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Una pequeña diferencia

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UNA PEQUEÑA DIFERENCIA

Cuando me llamaron del hospital no podía sospechar que era para ofrecerme un trabajo; suponía, más bien, que era para actualizar de nuevo mi currículum. Cuando estás en paro pueden llamarte a cualquier hora, en cualquier momento y de un día para otro. No te da tiempo a pensártelo: suponen que, como estás parada, no tienes nada que hacer. Y así fue; me llamaron un martes y el miércoles me estaba entrevistando un matrimonio que buscaba a alguien que se ocupara de su hija Celia, que acababa de salir del hospital después de un año de internamiento y rehabilitación. Al parecer, había tenido un accidente de coche, había estado muy grave y ahora que salía del hospital no quería volver a vivir con sus padres. Estos, temiendo que no pudiese vivir sola, querían contratarme, al menos para los primeros meses. Claro que no tenía que estar todo el día con ella sino, si acaso, ayudarla en lo más difícil: bañarla, hacerle la compra, pasear con ella… No sabía exactamente qué tenía que hacer, porque no sabía exactamente lo que me iba a encontrar, aunque sus padres ya me habían advertido de que era una chica muy obstinada y muy difícil.

Y lo que me encontré fue a una mujer de unos treinta años en silla de ruedas. Muy atractiva, con una sonrisa muy bonita y unos ojos grises que le daban un aire especial a toda su cara, que era muy delgada. Estaba rabiosa porque sus padres le habían impuesto mi presencia y prefería pensar que podía hacerlo todo sola. Yo me había hecho a la idea de que iba a un lugar en el que sería muy necesaria y por tanto bien acogida, pero me encontré con todo lo contrario: con una mujer que había tenido que transigir en parte, y que no tenía ninguna gana de transigir en nada más. Además, tenía razón: apenas me necesitaba porque se las hubiera arreglado sola. El edificio y el piso al que se había mudado después del accidente estaban perfectamente adaptados. Sus padres tenían dinero y allí no se había escatimado nada para que ella estuviera cómoda y para que su silla pasara por todos los huecos. Había agarraderas donde eran necesarias y no había lugar al que no pudiera acceder; incluso las necesidades más engorrosas, como ir al baño, las tenía solucionadas.

En todo caso, me pagaban para que estuviera con ella y eso hacía. En algún momento llegué a pensar en decirle a sus padres que se estaban gastando el dinero a lo tonto, pero lo fui retrasando porque después de tanto tiempo en paro, si aquellos padres millonarios decidían gastarse su dinero para que su hija no estuviese sola, ¿quién era yo para decir nada? Era un trabajo fácil, cómodo y bien pagado y, además, Celia me cayó bien desde el principio, teníamos la misma edad, nos reíamos de las mismas cosas y charlábamos con gusto durante los paseos. La segunda semana ya era más que eso: estaba deseando que llegara la hora de ir a su casa y me di cuenta de que pensaba en ella más de lo debido. Eso comenzó a angustiarme y a preocuparme porque, al fin y al cabo, Celia era mi paciente y yo tengo una ética profesional. Además, me preocupaba mucho pensar en ella de esa manera, porque no estaba segura de cuánta sensibilidad sexual le habría quedado ya que, desde luego, en las piernas no tenía nada. Pero no me atrevía a preguntarle, claro.

La tercera semana seguía sin saber qué hacer cuando de repente, una tarde, me dijo:

—¿Por qué no me bañas?

Hasta ese momento ella se había bañado, por lo que yo sabía, sola y sin problemas. Pero no le di mayor importancia y pensé que estaría cansada, ya que habíamos dado un largo paseo. Por eso me puse a llenar la bañera pero, a medida que el agua subía de nivel, también mi nerviosismo fue subiendo. No sabía si ese «¿Por qué no me bañas?» incluía desnudarla, meterla en la bañera, o qué. Lo cierto es que hasta ese momento, aunque la había ayudado a vestirse, ella se ponía la ropa interior y nunca la había visto completamente desnuda. De repente, verla totalmente desnuda me puso muy nerviosa; últimamente había pensado muchas veces en ella y la encontraba cada vez más deseable. Cuando la bañera estuvo llena supe que no quería hacer aquello. Nunca me había pasado nada igual, y eso que me paso el día llevando gente desnuda de un lado a otro.

