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4. Akeylah

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4. Akeylah

Akeylah

—Quítate el vestido.

Akeylah se quedó helada. Los Talones del rey la habían escoltado por las calles ocupadas y vertiginosas de la Ciudad de Kolonya, después la entregaron a una tropa de criadas que cargaron el escaso equipaje que poseía por los escalones en espiral de la torre de caoba de la Fortaleza Ilian.

«Esto es tuyo», había dicho una de las criadas, como si realmente le perteneciera a ella. En ese momento se encontraba en el interior de la más suntuosa habitación que hubiera visto jamás, su suelo y muros eran de madera pétrea de caoba; el mobiliario, de roble acentuado con seda rosada. Había comenzado a pensar que estaba equivocada. Que el rey no la había convocado para revelar pruebas de su traición. Que la invitación a asistir a una celebración era genuina. Pero entones la criada fue por su falda y el pánico de Akeylah regresó.

—Rápido. —La mujer de rostro severo sujetó la parte inferior de su vestido—. El rey quiere verla en el Gran Salón de inmediato… Milady, ¿está bien?

Akeylah dio un paso lejos de las manos de la mujer tan rápido que tropezó con un banco y chocó contra la pared de la recámara.

—Sí, bien. —Ella alisó su vestido. Era antiguo, de mangas largas y cuello alto. Un vestido que había estado a la moda dieciséis años atrás; lo que tenía sentido, ya que Akeylah lo había robado del antiguo baúl de ropa de su madre. Fue lo más cercano a un atuendo apropiado para la corte que pudo encontrar—. Si el rey me ha llamado, no quiero hacerlo esperar. —Akeylah enseñó una sonrisa que esperaba fuese más ganadora que nerviosa.

Realmente en todo lo que podía pensar era en la cicatriz que palpitaba en su muslo. Si esa mujer levantaba su vestido, vería el ligero destello azul, reconocible para cualquiera que hubiera nacido escuchando historias de malvados hechiceros que practicaban las Artes Vulgares. En el improbable caso de que el rey no hubiera enviado a esa criada para desvestirla en busca de evidencia… Bien, Akeylah no deseaba exactamente andar proclamando sus pecados.

—Pero… milady. —La criada frunció el ceño—. Ha estado viajando durante días. Seguramente le gustaría darse un baño y ponerse un atuendo limpio.

—No. Gracias, pero… este es el único vestido apropiado que poseo.

Eso, al menos, era cierto.

Un golpe a la puerta la salvó. Era un mensajero, que se inclinó tanto que su nariz casi toca el suelo.

—He venido a escoltar a milady al Gran Salón —informó al suelo.

—Esteños olvidados por el Sol, ni siquiera se viste para un rey… —balbuceó la criada cuando Akeylah prácticamente huyó de la habitación.

Ella se sobresaltó. Odiaba representar a su pueblo de aquel modo. Los Mares sabían que los kolonenses ya consideraban a los esteños como una clase baja y poco educada. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto en ese momento. Se enfrentaba a mayores problemas.

¿Cómo podía mantener su cicatriz escondida? Aunque la invitación del rey fuera inocente, ella debía tener cuidado de nunca enseñar la evidencia de su traición. Si el rey Andros descubría lo que había hecho, no podía esperar misericordia.

No tendría importancia que su padre casi la matara primero, al menos una docena de veces. No tendría importancia que fuera en defensa propia. Akeylah sería vista como una abominación, la que había pervertido las Artes.

Pagaría el precio por eso.

No le llevó mucho tiempo llegar al Gran Salón. Las inmensas puertas de madera de cerezo estaban decoradas con tallados de batallas famosas: la derrota de la Fortaleza Ilian al rey Morfean de Genal, el rey Gellien izando la bandera de las nuevas Regiones. En un panel central, cuatro óvalos entrelazados rodeaban un círculo central ornamentado con un alatormenta; las Regiones externas unidas alrededor de Kolonya.

El mensajero realizó una llamada y las puertas se abrieron hacia adentro para revelar un extenso salón del trono. Un pasillo vacío llevaba hacia el estrado en el que se encontraba el cascarón de un hombre.

—Akeylah dam-Senzin —dijo él—. Bienvenida a la Ciudad de Kolonya.

Los hombros del rey Andros estaban caídos, su pelo más gris que castaño. Parecía mucho mayor que el rey tallado en las puertas, pero ella aún podía ver la fuerza desdibujada en su cara; una amplia nariz y pómulos afilados debajo de unos ojos aún más afilados. La corona en su cabeza también era inconfundible. Dos garras doradas rodeaban su rostro y un círculo de plumas superior replicaba el patrón plateado y dorado de un alatormenta.

