Rule

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5. Zofi

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5. Zofi

Zofi

—No voy a servir a una vagabunda, por el Sol.

Zofi estaba de pie en la entrada de su recámara observando a dos criadas, presumiblemente enviadas por orden del rey, discutir.

—Bueno, yo tampoco lo haré. Y tengo la antigüedad suficiente como para negarme.

—Bien. —Zofi desenvainó despacio su daga, que el rey ingenuamente le había devuelto—. Largaos.

Las criadas no necesitaron que lo dijera dos veces. Solo cuando las puertas se cerraron tras ellas, Zofi tomó su bolso y lo levantó sobre su hombro.

«Sígueles el juego», le había aconsejado Madre. Zofi pensó que quería decir que siguiera su juego para mantener la cabeza fuera de una horca. Pero ¿aquello? Aquello era otro juego totalmente distinto. Uno que su madre y el rey le habían ocultado. Estaría condenada antes de quedarse sentada sin hacer nada, esperando en la fortaleza a la Ceremonia de Sangre del rey (lo que fuera que eso implicara), a la noche siguiente.

¿Madre no podría haberle dicho la verdad a su propia hija? Alguna mención habría sido buena. Zofi sabía que su madre tenía muchas aventuras, disfrutaba de hombres de todos los sabores y posiciones… Y había escuchado rumores de que Andros era atractivo en su juventud, sin mencionar un notable provocador. Pero por las arenas, ¿un rey? Eso era demasiado, incluso para la infame Deena.

Necesitaba hablar con Madre. Escuchar la verdad de alguien en quien confiaba. Las arenas podían consumir a Kolonya por completo, por lo que a ella le importaba, y al rey agonizante también. Zofi era una Viajante, hecha para una vida en movimiento. No enjaulada con todos esos nobles pretenciosos.

Echaba de menos a su banda. El reconfortante sonido de los ronquidos de Norren a unas carpas de distancia, a Bette y los niños charlando mientras preparaban el desayuno. Elex. Elex ofreciéndole el mejor trozo de conejo cada noche, Elex entreteniéndola con historias durante largos viajes por el desierto. Elex, quien renunció a todo por la libertad de ella, no para que pudiera estar encerrada en una caja dorada.

Encontrar los establos fue sencillo. Una vez que salió de la torre de obsidiana, solo siguió su olfato. Dos mozos de cuadra vigilaban la entrada, pero nadie vigilaba la ventana trasera. Zofi subió a un fardo y entró.

En el momento en que estuvo en el establo, se relajó. El olor familiar la hacía sentir más en casa que cualquier otro sitio en la Ciudad de Kolonya. Zofi no había visto tantos caballos en un solo lugar desde la feria del Este, en la que las bandas de Viajantes se reúnen para comerciar bienes, servicios y consejos acerca de qué pueblos no los expulsarían de inmediato.

Se tomó su tiempo para analizar detenidamente los laberínticos establos, admirar los enormes corceles de guerra, los elegantes alazanes y los ponis grises moteados. Pero los caballos que realmente llamaban su atención eran los escaladores de arena. Esbeltos, de piernas largas, apodados caballos dorados por sus brillantes mantos metalizados, Zofi había crecido montando escaladores de arena. Eran norteños, criados para cruzar el desierto y recorrer grandes distancias.

Exactamente lo que ella necesitaba en ese momento.

Sabía que debía escoger a uno mestizo; uno de manto negro o cobrizo. Pasaría desapercibido. Pero en el momento en que Zofi puso sus ojos en el alfa, no pudo contenerse. Su pelaje brillaba de un plateado brillante, su manto radiante de sorprendente blanco. Su mirada era firme, astuta.

Ese caballo atraería todas las miradas en un kilómetro. A Zofi no le importaba.

Lo necesitaba.

Mientras lo guiaba fuera del establo, él danzó con energía contenida. ¿Cuánto tiempo había trascurrido desde que alguien lo había sacado? Lo ensilló con la primera cosa que pudo encontrar; aperos del cuero más fino que cualquiera que hubiera tenido en sus manos; todo sin dejar de negar con la cabeza. El rey tenía todos esos magníficos caballos, ¿y qué hacía? Los encerraba como si fueran un tesoro, no criaturas vivas que necesitaban atención, cuidado, espacio para correr.

