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Viaje de trabajo

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VIAJE DE TRABAJO

Carmen suspira satisfecha cuando el avión comienza a rodar por la pista en dirección a Miami. Siempre que un avión despega y ella va dentro, tiene esa agradable sensación de que deja su vida atrás, como si abriera un paréntesis que cerrará cuando regrese. Nunca sabe qué le deparará un viaje de trabajo, porque siempre va abierta a lo que surja. No se pone límites e intenta aprovechar todo lo que puede. En cualquier caso, ligar siempre ha sido muy fácil para ella, porque los congresos son los sitios perfectos para tener aventuras extramatrimoniales sin consecuencias. Los congresos médicos a veces reúnen a cientos de personas que después de la sesión de trabajo salen a cenar y tienen ganas de divertirse, de follar, para qué vamos a engañarnos, luego se emborrachan… y pasa lo que pasa. De hecho, Carmen lo ve cada vez que asiste a uno. Ve a sus compañeros y compañeras casados saliendo y entrando de habitaciones que no son las suyas, como adolescentes que salen de viaje por primera vez. A ella no le pasa tan a menudo como a ellos, porque para una lesbiana no es tan sencillo como para los heterosexuales: el mundo está lleno de ellos. También está lleno de lesbianas, sí, pero lleva un poco de tiempo reconocerlas y a veces, si te mueves en un círculo restringido, no es tan sencillo identificarlas en una noche o dos. No es fácil reconocer a una lesbiana entre cien personas, sobre todo si sólo hablas con diez o doce de ellas. Además será por la edad, pero últimamente se encuentra cansada; son cincuenta años y le pesan un poco, sobre todo a la hora de dormir pocas horas si al día siguiente tiene que exponer una ponencia o trabajar. Ya no es como antes, cuando podía pasarse la noche sin dormir y aparecer a la mañana siguiente como si tal cosa. Eso, a su edad, es imposible, así que cuida sus horas de sueño.

Le gustan los viajes en avión porque le proporcionan tiempo para pensar. Casada, enamorada, bien casada… le gusta su mujer. Le gusta desde todos los puntos de vista. Nunca se aburre con ella y la hace reír mucho. Sexualmente les va bien, ella le gusta mucho y, aunque evidentemente no es como al principio, sigue habiendo buen sexo entre ellas. Lola encarna exactamente su tipo físico ideal. Le gustó desde que la vio, tuvo que esperar que se separara de su marido, tuvo que convencerla de que era lesbiana, lo que costó un poco, tuvo que conquistarla… pero lo consiguió. Y jamás se ha arrepentido ni de esperar, ni del lío que supuso todo aquello, aquel horrible divorcio suyo. Están muy a gusto la una con la otra, son muy complementarias, en fin, que se quieren. Jamás han pensado en la posibilidad de ser una pareja abierta, porque eso a ambas les parece imposible de mantener; no hay pareja que lo aguante o, al menos, ellas piensan que no podrían aguantarlo. Ambas son más o menos fieles, aunque no es fácil. A Carmen la monogamia siempre le ha costado mucho, así que ser fiel a Lola es un sacrificio mayor de lo que seguramente la misma Lola supone, pero lo hace por amor. En realidad, sólo le es infiel en los viajes de trabajo, con mujeres de las que no recuerda el nombre y a las que está segura de que no volverá a ver. En su opinión, eso no puede contarse exactamente como infidelidad. No se lo dice, por supuesto. ¿Para qué? Al volver a Madrid ni siquiera se acuerda del asunto. Además, Carmen es una firme partidaria del «ojos que no ven, corazón que no siente». Poner en riesgo su pareja, su amor, porque una vez en Londres o en Milán o en donde sea se haya tirado a una médica en un congreso… la verdad es que le parecería una completa injusticia: para ella misma y para Lola. La verdad no siempre es lo que parece.

En cuanto a Lola, Carmen no sabría decir si le ha sido siempre fiel, porque a veces también tiene que viajar por trabajo y, en fin, la carne es débil, y la suya también. No se le ocurriría preguntar y desde luego prefiere no saber. Le dolería, por supuesto, y a ella le dolería también si supiera de sus pequeñas infidelidades. Las cosas del amor son así, extrañas y, por más que nos empeñemos, no logramos controlar ese afán de posesión que parece que va en el lote cuando te enamoras. A veces hay que esconder la verdad, porque hace daño.

