Rule

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31. Florencia

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31. Florencia

Florencia

Danton intentó acorralarla en el instante en que dejó a Akeylah. Logró pronunciar las sílabas Floren… antes de que Ren lo esquivara.

Todo lo que dijo, sobre su hombro, de camino hacia su padre, fue: «No». Ya había tenido suficientes excusas. No quería escuchar la débil explicación que se le hubiera ocurrido en esa ocasión. Ya había tenido suficiente con él.

Buena suerte, Lexena, pensó. Francamente, mereces algo mejor.

—¿Qué crees, hija? —preguntó el rey Andros cuando ella llegó a su lado—. ¿Logramos reducir lo suficiente las festividades?

Ren casi había olvidado la reunión del concejo regional, la conversación sobre su última lección. Analizó a los nobles, retrocedió en sus pensamientos.

—No he escuchado que nadie se quejara por falta de bocadillos —dijo—. Aunque eso puede deberse a que, con estómagos más vacíos, el vino esté afectando mucho más a la mayoría de las personas.

—Tal vez deberíamos aplicar esta estrategia con mayor frecuencia. —Andros rio.

—¿Los recortes han conseguido provisiones significativas para nuestros granjeros? —inquirió. El granjero que se había quejado con ella y Yasmin regresó una vez más a su mente.

Yasmin. Hablando de la condesa, ¿dónde estaba ella? Al pensarlo, se dio cuenta de que no la había visto en la última media hora. La había seguido durante algún tiempo, solo para asegurarse de que no cambiara de opinión y decidiera revelar los pecados de sus sobrinas después de todo. Pero le había perdido el rastro cuando Yasmin se paseó por los jardines con lord Rueño, quien estaba de regreso en la multitud cercana, hablando con Rozalind.

—Suficiente como para sacarnos de apuros durante las próximas semanas. —Andros suspiró largamente—. Solo puedo esperar que para ese entonces hayamos encontrado alguna solución duradera a este problema.

Ren se obligó a concentrarse. Se habían encargado de Yasmin. Ya podía pensar en algo más allá de la constante y abrumadora preocupación por su extorsionador.

—¿Ha habido más noticias de la agrupación agricultural?

—Solo lo usual. —Andros negó con la cabeza—. Están trabajando en una cura; enviarán noticias pronto. —Extendió un brazo. Ren lo enlazó con el suyo, aunque pronto él se apoyó en ella, más que ella en él—. Descubrirás, Florencia, que una vez que una de vosotras ocupe mi sitio, las personas os darán muchas respuestas inútiles. —Lo dijo con una voz desanimada y un destello en sus ojos. Sin embargo, Ren reconoció la seriedad en su tono.

—¿Cómo los convences para recibir respuestas sinceras y no solo banalidades?

—La honestidad requiere confianza —respondió él—. Primero tienes que ganarte la confianza de tus subordinados. Debes asegurarles que por más que te digan algo que no quieres escuchar, por más que las noticias que deban darte sean malas, no te volverás en su contra. —Su sonrisa se amplió—. A excepción, por supuesto, de los casos en los que las malas noticias sean enteramente culpa suya.

—¿Qué se hace en esos casos? —Ren sonrió también.

—Bueno…

Ella nunca lo supo.

Al principio, Ren pensó que había hecho una pausa dramática. Cuando el silencio se extendió y el peso del rey creció en su brazo, sus ojos se ampliaron.

Andros cayó lentamente de rodillas, como si se deslizara por melaza. Ren aferró su brazo con las dos manos, intentó levantarlo, o al menos mantenerlo lo suficiente como para que él pudiera sostenerse a sí mismo y simular eso como un tropiezo.

Demasiado tarde.

Los nobles estaban susurrando, señalando, observando. Dos curanderos con vestiduras de color café corrieron hacia ella.

En la distancia, una mujer gritó.

Los curanderos alcanzaron al rey, se ocuparon de él. Ren se tambaleó cuando ellos la liberaron del peso de su padre.