Estaba rescatando a dos rehenes ese día: a ese caballo y a sí misma.

Subió a la montura en el preciso momento en que uno de los mozos apareció en el pasillo. Arenas.

—¿Cómo has entrado aquí? —gritó el chico.

—Estoy aquí por asuntos del rey. Ocúpate de los tuyos. —Zofi representó su más arrogante expresión real.

Un segundo mozo, una chica alta, se unió al primero.

—¿El rey? —Bufó—. ¿Qué haría el rey hablando con alguien de tu clase?

—No sabía que las damas de la corte tenían que dar explicaciones a los sirvientes.

—Si tú eres una dama de la corte, yo soy un bufón. —El chico rio.

—Tú lo has dicho. —Zofi pateó los flancos del caballo.

Sintió una feroz chispa de placer cuando los dos se apartaron de su camino. El caballo estaba ansioso, ávido de correr. Solo requirió una breve patada para ponerlo al galope. El chico intentó sujetar las riendas sin ánimos, pero Zofi se movía demasiado rápido.

La compuerta principal estaba cerrada, pero era de apenas un metro de altura y con mucho espacio por encima. Ella volvió a patear al escalador de arena y él se apresuró, saltó la compuerta con facilidad y salió de los establos al trote.

Delante del establo se extendían las calles de la Ciudad de Kolonya, angostas y zigzagueantes. Zofi no conocía el camino exacto, pero sabía que el camino de los mercaderes llevaba al norte. Tomó el camino más al norte que vio y puso al caballo a galopar.

Avanzaron por la calle adoquinada. Los peatones se apartaban del camino con maldiciones e insultos. Ella escuchó la palabra vagabunda más de una vez, pero solo la hacía sonreír al estar otra vez en su elemento.

Arenas, volver a cabalgar era reconfortante. Como deshacerse de un gran peso. Correr lejos del rey, de sus palabras. Padre. Hija.

Madre siempre decía: «Los dioses se burlan de todos nosotros», pero eso era un abuso, incluso para ellos.

En una intersección, Zofi dobló a la derecha, al norte. Primer paso, encontrar la salida. Segundo paso, abrirse camino con los guardias. ¿Cómo? Bien, ella cruzaría el puente cuando galopara sobre él.

Hablando de galopar. Inclinó su cabeza y frunció el ceño. Había nuevos gritos detrás de ella, diferentes. Junto con ellos, el sonido de otro grupo de pezuñas repiqueteando en la piedra. No la lenta marcha del caballo de un mercader.

Se atrevió a mirar atrás sobre su hombro y maldijo.

Un Talón.

No era solo un Talón. Era el mismo engreído, joven y conservador que la había arrastrado allí. Vidal. Ella volvió a incitar a su caballo. Pero lo había escogido por resistencia, no por velocidad. Unas calles más adelante, Vidal estuvo lo suficientemente cerca como para gritar una orden.

—Baqateze.

Zofi no reconoció la palabra, pero su caballo sí. Se detuvo tan rápidamente que Zofi tuvo que aferrarse de la montura para mantenerse sobre él. Cuando se enderezó, el caballo estaba rígido, con sus flancos agitados.

—Vamos, no me hagas esto. —Ella palmeó los cuartos traseros del caballo. Le hundió los talones a los costados.

Nada.

—No se moverá. —Vidal avanzó hasta estar a su lado—. No hasta que le dé la contraorden. —Como era usual, él sonaba tranquilo, casi entretenido—. Entrenamos a todos nuestros caballos para que obedezcan algunos comandos verbales. Previene el robo.

—¿Acaso el rey te ordenó que me detuvieras, o solo disfrutas seguir a las damas jóvenes por ahí? —Zofi frunció el ceño.

—Un poco de ambas, en este caso. —Él sonrió con suficiencia—. La mayoría de las damas no son ni de cerca tan interesantes de cuidar. —Él extendió una mano, palma arriba. Una ofrenda de paz. Ella la ignoró.

—Me has dicho que no soy una prisionera. Si soy libre, déjame ir a casa.