El rey Ilian había adoptado esa enorme ave de presa como el símbolo de Kolonya después del famoso vuelo de un alatormenta que lo había ayudado en la batalla; el ave había clavado sus garras en la cara de un soldado genalés, de modo que Ilian pudiera decapitar a su enemigo. En el presente, las tropas de Kolonya entrenaban a los alatormenta para que volaran con ellas en la batalla. «Como los alatormenta gobiernan el mundo natural, Kolonya gobierna las Regiones», escribió Ilian.

Todo lo que Akeylah podía pensar era que desde que ese primer alatormenta había ayudado al rey, esas aves, antes majestuosas, se habían convertido en poco más que mascotas entrenadas.

Las puertas se cerraron. Akeylah se inclinó en una reverencia tan baja que sus rodillas rozaron el suelo.

—Su Majestad. Gracias por la amable invitación.

Se preguntó si el latido de su corazón sería audible en el eco de ese salón.

—Puedes acercarte al trono —dijo una mujer.

Akeylah observó al resto de la audiencia. Junto a una silla vacía donde Akeylah supuso que debía estar la joven reina genalesa, parcialmente en las sombras, se encontraba otra mujer. Una de la edad del rey. Los años habían sido menos duros con ella; el pelo plateado rozaba sus mejillas en un práctico corte carré, y las pocas arrugas que tenía solo acentuaban sus sagaces facciones.

La condesa Yasmin. La hermana melliza del rey Andros.

Además de los hermanos, otras dos chicas, de edades similares a la de Akeylah, se encontraban cerca del estrado. Una era baja, con salvajes rizos negros y facciones angostas. Ella detectó la mirada de Akeylah y le enseñó los dientes.

Akeylah apartó la vista rápidamente.

La otra chica era más alta. Su pelo castaño lacio era corto, a la moda. Por la combinación de su rostro redondeado, la nariz ancha y los pómulos altos, parecía como el rey, perfectamente kolonense en cada centímetro. ¿Una prima, tal vez?

La chica levantó una ceja mientras estudiaba abiertamente a Akeylah. Ella se ruborizó y bajó la vista.

—Ahora que todas estáis aquí, podemos comenzar —anunció la condesa Yasmin.

Un nudo se formó en la garganta de Akeylah. ¿Comenzar qué?

Su mirada regresó a la chica de pelo negro. Era claramente una Viajante, o estaba relacionada con alguno. Igual que la hechicera. Tal vez ella había estado en la feria, había visto a Akeylah quedar con la mujer mayor y se había presentado allí como testigo de su crimen.

El rey se puso de pie. Durante un momento, se tambaleó, hasta que Yasmin lo agarró del brazo.

—Las tres habéis esperado mucho tiempo para escuchar esto.

Akeylah se preparó.

—Como sabéis, el príncipe Nicolen, mi único hijo y heredero, ha… Ya no está.

Yasmin tocó el hombro del rey. Andros aclaró su garganta.

—Sin un claro sucesor, el futuro de las Regiones ha caído en la incertidumbre. Mis ancestros han sido gobernantes de Kolonya durante generaciones y estoy determinado a que lo continúen siendo por muchas más. Somos el corazón constante de las Regiones. Sin nosotros, flaquearán, caerán en el caos.

Akeylah esperó, en silencio. ¿De qué se trataba eso? ¿Una lección de historia?

—Afortunadamente para todas las Regiones —continuó el rey Andros—, tenemos otras opciones.

Él las miró detenidamente, una tras otra. Cuando su mirada cayó en Akeylah, la boca de ella se secó.

Los ojos de él eran verdes. No del color esmeralda usual de Kolonya, sino un color más pálido de peridotita, casi amarillo. Inusual incluso allí. Aun así, Akeylah había visto ese color antes. Lo veía cada mañana.

En el espejo.

—Desearía haberos podido explicar esto años atrás. Desearía no haber tenido que llegar a esto nunca. Pero era más seguro dejaros donde estabais; la ignorancia puede ser un escudo. Si alguien hubiera conocido vuestras identidades, nos habríais puesto a todos en peligro. Kolonya tiene muchos enemigos; enemigos que no se detendrían por nada para dañar a nuestro reino, que llegarían incluso a torturar a las personas para que usaran las Artes Vulgares contra los suyos.

En la cabeza de Akeylah reinaba una sensación extraña. Como una boya que flota con las olas. No podría encontrar sentido a lo que el rey estaba diciendo.

