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7. Akeylah

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7. Akeylah

Akeylah

Elevados en lo alto sobre las calles de la Ciudad de Kolonya, los jardines del cielo le recordaban a Akeylah a las historias de las Arenas Sagradas: la otra vida para aquellos que lo merecían, las personas buenas e inocentes del mundo.

Conociendo sus propios pecados, eso era probablemente lo más cerca que Akeylah estaría de ellas.

Los jardines estaban llenos de flores de Syx y de Nox, enredaderas trepadoras, lirios del campo y toda clase de insectos nocturnos imaginables. Por arriba, el cielo parecía tan cerca como para tocarlo, bañado en luz de estrellas. Nox ya había salido, la eclipsada Essex era un círculo negro en el cielo, con Syx como su luminosa contraparte. La única luna de esa noche, al comienzo del mes Syx. Esa noche, apenas un día después de que su mundo se colapsara, el rey celebraría la Ceremonia de Sangre. El momento de su presentación formal a la corte.

Adultos vestidos con tanto brillo como las flores hablaban junto a las fuentes. Los sirvientes caminaban entre el gentío con bandejas de pimientos picantes, bocados de arroz sobre hojas de plátano y vasos altos de un centelleante licor de néctar. Niños con vestimentas notoriamente caras jugaban alrededor de los jardines cuidadosamente cultivados.

Akeylah sintió un breve golpe de culpa. Sus criadas habían regresado esa mañana y otra vez por la tarde. Intentaron desesperadamente convencerla de que las dejara vestirla. Ella rehusó, una y otra vez. Se bañó sola en la oscuridad, en la madrugada anterior, cuando podía estar segura de que nadie la molestaría. Se puso el mismo vestido, porque había visto las suaves telas de los trajes de la nobleza y no podía estar segura de que fueran a cubrir la cicatriz que pulsaba en su muslo.

Pero resaltaba de todas formas, si no más, al estar vestida de ese modo. Su vestido negro de mangas largas, con su cuello blanco alto, atraía miradas y risas sorprendidas. Alguien tropezó con ella, se disculpó, después la miró dos veces. Akeylah se obligó a sonreír en respuesta.

No podía respirar. No solo allí en ese amontonamiento de gente, sino en cualquier sitio, desde la mañana anterior. Desde que supo lo que había hecho.

Se preguntaba si los curanderos reales sospecharían que la repentina enfermedad del rey podría haber sido inducida por las Artes. Seguramente debían estar alerta después del asesinato del Príncipe Plateado, pero, hasta donde ella sabía, había pasado casi un siglo desde que alguien hubiera sido arrestado por usar las Artes Vulgares. Para empezar, el saber cómo usarlas era difícil de descubrir; diezmar la sangre de alguien más no era tan simple ni instintivo como un diezmo normal. Y muy pocas personas se atrevían a buscar la información con tan inminente y certero castigo involucrado. Ejecución inmediata. Sin excepciones.

En cuanto al resto de la corte, Akeylah había escuchado algunos rumores. Las personas solo parecían creer que el rey estaba cansado, exigiéndose demasiado. ¿Durante cuánto tiempo podría mantener esa mentira? ¿Cuánto tiempo antes de que se dieran cuenta de que era algo peor?

Akeylah parecía ser la única que notaba a Yasmin rondando el brazo de su hermano, como una sombra preocupada. Tampoco nadie comentaba nada acerca de los curanderos, en sus simples uniformes color café, que merodeaban en los extremos de la fiesta, con la atención fija en el rey, por si su ayuda fuera requerida.

En su lugar, la habitación bullía con conversaciones acerca del festín de esa noche. La fiesta del cambio de mes era siempre una gran celebración, pero esa noche los nobles decían que el rey se había superado a sí mismo. Sospechaban que habría un anuncio, aunque sus suposiciones rondaban desde la confirmación del embarazo de su nueva esposa genalesa, hasta murmullos de que la misma esposa había sido encarcelada por crímenes de guerra.

—¿Realmente crees que el rey Andros anunciaría la traición de su esposa en una fiesta? —bufó una mujer junto a Akeylah.

—Bueno, nadie la ha visto en una semana —argumentó la otra mujer, a la defensiva—. Ella está embarazada o encarcelada, te lo digo.

—Si hubiera guerra otra vez, ya lo habríamos oído. Mi marido es capitán…

Akeylah siguió de largo, distraída. Las voces entraban y salían de su alcance, se mezclaban hasta sonar como olas que rompían contra la costa, indiferenciables.

En todo lo que podía concentrarse era en el rey Andros. Lo observó aceptar una copa de licor de néctar. Él la pasó de una mano a la otra mientras hablaba con un noble, antes de dejarla en la bandeja de un sirviente que pasaba, sin haberle dado un trago siquiera.

No estaba comiendo ni bebiendo. Probablemente no podía, por los efectos secundarios de la enfermedad desgastante que ella le había provocado.

El estómago se le revolvió.

Podía no estar de acuerdo con que el rey diera fiestas allí, mientras que su pueblo sudaba sangre para reconstruir las ciudades azotadas por la guerra. Pero solo le desearía esa clase de dolor a su peor enemigo; al padre que creía haber maldecido.

El rey Andros no merecía eso.

—¡Rayeh! —Un joven noble chocó con ella. Luego se sorprendió—. Ah. Me disculpo; pareces mi amiga del Este. Rayeh dam-Roken. ¿La conoces?

Akeylah obligó a su mente a volver al presente. Por los mares, Akeylah, debes actuar con normalidad. Forzó una sonrisa.