—Eres libre de marcharte cuando gustes, lady Zofi. —Señaló al caballo—. Pero no puedo dejar que te lo lleves.

—El rey Andros posee cientos de caballos. ¿Estás diciéndome que no puede deshacerse de un mísero corcel? —Ella se inclinó hacia atrás en la montura.

—El rey podría estar dispuesto a obsequiarte un corcel. Tendrás que ver eso con él. Pero dudo que deje que tengas este.

—Ah, sí, estoy segura de que es muy apegado a este caballo en particular… —Zofi resopló.

—Yo no quiero que te lleves este —interrumpió Vidal.

—¿Es tuyo? —Zofi miró del elegante escalador de arena a la yegua color avellana que él había escogido para seguirla. De algún modo, el caballo de brillante color plata no parecía de su estilo.

Luego se detuvo a sí misma. ¿Su estilo? Como si ella supiera algo sobre ese hombre, además del hecho de que su único objetivo en su vida era encadenarla a ese sitio.

—Perteneció a un amigo mío. Un amigo que murió recientemente.

—Lamento: escuchar eso —dijo Zofi, con sinceridad—. Pero estoy segura de que tu amigo no habría querido que encerraras a su caballo por siempre solo porque él murió.

La apacible expresión de Vidal se ensombreció.

—Dime, ¿los Viajantes valoran a los caballos sobre todas las vidas humanas, o solo sobre los kolonenses?

—No sabes nada sobre nosotros —sentenció Zofi.

—Por favor. He cabalgado por los oasis. He escuchado historias de los niños que secuestran, de las pertenencias que roban…

—Niños que rescatamos de hogares abusivos —argumentó Zofi—. Y pertenencias que la mayoría de las veces nos es vendida de forma legal, hasta que algún mercader se da cuenta de que puede tener nuestro dinero y quedarse con sus bienes también si nos denuncia por robo.

—Si eso fuera cierto, harían contradenuncias. Se quedarían y discutirían su caso. El estar corriendo todo el tiempo como lo hacen sugiere culpa.

—Como si alguien fuera a creer a un Viajante antes que a alguien local en un juicio justo.

—¿Puedes culparlos? —Vidal negó con la cabeza, incrédulo—. El modo en que todos vosotros vivís, sin lazos o lealtad…

—Los Viajantes entienden más de lealtad que cualquiera de vosotros, malcriados kolonenses.

Algunas personas asomaron sus cabezas por ventanas superiores. Otras se amontonaron en la intersección más cercana, atraídos por la visión de un Talón del rey confrontando a una vagabunda.

Malditos sean todos.

Vidal resopló, ignorante de los espectadores.

—Tu rey te invitó a esta fortaleza. Te ofreció una habitación lujosa, criadas para servir cualquier capricho, ¿y lo pagas robándole su caballo? ¿Esa es tu idea de lealtad?

—¿Su lealtad es tan fácil de comprar? —contraatacó ella—. ¿Qué hace que un kolonense se mantenga leal, el dinero? ¿Los regalos caros?

—La familia —respondió él, molesto.

—Los Viajantes también ponen a la familia primero. Pero, para nosotros, familia significa las personas que cabalgan a nuestro lado, no solo los parientes de sangre que pueden mantener a raya con amenazas. —Ella pasó un dedo por su antebrazo, una cruda referencia a las Artes Vulgares.

Por instinto, Vidal levantó su mano en un gesto de advertencia.

—Eso es… yo nunca… —Él frunció el ceño—. Soy tan leal a mis compañeros soldados como a mi familia. Luchamos unos junto a otros, morimos unos por otros. He perdido amigos cuando… —Él calló, miró al caballo. De pronto su voz perdió el calor y fue reemplazado por pena—. Cuando debí haber estado ahí para ellos —balbuceó, casi para sí mismo.

Zofi aflojó sus manos de las riendas del caballo del hombre muerto.

Vidal se aclaró la garganta.

—Tal vez tengas razón. Tal vez si fuera más leal, habría estado junto a mi amigo la noche en que lo atacaron. Tal vez podría haber evitado que uno de los tuyos lo asesinara. Fue un Viajante, sabes.

