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2. Akeylah

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2. Akeylah

Akeylah

Las rodillas de Akeylah palpitaban al inclinarse sobre el cepillo de pelo de caballo. Pero, por más que presionara, la mancha se rehusaba a desaparecer del suelo de piedras. ¿Cómo, en nombre de la Madre Océano, pudieron sus hermanos causar semejante alboroto en una comida? Se preguntó si necesitaría recurrir a otra dosis de lejía, cuando unos fuertes pasos rompieron su concentración. Por instinto se quedó helada, contuvo la respiración. Ella reconoció aquellos pasos.

Padre.

Tal vez ya había bebido suficiente como para pasar sin notarla. Akeylah cerró los ojos. Deseó poder ser como el mar. Agua que fluye entre las grietas, invisible y desapercibida.

No tuvo tanta suerte.

—¿Qué es todo esto? —Padre se balanceaba sobre ella.

—Ya casi he terminado…

Casi he terminado —se burló él en tono agudo—. ¿Acaso te he preguntado lo que esto casi es? —Pateó su cubeta y lanzó agua sucia por todo el suelo del comedor—. Es mediodía, niña. Vendrán invitados pronto; ¿esperas que te veamos gatear por el suelo durante toda la comida? ¿O ese era el plan, quitarnos el apetito con la visión de tu rostro?

Akeylah bajó la cabeza. Sabía que no debía provocarlo. Su muñeca derecha palpitaba con el recuerdo de la última vez que se había defendido. El hueso nunca se había soldado bien y le servía como un constante recordatorio de lo lejos que su padre era capaz de llegar.

—Me disculpo, Padre. Fallo mío.

—Maldición, sí que lo es. —Él tropezó y se apoyó en la mesa para descorchar la botella con los dientes—. Incompetente. Un desperdicio del sacrificio de tu madre.

Akeylah apretó los dientes y fregó con más fuerza. Estaba acostumbrada a los insultos. Despreciable. Tú eres la que debió haber muerto. ¿Quién sabía? Él probablemente tuviera razón. Akeylah nunca conoció a su madre, ella murió al dar a luz, pero, de cara a la galería, era la esposa perfecta. La madre perfecta. Perfecta de un modo en el que Akeylah nunca lo sería.

Eres igual que ella, solía murmurar su hermana mayor Pola por las noches, mientras se recostaban en extremos diferentes de la habitación que estaban obligadas a compartir. No es justo que tú estés aquí y ella no.

El curandero del pueblo había guiado a su madre por todos los diezmos de curación conocidos. Al final, los diezmos acabaron con ella más rápidamente, las Artes quemaban en su sangre junto con su enfermedad. Y allí estaba Akeylah, siguiendo los pasos de su madre (usando las Artes en un intento desesperado de salvarse a sí misma) y solo los mares sabían si funcionaría.

Crack.

Ella se sobresaltó cuando la botella vacía estalló y regó su falda de cristales.

—¿Me has oído? —Padre se inclinó y Akeylah se obligó a mirarlo a los ojos, temblorosa—. He dicho que eres un desperdicio.

¿Por qué está tardando tanto? Ya debería estar provocando un efecto, algún cambio notable. Pero él parecía tan saludable como siempre, más allá del delator enrojecimiento que el alcohol provocaba en sus mejillas de color aceituna oscuro.

—Te he oído, Padre —susurró.

Tal vez lo había hecho mal. O tal vez la habían engañado como a una tonta.

Había pasado meses investigando. Había visitado cada mercado y feria del pueblo, incluso las oscuras, como el Festival Ananses, una celebración tradicional de la Región Sur, en la que mujeres vestidas como felinos vendían ramos de hierbas secas para ayudar en los partos.

Finalmente, había dado con una pista. Un rumor que la llevó a una feria incluso más extraña, una que solo abría cada tres meses, cuando las tres lunas eran llenas, en un callejón de pescadores. Desde allí, un murmullo la guio hasta un puesto con una cortina negra, atendido por una hechicera sorprendentemente bonita. Una hechicera con una cicatriz que cruzaba su mejilla, desde sus ojos oscuros hasta sus labios delgados.

Por fin, Akeylah pensó que ya había pagado su penitencia. Ya había sufrido suficiente. La Madre Océano le había enviado una salvadora.

La hechicera podría haber sido cualquiera. Un pobre vagabundo o una mujer desquiciada. No había garantías de que nada de lo que le hubiera enseñado fuera real. Pero cuando esa mujer acunó las mejillas de Akeylah en sus manos callosas y murmuró: «Él te matará en semanas a menos que actúes»; ella le creyó.

