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1. Zofi

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1. Zofi

Zofi

Zofi se despertó con el sonido de la voz de su madre, más aguda de lo normal. Observó el interior de la carpa con los ojos entornados. La había compartido con ella durante los últimos dos meses, porque no lograba dormir sola. Veía sangre cada vez que cerraba los ojos.

—¿Puedes decirme por qué están buscándola? —dijo Madre.

Algo crujió. ¿Un pergamino?

—Todo lo que dice aquí es que debemos llevar a la única hija de Deena con nosotros a la capital —respondió un hombre. Un tono casi… de Kolonya—. Usted es Deena. ¿Puede decirnos dónde está ella?

Zofi se levantó de un salto y arrancó cualquier resto de telaraña del sueño. Arenas. Ese debía ser un Talón. Madre ignoró su pregunta.

—Esto es totalmente inusual —afirmó Deena, justo fuera de la carpa.

—Es el mandato del rey. —La voz de él se volvió más baja. Madre estaba alejándolo. Para ganar tiempo.

Zofi lanzó el bolso sobre su hombro; un bolso de huida que Madre había empaquetado dos meses atrás. La noche en que Zofi arrojó esa sentencia de muerte sobre su propia cabeza. Entretenos, rezó mientras elevaba su daga y abría una rendija al fondo de la carpa. Los Talones estarían vigilando el frente.

En el exterior la helada noche del Desierto de Cristal congeló sus pulmones. Respiró profundamente de todas formas, para aclarar su mente. Si lograba atravesar las dunas, podría refugiarse en los peñascos, buscar lagartijas para comer y cortar cactus para beber. Ese desierto la mantendría a salvo durante unos cuantos días, siempre y cuando pudiera alcanzarlo.

Para eso, necesitaba velocidad.

Zofi presionó la daga en su antebrazo. En el momento en que penetró en su piel, sus ojos de se cerraron y sus sentidos se orientaron hacia su interior. Cada vena de su cuerpo se encendió como un mapa en su mente. Vio su corazón contraerse para llevar sangre a esas venas, cargadas de oxígeno y nutrientes.

Oxígeno, nutrientes y algo más. Una chispa extra, enviada a su cuerpo a través del corte que acababa de hacer en su antebrazo.

Las Artes de Sangre.

Describir las Artes a alguien que nunca se ha diezmado era tan imposible como explicar un sexto sentido. Las Artes tenían un sabor verde, olor a adrenalina, sonido a frío. Aparecieron por primera vez en las Regiones cuatro siglos atrás y nadie fuera del continente podía utilizarlas. Pero, para los nativos de las Regiones como Zofi (y, desafortunadamente, los Talones que la cazaban), las Artes hacían que proezas sobrehumanas fueran posibles.

Esa noche Zofi recurrió a esa fría adrenalina verde, como si blandiera una aguja mental. Requería concentración, fuerza de voluntad; algunas personas susurraban encantamientos mientras lo hacían, pero eso no era necesario, era solo un truco para ayudar al cerebro. Todo lo que realmente se necesitaba saber para diezmarse era la anatomía del propio cuerpo y hasta dónde podía llevarse. Cómo eran la sangre, el corazón, los pulmones y las venas cuando las explotaban al máximo.

Zofi lo había hecho con suficiente frecuencia como para no necesitar palabras. Reunió todo el potencial de las Artes en su mente y lo dirigió con un solo propósito, un mandato. Vio cómo se expandían sus vasos sanguíneos del modo en que lo habían hecho tantas veces antes, para absorber más oxígeno y bombear más poder a sus extremidades.

Volvió a abrir los ojos. El mundo parecía diferente. La arena volaba alrededor de sus tobillos. Las voces de Madre y del Talón, aún audibles al otro lado de la carpa, sonaban imposiblemente lentas, como si hablaran con las bocas llenas de melaza. Una mosca se encontraba suspendida sobre su hombro y batía sus alas a una fracción de su ritmo normal.

Por supuesto, solo era así para Zofi. Porque, en realidad, el mundo no había bajado su ritmo.

Ella se había acelerado.

Salió corriendo hacia las dunas, con pies que apenas tocaban la arena. En segundos, atravesó cien metros de desierto para alcanzar la base de la primera duna. Saltó sobre ella, sus manos y pies pasaban de un apoyo a otro mientras la arena se deshacía debajo de ella. A mitad de camino, miró hacia atrás por encima de su hombro, en busca de señales de persecución.

