Sex

Sex


Regalos de cumpleaños

Página 32 de 38

REGALOS DE CUMPLEAÑOS

Sí, a veces hay que meter un poco de picante en la relación. Por eso he buscado en Internet algún juguete sexual, pero no sé muy bien qué es lo que quiero. Tampoco estoy muy segura de que lo que veo en esos catálogos tan cutres me vaya a gustar una vez que lo tenga en la mano y, por otra parte, tampoco sé muy bien qué es lo que le gustaría a Cata. Ir juntas a una juguetería ni pensarlo: nos da vergüenza, en parte somos tímidas y tradicionales. Ninguna de las dos somos aventureras, transgresoras ni demasiado modernas; tenemos una edad mediana, una educación antigua y una vida convencional.

Pero, aunque nos va bien en la cama, pienso que habría que innovar e Internet lo pone fácil. ¿Qué cara pondría Catalina si yo apareciera con uno de esos vibradores enormes color fucsia o con uno de esos dildos? La mitad de las cosas que veo no sé para qué sirven y no sé si sabría usarlas. Creo que el tamaño que aparece en la web no debe tener nada que ver con el tamaño real. Y, en este caso sí, el tamaño sí importa. Pero no creo que me gustara muy grande, ni a Catalina tampoco.

—Vamos, tenemos que irnos. ¿Dónde tienes el regalo? —pregunta Cata ya arreglada, mientras que yo minimizo rápidamente la pantalla del ordenador.

—Está ahí, en el cajón.

—No llegaremos a tiempo, como siempre —me amenaza, y es cierto que me he retrasado, así que corro para vestirme lo más rápido que puedo.

Pepa cumple años y da una cena a la que llegamos, como siempre, las últimas. Todas hemos dejado nuestros regalos envueltos y sin abrir encima del aparador. Nos ha costado mucho encontrar algo que regalar a Pepa y seguro que los regalos de las otras son mejores. Lo nuestro es un libro y ni siquiera estamos muy seguras de que le guste: ya no me acuerdo del tipo de literatura que le gusta leer a Pepa. Le hemos comprado una novela de éxito, pero ahora quisiera devolverla y comprarle algo más sofisticado.

Esa inseguridad me impide disfrutar de la cena, porque me paso la hora pensando en el momento en que se abran los regalos, segura de que el nuestro va a ser el más aburrido, vulgar y estúpido de todos. Cata me mira desde el otro lado de la mesa preguntándome por señas qué me pasa. Yo levanto las cejas, que es decir sin decir.

Se acerca el momento de los regalos, una amiga trae una tarta, Pepa sopla las velas —muchas velas— y todas cantamos el cumpleaños feliz con poco ánimo; creo que hay cosas que no deberían hacerse a ciertas edades. Después de eso, Pepa pone los regalos encima de la mesa en fila y los va abriendo uno por uno. Según abre los regalos, los muestra y todas aplaudimos con entusiasmo. Después los va poniendo en fila para que podamos verlos. Allí ha quedado nuestro libro que, después de todo, sí ha resultado ser original; al menos, nadie más le ha regalado un libro. Los demás regalos son juguetes sexuales. Juguetes sexuales que son recibidos con entusiasmo por parte de la concurrencia. Cada vez que Pepa ha abierto un paquete con un contenido de ese tipo ha habido risas, risitas, carcajadas y aplausos más o menos subidos de tono… vamos, como si tuviéramos quince años y aquello fuera una fiesta de fin de curso. El sexo siempre despierta ese tipo de reacciones en la gente: nunca acabamos de crecer. Había todo tipo de cosas, a cuál más horrible, alguna de ellas francamente espantosa en mi opinión. El peor de todos es una especie de pene, tan real que parece desgajado del cuerpo por parte de un asesino aficionado a los descuartizamientos. Cuando Pepa lo muestra al público a mí me parece que nuestro aplauso suena esta vez mucho más falso que antes, pero en cambio las exclamaciones son de auténtico asombro.

Lo peor viene cuando, ante la curiosidad malsana de alguna, nos vamos pasando la cosa de una a otra para que todas podamos verla de cerca. A mí me parece una muestra del peor gusto imaginable. Mi gesto apenas puede disimular el asco y Cata me hace señas para que no se me note tanto. No me atrevo a decir nada porque nadie dice nada y todas festejan la ocurrencia, así que yo también. Una cosa es un dildo color fucsia que, bueno, puede pasar, aunque no soy yo muy aficionada a las formas fálicas, y otra cosa es este pene de plástico con sus venillas hinchadas, sus testículos… sólo le faltan los pelos. Y es blando y de textura rugosa. No sé cómo será un pene de verdad porque no he tocado ninguno —si son como esta cosa puedo decir que afortunadamente—. Por un momento me da tanto asco que me parece que voy a vomitar. Me parece imposible que una lesbiana quiera manejar esto. No soy una puritana y soy partidaria de dejar a cada cual con sus perversiones sexuales, aunque las hay que me resultan imposibles siquiera de imaginar. Después de mirarlo fingiendo interés a duras penas, lo paso a la que está a mi lado como si me quemara.