Ese era su estado de ánimo, esos eran sus razonamientos en el viaje mientras repasaba la ponencia que leería en un congreso relacionado con las terapias hormonales para las mujeres menopáusicas, esas en las que ya nadie cree —me refiero a las terapias— excepto las compañías farmacéuticas, que todavía están dispuestas a gastar mucho dinero tratando de convencer a los médicos para que extiendan recetas a toda mujer que se ponga a tiro y que tenga la menopausia, la premenopausia o la menopausia entera. El congreso duraba cuatro días más los dos de viaje: una semana en total. De su casa había salido de mal humor porque le costaba marcharse; cada vez le da más pereza tantas horas de avión, pero después, en cuanto se sube, se alegra de ir. Además, en esta ocasión, el hospital donde trabaja se ha empeñado en que tenía que ir y ella va dispuesta a aprovechar el tiempo y, ya que va, se dará al menos un chapuzón en la playa.

Pero no tendrá ocasión. El primer y el segundo día fueron de trabajo constante y muy intenso. Durante la segunda jornada expuso su ponencia, que fue bien y, sólo después de haber cumplido con su deber, se relajó y se permitió salir con sus compañeros españoles a cenar. Durante la cena bebieron bastante, como suelen hacer los españoles. Después de la cena se empeñaron en ir a una discoteca y Carmen se vio en la obligación de acompañarles, pero allí se aburría terriblemente y se entristeció un poco. Echaba de menos a Lola y, además, se sentía cansada de tanta heterosexualidad. Fue entonces cuando tuvo una idea absurda: se le ocurrió llamar a un taxi y marcharse sola a una discoteca de mujeres. Carmen es de esas lesbianas que piensa que no se puede ir a una ciudad sin llevar la dirección de un par de locales de ambiente, por si surge la ocasión de poder dar una vuelta y ver al menos cómo se mueven las lesbianas en ciudades y culturas distintas. Desde luego no esperaba ligar, sólo mirar, estar un rato y contarle después a Lola cómo era el ambiente de Miami.

Nada más entrar se dirigió a la barra y allí reconoció, sentada en un taburete y mirando alrededor, a una colega noruega con la que había intercambiado un par de impresiones por la mañana. Como suele pasar con todos los asistentes a los congresos médicos, la noruega parecía otra y Carmen supuso que ella misma también parecía otra. Durante el día se ponen trajes de chaqueta y pañuelos al cuello, parecen profesionales y parecen también mujeres. Por la noche, se ponen vaqueros, zapatillas —o al menos eso es lo que Carmen lleva esa noche y lo que lleva también la noruega—, y parecen lesbianas o, por lo menos eso es lo que Carmen quiere parecer. Las dos se reconocieron, se sonrieron y comenzaron a charlar como si fuera muy normal encontrarse allí hablando de colegas y de hormonas. Pero lo que lo cambió todo es que, de repente, Carmen se dio cuenta de que bajo su camiseta se transparentaban unos pezones anillados por sendos piercing. En principio se puso muy nerviosa porque, hasta ese momento, su colega era sólo eso, una colega noruega. Pero ver sus piercings fue como verla desnuda. Su colega noruega era de repente una lesbiana, cuyas tetas estaban atravesadas por dos anillas que estaban pidiendo una lengua que jugara con ellas. Y el nerviosismo fue dejando paso a la excitación y a la posibilidad de un rato de sexo cuando se dio cuenta de que su conversación había dejado de ser seria para pasar a ser la típica conversación absurda que una mantiene cuando quiere follar. A su edad tiene que tener cuidado: no quiere parecer desesperada. En realidad no se siente vieja ni desesperada, pero aun así tiene un poco más de cuidado que antes; siempre es posible encontrarse con gente que las prefiera jóvenes. La noruega andaría por los treinta y cinco o así, una edad perfecta para una mujer.