—El baño ya está preparado —le dije—; métete tú sola, que puedes perfectamente.

Esperaba estar diciendo esto con mi tono más profesional.

Se acercó al baño en su silla de ruedas y se paró en la puerta.

—No, desnúdame y báñame. Estoy muy cansada, no me siento capaz.

Mis nervios tenían que ver, sobre todo, con mi ética, con la necesaria distancia que hay que tener con todos los pacientes, con los problemas que pueden surgir en situaciones más o menos embarazosas. Pero me dije a mí misma que, o era capaz de hacer aquello o tendría que cambiar de profesión. Así que me dirigí a Celia, la cogí en brazos y la dejé, con mucho cuidado, sentada sobre la cama. No pesaba nada, para lo que estoy acostumbrada a manejar. Se dejó desnudar como una niña y mi corazón se aceleró de tal manera que ella tenía que oírlo por fuerza. Apenas podía mirarla desnuda; estaba delgada y su cuerpo muy blanco después de tantos meses sin tomar el sol. Un cuerpo pálido en el que solo se señalaba el ocre de los pezones y el negro del pubis, que se notaban aún más por el contraste con la blancura de su piel. La miraba sin querer mirar, casi como si no la viera a ella, como si no fuera una mujer, como si no fuera esa mujer que me gustaba, que me venía gustando tanto. Intentaba pensar en otras cosas cuando tuve que agacharme para cogerla de nuevo; ahora su cuerpo desnudo me produjo un escalofrío, como si su desnudez se pasara a mi cuerpo. Cuando la tuve en brazos, ella se abrazó a mi cuello; su respiración estaba tan cerca de mí y su boca tan cerca de la mía que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no besarla en ese momento. Su boca me llamaba, su aliento me llamaba.

Me pareció que me miraba con cierta ironía, pero yo intentaba que nuestras miradas no se cruzaran. La llevé hasta el baño y la introduje en la bañera. En ese momento mi respiración estaba ya muy alterada, pero quise creer que era del esfuerzo de llevar un cuerpo en brazos. No sabría decir en qué momento la profesionalidad había desaparecido engullida por el deseo. Celia parecía ajena a todo y se recostó en la bañera, cerró los ojos y dejó que yo me ocupara de ella. Me pidió que le lavara el pelo y eso lo hice con gusto, porque no me pareció peligroso; lo hice muy suavemente y acariciando en círculos su cuero cabelludo, dejando que el placer sensual que ella parecía sentir me invadiera a mí también. Cuando acabé de lavarle el pelo y de aclarárselo, la enfermera ya había desaparecido. Toda mi piel se había contagiado del placer que Celia parecía sentir: era como si me hubiera vestido un traje de sensibilidad extrema, que me tapara desde la punta del pie hasta el último pelo de mi cabeza.

Después, cuando acabé con el pelo, llené la esponja con jabón y, acariciándola, comencé a pasarla lentamente por su cuerpo. No hubo un centímetro de su piel por donde no pasara la esponja. Le lavé un brazo, después el otro, las axilas, los hombros; le enjaboné la espalda desde la nuca hasta la raja del culo, en círculos, muy despacio y con suavidad. Cuando llegué al culo le introduje, cuidadosamente, parte de la esponja, y, después, como si no cupiera o fuera demasiado áspera, le lavé suavemente el culo con la mano. A estas alturas yo estaba completamente excitada y mi respiración era lo único que se escuchaba en ese baño, mientras que ella se dejaba hacer con los ojos cerrados, muy concentrada. Después, la seguí lavando por delante, el cuello, el escote y los pechos, con especial cuidado en los pezones. De vez en cuando la miraba tratando de adivinar qué sentía, pero parecía estar en otro mundo. Yo desde luego sí lo estaba; a esas alturas estaba en el mundo del deseo.