Zofi volvió a envararse. Arenas.

—El asesino confesó. Parecía orgulloso de eso, dijeron los testigos. Lo menos que puedo hacer ahora es evitar que otro Viajante robe el caballo de Nicolen.

Ella se tambaleó.

Nicolen.

El príncipe Nicolen.

La multitud había crecido. Muchos testigos para escuchar las palabras de Vidal. Palabras de las que ella quería escapar, del mismo modo que había estado escapando durante dos meses.

Actúa con normalidad, Zofi.

—Quédate con el maldito caballo. —Un caballo plateado, justo como el Príncipe Plateado. Debió haberlo adivinado.

Ella le lanzó las riendas a Vidal y desmontó. Antes de que él pudiera decir otra palabra, ella se alejó deprisa y se abrió paso entre la multitud. Su única preocupación era alejarse lo más posible de Vidal antes de que su reacción la delatara.

Nicolen. El valiente Príncipe Plateado que había vencido a Genal en la Séptima Guerra. El mismo príncipe que estaba adentrándose en la Región Este para lidiar con los rebeldes cuando algún cobarde lo asesinó.

Eso decían las historias.

Las historias eran ciertas hasta cierto punto.

Las historias dejaban fuera algunos detalles.

Zofi y su banda se encontraban en una taberna alejada al pie de las Montañas Alba, de camino al oeste, después de una larga temporada en la Región Este. Bebieron varias rondas de la cerveza local, una variedad amarga que a Elex le encantaba. Zofi pensaba que sabía a orina.

Los Talones del rey irrumpieron en el interior, sin anuncio. La taberna se quedó en silencio, la calma antes de una tormenta. Todos allí tenían algún motivo para temer a los Talones; los Viajantes más que nadie.

Después, un Talón hizo una broma. La tensión se rompió. Elex se unió a los soldados para un juego de cartas. Zofi pidió otra ronda. La taberna volvió a vivir, con comodidad y conversación.

Hasta el final del juego de cartas.

Un Talón, que le parecía vagamente familiar de un modo que a Zofi le incomodaba, acusó a Elex de hacer trampa. Elex vació sus bolsillos y extendió las cartas para demostrar su inocencia. El Talón volvió a sentarse, aparentemente satisfecho.

Pero Zofi notó la forma en que miraba a Elex. Una y otra vez llenaba su vaso mientras mantenía el propio intacto.

Zofi había aprendido tiempo atrás a no ignorar sus instintos. Así que sin importar cómo de fuerte se riera el Talón de los chistes cada vez más ebrios de Elex, ella no apartó los ojos de él.

Unas cuantas rondas más tarde, Elex se levantó para usar la letrina exterior. También el Talón.

Lo mismo hizo Zofi.

Ella los siguió, mientras escuchaba a los hombres hablando amistosamente todo el camino desde la taberna hasta las letrinas sobre la colina. Allí, al límite de la Región Este, todo estaba desactualizado, incluso las instalaciones. Eran apenas un par de cubículos de madera con tres lunas talladas en la puerta de damas y un sol en la de los hombres.

Elex estaba llegando a la segunda cuando el Talón lo lanzó al suelo.

—Has hecho trampa —exclamó.

Zofi se acercó más, con la daga ya en mano.

—Solo jugué el juego, milord. Le mostré las cartas.

—Ningún vagabundo juega bien. Nadie en la fortaleza me ha ganado en años.

—Lo siento, milord. Siempre he tenido habilidad con las cartas…

—Eres un mentiroso y un tramposo, al igual que el resto de tu mugrienta clase. Mi padre debió matarte años atrás. Lo habría hecho, si esa perra…

Zofi no escuchó lo demás. Estaba muy ocupada enterrando el cuchillo en su piel. Invocando el diezmo, forzando a las Artes en su sangre.

—Por favor. No tienes que hacer esto. —Elex estaba borracho, pero incluso así su voz era más estable que la del Talón. Tenía que serlo. Los Viajantes aprendían desde el primer día cómo aplacar a quienes estaban más arriba en la cadena alimenticia. Cómo sonreír, cómo darles las gracias mientras los pateaban en el rostro, con esperanza de que esa sonrisa los frenara de hacer algo peor…

—Ah, sé que no tengo que hacerlo. Quiero hacerlo. —El Talón agarró su espada—. Un Viajante menos solo hará de este un mundo mejor. —Él levantó su espada. La blandió.

