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Sexo en la oficina

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SEXO EN LA OFICINA

Desde que la vi entrar pensé que esa chica tenía que ser mía. Y no sé muy bien por qué, pues no era especialmente guapa. Era algo que emanaba de ella, que me llamaba y que no sabría describir. Era su manera de andar, era su manera de reírse, la manera de hablar, todo en ella, todo lo que hacía o decía, la manera de decirlo o de hacerlo, todo en ella era sexual. Era puro sexo. En todo caso, lo que no podía saber es que yo iba a terminar siendo suya como nunca lo he sido de nadie. Estuve observándola de lejos un par de semanas y ya sé que es un tópico, pero esas dos semanas me bastaron para cerciorarme de que le iban las tías, lo supiera ella o no. No, no me cabía la más mínima duda. Eso es algo que se nota, porque ser lesbiana es toda una manera de relacionarse con el mundo y, especialmente, con los hombres. Digan lo que digan, una no se relaciona socialmente con los hombres de la misma manera que una heterosexual y, si se piensa bien, es lógico. Especialmente en una oficina, en esa corriente subterránea que fluye por debajo de todo —el deseo— es muy fácil de ver y de juzgar. Aunque no se vaya con intención de ligar y aunque no se sea consciente, las relaciones en una oficina están traspasadas por el deseo y la gente se relaciona siguiendo ese latido de la entrepierna y de la cabeza. Basta con fijarse en quién va con quién a desayunar, quién habla con quién y, sobre todo, con quién se ríe cada una y de qué manera. Hay que ver qué grupos se forman y cómo se relacionan las personas entre sí. El deseo es perceptible a simple vista.

Y Lidia era lesbiana, estaba segura.

Según pasaba el tiempo, esa mujer se iba metiendo cada vez más dentro de mí. Pasaba cada vez más tiempo pensando en ella y me costaba olvidarla cuando salía de la oficina. Cuando estuve segura de que era lesbiana me pareció que yo era una mujer con suerte. No importaba que tuviera novia, que estuviese casada, que yo no le gustase; todo eso puede arreglarse, es cuestión de esforzarse, de esperar lo que haga falta, y todo depende de lo que una esté dispuesta a esforzarse y esperar. Lidia merecía la pena. Así que comencé el asedio.

Empecé por un acercamiento tradicional, intentando hablar con ella como compañera de trabajo, intentando salir con ella a la hora del desayuno, dándole conversación… lo normal. No tuve mucho éxito; parecía ignorarme, lo cual supuso un duro golpe para mi ego porque, normalmente, no soy de esas mujeres a las que puede ignorarse con facilidad, pues allí donde voy me hago notar. Cuando se levantaba para ir a por agua, o para sacarse un café de la máquina, yo iba detrás para hacerme la encontradiza en la cocina. Cuando salía por la tarde procuraba salir al mismo tiempo para, al menos, darle conversación en el ascensor y después en el metro, pero la verdad es que las dos o tres veces que fui con ella basta su parada estuvo tan antipática y tan parca en palabras que desistí de seguir por ese camino. Yo no parecía interesarle lo más mínimo. Y ya he dicho que su indiferencia me resultó difícil de aceptar; la verdad es que no recuerdo cuando fue la última vez que una mujer se me metió entre ceja y ceja y no me acosté con ella. Como la cosa no marchaba, me consolé pensando que tampoco era el fin del mundo y que, al fin y al cabo, ni siquiera estaba segura de que fuese lesbiana. Pensé que ese debía ser el problema, que no era lesbiana; un fallo en mi —hasta ese momento—, segura percepción. Para todo hay una primera vez, incluso para recibir un baño de humildad.

El invierno pasó sin que pensara mucho en ella, pero al llegar el verano el deseo se reavivó. Además, Lidia comenzó a ir a la oficina con ajustadas camisetas que le dejaban el ombligo al aire y sin sujetador, lo que hacía que se le transparentasen los pezones. Solía llevar unas faldas muy cortas que le dejaban también los muslos al aire y que hacían que mi vista se enredase entre sus piernas; era casi inevitable mirarla y creo que todos lo hacíamos. Me resultaba difícil de aguantar; comencé a pensar de nuevo a todas horas en ella y volví a intentarlo. Y otra vez ella se comportó como si yo fuese la última de las personas con las que desearía entablar una conversación.