—La familia es el lazo que mantiene a las Regiones unidas. Pero ser parte de mi familia es tanto una maldición como una bendición. Solo tenéis que ver la evidencia en mi hijo caído. —El rey levantó su mano para aferrar la de su hermana, que se encontraba sobre su hombro—. Por esa razón, lamento haberos convocado a las tres.

El aire era espeso, difícil de respirar.

Andros señaló a la chica kolonense, quien dio un paso al frente.

—D’Martina Florencia. —El nombre de un bastardo; normalmente los kolonenses tienen el nombre de su padre.

El corazón de ella se aceleró. Andros la miró a continuación.

—Akeylah dam-Senzin. —Ella se acercó y se inclinó, en mayor parte para ocultar su cara. Madre Océano, haz que me equivoque. Por favor, por favor

»Zofi de los Viajantes —dijo el rey Andros, y Akeylah sintió a la chica de pelo negro unirse a ellos al pie del estrado antes de verla.

»Kolonya os necesita. —Andros observó a Yasmin. Su melliza se acercó.

—Kolonya necesita a una de vosotras en particular —agregó Yasmin—. A la mejor. El tiempo dirá quién prueba serlo. Mañana por la noche se celebrará una Ceremonia de Sangre. En esta ceremonia confirmaremos públicamente vuestros derechos de nacimiento…

—Perdón, ¿nuestros qué de nacimiento? —interrumpió Zofi.

—Intenta seguir el hilo —murmuró Florencia.

—Me resulta algo difícil cuando todos están danzando alrededor de lo importante. —Zofi señaló al rey.

Akeylah levantó la vista para encontrar al rey Andros mirándola directamente.

—Me disculpo. —Durante un momento, pareció que solo le hablaba a ella—. Debí haber sido más directo. —Su atención pasó a Zofi, gracias a los Mares, porque sus siguientes palabras casi hacen que las rodillas de Akeylah se vencieran—. Vosotras tres sois mis hijas.

Él siguió hablando. Dijo algo acerca de los motivos para mantenerlo en secreto; espías, hechiceros, enemigos. Ella ya no estaba escuchando. Se arremolinaban olas en sus oídos.

En lo profundo, sabía que era verdad. «Los dioses tienen un salvaje sentido del humor», decían siempre los comerciantes.

—Después de la ceremonia serviréis conmigo en la corte —dijo Andros—. Tras un tiempo determinaremos cuál de vosotras demuestra más aptitudes para el liderazgo. Nombraré a esa hija como mi heredera.

Madre Océano, haz que me derrita, Que me convierta en agua, que desaparezca. Si fuera tan fácil…

—Han pasado dos meses desde la muerte del príncipe —volvió a hablar Zofi—. ¿Por qué esperar para convocarnos? ¿Por qué no comenzar a enseñarnos lo antes posible?

Una mínima sonrisa inclinó la comisura de la boca de Andros.

—Ah, Zofi. Eres tan parecida a tu madre…

Eso silenció a la chica. Hizo que Akeylah hiciera una pausa también, ante la revelación.

Su madre; su perfecta, angelical, adorada madre, de la que sus hermanos y su padre nunca dejaban de hablar… Ella había sido infiel. Había dormido con ese hombre, nada menos que un rey. ¿Por qué?

Por primera vez en su vida, Akeylah se encontró preguntándose si habría más acerca de su madre que las historias que compartía su padre.

No es mi padre, recordó y volvió a entrar en pánico.

—Pero estás en lo cierto, Zofi. Tan devastador como ha sido perder a mi único hijo, mi adorable y joven esposa y yo esperábamos poder engendrar a un nuevo heredero y no tener que convocaros.

Su nueva mujer, con quien se había casado una década después de la muerte de su primera reina. La princesa genalesa enviada hasta allí para casarse con un rey que nunca había conocido, para sellar el tratado de paz de la Séptima Guerra a través del matrimonio. Akeylah se preguntó durante un momento dónde estaba la chica. Si el pacto matrimonial iría bien, o si ella estaba ausente porque el rey Andros aún no le confiaba a su nueva esposa la información acerca de sus herederas bastardas.

No tenía importancia. Las preocupaciones de la reina misteriosa eran insignificantes en comparación con las de Akeylah.

Yasmin volvió a acariciar el hombro del rey. Él inclinó su cabeza y también ella. Akeylah no lograba definir qué era lo que hacía que la interacción entre ellos fuera tan extraña. Eran mellizos, así que eran evidentemente parecidos. Pero se movían de forma similar también, con gestos similares. Andros presionó los labios en el momento exacto en que Yasmin lo hizo, de pie detrás de él.

—Hay otra razón —dijo Yasmin finalmente.

—Y ni una palabra puede salir de esta habitación —continuó Andros—. Os confiaré esta información como una señal de fe. Es justo después de haberos ocultado tanto, de haberos dejado crecer ignorando vuestra verdadera herencia.