Tres lunas iluminaban el paisaje. Noz y Essex, las primeras dos lunas, pendían sobre su cabeza. Syx colgaba en el horizonte como un globo terráqueo. Glacie, el pequeño pueblo oasis en las afueras en el que habían acampado, se veía desdibujado al fondo; un perfecto círculo de palmeras y construcciones con techos de paja. Y, frente al pueblo, se encontraba el campamento de los Viajantes; varias docenas de carpas alrededor de dos fogatas. Unos cuantos miembros de su banda aún estaban reunidos junto a las brasas encendidas, a pesar de que la cena había acabado horas atrás. Intercambiaban historias nocturnas, un pasatiempo predilecto de los Viajantes.

Durante un momento, a Zofi le dolió el corazón. Ella había crecido en esa banda, se habían movido frecuentemente, vagando alrededor de las Regiones externas. Su banda era su familia; más que una familia, era su hogar. El único hogar que había conocido. No quería marcharse.

Pero si se quedaba, se arriesgaba a llevar la maldición de los Talones sobre todos los demás, no solo sobre ella misma.

Concéntrate.

Analizó el campamento. Dos Viajantes de guardia fingían descansar junto al camino. Otro estaba en posición para vigilar el propio oasis; porque, incluso allí, en un pueblo que le decía a Madre que no se preocupara por los Viajantes, aún debían tener cuidado. Solo se necesitaba un idiota supersticioso que divagara acerca de que los Viajantes comían bebés para despertar el odio de toda una aldea.

Lo habían aprendido por las malas.

Junto a los guardias del camino se encontraba el carro de los Talones. Dos caballos de carga estaban atados al carro y tres más pastaban alrededor de las ruedas. Pero sobre él se encontraba un solo Talón, fumando. ¿Dónde estaban los demás?

Sus venas cosquillearon. Solo tenía un minuto o dos antes de que el diezmo se desvaneciera. Madre se encargará de los Talones. El trabajo de Zofi era alejarse del campamento tanto como pudiera. Dio la vuelta para seguir subiendo.

¿Cómo la habían encontrado?

Y, más importante, si habían ido por ella, ¿qué había sucedido con Elex? Él nunca la habría entregado. No voluntariamente. Tendrían que haberlo torturado para conseguir una confesión.

Deja de pensar. Las emociones le quitarían velocidad.

Cinco metros hasta la cima de la duna. Sus dedos cosquilleaban; el diezmo estaba apagándose. Las Artes podían hacer a una persona más fuerte, más rápida, inmune al daño, pero solo durante un tiempo. Una vez que el diezmo se desvanecía, la sangre necesitaba recomponerse antes de que pudiera volver a diezmarse.

A menos que se conociera el secreto de los Viajantes.

Los dedos de Zofi revolvieron su bolso. Cinco viales de cristal (refuerzos, como ella los llamaba) estaban dentro. Si fuera necesario, ella podría hacer que esa carrera continuara. Aunque prefería no hacerlo si podía evitarlo. Sabía que podía necesitar esos refuerzos más adelante.

Mientras alcanzaba la cima de la duna, el último rastro del diezmo se filtró en sus venas. Su cuerpo volvió a su velocidad normal, sus extremidades quedaron temblorosas; su cuerpo, dolorido.

Fue entonces que una cuerda enlazó su cintura.

—Viajantes —dijo un hombre—. Tan predecibles.

Zofi abrió sus brazos para evitar que la cuerda la apretara más. El atacante tiró y ella resbaló hacia él por la cima de la duna. Él había estado agachado al otro lado, esperando. Ella había corrido directamente a la trampa.

Estúpida. Debió haberse quedado en tierra firme, alejarse del camino.

No había tiempo para arrepentimientos. Levantó los brazos y los liberó de la cuerda. El Talón se le acercó y ella lanzó un golpe a su rostro.

Él lo bloqueó con su antebrazo, la mano de ella dio dolorosamente contra el hueso.

—Oye, cálmate. —Él levantó las manos en señal de rendición.

Zofi le dio un golpe en la nariz. Él se llevó una mano a su propia cara.

—Malditos vagabundos… —Dejó de hablar cuando ella le dio una patada en la rodilla. Solo entonces la lanzó hacia atrás. Ella tropezó, hizo equilibrios al límite de la montaña de arena.

Y entonces observó la caída, pensativa. No era tan pronunciada. Si giraba por la arena, no sería más doloso que deslizarse por una pendiente nevada de las Montañas Alba.

