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La primera clase

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LA PRIMERA CLASE

Mi primer día en clase de meditación resultó a la postre bastante curioso. Dieciocho años. Lesbiana sin más experiencia que algunos escarceos en el instituto con alguna amiga, pero completamente fuera del armario. Era el año en que comenzaba en la universidad y había decidido buscar algún tipo de actividad que me relajara después de las clases. Siempre he tenido algo entre manos además de la enseñanza oficial: danza, teatro… y ahora estaba dispuesta a iniciarme en los misterios de la meditación Zen. El primer día resultó un poco complicado, porque había cola en administración para entregar las matrículas y la cosa se puso pesada. Después fuimos con nuestras fichas en la mano a una de las aulas, donde nos sentamos en el suelo esperando a que entrara la profesora. Y entró, vaya que si entró. Lo que apareció fue la lesbiana más atractiva que había visto en mi vida… Joven, con una pluma preciosa y muy llamativa, y proclamando a voces su lesbianidad, si es que esa palabra existe; que si no existe, debería existir.

He olvidado decir que yo también tengo mucha pluma y que me gusta proclamar con mi aspecto que soy lesbiana, no vaya a ser que alguien me confunda. Tengo pluma y me gustan mucho las mujeres con pluma. No me gustan las mujeres femeninas; de hecho, ni las veo. Pero ese no era el caso de mi nueva profesora de meditación. Me había sentado en un rincón de la sala, medio escondida detrás de unos cuantos alumnos, pero nada más verla me levanté y atravesé la sala para ponerme en primera fila y que me viera bien. Con el ruido que hice al levantarme y al pasar por delante de todos para sentarme delante, ella, por supuesto, me miró. Me miró, nos sonreímos y yo me senté allí con cara de boba y de haber llegado al cielo. ¡Qué buena estaba! Eso es en lo único que pensaba. Después de verla y de imaginar las cosas que me gustaría hacer con ella fui completamente incapaz de regular mi respiración. Imposible hacer que sonara normal, imposible hacer que me bajara a los abdominales. Imposible todo, porque era una respiración alterada por el deseo.

Se presentó como Marisa no-sé-qué y explicó esas cosas que explican los profesores el primer día; después nos dio una pequeña lista de libros que podíamos leer, si es que queríamos introducirnos en los misterios de la meditación Zen. Yo sonreía inequívocamente, o al menos, eso es lo que quería que pareciera. Después nos pidió que entregáramos la ficha de clase con nuestra fotografía. Y así lo hicimos. Marisa puso mi ficha la primera del montón y la clase siguió normalmente. La primera lección consistió en enseñarnos a respirar llevando el aire de los pulmones a los abdominales, pero cada vez que Marisa se acercaba para tocarme mi respiración se iba por su cuenta, incapaz de mantener ningún ritmo lógico. Era una respiración de deseo, que es una respiración que va por su cuenta. Al rato me dejó por imposible, diciéndome que tenía que practicar mucho.

Al final de la clase se despidió hasta la semana siguiente. Miró mi ficha, que estaba la primera del montón, como si se la hubiera encontrado por casualidad, y dirigiéndose a mí por mi nombre y dos apellidos, me dijo:

—¿Me acompañas un momento al despacho?

—Claro —pensé que sería por una cuestión administrativa, algo que faltaba en mi matrícula, ¿cómo iba a pensar otra cosa?

Entramos en su despacho, se sentó en su silla, detrás de la mesa, y me sonrió de nuevo. Vista tan de cerca me pareció mucho más deseable aún de lo que me había parecido antes. Vestía un pantalón blanco como de deporte y una camiseta que dejaba al descubierto su ombligo, un ombligo del que no podía apartar la vista. Yo estaba esperando que ella me dijera para qué me había llevado allí.

—Parece que te gusta mi ombligo —dijo siguiendo mi mirada.

