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Nochevieja

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NOCHEVIEJA

Parejas, parejas, en esta fiesta de Nochevieja no hay más que parejas. Yo soy la única desparejada junto a una tal Arantxa, con la que Clara pretende liarme. Las parejas me aburren a morir. Me aburren las parejas que van juntas a todas partes y que en las reuniones sociales se comportan como parejas; que se sientan juntas, que cuchichean al oído como si no lo tuvieran ya todo dicho; que se hablan en clave de pareja, que sólo les falta ir juntas al baño. Para mí todo eso es un horror. Cuando he tenido pareja y hemos ido juntas a algún sitio, he evitado en lo posible comportarme como si ella fuera mi otra mitad. Nunca soy la mitad de nada: soy una persona completa que nunca abdica de sí misma. Y esa Arantxa que no llega.

Cuando me llamó Clara para invitarme a la fiesta de fin de año y me dijo que esperaba que me ocupara un poco de Arantxa, una amiga suya, recién separada que estaba muy deprimida, le dije que si se había vuelto loca; que desde cuándo le parecía a ella que yo podía pasarme una noche cuidando a una soltera deprimida. Pero Clara me conoce hace mucho; hace años nos acostamos durante un tiempo, sabe cómo soy y sabe que la quiero, que me gusta y que me cuesta negarle nada. Le dije que sí, que iría; entre otras cosas porque también yo puedo convertirme en una lesbiana deprimida si me paso otra Nochevieja sola en mi casa. Después, durante toda la semana, a punto estuve de volverme atrás, porque pensé que era lo que me faltaba, que mis amigas comiencen a usarme para entretener a sus amigas solteras o, peor aún, que traten de emparejarme con ellas. No necesito una pareja fija y toda esa complicidad que se supone natural en las parejas a mí me asquea.

Cenamos. Arantxa llama por teléfono y cuenta que se ha retrasado porque le ha surgido un imprevisto de última hora y yo me pregunto qué imprevisto le puede surgir a una a las diez de la noche de un fin de año. Llego a la conclusión de que nadie que trabaje hasta esa hora en este día merece la pena.

Clara pone música y todas bailamos un poco. Yo bailo también, pero enseguida lo dejo, pues sé que tengo que controlarme. He bailado con Carmen, cuyas tetas se adivinan perfectamente tras un generoso escote que deja al descubierto un atractivo y llamativo canalillo. Dejo de mirarla cuando noto que su pareja está poniendo cara de pocos amigos. Hasta ahora, lo único bueno de tener pareja es que acostarse con otras está prohibido, lo que lo hace mucho más interesante. Lo mejor del sexo es saltarse las reglas y la pareja es un poderoso corsé para marcar los límites por encima de los que hay que saltar.

Clara me saca de allí tirándome de una manga, me lleva a la cocina y me pide que la ayude con los canapés.

—Estás fatal. Pero Arantxa te va a gustar.

—Estoy perfectamente —protesto—, quizá un poco aburrida de tanta respetabilidad. ¿Es que nadie es infiel? ¿Desde cuándo somos todas como nuestras abuelas?

—Estás fatal —insiste Clara.

Clara se va a abrir la puerta y me dice que Arantxa ya ha llegado. Entonces llevo los canapés al salón. Arantxa debe ser una chica regordeta, de pelo corto, anodina, sin ningún atractivo evidente, que está sentada en un sillón en el fondo del salón. Clara debe estar loca si verdaderamente piensa que yo voy a ocuparme de una chica tan poco interesante. Arantxa debe saber que yo soy yo, esa que le han dicho que está soltera, porque no deja de mirarme desde lejos, pero tanta atención deja de gustarme y este asunto me hace sentir muy incómoda, algo que no me ocurre a menudo. De repente me siento furiosa con Clara, por invitarme con el objetivo de que me encargue —aún no sé de qué manera— de esta chica que no deja de mirarme, pero… ¿Qué le ha contado Clara de mí?

Vuelvo a la cocina.

—¿Quién es esa Arantxa? ¿Por qué quieres colgármela?

—Es una amiga que conocí cuando hice el máster en Estados Unidos. Ya sé que parece poca cosa, pero dale una oportunidad: puede gustarte.

—No me gusta nada —y vuelvo al salón donde las parejas siguen tan juntas como las dejé.

Bebemos mucho. En las fiestas se bebe mucho. Bebemos casi hasta emborracharnos. Arantxa, que no ha dejado de mirarme, se ha colocado a mi lado. No ha hablado gran cosa en toda la noche, por lo que además de su nulo atractivo físico su atractivo intelectual brilla por su ausencia.

—Clara, ¿sacas otra botella de ron?