Tal vez la hechicera estaba equivocada. Tal vez el diezmo no funciona. Tal vez todo esto ha sido en vano.

—Mataste a tu madre. —La saliva de su padre salpicó sus mejillas—. ¿Y para qué? Para que tengamos que aguantar a una niña idiota, haragana y cabeza hueca, que es como ella y nos recuerda… —Su voz se quebró.

—Lo siento —dijo ella. Otra vez. Pero nunca importaba lo que dijera. Solo importaba lo que Padre escuchaba y eso dependía únicamente de él.

—No lo sientes. Disfrutas de esto. Te regocijas en nuestro sufrimiento. —Él la aferró del cuello con dedos carnosos. Apretó. Ella vio estrellas en los límites de su visión. Su lengua estaba adormecida en su boca y sus ojos se ampliaron como si el mundo fuera a estallar—. Le haría un favor al mundo. Nadie te echaría de menos.

Ella moriría. Del mismo modo en que había vivido. Sola, en una familia de cuervos sobre un risco al límite del mundo. Cerró los ojos, La sangre rugió en sus oídos y le recordó al mar. A las olas en la costa.

Madre Océano, acepta mi espíritu, rezó. Recógeme de este mundo…

No podía recordar el resto. Le dolía la cabeza. Le dolía todo.

Y después, aire.

Akeylah cayó de rodillas y jadeó mientras sus pulmones se llenaban con aire nuevo. La sangre corrió hasta su cerebro. El mundo se inclinó y se meció. Su garganta palpitaba y sus rodillas dolían. Pero estaba viva. Estaba respirando otra vez.

Palabras. Voces.

—¿… seguro?

—Bastante seguro, Padre. —Reconoció la voz de su hermano mayor, Siraaj. No es que fuera un consuelo. Siraaj la odiaba casi tanto como Padre. También Koren y Pola. Él los había puesto a todos en su contra. Ella era la menor, no deseada. La niña concebida por accidente, demasiado tarde en la vida para que su madre sobreviviera al parto.

Ninguno de ellos se molestaría si él me asesinara, pensó. Solo se quejarían de tener que hacerse cargo de mis tareas.

—¿En la recepción? —preguntó Padre. Luego sus pasos se desvanecieron por el pasillo.

Akeylah permaneció a cuatro patas. Su respiración raspaba. Sonaría como una rana al día siguiente cuando intentara hablar. Si asumía que viviría para ver el amanecer.

—¿Qué has hecho esta vez? —Siraaj empujó la botella rota con su pie—. Sabes que es mejor no provocarlo cuando ha bebido de más. En especial en momentos como este.

El comercio aún era lento, lo había sido desde el final de la Séptima Guerra un año atrás. Las pocas embarcaciones que poseía la Región Este habían tenido dificultades para encontrar suficientes marinos que consiguieran la cantidad de pescado que la Región tenía que exportar a Kolonya, para intercambiarlo por los otros bienes que necesitaban para sobrevivir.

Akeylah analizó el cristal roto, el modo en que la luz se reflejaba en los fragmentos. Había pensado que tal vez la guerra le daría a Siraaj algo de compasión. Que en el campo de batalla él aprendería que algunas veces, cuando alguien te golpea, no eres el culpable, Algunas veces el hombre que te golpea es el culpable.

Pero la guerra solo parecía haber hecho a sus hermanos más duros. Siraaj y Koren se marcharon como brutos y regresaron como dioses. Bromeaban respecto a los hombres de su batallón que habían muerto. «Debiluchos», los llamaba Siraaj.

Solo Akeylah parecía notar el temblor en las pestañas de él al decir tales cosas. El miedo detrás de sus alardes. Era una agradable mentira. Los muertos merecían morir. Si creías eso, podrías creer que nunca serías el que estuviera en el extremo equivocado del cuchillo.

Como ella no respondió, Siraaj salió de la habitación también. Akeylah esperó a que se hubiera marchado. Solo entonces levantó su falda y recorrió los límites de su cicatriz.

Tenía muchas cicatrices. Cortes y magulladuras, al igual que cicatrices más profundas, internas. Pero ninguna era semejante a la que recorría la parte externa de su muslo; era larga como una mano y tan gruesa como su dedo.

Esa herida centellaba.

Palpitaba y era ligeramente azul, como una vena con vida. En ese entonces, era el único consuelo de Akeylah. Una prueba de que finalmente había encontrado un camino para escapar de ese problema. Aunque su padre la asesinara, él no podría escapar de eso.

Haz lo peor de ti, Padre. Yo ya he hecho lo mío.

Una conmoción en el pasillo la hizo volver al presente. Dejó caer su falda y cubrió su cicatriz rápidamente.