Andros parecía haber sido golpeado. Sacudió las manos en el aire, suspendido entre los dos curanderos. Ren le sujetó una de ellas. La aferró mientras los hombres lo guiaban hacia una silla que alguien llevaba corriendo a toda velocidad entre la nobleza. Adonde quiera que Ren se diera la vuelta, veía ojos sobre ellos, escuchaba gritos.

Un curandero la hizo a un lado cuando Andros abrió su boca y soltó un terrible grito. Sonó como el cuerno de un Talón, el chillido de un alatormenta. Sonó como puro y agonizante dolor.

Y luego Rozalind estaba allí, hincada junto al rey también, susurrando. El curandero abrió los párpados del rey, revisó sus ojos. Andros se concentró en él primero, después en su mujer. Parecía lúcido, o al menos consciente de su alrededor. Pero sus ojos se desviaban hacia el límite de la terraza.

—No. No… —Sus labios se movieron, delinearon palabras.

Ren miró al patio, asustada. Para entonces esperaba encontrar a toda la corte observando el espectáculo.

En su lugar, vio que la mayoría se alejaba por los árboles, hacia los parapetos. De esa dirección llegó el grito de otro curandero. Después otro grito, que le costó un segundo reconocer como un verdadero cuerno de Talón.

Un momento más tarde, un alatormenta real, convocado de su puesto en lo alto de su nido, apareció volando en picado por el cielo. Se desvaneció por el límite de la terraza, descendió hacia… algo.

¿Qué está sucediendo, en nombre del Sol?

—¿Él está bien? —Volvió a ver a Andros.

Uno de los curanderos que lo atendía asintió con cortesía. Rozalind estaba a su lado también, y una docena de nobles estaban preguntándole si Su Majestad necesitaba algo.

De todas formas, Ren esperó, indecisa. Quería quedarse. Ayudar a su padre. Asegurarse de que estuviera bien, que ese aún no era el fin. Que aún tenían tiempo. Tiempo para que él les enseñara, para que nombrara a su heredera. Para que ayudara a llevar a su reino por el camino correcto.

Pero otra parte de ella quería saber qué estaba sucediendo al otro lado.

Luego Rozalind la miró a los ojos.

—Ve —dijo—. Busca a tus hermanas.

Eso la hizo decidirse. Levantó su falda y corrió por la pista de baile abandonada. Fue fácil encontrar la conmoción. Solo siguió los gritos, gemidos, sollozos. Llegó a los parapetos de piedra y encontró a casi toda la corte reunida. Algunas personas estaban llorando abiertamente. Otras solo parecían confundidas.

Pero la mayoría, notó Ren, estaba asomada por el extremo.

Su estómago se revolvió. Dio un paso más. Y otro. El vello de su nunca se erizó. Quería saber. No quería saber.

¿Qué estaba pasando?

Alguien sujetó su brazo. Ella se sobresaltó, intentó liberarse.

—No vayas —le advirtió. Era solo Zofi.

—No quieres verlo. —Otra mano se apoyó en su otro brazo. Akeylah.

—¿Ver qué? —preguntó Ren. Su voz sonó vacía.

Al frente, lady Necia acababa de alcanzar el parapeto. Gritó y se desmayó. Sarella estaba justo detrás de ella, también jadeando, tambaleándose dramáticamente sobre sus talones, hasta que uno de los hombres la puso de pie. Todos se desvanecieron en un ruido ambiente. Sonidos y llantos que no significaban nada. Sin pensarlo, Ren extendió sus manos, sujetó a sus dos hermanas. Pero siguió caminando.

A pesar de lo que hubiera dicho Akeylah, parte de ella sabía que tenía que ver eso. Sabía que no lo comprendería completamente hasta que lo hiciera.

Cuando llegó al extremo, Akeylah se dio la vuelta. Zofi miró con ella y aferró su mano con más fuerza.

Debajo, a cientos de metros, la brillante luz de las tres lunas iluminaba la figura. Inconfundible incluso desde esa altura. Nadie más vestía de ese modo, con ropa tan oscura y austera. Rota como un ave herida, estallada contra el suelo adoquinado, con las piernas desplegadas en un ángulo sobrenatural y sangre a su alrededor.

La condesa Yasmin estaba muerta.

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