—Yo te la traigo —dice Arantxa. Y me la trae, de manera que tengo que fijarme con un poco más de atención en ella. No está tan mal después de todo.

Bebo y bebo. Ahora quiero hielo.

—Yo te lo traigo —dice de nuevo Arantxa.

¿Es su manera de hacerse notar?

Me gusta provocar; puede parecer infantil, pero es divertido. Y me gusta convertir el sexo en un juego permanente que se pueda jugar también fuera de casa. Soy un poco exhibicionista y pocas cosas me gustan más que erotizar a una mujer en público para tirármela después. Clara me mira y sonríe, y yo entiendo o creo entender —todo lo que puedo entender con la cabeza nublada por el alcohol—. Ahora Arantxa anda ayudando a poner la mesa y yo estoy en medio de una nube. En un momento dado, me mira y yo doy unos golpecitos en el brazo del sofá para que se siente a mi lado, y observo cómo sonríe y viene hacia mí. Pierdo la vergüenza con rapidez debido al alcohol y, además, seamos francas: nunca he tenido mucha vergüenza. La agarro por la barbilla para meter mi lengua en su boca mientras toda ella se estremece de manera ostensible. Después la levanto y le doy una especie de azote en el culo para que siga con sus cosas. Se ha puesto colorada, pero todo parece más fácil ahora.

Le pido que me traiga cosas: un vaso de vino, el plato con las uvas, una servilleta, lo que sea, y ella me lo trae todo. Cuando llega el momento le pido que me pele las uvas, aunque reconozco que esto último lo hago con miedo de ir demasiado deprisa. Cuando empiezas a jugar con una persona siempre corres el riesgo de que no te siga y te deje con el culo al aire, pero el alcohol es un poderoso disolvente del miedo. Arantxa no sólo me sigue, sino que me mira arrebolada, colorada y excitada. Después llegan las campanadas, el lío, los abrazos, los besos, los gritos y yo me incorporo a la juerga general sin dejar de mirar de reojo a Arantxa. Para entonces estoy deseando ir a casa a follar.

—¿Nos vamos?

Y nos vamos.

Nos vamos teniendo claro de qué manera nos vamos a relacionar. Cada una va conociendo su papel, porque hay muchas maneras de relacionarse sexualmente con una mujer. A mí me gustan muchas de ellas, puedo variar tanto como mi pareja me pida. En realidad, aunque no lo parezca, suelo adentrarme por los caminos que mi pareja me va mostrando. Es evidente que ha sido Arantxa quien me ha mostrado el camino y no al revés. Así que al llegar a casa me visto en el papel que voy a interpretar.

Abro la puerta seria y concentrada. No le digo que pase, ni la guío por la casa, simplemente dejo la puerta abierta detrás de mí. Solo quiero que se ponga nerviosa y que dude, que se sienta vulnerable; es un truco muy viejo, pero que siempre funciona. Me sigue hasta el salón y me sitúo en el medio de la habitación. No hago nada además de mirarla, otra cosa que nunca falla. Ante mi mirada tuvo que bajar la vista, pues comenzaba a estar asustada. Le digo que me espere ahí quieta y voy a mi habitación para ponerme un arnés, un dildo y un condón. Vuelvo al salón, donde me espera en el mismo sitio en el que la he dejado. Entonces le pregunto:

—¿Sabes lo que te va a pasar esta noche?

Esa pregunta sólo contribuye a ponerla aún más nerviosa, nerviosa de verdad. En ese momento podría hacer cualquier cosa con ella. Su nerviosismo comienza a excitarme.

—Esta noche te van a follar —noto que se relaja, supongo que porque eso es lo que quiere—. Te van a follar de verdad, como nunca te han follado.

Entonces bajo mucho mi tono de voz. Tengo comprobado que las órdenes se deben dar en un tono de voz muy bajo.

—Acércate —y lo hace, poniéndose muy cerca. Yo misma siento que un latigazo de placer recorre ya mi columna vertebral.

—Ahora desabróchame el pantalón.

Eso le resultó fácil y percibí que se alegraba de tener algo sencillo y comprensible que hacer. Me desabrochó el pantalón solo para descubrir el arnés y el dildo color verde.

—Ahora cómeme el coño —y a ella no se le ocurre otra cosa que meterse el dildo en la boca, lo que me hace reír.

—He dicho el coño.

Esa equivocación la pone aún más nerviosa de lo que ya está. Verdaderamente está temblando y tengo la sensación de que incluso está a punto de llorar. Por un momento me da pena y a punto estoy de detenerme pero, si lo que hago no le gusta, ¿por qué no para y se va? No sería la primera vez que he tenido que pedir, suplicar perdón, y hacerme perdonar. En realidad, no me importa cambiar las tornas: todo depende, como dije, de mi pareja.