—Intento ayudar —afirmó él.

Zofi saltó de la duna.

Con un grito de frustración, el Talón cayó tras ella. Rodaron en una maraña de cuero y extremidades. La arena le llenó la boca, los ojos, los oídos.

Al pie, el Talón aterrizó con fuerza sobre ella y extrajo el aire de sus pulmones. Buscó sus refuerzos. Arenas. El bolso ya no estaba. Ella miró atrás, lo detectó a mitad de la duna.

Escucha. —El Talón se puso de pie, con las manos extendidas—. El rey Andros me ha enviado. —Bajo la triple luna, él parecía kolonense de los pies a la cabeza, desde su piel morena hasta su ancha y elegante nariz.

También parecía joven. Por una fracción de segundo ella sintió una punzada de culpa. ¿Podía hacerlo otra vez?

Debía hacerlo. Él estaba en su camino.

Él sonrió al confundir la duda de ella con rendición.

—No muerdo.

—Yo sí. —Zofi extrajo su daga y se levantó de un salto, en un movimiento fluido.

Después sintió un pinchazo en el pecho, no más doloroso que la picadura de un insecto. Demasiado tarde, vio a un segundo Talón, mayor, unos metros más atrás y con una cerbatana en los labios.

Veneno. Ella tocó el dardo.

Luego, nada.

Zofi estaba en un bote. Zofi era un bote. Giraba con las olas, navegaba por un cielo negro, sin estrellas.

Algunas veces, el cielo hablaba. Sonaba como Elex. Elex, que finalmente la había besado, sus labios eran suaves y perfectos, y encarnaban todo lo que ella siempre había deseado. Justo antes de que aceptara la culpa por sus pecados intentó tocarlo, pero el océano los apartó. El mundo flotaba. Ella estaba hundiéndose, estaba vomitando agua de mar, el cielo era negro, después luminoso, luego negro otra vez.

Finalmente, tras lo que parecieron años, una ola particularmente fuerte lanzó su cuerpo contra la madera dura. Después escuchó la agitación de ruedas, el trote de pezuñas y todo regresó en oleadas también, demasiado rápido: el desierto, los Talones, la persecución por las dunas.

El dardo envenenado.

No estaba en un bote. Estaba en un carruaje.

Zofi se levantó tan deprisa que su frente golpeó un posabrazos. Gruñó y se dobló hacia delante.

—Apunta aquí. —Alguien empujó una cubeta metálica debajo de su mentón.

Una oleada de náuseas la atravesó. Zofi tuvo arcadas, pero, a pesar de los retortijones, su estómago estaba completamente seco. No salió nada de él.

—Mareos provocados por el viaje. Al menos has dormido durante lo peor.

Ella abrió un ojo, luego volvió a cerrarlo. Sentado frente a ella se encontraba el Talón de las dunas. Ella aferró su cinturón. Rayos, su daga ya no estaba, su vaina estaba vacía. Él suspiró.

—Estuviste ausente durante tres días. Lo siento. Mi superior solo usó el veneno fantasmal porque pensó que estabas a punto de apuñalarme.

Lo estaba, pensó ella. En voz alta, dijo:

—¿Veneno fantasmal? —Su voz sonó áspera y baja. Lamió sus labios secos—. ¿Cómo es que estoy viva?

El Talón torció su boca.

—Solo es letal en dosis altas. Los dardos que utilizamos dejan a nuestros oponentes inconscientes. No causan daños duraderos. Pero, otra vez, lamento que hayamos tenido que recurrir a él.

Nada de eso tenía sentido; un disparo que no tenía planes de matar, un Talón disculpándose con un Viajante.

—¿A dónde estáis llevándome?

—Ya casi hemos llegado. —Él echó a un lado la cortina de la ventana. Los ojos de Zofi se ampliaron y se inclinó para presionar su nariz contra el cristal.

Como niña de los desiertos y del océano, Zofi nunca había visto una jungla.

Árboles de troncos tan gordos como el carruaje se elevaban hacia el cielo. Enredaderas trepaban por sus ramas, interrumpidas por destellos de color; frutas o aves, no lo sabía. Gracias al espeso follaje, el suelo del bosque era oscuro como el anochecer. Humanos, aves y monos parloteaban tan ruidosamente que Zofi se preguntó cómo había sido capaz de dormir.