—No… bueno, sí, eh… quiero decir que… nada, es que miraba…

En fin, en determinadas circunstancias no se le puede pedir a una que se muestre muy inteligente.

Se levantó un poco más la camiseta dejándome ver no sólo su ombligo, sino un poco de su vientre, claramente musculado por la gimnasia o por lo que hiciera.

—Ya —dijo mientras se ajustaba la camiseta— ¿quieres que quedemos para cenar?

Me costó un poco decir que sí porque me quedé literalmente sin habla. Sin habla y supongo que con la cara como un tomate, porque me ardía; a esas alturas ya tenía el estómago vuelto del revés, o al menos esa sensación tenía yo. Pero en todo caso, era inexperta, pero no tonta.

—Caray, claro que quiero, por supuesto —yo balbuceaba lo que podía.

—Bueno, pues nada, nos vemos esta noche. Podemos ir a mi casa, si no te parece mal —dijo mientras escribía la dirección en un papel y me lo daba.

—No, no, yo encantada —me temblaba un poco la voz, pero procuraba que ella no se diera cuenta.

Ella sonreía. Se levantó por fin de detrás de su mesa y se acercó adonde yo estaba. Se dirigió a la puerta y yo creí que la iba a abrir, así que fui detrás de ella; pero hizo lo contrario, la cerró con cerrojo y, ante mi asombro, se dirigió a mí. Me besó como si tuviera hambre, con mucha fuerza, casi me hizo daño. Todos mis besos anteriores habían sido suaves. Hasta ese momento yo identificaba los besos con la suavidad, pero desde entonces sé que hay besos que son duros, que duelen, que se dan con el objetivo de dejar claro quién manda. Me empujó hacia atrás, hasta que me apoyé en la mesa y comenzó a desnudarme sin que me diera tiempo a hacer ni decir nada. Yo intenté quitarle la camiseta, pero ella me agarró las manos y no me dejó. Me quitó la camiseta —yo no llevo sujetador—, me abrió el pantalón y lo empujó hacia mis tobillos. Después, mientras me apretaba los pechos, me besaba; sin que me diera cuenta, cogió un abrecartas de encima de su mesa y, simplemente, me rompió las bragas. No me dio tiempo ni a protestar. Entonces me vi allí, desnuda, con los pantalones en los tobillos, y con mis tetas en sus manos y en su boca. Mis pezones se pusieron duros para que ella los pudiera coger con sus labios y los pudiera acariciar con su lengua. Apenas podía respirar de la excitación que tenía; ardía por dentro, jadeaba y debía estar chorreando, pero necesitaba mis manos para sujetarme a la mesa porque sus acometidas eran muy fuertes. Entonces, de repente, me dio la vuelta y me puso de espaldas, con el cuerpo echado sobre la mesa. Me dio un cachete en el culo que me volvió loca de placer; jamás había sentido nada así, esa necesidad de que me follaran. Y se lo dije, sin saber muy bien lo que iba a pasar a continuación, pero tenía que decirlo:

—Fóllame —creo que susurré entre jadeos.

—Claro que te voy a follar, ¿qué crees que estoy haciendo, pequeña? —dijo ella en un tono de voz mucho más grave del que la había escuchado hasta ese momento.

Y sus palabras me hicieron temblar; lo que me esperaba, y que no imaginaba qué podía ser, me hizo temblar. Me puse a temblar como una tonta, excitada y caliente, respirando muy ruidosamente, pero temblando de miedo y de deseo. Ella me puso una mano sobre la cabeza, de manera que así quedé con todo el cuerpo vencido sobre la mesa, y cuando vio que ya había adoptado esa posición, se agachó detrás de mí y me quitó primero una sandalia; después me hizo levantar una pierna, me quitó la otra y me sacó con facilidad los pantalones. Entonces me separó las piernas y se levantó. Se quitó los pantalones y se colocó sobre mí. Yo sentía el peso de su cuerpo sobre el mío, su coño contra mi culo abierto. Y sentía también su lengua caliente subiendo y bajando por mi nuca. A veces me mordía un poco los hombros y después volvía al cuello. De vez en cuando me daba un azote y yo gritaba, aunque procuraba que mi grito no saliera de aquella habitación, por lo que quedaba en un sonido ahogado. Sus manos me cogían por las caderas y desde ahí empujaba todo mi cuerpo contra el suyo, dándome golpes. Después sus manos fueron hacia delante y me acariciaron el interior de los muslos, entrando por delante y agarrándome el clítoris con fuerza. Puso su boca muy pegada a mi nuca, de manera que el aliento de sus palabras me llegaba al cuello en forma de humedad.