Todos en la familia usaban las Artes de Sangre; su padre se diezmaba para tener memoria en las reuniones de negocios, para recordar cada conversación. Pola lo hacía por fuerza para cargar las compras a casa desde los mercados; y Siraaj y Koren conocían todos los diezmos militares.

Pero esas no eran Artes de Sangre. Las Artes obsequiadas por los dioses a las personas de las Regiones por alguna razón. Las Artes habían salvado a las Regiones, habían hecho a su pueblo lo suficientemente fuerte como para que se liberara de Genal. Las Artes hacían a alguien mejor, más rápido, más apto para proteger la única cosa que las Regiones valoraban por encima de todo: la familia.

Pero ¿esa clase de diezmo, la clase que dejaba cicatrices? Esa estaba más que prohibida. Era una abominación, una maldición. La cicatriz era la marca de las Artes Vulgares. A diferencia de las Artes de Sangre, las Artes Vulgares permitían diezmar la sangre de otras personas en lugar de la propia. Solo aquellos que compartieran la línea sanguínea; parientes dentro de unas pocas generaciones. Con las Artes Vulgares podía hacerse lo que Akeylah había hecho. Poner un diezmo en la sangre de su padre y plantar una maldición que eventualmente lo mataría.

Usar las Artes Vulgares era peor que un crimen físico. Peor que un robo, espionaje o asesinato. Era una perversión del regalo de los dioses. Incluso en los días de la reina Idrylla, cuando un grupo de espías genaleses se infiltraron en la corte y torturaron a la hija de Idrylla para que maldijera a su madre, no había habido perdón para los espías o para la hija. Sin importar qué te llevaba a hacerlo, el castigo por usar las Artes Vulgares era la muerte.

—Akeylah. —Pola, su hermana mayor, se encontraba en la puerta—. Padre te quiere en la recepción. —Pola miró la falda de Akeylah y, durante un momento, el corazón de ella se detuvo.

¿Habrá visto la cicatriz? ¿Lo sabe?

Su hermana solo chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—Estás hecha un desastre —agregó antes de salir de la habitación.

Akeylah se levantó, inestable. Aún le dolía la garganta por el ataque y las rodillas le palpitaban donde se había golpeado. Pero, cuando Padre llamaba, ella respondía. Había aprendido eso.

Por el pasillo, escuchó voces. De hombres desconocidos, probablemente comerciantes. Padre era el magistrado del sitio y su casa era un paso de mercaderes, cazadores, pescadores y constructores. Últimamente eso había implicado que una estable corriente de cotilleos corriera por la casa; primero acerca del sabotaje de los rebeldes (o la defensa, como la llamaban algunos comerciantes) en Bahía Ardiente. Luego, más recientemente, acerca del Príncipe Plateado, asesinado por un Viajante cerca de su propia puerta. Abundaban las especulaciones; ¿los rebeldes habrían pagado a los asesinos? ¿O habrían sido contratados por Genal?

Recientemente todo lo que esos rumores significaban para Akeylah era que más invitados circulaban por la casa de Padre; invitados a los que ella servía mientras la miraban con deseo muchas veces. Invitados entre los que había simpatizantes de los rebeldes y Talones al mismo tiempo, normalmente los últimos en busca de los primeros. Ella había escuchado rumores de lo que ocurría con cualquiera que fuera encontrado prestando ayuda o apoyo a los rebeldes. De cómo algunas veces los Talones que los capturaban no podían molestarse en transportarlos de regreso a la Ciudad de Kolonya para un juicio justo. De cómo era más sencillo si un «accidente» alcanzaba a sus cautivos en el camino a casa.

Al escuchar eso, Akeylah no podía culpar totalmente a los rebeldes por sus acciones.

No, ella no perdonaba los ataques a Bahía Ardiente, en donde la rebelión hundió embarcaciones de Kolonya, sus propios aliados. Y no creía en asesinar a los propios líderes, aunque hubiera rumores de que esos líderes, como el Príncipe Plateado, estuvieran detrás de muchos de los métodos más recientes y brutales de tratar a los rebeldes.

Pero ella entendía la ira. Entendía los tatuajes que había visto enseñar a algunos mercaderes recientemente; el antiguo pez de Tarik, símbolo de la Región Este, antes de que jurara ante Kolonya y fuera conocida nada más como el Este.

Así que, cuando Akeylah abrió la puerta de la recepción y se encontró frente a dos Talones en uniformes formales, con insignias de alatormentas picudos en sus pechos, todo lo que pudo pensar fue: Esos pobres rebeldes. Los Talones debían estar allí para cazarlos.