Bajé la esponja suavemente por su vientre, por sus caderas. Y ahí me detuve para comenzar por abajo; por los pies, que ella no debía sentir, pero yo sí, las piernas, la parte interior de los muslos. Pasé la esponja dulcemente por el pubis, hacia adelante y después hacia atrás. Ella estaba como dormida, su respiración apenas se notaba. Cuando estuvo llena de jabón, para no moverla, comencé a aclararla con la ducha y volví a repetir toda la operación con el chorro de agua caliente, mientras pasaba mi mano por su piel como si le quitara el jabón. El agua, su cuerpo desnudo, mi mano acariciando cada centímetro de su piel… y ella que no decía nada, que no hacía nada. Supuse que podía continuar.

Puse la mano en su cuello mientras la masajeaba con el agua caliente y después recorrí sus hombros. A esas alturas yo estaba tan mojada que podría pensarse que el agua con la que estaba bañando a Celia me había empapado a mí. Pero ella no parecía darse cuenta de nada, con los ojos cerrados, la respiración pausada, y yo lo único que quería a esas alturas era besarla. Desde los hombros bajé por delante, por la parte de su precioso escote y, temblando, puse mis mano en uno de sus pechos, como si siguiese quitando un jabón inexistente. Temblando de excitación y de miedo cogí un pezón entre mis dedos índice y corazón y me pareció, sólo me pareció, escuchar una especie de gemido que salía de ella, aunque no abrió los ojos. Entonces ya no pude evitar acercar mi lengua a ese pezón que sobresalía entre mis dedos. Celia sonrió levemente. Ahora sí, le chupé con fuerza el pezón y entonces emitió algo parecido a un sonido de placer. Fui a su boca y la besé con todo el deseo que mi cuerpo acumulaba en ese momento. La besé tan fuerte, la mordí tan fuerte, con tanto deseo, con tantas ganas, que se quejó de dolor. Pero yo no podía parar y le besé toda la cara y la mordí con rabia en el cuello.

Después me calmé y la saqué del agua. La envolví en una toalla y la llevé de nuevo a la cama. Entonces me dediqué a secarla de la misma manera que la había enjabonado, acariciando con la toalla cada centímetro de su piel, suavemente, cada uno de sus dedos, cada uno de sus miembros y, ahora ya sin miedo, cada uno de los orificios de su cuerpo. Dejé que el deseo, inundándome, volviera a crecer desde mi estómago. La secaba con la toalla y la mojaba con la lengua. Jamás había estado tan excitada, nunca en mi vida. La obligación de ir despacio que me había impuesto, cuando en realidad quería echarme sobre ella, frotarme contra su cuerpo y comérmela a besos, esa lentitud me transportaba a una dimensión del placer desconocida. Al mismo tiempo que iba acariciando su piel era como si ella acariciara la mía. Mis manos la tocaban con un ritmo desconocido para mí pero, al mismo tiempo, era como si unas manos invisibles, me estuvieran haciendo lo mismo. Y mientras, Celia permanecía quieta y concentrada, los ojos cerrados, su respiración estaba ahora perceptiblemente más acelerada y podía ver que tragaba saliva. Era como si toda ella estuviese volcada en su piel, como si se hubiera fundido en ella y, por lo que a mí respecta, puedo jurar que era como tener la piel en carne viva. Sentía que podía correrme sin hacer nada, simplemente con que cerrara las piernas; y aún estaba vestida. Llegó un momento en el que ya no pude más. Me levanté, me desnudé y me tumbé sobre ella para, nada más apretar mi coño contra el suyo, tener un orgasmo que se venía acumulando y retrasando desde hacía un buen rato. Emití un gemido ahogado, como si no quisiese romper aquel silencio casi religioso.

Al acabar, me sentía terriblemente mal, con ganas de llorar. Me dejé caer a un lado y la miré. Entonces ella abrió los ojos y vio los míos llenos de lágrimas.

—¿Qué te pasa?

Yo no tenía palabras. Celia se rio:

—¡Ha sido fantástico, de verdad! Una de las mejores experiencias corporales que he tenido.

Celia goza de otra manera y yo gozo de ella porque tiene manos, boca, lengua y porque sabe cómo hacer para llevarme al paraíso.

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