Cuando estoy a punto de detenerme, Arantxa se agacha aún más para llegar hasta mi clítoris y poder lamerlo bien. Realmente sabe cómo hacerlo, no es una novata. Entonces soy yo la que se hace agua, la que comienza a vaciarse, la que tiembla, la que necesita un apoyo, la que se siente vulnerable y a su merced.

No quiero correrme ni aquí ni de esa forma, así que le digo:

—Ya basta. Ahora desnúdate.

Arantxa es otra, ha recuperado su seguridad, está tranquila y disfruta claramente. Mientras ella se desnuda, yo acabo de quitarme el pantalón. Supongo que ella piensa que ahora que está desnuda iremos por fin a la cama pero, por supuesto, la cosa no va a ser tan sencilla.

—Colócate de culo en el brazo del sillón, que voy a follarte por detrás.

Ahí vuelve a dudar, piensa que la voy a dar por culo y le da miedo, le da miedo el dolor, le da miedo toda la situación, no saber responder. Pero ya hemos llegado muy lejos y hace todo lo que le pido. Se coloca con el vientre apoyado en el brazo del sillón, con la parte de delante del cuerpo echada hacia el asiento y con las piernas en el suelo.

—Abre las piernas. ¿Cómo quieres que entre?

Abre las piernas.

—Más.

Y las abre todo lo que puede. Me coloco detrás de ella, acaricio con un dedo su columna vertebral, haciéndola gemir tan sólo con ese contacto, y acaricio su coño desde detrás, deslizando el dedo por toda la zona perineal. Primero meto dos dedos en su vagina y, cuando ella manifiesta placer, los saco y le introduzco el dildo.

A veces he follado con tíos, a veces me he metido o me han metido un vibrador y lo cierto es que, si de meter algo se trata, lo mejor es por detrás, porque se nota mucho más. Cualquier cosa que te penetre por detrás roza el clítoris al entrar y, al mismo tiempo, produce una cierta sensación de que te rompe por dentro. Arantxa está muy, muy caliente, muy excitada, cosa que es perceptible en sus gemidos, en su respiración y en sus temblores, tanto que me trasmite su excitación, lo que ella está sintiendo, de manera que yo misma me excito como hacía años que no me sucedía. El dildo entra como la seda en una vagina empapada y, una vez bien dentro, la sujeto por las caderas y comienzo a meterlo y sacarlo, rozando el clítoris en cada acometida. Ahora le cojo un brazo y se lo meto por debajo de su muslo, con la mano hacia afuera, de manera que yo misma me rozo contra su mano al entrarla.

Sólo puedo decir que fue fantástico, un gran orgasmo para mí y para ella. Al menos para mí fue de los mejores, de esos que nacen en el coño y que se extienden por la superficie de la piel y por dentro, como si la sangre lo distribuyera por todo el cuerpo para acabar explotando en el cerebro. Ella aplastó la cabeza contra un cojín cuando se corría, de manera que su sonido me llegó ahogado pero potente. Yo tardé un poco más, pero me corrí enseguida, animada por su propio orgasmo.

Cuando acabé, me aparté, me fui y la dejé en esa posición. Yo sabía que ella se estaba preguntando si podía moverse o no. Ahora estaba muy tranquila; ahora ya sabía que lo que le vendría de mí sería placer. Yo fui a lavarme un poco y a quitarme el resto de la ropa. Volví desnuda al salón; ella se había puesto más cómoda. Me acerqué y la besé en la base del cuello y en la espalda, le acaricié levemente los pezones y exhaló una especie de gruñido de gusto.

—¿Quieres más? —le pregunté.

Sí, quería más, ella tenía ganas de más. Ahora me eché sobre ella y pasando mis brazos por debajo de sus caderas y de sus muslos jugué con su clítoris mientras esta vez mi lengua recorría su nuca y su espalda, hasta que volvió a correrse. Entonces me levanté, ella se incorporó y yo la senté sobre mí para besarla. La besé con mucho amor por lo bien que lo habíamos pasado, porque estaba deseando que volviera otro día.

Después hice la cena y mientras cenábamos hablamos de nosotras y comenzamos a conocernos. Yo hablé más que ella porque soy muy habladora y también porque, según me dijo después, ella tenía el coño dolorido y le costaba sentarse derecha. Después de cenar dijo que se tenía que ir y yo no la invité a quedarse porque quería quedarme sola, pero al besarla en la puerta me dijo:

—Llámame cuando quieras.

Desde entonces la llamo de vez en cuando, no mucho, porque no quiero cansarme, ni cansarla. Es como un dulce que gusta mucho: más vale saborearlo despacio.

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