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30. Akeylah

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30. Akeylah

Akeylah

—Gracias otra vez.

—Te lo he dicho. Haría lo que fuera por ti. —Rozalind la hizo girar por la pista de baile con los últimos acordes de la canción.

—La mayoría de las personas no se refieren realmente a lo que sea al decir cosas como esa. En especial, después de cómo te traté la última vez. —Cuando escapó de Rozalind justo cuando finalmente, finalmente se besaron.

—No digas eso —murmuró Rozalind—. Entiendo por qué te marchaste.

¿Lo entendía? ¿Podría la reina comprender lo improbable, aterradora y peligrosamente feliz que la hacía sentir? ¿Podría comprender por qué Akeylah necesitaba distanciarse?

Por supuesto que no. No tenía forma de conocer la existencia de la cicatriz que brillaba en su muslo. De la culpa que cargaba.

Pero entonces… por los mares, ¿cómo podía alejar a Rozalind cuando la reina había desenterrado un cuerpo por ella?

—En nombre de la Madre Océano, ¿cómo has podido convencer a ese acólito de que te dejara desenterrar a su mentor?

—Él quiere justicia. —Rozalind encogió uno de sus delgados hombros—. Le prometí que nos aseguraríamos de que la condesa fuera castigada por lo que ha hecho.

La culpa se asentó en su estómago, espesa como jarabe. Justicia. ¿Cómo podrían obtenerla por él, cuando le habían prometido a Yasmin que guardarían su secreto a cambio de que guardara el de ellas?

—Bien —estaba diciendo Rozalind, casi casualmente, una acotación—. Eso… y también le permití tomar otra muestra de mi sangre.

—¿Ha podido descubrir algo? —El vello en la nuca de Akeylah se erizó. Más secretos.

—Nada. Solo que mi herencia es puramente genalesa y se remonta hasta donde alcanzan sus registros; muchos siglos atrás. Yo misma pude haberle dicho eso, pero creyó conveniente verificarlo. —La reina guio a Akeylah a través de la pista de baile. Un sirviente apareció junto a ellas y las dos aceptaron una copa de néctar.

—¿Se lo ha dicho a otros acólitos?

—Juró que no lo haría. Hasta donde sé, ha mantenido esa promesa —respondió Rozalind y removió su bebida.

Hasta donde sé. La mente de Akeylah divagó. Ese era un misterio para otro momento. Aún estaba aturdida por la sensación de haberse liberado finalmente del extorsionador.

Al otro lado del patio, la condesa se comportaba como si nada hubiera sucedido. Reía mientras seguía a un lord por un camino a través de los árboles cubiertos de velos. ¿Cómo podía hacer eso? ¿Desestimar esa batalla como si no fuera más que un enfrentamiento casual en una fiesta?

Akeylah comenzaba a sospechar que no estaba hecha para la vida en la fortaleza. Hasta entonces ya había maldecido a un rey, la habían extorsionado, había besado a una reina, había conocido a dos hermanastras que escondían secretos, que ella solo podía imaginar que fueran tan peligrosos como el suyo… Todo ello mientras estudiaba para apoderarse del trono de un reino que estaba en guerra consigo mismo.

¿Puedo con esto?

Pero otra vez, Akeylah había pasado toda su vida aprendiendo a sobrevivir. Cómo representar su papel y convertirse en quien necesitara ser.

A su lado, Rozalind suspiró.

—Debería ir. —Akeylah se dio la vuelta y la encontró observando al rey, rodeado por un grupo de nobles kolonenses. La expresión de Rozalind decía que preferiría hacer cualquier otra cosa.

—¿Necesitas algo de apoyo moral?

—Si no te importa permanecer sentada durante tres horas de aburrida socialización… —La reina le lanzó una mirada de alivio. Una sonrisa elevó la comisura de los labios de Akeylah.

—Lo que sea por ti —dijo, en tono bajo. Con sus miradas fijas, durante un momento, estuvo de regreso en la recámara de la reina, besando esos labios tan carnosos…

—Hermana. —La voz de Ren interrumpió el recuerdo—. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto. —Akeylah le sonrió a la reina. Sin dejar de mirarla, ni siquiera cuando Ren enlazó su brazo a la fuerza y la arrastró hacia el extremo del patio.

—Akeylah. Lo que sea que esté sucediendo entre la reina y tú debe parar.

—No hay nada… —Akeylah miró sorprendida a su hermana.

—No me digas que no hay nada; ella ha excavado una tumba por ti —interrumpió Ren en un bajo susurro—. Mira, no te estoy juzgando. Pero estás atrayendo atención en este momento.

Sin poder evitarlo, miró alrededor de la terraza. Con certeza, más de una mirada apuntaba en su dirección.