En agosto la oficina se fue vaciando poco a poco de gente y quedamos muy pocas personas haciendo guardias. Yo no me voy nunca en agosto y Lidia tampoco se fue. Eso hacía que ahora fuese más fácil encontrarme con ella a todas horas y que resultase también más sencillo mirarla, ya que no había nadie sentándose entre su mesa y la mía. Poco a poco aquello se fue convirtiendo en una obsesión que incluso afectó a mis relaciones sexuales con otras personas, porque ahora ninguna mujer me parecía tan atractiva ni tan deseable como Lidia, por mucho que lo fuera.

Fue a finales del mes. Entré en el baño, un baño grande con diez cabinas y lavabos con un espejo corrido por toda la pared. Ella estaba lavándose las manos cuando entré yo y me puse en el lavabo de al lado. Nos miramos por el espejo y, cosa inusitada en mí, me puse colorada. Hacía años que no me pasaba eso; me puse colorada y ella me sonrió, aunque no podría jurar si se dio cuenta de mi azoramiento o si su sonrisa no tuvo nada que ver con eso. Lidia acabó, se secó las manos y entonces se acercó a mí. Me abrazó por detrás, poniendo sus dos manos sobre mis tetas y presionándome contra ella me dijo mientras su aliento entraba en mi oído:

—¿No era esto lo que querías? ¿Verdad que era esto? Di que sí —me apremiaba.

Me quedé literalmente sin respiración y más colorada aún, mientras veía mi cara incendiada y la suya, con una media sonrisa, por el espejo. Toda mi experiencia no sirvió de nada, me puse muy nerviosa al pensar que pudiera entrar alguien y descubrirnos. Había poca gente en la oficina, pero aun así el riesgo era grande. Únicamente acerté a decir: «Nos van a ver», mientras resoplaba angustiada. Pero ella sólo decía:

—Di que era esto lo que querías.

—Sí, sí, pero ten cuidado, que nos van a ver.

Me dio un azote.

—Di que era esto lo que estabas deseando —repitió.

Yo, por una parte, estaba asustada, temiendo que entrara alguien y también estaba enfadada. Nadie me había tratado así: ella era mucho más joven que yo, ¿qué se creía? Pero por otra la excitación me nublaba todo, sobre todo el entendimiento. No supe qué decir y me dio otro azote, esta vez más fuerte.

—Di que era esto lo que querías cuando me perseguías por la oficina.

—No te perseguía —protesté.

Tercer azote y yo que me asusté susurré un poco avergonzada:

—Sí, sí, esto es lo que quería.

Entonces me arrastró hacía una cabina y cerró la puerta con la pierna. Temblaba como una quinceañera. Me empujó contra la pared mientras su mano recorría mi piel sobre la ropa, sin intentar meterse dentro. No podíamos hacer ningún ruido y el esfuerzo para que la respiración no se oyera hacía que la sensación de ahogo fuese mucho mayor. Intentad contener el jadeo propio de la excitación sexual: es como si te faltara el aire. Estuve a punto de desmayarme. Yo intentaba besarla, pero sus labios no se me entregaban y, por el contrario, sus manos comenzaron a acariciarme la cara, el cuello, a cogerme de la cintura. Pasaban ligeras sobre mis tetas, después las ponía en mi culo y me apretaba contra ella, contra su cuerpo. Y cuando apenas habíamos empezado, abrió la puerta y se fue, dejándome casi en carne viva. Tuve que sentarme en la taza del váter, recobrar el aliento y esperar un poco para que el corazón se pusiese en su sitio. Al salir, la busqué con la mirada. Ella me sonrió y siguió trabajando. Yo no pude volver a trabajar, ni a pensar en nada que no fuera ella. Ni en el trabajo ni en casa.

Al día siguiente no sabía qué hacer. Lidia parecía estar normal y dedicada a sus cosas. A la misma hora del día anterior se me ocurrió ir al baño, porque tuve una intuición y, efectivamente, al poco entró ella directamente a una cabina, en la que me esperó con la puerta abierta. Yo entré detrás de ella, temblando de deseo y de emoción, de miedo y de nervios. Recorrió de nuevo mi cara con sus manos, pero esta vez yo no intenté nada, sino que me dejé llevar por las sensaciones que me producían sus dedos sobre mis ojos, sobre mis labios; cuando sus dedos hicieron que abriera la boca, puso su boca sobre la mía y metió su lengua junto con sus dedos. Seguíamos en completo silencio, intentando que nuestras respiraciones no se oyeran si entraba alguien. De nuevo sentí que me ahogaba, pero mantuve a raya los gemidos que se me formaban en la garganta. Después de besarme durante un rato, después de beber de su saliva, de sentir sus dientes mordiendo mis labios, de chupar su dedo y de tratar en vano de que su boca no se apartara de la mía, se fue. Me quedé otra vez sin poder salir de allí, pues tuve que esperar. No tenía ni fuerzas para pensar en lo raro que era todo, porque lo cierto es que me moría de deseo, no podía hacer nada más que pensar en ella y esperar, y desear, que llegara el día siguiente. Ese día me fui a casa muy pronto para desnudarme y para masturbarme, teniéndola a ella en mi cabeza. La imaginaba desnuda, la imaginaba allí, de pie, en el váter, la imaginaba corriéndose frente a mí, imaginaba cómo se echaría sobre mí para ahogar sus gemidos de placer…