El corazón le dolía solo de pensarlo. No podía aguantar más batallas, en especial de Regiones contra Regiones.

—¿Cómo puedo servir a tus invitados, Padre? —preguntó con una reverencia. Padre no respondió. El Talón de pelo plateado se inclinó al frente, con los codos sobre las rodillas.

—No hemos venido por tu padre. Hemos venido por ti, Akeylah dam-Senzin.

De pronto, todos sus miedos cambiaron. Se intensificaron. La sonrisa del Talón era amigable, pero Akeylah sabía que no podía juzgar a un hombre por eso. Su estómago cayó como un ancla. De forma inconsciente, sus dedos se acercaron a la cicatriz en su pierna.

—¿Disculpe?

—Debes estar sorprendida de vernos, estoy seguro —intervino el otro Talón—. Nos disculpamos por la abrupta llegada. Habríamos escrito antes, pero no había tiempo.

—Estamos aquí por asuntos del rey —agregó el del pelo plateado—. Él te invita a la celebración del cambio de mes.

Los ojos de ella se ampliaron. Se dispararon de los Talones hacia su padre. A juzgar por su aspecto gris, él estaba tan confundido como ella.

El silencio se extendió, hasta que se dio cuenta de que los hombres esperaban su respuesta. Akeylah no acostumbraba a que le hicieran preguntas y mucho menos a que le dieran oportunidad de responder.

¿Qué opción tenía? Cuando el rey Andros hacía una invitación, debía aceptarse. Aunque ella no podía concebir por qué él la invitaría a ella entre todo el mundo para asistir a un evento. Su familia era de la nobleza, en tanto los esteños seguían esa clase de tradiciones. Pero si el rey simplemente tenía intención de recibir a su familia en la corte, la invitación debió haber sido para todos los hermanos a la vez, o solo para Siraaj al ser el hijo mayor.

¿Eso podría ser un ardid? ¿Un modo de atraer a Akeylah hacia la Ciudad de Kolonya para que el rey pudiera encontrar evidencia de su traición? La prueba escocía en su muslo. Solo requeriría que una persona la viera, mientras estaba cambiándose o bañándose, y el rey Andros tendría las pruebas de sus pecados que necesitaba.

No tenía importancia. Si la alejaba de allí, incluso una pena de muerte sería un alivio bienvenido. El rey tendría más misericordia en su ejecución que su padre.

—Será un honor asistir a mi rey, señores.

—Me alegra escucharlo —respondió el del pelo plateado—. Ya que debemos partir en breve. —La vista de él recorrió la vestimenta de ella y su rostro se ruborizó.

Akeylah sabía que no era una esteña atractiva. Su cabello era color caoba lodoso, caía en ondas difíciles de manejar. Sus ojos eran demasiado grandes y de un inusual amarillo verdoso, no azules como los de sus hermanos. El color hacía su piel algunos tonos más oscura que la de su familia, pero no tan oscura como la de esos Talones; frente a ellos parecía pálida.

Pero las andrajosas ropas de limpieza que vestía entonces, una camisa desgastada y una falda arrugada, solo hacían que su apariencia fuera mucho peor.

Para crédito de él, ese Talón solo sonrió.

—Vístete para la corte, milady.

Lady.

En términos de Kolonya eso era técnicamente cierto, pero nunca nadie la había llamado así. Ni siquiera los otros Talones que habían pasado por allí.

Siempre había sido solo chica o sirvienta, o, algunas veces, cuando ya habían bebido tanto como para ponerse traviesos, dulce doncella del mar.

—Prepararé mi equipaje enseguida. —Akeylah volvió a hacer una reverencia.

Era muy probable que estuviera vistiéndose para su propio funeral. Nada bueno podría resultar de esto. Aun así, cuando abrió la puerta para marcharse y encontró a sus tres hermanos empujándose para espiar por la cerradura, no pudo evitar sentir una oleada de diversión.

—¿Esos son Talones? —murmuró su hermano Koren.

—Me pregunto si están cazando rebeldes. —Siraaj simuló golpear a un rebelde en la cara y Akeylah se hizo a un lado para esquivar el golpe.

—Tal vez estén reclutando —señaló Pola—. Ambos han servido en la guerra.

—Los esteños solo son buenos como marinos y cañoneros, sabes eso. —Koren resopló—. El rey nunca confiaría en nosotros para ser Talones.

—Ni siquiera cuando hemos sangrado por él —balbuceó Siraaj.

Akeylah los esquivó y los dejó discutiendo. Los dejó adivinar de qué se trataría todo aquello. En cuanto a ella, solo rezaba poder encontrar un buen vestido en su andrajoso armario que fuera apropiado para un viaje de visita al rey.

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