Ese debía ser el camino de los mercaderes; la arteria principal de las Regiones. Corría desde los desiertos del Norte a través de la Jungla Eterna. Cruzaban granjeros que arrastraban con dificultad carretas cargadas de frutas y legumbres. Las personas que pasaban vestían caleidoscopios de colores; túnicas rojas y rosadas, pantalones verdes y azules. Incluso los habitantes del desierto, cuyas batas de cuerpo entero les cubrían cada parte de la piel, llevaban telas radiantes, más que las batas negras del Norte.

La mayoría de las personas eran parecidas al Talón que estaba junto a ella. Altas, esbeltas, musculosas, con rostros ovalados, suave pelo castaño peinado hacia atrás, recogido o corto hasta el mentón, lo que hacía que sus pómulos afilados resaltaran aún más. Tenían la piel morena, casi del mismo tono que la de ella. Más allá de eso, no tenían nada en común. Nadie más allí tenía su pelo negro rizado, su rostro angosto o sus pequeñas facciones. Y ella era unos treinta centímetros más baja que todos.

Ella resaltaba.

Un comerciante que pasaba la miró a los ojos a través de la ventana y levantó los dedos en señal de advertencia, enseñó los dientes, como si ella fuera un demonio. Zofi enseñó sus dientes también y sintió una mínima sensación de placer cuando él saltó hacia atrás, perplejo.

No había duda de a dónde se dirigían. La Jungla Eterna se extendía a través de las Regiones, comenzaba en las Montañas Alba al este y se desvanecía hacia los pantanos del oeste. Precisamente en el centro, donde la jungla era más densa, se erguía la Ciudad de Kolonya, la Región Central.

La única Región que aún importaba.

Su estómago volvió a revolverse, esta vez no por el mareo del viaje.

—Si estoy bajo arresto, tienes que decirme por qué. Esa es la ley.

El Talón rio. Bastardo. Después golpeó el techo del carruaje.

—No estás bajo arresto, Zofi. No tienes que preocuparte por algunas acusaciones de robo insignificantes.

Zofi frunció el ceño. ¿Acusaciones de robo?

Madre. Ella debió haber inventado una historia para explicar por qué Zofi había huido de los Talones. Claramente ellos no sabían nada acerca de su verdadero crimen y les debió haber parecido raro que intentara escapar.

Pero si los Talones no sabían lo que ella había hecho realmente, entonces, ¿por qué la habían ido a buscar?

—¿Ella está a salvo? —preguntó Zofi finalmente, con cuidado, después de dudar un momento—. Mi madre.

—Deena está bien. Dijo que recuerdes su consejo, sea cual fuera.

Zofi lo sabía. Era de todo lo que habían hablado en los últimos dos meses. Qué hacer si las consecuencias de sus actos la alcanzaban. Sígueles el juego.

El carruaje se detuvo de golpe y la puerta se abrió para sorpresa de ella. El Talón mayor, el que la había envenenado, estaba montado afuera, con dos caballos tras él.

—Ahora que estás despierta, podemos cabalgar —explicó el Talón joven—. Pensé que lo preferirías.

El mayor le ofreció una mano. Zofi lo ignoró y montó al caballo más grande. En el exterior, el ruido de la jungla se duplicó.

Incluso montada atraía miradas; algunas curiosas, otras abiertamente hostiles. Ella elevó el mentón e ignoró los murmullos que oía pasar, como «vagabunda» y «lanzadora de maldiciones» entre otros. Zofi ya había escuchado todos los insultos posibles para entonces. Resbalaban por su piel como gotas de lluvia.

—¡Alas de murciélago! —gritó un tendero. Trozos de carne seca, la mitad de los cuales Zofi nunca había visto antes, colgaban del alero del techo de su tienda, cubierto de enredaderas.

—¿En serio las personas se comen eso? —preguntó con una mueca.

—Te sorprendería. Las alas de murciélago son muy sabrosas. —El mayor de los Talones rio.

Zofi aún estaba pensando en lo desesperada que debía estar la primera persona que se comió un ala de murciélago cuando doblaron por el camino.

Frente a ellos, la jungla se abría. De pronto, Zofi se olvidó a los Talones y de que el rey quería verla. Se olvidó de todo porque, arenas, ni todas las baladas y poemas del mundo la habían preparado para aquella vista.