Al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo y sus besos fueron más largos y más profundos. Ya no era sólo mi garganta la que gemía en silencio: todo mi cuerpo se puso a gemir de deseo, todo mi cuerpo era una súplica para que metiera la mano bajo mis bragas y para que me dejara a mí meter mi mano bajo las suyas. Esta vez me llevó a un punto tal que me hubiera bastado con cerrar los muslos para correrme, pero, claro, eso hubiera sido terrible y muy frustrante. Comencé a susurrar su nombre, «Lidia», muy bajito, diciéndoselo al oído, arrastrando mi voz y mi lengua por su oreja mientras ella me mordía en el cuello. Finalmente, cuando alcancé el punto de implosión, se apartó de nuevo y se fue. Esta vez no bastó con que me sentara un rato a esperar a que se me pasara. Esta vez estaba tan mojada que tuve que bajarme los pantalones, secarme con papel higiénico y esperar a que mi respiración se normalizara; y a que mi piel recuperara su color normal para poder salir. Una vez fuera me miré en el espejo: tenía varias marcas moradas en el cuello. Me subí el de la camisa esperando que nadie se diera cuenta o, al menos, que no se dieran cuenta de que no las tenía por la mañana.

Llegó el fin de semana y lo pasé muy mal. Todo aquello me parecía absurdo y decidí que ya estábamos muy mayores para andar con tanto juego tonto. El lunes la esperé en el baño y cuando apareció e intentó arrastrarme a la cabina, yo me resistí porque dentro no podíamos hablar. Le dije que por qué no quedábamos fuera de la oficina, que por qué no íbamos a su casa o a la mía. Lidia se detuvo y dijo:

—Porque no quiero. Si quisiera quedar fuera del trabajo ya te lo habría dicho ¿no?

Y se fue muy indignada. Pero yo también estaba enfadada y su actitud me parecía ridícula. Me senté en mi mesa y no la miré durante el resto de la mañana, ni en el resto de la semana. A la semana siguiente ya no me quedaba ni pizca de dignidad, sólo quería que volviera a tocarme en el baño o donde fuera. Entonces, cuando ya no podía más, me levanté ostensiblemente a la hora de siempre y me fui al baño, mirándola mientras entraba, pero no me siguió. Hice lo mismo un par de veces, pero nada. Lidia no me hacía ni caso.

Aprendí que el deseo puede corroerte por dentro y convertirse en una obsesión. Y doler: el deseo puede doler, y me dolía. Y no se me quitaba con otros cuerpos.

Al cabo de unos días, abdiqué. Me acerqué a su mesa. Ella levantó la cabeza y me miró fijamente.

—Por favor —le dije, bajito.

Negó con la cabeza y me dijo en voz bastante más alta que la que yo había empleado:

—¿Cómo has dicho?

—Por favor —repetí.

Lidia sonrió, y me indicó con la cabeza que fuera hacia el baño. Fui hacia allí con el corazón latiendo muy deprisa y con toda la piel caliente, como si fuese a una cita con la amante soñada y lo cierto es que así era, Lidia era mi amante soñada.

Ese día se bajó las bragas y me dejó comerle el coño durante mucho rato, hasta que me dolía la lengua y no aguantaba más, porque ella me apartaba la cara cuando se iba a correr. Y todo eso en completo silencio, reprimiendo los jadeos, aguantando la respiración agitada, y cuando se corrió contuvo los gemidos, tapándose la boca con el antebrazo. Esa noche quedamos en su casa, en su cama y al fin me dio mi parte, pero a ella siempre le gustó hacerlo en sitios públicos y, desde esa primera vez, lo hemos hecho en los sitios más raros que puedan imaginarse.

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