—No había notado…

—¿En serio? —Ren alzó una ceja—. Llevas más de un día en la fortaleza, ¿no es así? ¿No te has dado cuenta de que los cortesanos recolectan puntos débiles de los miembros de la realeza, al igual que Madam Harknell recolecta manuscritos peculiares?

—Estar en buenos términos con la reina no es un punto débil. —La voz de Akeylah se redujo—. Mira cuánto nos ha ayudado hoy. Sin ella estaríamos al borde de un abismo, con la esperanza de que una carta fuera suficiente para convencer a Yasmin de que se detuviera.

—Podéis estar en buenos términos y podéis… hacer lo que sea que estén haciendo. —Ren soltó un suspiro—. Akeylah, ella es de un reino enemigo; está casada con nuestro padre, que es el rey, por cierto. Sin mencionar el hecho de que ese matrimonio debería sellar un tratado de paz. ¿Qué crees que sucederá si se derrumba?

—Yo no…

—Sé astuta. Porque si Zofi notó que coqueteabas con Rozalind, entonces los demás cortesanos lo harán también.

Al otro lado, Rozalind se había adentrado en la multitud que rodeaba al rey Andros. Una mujer que Akeylah no reconoció le dijo algo a la reina y tocó su brazo. Ella pudo escuchar la risa de Rozalind desde allí, Su pecho se contrajo.

Ren tenía razón. No debía hacer eso. Parte de ella (la parte que había salido de la recámara de Rozalind el día anterior) ya lo sabía.

—Terminaré con esto —susurró finalmente.

—Gracias. —Ren asintió una vez, cortés.

—No, gracias a ti. —Akeylah le ofreció una débil sonrisa a su hermana—. Por preocuparte por mí.

—¿Para qué están las hermanas? —A pesar de encontrarse incómoda con el elogio, correspondió a su sonrisa.

—Me sorprende que no hayas escuchado hablar de Carrowhittaker, Según entiendo, es un gran proveedor de telas en la Región Este.

—Estoy segura de que lo es, lord Gavin. —Akeylah lució su más amplia y sosa sonrisa—. Pero me temo que no tengo mucha experiencia en el ámbito textil. —En ese momento estaba intentando fingir que no recordaba los comentarios extrañamente incisivos sobre la rebelión que Gavin había hecho la última vez que hablaron, durante la noche de la Ceremonia de Sangre.

Eso, y se preguntaba si podía disculparse para hablar con una planta en su sitio. El arbusto de luz de estrella más cercano, que estaba totalmente florecido, parecía ofrecer una compañía mucho más interesante.

—Eso me sorprende, dado que es una de las mayores exportaciones de tu Región.

Todo sobre la Región Este parece sorprenderte, pensó Akeylah. En voz alta, dijo:

—Mi padrastro prefería el comercio de mariscos. Creía que era más seguro que la mayoría de las industrias. «Los granos fallan y las modas cambian, pero siempre hay más peces en el mar», solía decir.

—Suena como un hombre listo —respondió Gavin.

—Ciertamente lo era. —Si nada más había logrado, esa noche le había dado suficientes oportunidades de practicar la diplomacia.

Eso y su fuerza de voluntad. Estaba requiriendo cada gramo de ella poder ignorar a Rozalind. Ren la había reemplazado junto a su padre, estaba hablando con él, mientras que la reina se había liberado lentamente del círculo. Desde entonces había guiado a su contingente de admiradores cada vez más cerca de Akeylah. Había pasado los últimos cinco minutos intentado captar su mirada de formas cada vez menos sutiles.

Akeylah sabía que debía llevarla a un lado en algún momento. Que debía decirle que no podían hacer eso, que las personas comenzarían a hablar.

Que ya habían comenzado a hacerlo, de hecho.

Pero esa conversación sería terminal. Arrancaría de raíz lo que fuera que estaba creciendo entre ellas.

Por más egoísta que pudiera ser, Akeylah no podía hacerlo. No aún. Después de esta noche, se prometió a sí misma. Además, no podía hacer a un lado a la reina con facilidad para tener otra conversación privada. No si quería evitar más rumores.

—¿Milady? —insistió Gavin.

Por los mares. Ella regresó al presente y revisó desesperadamente su memoria. ¿Qué acababa de decir? Aún estaba formulando una forma amable de decir que había perdido el hilo de la conversación, cuando una serie de gemidos hicieron que su cabeza se elevara.

A unos pasos de distancia, el rey Andros cayó de rodillas. Tenía un brazo enlazado al de Ren y ella estaba haciendo su mayor esfuerzo para mantenerlo erguido. Aunque, dado que su padre la doblaba en tamaño, no podía hacer que pareciera convincente.

Dos curanderos se dirigieron hacia él por la terraza. Y, en ese instante, alguien gritó.

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