Zofi enterró el cuchillo en la espalda de él.

Él llevaba una armadura de cuero, como todos los Talones. Normalmente eso habría detenido el simple ataque de una daga. Pero no con el diezmo de Zofi, que le daba la fuerza de diez hombres. La hoja se deslizó por la armadura y las costillas como por mantequilla, directo a su corazón.

La espada del Talón se deslizó de sus dedos. Y se desplomó a los pies de ella.

Zofi liberó su cuchillo de un tirón. Un movimiento fácil con las Artes en su torrente sanguíneo. Luego levantó a Elex del suelo, su mejor amigo. Elex, su corazón, su alma, que casi muere por un maldito juego de cartas.

Esperó ver alivio en él. Agradecimiento. En su lugar, él la sujetó de los hombros, con pánico en su rostro.

—Arenas, Zofi, ¿sabes lo que has hecho?

—Salvarte —susurró ella.

No se dio cuenta hasta más adelante. Cuando Elex le dio la vuelta al cuerpo, poniéndolo boca arriba bajo el brillo de las tres lunas, después buscó una moneda en su bolsillo. La extendió junto a la cara, para que ella pudiera, ver las dos.

Solo entonces se dio cuenta de por qué el Talón le había resultado tan familiar. Ella había visto ese rostro cada día durante años, desde que el rey había estampado nuevas monedas de plata en honor a su coronación.

Había asesinado al Príncipe Plateado.

Mientras el diezmo duraba, Zofi levantó el cuerpo y lo alejó por la colina. No estaría oculto durante mucho, pero les daría tiempo.

—Todo irá bien —murmuró Elex, después de que el diezmo se desvaneciese, mientras sostenía sus manos temblorosas bajo el agua helada del canal. Frotó la sangre. Tanta sangre… Más de la que ella hubiera sabido que podía contener un cuerpo—. Resolveremos esto.

Zofi asintió. No sabía a qué estaba asintiendo. No entendía por qué él la había besado y había susurrado una despedida. Estaba demasiado adormecida por el impacto, demasiado preocupada por el inmediato pánico de no saber qué hacer con ese cuerpo para pensar en la marcha de Elex. Hasta que escuchó los gritos. Y vio a los Talones restantes perseguir a una figura solitaria por las montañas, todos ellos con diezmos de velocidad. Solo entonces se dio cuenta de que Elex había confesado su crimen. Que había llamado la atención de los Talones para que ella pudiera ser libre.

Ella quería hacer lo mismo entonces. Correr como lo había hecho, huir con su banda y dejar que los kolonenses resolvieran sus problemas de herencia por su cuenta. Pero entonces…

Miró por encima de su hombro. Las personas seguían observándolos. Ella no podía estar segura de si era por su aspecto de Viajante o porque habían escuchado su pelea con Vidal.

Correr sugería culpa, había dicho. Vidal. Él tenía razón. Por mucho que quisiera, aún no podía correr. No sin un caballo, provisiones, alguna clase de plan. Levantó la vista a la Fortaleza Ilian, visible sobre los techos de las casas de mercaderes.

¿Quién sabía? Tal vez el rey estuviera equivocado. Tal vez la Ceremonia de Sangre del día siguiente probaría que no tenían relación. Madre tenía muchos amantes. Todo eso podía ser un terrible error.

Si era así, entonces ella sería libre de dejar ese sitio.

¿Y si no? Sígueles el juego.

Por más enfadada que pudiera estar con Madre, ese había sido el último consejo que le había dado a Zofi. Su única pista para sobrevivir a ese embrollo. Dudaba que abandonar completamente el juego fuera lo que su madre sugería.

Así que, a pesar del opresor arrepentimiento en su pecho, dio la vuelta hacia la fortaleza. De vuelta al juego del rey. Él podría hacer las reglas pero, como Elex, ella siempre había sido hábil con las cartas.

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