las mismas de entonces y yo aún las encuentro más atractivas; las manos son de esas partes del cuerpo que mejoran con la edad, al menos para mí. Las manos se vuelven menos carnosas con el tiempo, más nervudas, más sensibles; las manos, con la edad, muestran experiencia y saber hacer. Creo que nunca he tenido ocasión de poder decirte lo que me gustan tus manos, que son como deben ser unas manos que se dispongan a entrar en mi cuerpo, delgadas, pequeñas y de dedos finos. Es extraño que tus manos sean tan femeninas, tan frágiles y capaces, en cambio, de guardar, o de aparentar tanta fuerza cuando cogen las mías y las suben por encima de mi cabeza para sujetar mis brazos. Mis manos, que son fuertes y grandes, no pueden nada contra tus manos pequeñas; así es el amor, así es el deseo, que confunde y trastoca el orden de las cosas. Eres delgada y debes ser débil; sin embargo, lo que más deseo en este mundo es que me domines, que me venzas y que me pegues. Lo único que quiero es que me pegues y que me acaricies, porque en esa combinación de fuerza y debilidad está eso que a mis ojos te hace irresistible, lo que hace que te sueñe, te imagine y te desee, y supongo que lo sabes. Quiero que me pegues, quiero que me abofetees, no porque me guste el dolor, sino porque me gusta saber quién manda, quién controla, quién es quién en la cama, orden sin el cual yo me pierdo. Quiero que me demuestres que puedes hacerme tuya y yo quiero entregarme toda entera a ti para gozar; así son las cosas a veces y así de extraño es el placer. Y no creas que me entrego siempre; en muchas otras ocasiones, en cambio, me gusta mandar. Todo depende de lo que quiera dar o tomar.

Lo que más desearía contigo es tener tiempo. No quiero que me hables, ni me cuentes, ni quiero yo contarte nada. No quiero tiempo para hablar, sino tiempo para besarte toda entera, para lamerte toda entera. Para besar cada milímetro de tu piel, para bajar la lengua por tu cuello, para chuparte los pezones, para bajar por tu vientre hasta tu ombligo, para meter la lengua en tu vagina, para lamer tu clítoris, para chuparte el culo. Quiero tener tiempo para que me vayas dando, uno detrás de otro, los dedos de tus manos, para metérmelos en la boca, y para lamer las palmas de esas manos que después entrarán en mí. Quiero tener todo el tiempo del mundo para mirar tu coño que ahora está gris y precioso y que apenas tuve tiempo de mirar. Quiero tiempo para poder darme cuenta de lo que está pasando, para tranquilizarme, para poder tranquilizar mi corazón. Para darme cuenta de lo que me estás haciendo, de todo lo que aún me puedes hacer. Me gusta cómo me tratas, me gusta cómo entran tus dedos en mi vagina, invadiéndome, me gusta sentirme llena y vulnerable, me gusta sentirme vencida, porque ese es un sentimiento extraño para mí que sólo se da en el sexo, y me permite descansar, a mí, que soy tan fuerte. Daría años de vida por estar cerca de tu coño más a menudo, por poder besarlo, chuparlo, lamerlo, por poder decirte cada día lo que me gusta, lo que me gusta su olor y su sabor salado, y lo que me gustaría poder beber de él cada vez que tengo sed. Porque tu coño es precioso, el más bonito que he visto, porque quien diga que todos los coños son iguales es que no ha visto muchos. Son todos distintos. Necesito que me montes como tú sabes hacerlo, porque es así como hay que hacerlo y como quiero que lo hagas. Y que no me dejes correrme cuando quiero frotarme contra tu muslo, siempre demasiado pronto, siempre demasiado excitada para poder concentrarme, siempre tan nerviosa que tiemblo con sólo que me pongas la mano encima. Me gusta que me des órdenes al oído y, si pudiera, esas serían las únicas órdenes que yo seguiría en mi vida, que es, para todo lo demás, una rebelión constante. Y me gusta, claro, cuando te corres con ese placer inmenso que deja el mío tan pequeño, con ese placer que, siendo el tuyo, es el mío, y me deja herida, y me dejó vencida desde el principio. Me gustas tanto que no puedo pensar en otra cosa, ni desear a otra, ni querer otra cosa en el mundo que volver a verte.

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