Después seguimos bebiendo, nos emborrachamos, bebemos aún más, fumamos unos porros y, al llegar la medianoche, estoy que sería incapaz de reconocer a mi madre, que en paz descanse. Me asfixio en el salón, atestado de humo y de gente, y me levanto para coger un poco de aire. Salgo de la habitación con intención de ir al baño y de echarme un poco de agua por la cara, pero el baño está ocupado, por lo que retrocedo al comedor para esperar que quien esté dentro salga y me siento en una silla mientras tanto. La verdad es que no me tengo en pie.

Al levantar la cabeza veo todos los regalos expuestos en el aparador. La cosa horrible, un par de vibradores, un chisme que ni sé para qué sirve y también algo que antes me ha llamado la atención: unas bolas chinas. No me gusta que me metan nada en la vagina; a Cata le gusta a veces que le introduzca un dedo, pero nada más. Uno sólo: dos ya le parece demasiado. Cada una tiene sus gustos y no hay dos personas iguales. Pero aquellas bolas de color azul, tan redondas, llamaron antes mi atención y me la llaman ahora. Después de todo, no tienen un aspecto desagradable. Así que, tengo que confesarlo, las cojo y me las guardo en el bolsillo sin mayor preocupación. Estoy bebida, fumada y en ese momento escucho que se abre la puerta del baño. Entonces salgo corriendo porque la vomitona parece inevitable.

Tras diez minutos de lucha con mi maltrecho estómago, salgo y le digo a Catalina que tenemos que irnos porque no me encuentro bien y no hay nada más que verme para darse cuenta de que no miento. Todas se ríen de mí y de la poca costumbre que tengo de beber, y así es: costumbre no tengo ninguna. Catalina me ayuda y me sugiere que demos un paseo para despejarnos. Cuando estamos a mitad de camino y ya me encuentro mejor, saco del bolsillo las bolas chinas y, cogiéndolas por la anilla de su extremo, dejando que cuelguen entre mis dedos, se las muestro a Cata:

—¿Sabes dónde voy a meter esto?

Ella tarda un momento en entender qué es eso que le estoy mostrando, después en entender qué hace en mi bolsillo y, finalmente, en poder procesar mi pregunta. Entonces se ríe:

—Me parece que sí.

Para entonces yo estoy bastante caliente y deseando llegar a casa.

Al abrir la puerta no le doy tiempo a nada y la arrastro hacia la cama quitándole la ropa como puedo y quitándome la mía al mismo tiempo. Hace años que Cata no me ve así de activa. Me pregunta qué me he tomado, pero es una pregunta retórica, no espera respuesta. Una vez desnuda, la arrojo sobre la cama y la miro un instante. Se dice que una no aprecia lo que tiene en casa y en cambio aprecia lo que ve fuera. Es una frase hecha, pero es la verdad. Si viera a Cata por primera vez me parecería una mujer guapísima, de la que podría enamorarme con mucha facilidad. Su cuerpo es precioso: me gustó al principio, me gusta todavía, y ella lo sabe. Y sabe que pocas veces me he puesto tan cachonda como esa noche, así que querrá aprovechar un momento que ya no es habitual después de tantos años juntas.

Comienza a tocarse el coño ella misma mientras yo miro. Se pone a punto. Yo le acaricio muy suavemente los pezones: no quiero ir rápido. Paso el dorso de la mano por su coño y la retiro empapada de moco blanco. Me la seco en su tripa y vuelvo con mi mano debajo de nuevo. No le toco el clítoris, sino que me limito a pasar mi dedo entre los labios del coño para después acariciarle el perineo, que es una zona que a Catalina le gusta mucho. Y mientras ella se deja llevar y perder en el placer, yo saco las bolas chinas y las sujeto con los dientes, porque las manos las uso en su cuerpo: en los pezones, en el perineo, en la vulva, sin acercarme al clítoris, hasta que ella susurra que se lo toque ya. No pienso hacerlo todavía.

—Ya, tócame ya.

Pero no. Desciendo de nuevo y mi lengua va lamiendo el interior de los muslos y poco a poco, me acerco a su clítoris, siempre sin tocarlo, ella gime e intenta tocarse ella misma, pero le sujeto las manos. Está más que a punto, está que no puede más. Entonces sí, cojo las bolas y se las introduzco lentamente en la vagina; una vez dentro, tiro un poco de la anilla y se las saco unos centímetros, y después las vuelvo a meter, tiro, dejo una dentro, tiro muy despacio, la meto…

Ella pide que la toque el clítoris.

—Vamos, vamos, tócame ya.

—¿Cómo se pide?

—Por favor, por favor.

Y entonces le acaricio primero lentamente y enseguida muy fuerte la punta del clítoris, tirando al mismo tiempo, muy lentamente, de las bolas, esta vez hasta que están fuera del todo, y sigo con su clítoris. Cuando veo que está ya a punto de correrse, meto las bolas lo más profundo posible y, cuando su orgasmo comienza, las saco de golpe. Me da la sensación de que se corre con mucho placer, porque todo el cuerpo se le curva hacia delante en un intento de recoger el máximo gozo posible. Después, cuando acaba, se deja caer hacia atrás con una mezcla de sollozo y gemido.

Ya sé que no he usado las bolas chinas para lo que se usan, pero innovar es de sabios, de sabias en este caso.

Ir a la siguiente página

Report Page