—Estás cachonda, cachonda y dispuesta —susurró muy pegada a mi cuello.

Yo apenas podía pronunciar palabra alguna porque temblaba y la respiración agitada no me dejaba hablar con normalidad.

—Sí, dispuesta para ti —dije.

—Eso es, así me gusta —susurró de nuevo en mi nuca.

Y entonces se agachó con la flexibilidad de quien está muy acostumbrada a trabajar con su cuerpo y comenzó a meter los dedos en la vagina con una pericia que yo desconocía; me acariciaba lugares que yo no sabía ni que existieran. Sentía un placer inmenso, que me vaciaba por dentro como si toda yo me llenara de aire, y mi estómago se volcó como si me tiraran desde lo alto de una montaña, como si cogiera una curva a demasiada velocidad. Marisa metió dos dedos, tres, empujando hacia arriba, hacia dentro, hacia lo más profundo, mientras me sujetaba el cuerpo con uno de sus fuertes brazos alrededor de mi cintura e impedía que me moviera. Después sacó los dedos y recorrió el clítoris durante un rato; empezó por sus contornos, después se acercó a la punta, acariciándola primero en círculo y, según mi respiración y mis gemidos la indicaban, luego con más fuerza. Era como si una bomba explotara en mi interior, una bomba de calor que se lo llevaba todo por delante, que incluso me estaba trastornando la visión, como si me hubiese dado un golpe en la cabeza. De repente, me soltó el cuerpo y me metió dos dedos en la vagina, mientras seguía masturbándome. Sus dedos entraban y salían mientras que su otra mano se ocupaba, cada vez más fuerte, de mi clítoris y yo, más que gemir, aullaba, sintiendo crecer algo que iba a trasportarme a otro lugar. Entonces, en medio de un placer inimaginable que hizo que ella tuviese que levantarse para taparme la boca, sin poder ver ni oír, con todos mis sentidos colocados en el inmenso placer que sentía, eyaculé, y un líquido caliente y trasparente salió en oleadas mojando mis muslos, su mano, el suelo, todo, y dejando un charco bajo mis pies.

Tardé un rato en recuperarme: no me podía mover. Marisa sólo dijo «Vaya» y ahora me besaba muy suavemente el cuello y me acariciaba los hombros. Entonces, al rato, cuando recuperé la respiración, la consciencia, pensé que me había hecho pis y me avergoncé.

—Lo siento —dije.

—¿Por qué? Ha estado muy bien.

—Por las manchas, por el pis —dije tratando de que sonara natural.

—No es pis; has eyaculado y eso no mancha —dijo riéndose—. He encontrado tu punto g, y a la primera. Eso es puntería.

Tengo que reconocer que yo no sabía lo que era el punto g, ni que las mujeres pudiéramos eyacular, sólo sabía del placer que acababa de sentir y que intentaba vestirme, aunque ya no tenía bragas. Marisa me ayudó a poner del derecho el pantalón, porque debió verme muy azorada. No sabía cómo iba a terminar aquello; no sabía si marcharme, si quedarme, si abrir la puerta… Cuando estuve lista, me dio un beso en la mejilla.

—Nos vemos luego ¿no? —dijo.

—Por supuesto —dije yo.

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