En el centro de un amplio claro se encontraba la Ciudad de Kolonya. Mil árboles ancestrales crecían tronco a tronco, fusionados en un muro vivo de sólido color café a su alrededor. A sus pies fluía el río Leath. Diez plantas hacía arriba, las oscuras copas de los árboles cubrían el muro detrás de ellos, la verdadera defensa de la ciudad. La muralla estaba patrullada por soldados con armaduras de cuero. Detrás, las diez torres de la Fortaleza Ilian penetraban el cielo. Cada una de ellas estaba construida de madera pétrea de diferente color, desde blanco del haya hasta intenso ébano. Los colores brillaban bajo el sol, resplandecientes.

Zofi había pasado toda su vida en movimiento. Para entonces ya había visto cada una de las ciudades en las demás Regiones. Ninguna podía compararse.

Miles de personas entraban y salían de la puerta de la ciudad; más personas que gotas de agua en el río, al parecer.

Era la clase de sitio que podía devorar a una persona por completo. Pero, a pesar del peligro que implicaban esos muros, Zofi no podía evitar admitirlo: era un sitio precioso.

—¿La primera vez? —preguntó el Talón joven—. El paisaje siempre sorprende a los nuevos visitantes.

Zofi frunció el ceño. Odiaba admitir que lo fuera, incluso de forma inadvertida. En lugar de responder, azuzó a su caballo.

Él igualó su paso mientras el camino rodeaba los campos de trigo, sin dejar de hablar.

—¿Sabes? Después de que las Regiones ganaran su independencia Genal hace cuatrocientos años, el mismo rey Ilian plantó este muro. Los árboles se han mantenido en pie todos estos siglos, prueba de que la ciudad no ha sido asediada, «Una corona para el corazón latente de nuestro cuerpo».

Zofi lo miró de reojo. Había leído La Historia, por amor de las arenas. Madre se había asegurado de eso; le había dado la misma educación que cualquier chica de Kolonya habría tenido. Así sabrás exactamente lo que el mundo piensa de las personas como nosotras.

—Personalmente, me resulta sugerente que el rey Ilian llamara a Kolonya «el corazón de las Regiones» antes de emprender la misión de conquistar a las otras cuatro —respondió ella. El joven Talón parpadeó sorprendido.

No conquistamos las otras Regiones. Los reyes y reinas de las cuatro Regiones exteriores escogieron al rey Ilian para que sirviera de…

—De gobernante provisional, en caso de que volviera a surgir una guerra contra Genal —lo interrumpió Zofi—. Como acabas de decir, han pasado cuatrocientos años. ¿Cómo de provisional suena eso?

—Olvidas la parte de que hemos pasado todos esos años luchando contra Genal.

—De manera intermitente. —Zofi encogió un hombro—. Muchas veces con años de paz en medio. Además, la Ciudad de Kolonya y sus muros no asediados no son exactamente los que sufren. —Había visto el desastre que había causado la Séptima Guerra en la Región Este el año anterior.

—Las Regiones exteriores son nuestro cuerpo, nuestra principal línea de defensa —respondió el Talón.

—¿Alguna vez le has preguntado a esas partes del cuerpo cómo se sienten siendo extremidades desechables? —Zofi resopló.

—No sé por qué desprecias Kolonya…

—Puede que esté enfadada porque el rey ha enviado a subordinados anónimos a secuestrarme, drogarme y arrastrarme en contra de mi voluntad hasta esta ciudad condenada por las arenas —sentenció ella. Luego se estremeció. Sígueles el juego, le había advertido Madre. Discutir con un Talón no era un juego astuto.

—Vidal —dijo él.

—¿Qué? —Zofi frunció el ceño.

—Mi nombre es Vidal. Ahora ya no soy un subordinado anónimo. —Él intentó sonreír y eso solo frunció más el ceño de ella. Era más irritante cuando trataba de ser amable—. No teníamos intención de drogarte. Tienes una idea equivocada; el rey planeaba invitarte aquí, no arrastrarte.

—Sea cual fuera su intención, he sido arrastrada. Y aún no me has explicado por qué.

—Pregúntales. —Vidal señaló al frente.

Zofi notó con sorpresa que habían alcanzado la puerta de la ciudad. El puente bajo la compuerta estaba atestado de granjeros, mercaderes y visitantes. Pero en el centro se encontraba otro carruaje de dorado brillante, que dividía a la multitud como una daga. El escudo de alatormentas del rey Andros brillaba en las puertas.

El carruaje se detuvo frente a ellos. Una sirviente impecablemente vestida abrió las puertas desde el interior.

—Lady Zofi. He venido a escoltarla a la Fortaleza Ilian.

¿Lady?

Esa simple palabra la sorprendió más que cualquier cosa que hubiese escuchado hasta el momento.

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