La garganta de Akeylah se cerró. Por favor, rezó a todos los dioses. Madre Océano, Padre Sol, arenas, alguien. Permitidme que me equivoque. Permitidme que haya fallado.

Pero ella ya podía verlo. La palidez de su piel, el modo en que se hundía en su silla mientras Yasmin estaba de pie. Cuánto más envejecido parecía en comparación con su melliza.

Akeylah se preparó. Tensó todos los músculos de su cuerpo en anticipación del golpe que ya veía llegar.

No fue de ayuda.

—Me estoy muriendo —dijo el rey.

Akeylah cerró los ojos y recordó:

La hechicera esperaba justo en el interior de la cueva marítima. Akeylah caminó de puntillas a través de charcos de agua con frágiles estrellas de mar para alcanzarla. Ella reconoció la cicatriz plateada en el rostro de la mujer y los rizos negros. Pero no fue sino hasta que la mujer no levantó su camisa para revelar cicatrices azules gruesas, profundas y pulsantes, Akeylah no se dio cuenta realmente de lo que estaba haciendo.

—Corta con profundidad. —La mujer le ofreció el cuchillo, por el mango primero—. No será como un diezmo normal. Tendrás que llegar más allá de tu cuerpo y sentir a los otros de más allá. Sentirás a tu padre, como te expliqué.

Subió la bilis por su garganta, incluso al llevar la hoja a su muslo. Eso estaba mal. Pero también el modo en que Padre la trataba. Vivía como un animal acechado en su propia casa. Sujeta al temperamento de él, suya para que la golpeara o incluso la asesinara cuando lo decidiera.

Ella no le pertenecía. Como las Regiones liberadas de Genal, ella merecía libertad.

—Debes estar segura de querer hacer esto —dijo la hechicera—. No hay vuelta atrás.

—Estoy segura —respondió ella.

Que la Madre Océano la salvara.

Akeylah enterró la daga en su muslo. Como cada vez que se diezmaba, su visión se nubló. Vio su cuerpo, sus venas, su sangre que fluía. Saboreó las Artes a su alrededor, las dejó entrar y llenar sus venas de posibilidades, promesas.

Después, llegó más profundo, como la hechicera le había enseñado. Forzó a su mente a salir de su propio cuerpo, Tardó tiempo. Minutos tras minutos transcurrieron, las Artes ardieron más en su sangre mientras esperaban sin uso.

Luego su mente atravesó el muro y ella jadeó sonoramente.

A su alrededor, a su lado, tan cerca que parecía que podría extenderse y tocarlas, se encontraban las líneas de otros cuerpos, poco más que sombras, una colección de venas y corazones. Algunas estaban cerca, su padre, sus hermanos, otras lejanas, parientes de tercer o cuarto grado.

Ella las ignoró a todas, se concentró en su padre.

No podía ver su cara ni sus facciones externas; solo las internas. Ella las sentía. La forma de sus venas, la esencia de su sangre que se reflejaba en la propia.

—No viertas demasiado —le había avisado la hechicera—. Unas pocas gotas lo harán enfermar lentamente y evitarán cualquier sospecha de que la enfermedad sea causada por las Artes Vulgares.

Así que forzó una pequeña gota de las Artes en su sangre a caer en las venas de él. Quemó, más que cualquier corte o hueso roto, como si ardiera desde el interior.

Pero Akeylah sabía cómo controlar el dolor.

Se concentró en la sensación punzante. Empujó la gota de las Artes que había enviado al cuerpo de su padre (sintió esa brillante pizca de posibilidad) y le dio la vuelta. La giró sobre sí misma hasta que se oscureció, sin color, un absceso en sus venas.

Akeylah volvió a abrir sus ojos, el Gran Salón giraba a través de las lágrimas que no podía detener. Estuvo enferma durante días después de esa maldición, incapaz de realizar incluso un diezmo básico durante semanas. Pero cuando la hechicera la abrazó, le aseguró que lo había hecho bien, que en algunos meses, como mucho, su padre estaría muerto; ella se relajó. Finalmente su pesadilla terminaría. Incluso cuando pasaron días y Jahen no mostró signos de enfermedad, ella se aferró a la creencia de que lo había logrado. Después de todo, tenía la cicatriz, prueba de lo que había hecho. Eventualmente, funcionaría. Eventualmente, él enfermaría, moriría.

Resultó que la hechicera estaba en lo cierto. Ella había asesinado a su padre ese día. Pero no a Jahen.

Akeylah había condenado a un hombre inocente, a su rey, a morir.

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