Enseguida pasaron de las copas a las bocas, así que fue muy fácil. Y también enseguida le puso la mano en los pezones, por encima de la camiseta. Nunca había tocado unos pezones anillados y ese tacto la excitó mucho. Quería meter la mano por debajo, pero a la noruega no le pareció bien allí, en la barra, así que la cogió de la mano y la llevó a los baños. El trasiego de parejas en los baños era constante; Carmen se preguntó que por qué no hacían una especie de cuartos privados, en lugar de que todas estuvieran besándose y metiéndose mano en un pasillo, esperando que quedara un baño libre. Además, también se preguntó qué pasaría si una necesitara el baño de verdad. En esas cosas pensaba mientras toda su pretensión era meterle una mano bajo su camiseta mientras se besaban en la boca, se chupaban las orejas, se mordían en el cuello, en las clavículas, en los hombros.

Por fin quedó un baño libre y, nada más entrar, Carmen la empujó contra la pared y le quitó la camiseta para ver aquella preciosidad. Dos hermosas tetas con sus pezones atravesados por dos anillas doradas. Aplicó allí su boca sin saber qué punto de sensibilidad tendría ella, si podía hacerlo fuerte o suave; en todo caso percibió que le gustaba. A Carmen también, y mucho. Jugó a meter su lengua en las anillas y tiró de ellas suavemente, mientras con su mano levantaba el pecho hacia su boca, buscaba la carne del pezón con la punta de la lengua y tiraba suavemente con los dientes. La noruega entonces se desabrochó el pantalón, se metió la mano bajo las bragas y comenzó a masturbarse. Eso no le gustó a Carmen, que le quitó la mano y comenzó a bajar la lengua hasta detenerla en su ombligo, mientras sus manos le bajaban el pantalón hasta los tobillos y después las bragas seguían el mismo camino. Entonces al tocarla… el corazón le dio un vuelco. ¡Tenía un piercing en el clítoris! Un piercing que nada más rozarlo la hizo gemir. Carmen se arrodilló y puso allí su boca como si le fuera en ello la vida. No le iba la vida pero le dio mucho placer, porque lo cierto es que sentir la calidez y blandura de la carne al mismo tiempo que la dureza del metal; sentir en su lengua la anilla que se movía con facilidad, así como los gemidos y los movimientos de la noruega, le producían a ella también estremecimientos tan fuertes que, en un momento dado, pensó que le bastaría con juntar los muslos para correrse; pero no quiso hacerlo, pues eso significaría un orgasmo corto y pequeño.

Metió la lengua de manera que podía mover la anilla mientras con la punta podía también llegar a la punta de su clítoris. Al parecer sólo con que moviera un poco la anilla la noruega sentía mucho placer, o eso parecía, porque se corrió enseguida. Se corrió con cuidado de no gritar mucho, seguramente porque ambas recordaban que fuera había una larga cola de gente esperando. Se corrió casi en silencio, mientras todo su cuerpo se tambaleaba hacia delante hasta que cayó sentada en el váter. Entonces Carmen se levantó y, poniéndose de pie frente a la noruega, llevó su mano hasta su coño empapado, mientras con las suyas volvía a jugar con los piercings de sus pezones. Estar allí de pie jugando con sus anillas, tirar de ellas, ver cómo sus pezones se estiraban mientras ella le producía dolor, le trajo a Carmen un orgasmo de los buenos, de los que nacen bien dentro y se transmiten después por todo el cuerpo. Mientras se corría se echó hacia adelante, hacia su cuello, y lo mordió tanto y tan fuerte como duró su placer.

Por fin salieron. Era extraño ahora estar en aquella discoteca y lo cierto es que Carmen pensaba que quizá hubieran debido ir al hotel. Pero cuando la noruega no quiso volver con ella y dijo que se quedaba un rato más, ella se fue contenta de no tener que compartir taxi ni conversación. ¿De qué se habla después de follar en un váter? Así que se fue al hotel y se metió en la cama. A pesar de todo, antes de dormirse, comenzó a recordar esas tetas, ese coño atravesado por las anillas, y se masturbó suave y placenteramente. Pensó que esa imagen vendría a su cabeza para poblar sus fantasías masturbatorias durante mucho tiempo. A la mañana siguiente, la vio a lo lejos con un pañuelo al cuello tapando las marcas que ella le habría dejado. Se miraron y se sonrieron. Eso fue todo y estuvo muy bien que fuera así.

Al llegar a Madrid dejó pasar unos días y entonces, como quien no quiere la cosa, le dijo a Lola que por qué no se ponía un piercing en un pezón. Esta la miró como si estuviera loca y le dijo que se lo pusiera ella.

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