—Me temo que no. —Él preguntó algo más, pero el rugido en sus oídos era demasiado. Se despidió educadamente y se dio la vuelta.

Un camino zigzagueante atrajo su mirada. Se abría entre hojas colgantes de sauces, lejos del patio central. Al otro lado, encontró unos parapetos de madera pétrea de marfil que rodeaban los extremos de los jardines.

Los jardines del cielo abarcaban toda la terraza de la Fortaleza Ilian, el punto más alto de la ciudad. Algunas parejas descansaban contra la barandilla, pero estaban demasiado entusiasmadas como para notar a la chica esteña que se acercó a una cornisa cercana.

Toda la Ciudad de Kolonya se extendía a sus pies. Por la noche la luna parecía un reflejo del mismo cielo; puntos de ventanas iluminadas por velas en un mar de oscuridad.

Akeylah tiró su cuello alto y rígido. Este maldito vestido. Seguramente podría haberles pedido a sus criadas que le llevaran un vestido de seda oscura en su lugar. Pedirles que lo dejaran en la cama y vestirse sola más tarde. ¿Por qué no había pensado en eso?

Estaba demasiado distraída para preocuparse. Presionó una mano sobre su cicatriz. No le dolía. La herida sanaba sorprendentemente rápido, considerando lo profundo que había sido el corte. Pero el color, el suave brillo, eso duraría toda su vida. Un recordatorio constante de su error.

¿Cuánto pasaría hasta que alguien la descubriera? ¿Cuánto tiempo hasta que acabara con ella?

Volvió a tirar de su cuello, demasiado fuerte. El encaje blanco se rompió en sus dedos. Maldita sea. Maldita sea.

Akeylah arrancó el cuello y lo dejó caer sobre la barandilla. El fuerte encaje blanco resaltó contra el paisaje oscuro de la ciudad al caer, un ave herida arremolinándose hacía el abismo.

—Sí que era un cuello desafortunado —balbuceó alguien—, pero no creo que mereciera tal abuso.

Akeylah se sobresaltó. La chica rio mientras se acercaba a ella. La tela de su holgado vestido de chiffon rozó el brazo de Akeylah; estaba muy cerca.

—Lo siento, no quería asustarte.

La chica, poco mayor que Akeylah, tenía una preciosa complexión morena y rizos de color avellana, recogidos en alto sobre su cabeza, adornados con piedras preciosas. No era kolonense precisamente. Su pelo era demasiado rizado, tenía demasiada textura. Sin mencionar su cuerpo curvilíneo y sus carnosos labios. Sureña, ¿tal vez?

—Está bien —respondió Akeylah—. No lo has hecho.

—Qué refrescante, una mala mentirosa. Somos muchas aquí en la corte. —Sus ojos captaron la luz lejana, de azul profundo como el cielo sobre ella.

—No quería ser deshonesta. Solo quería decir que… no… —Se detuvo repentinamente—. Sí, me has asustado. Pero no hay problema.

La chica sonrió, tan luminosa y abiertamente que Akeylah tuvo que contener la respiración.

Oh.

—Sí, veo que tienes mayores problemas con los que lidiar. —La chica observó el cuello rasgado de Akeylah—. No estoy segura de que tenga arreglo. Pero mira, si lo doblas… —Se acercó para doblar la tela, las yemas de sus dedos acariciaron la clavícula de Akeylah.

—¿Qué tal ha quedado? —Su voz resultó baja y sin aliento.

—No demasiado bien. —Le ofreció una sonrisa conspiradora—. Pero creo que servirá al menos esta noche. —Dejó su mano descansando sobre el vestido durante un largo instante. Su tacto irradiaba frescura a través de la tela, era agradable—. Deberías llamar a los sastres mañana. Que te hagan un nuevo vestido. —Su miraba bajó—. Tal vez uno sin el cuello que te ofendió.

La boca de Akeylah se dobló en una sonrisa irónica.

—¿Uno que encaje mejor aquí, quieres decir? —Se preguntó si la chica sentiría el ritmo de su corazón, que golpeaba como la marea. Sus labios parecen tan suaves

La mano de la chica cayó.

—No te preocupes por lo que yo pienso. Vístete para ti misma. Es importante que las personas como nosotras lo recuerden.

—¿Como nosotras? —repitió Akeylah.

—Cualquiera que parezca, digamos, no estrictamente kolonense. —Los labios de la chica se elevaron en las comisuras y Akeylah intentó no mirarlos demasiado—. Cuando intentas vestirte como ellos, actuar como ellos, hablar como ellos, lo notan. Señalan tus diferencias y deciden que son una debilidad. Pero si eres tú misma, si llevas tus diferencias con orgullo, su percepción cambia. —Se señaló a sí misma. A diferencia de la mayoría de las demás damas de la nobleza, ella no llevaba un vestido ostentoso. Solo una simple túnica azul. No se ceñía en cada una de sus curvas, sino que caía, sugería largas piernas, pero no revelaba nada—. De pronto eres única. Deseable, en lugar de imperfecta.

Ese vestido realmente la hacía resaltar.

Bueno, el vestido y sus fuertes facciones: su mandíbula, sus labios gruesos, sus ojos inusualmente azules. Todas consideradas características negativas en Kolonya, y aun así ella era imponente. Akeylah la comprendió.

—Gracias por el consejo. —Miró su vestido desgastado una vez más—. La Madre Océano sabe que me serviría toda la ayuda que pueda tener.

La chica se inclinó un poco más cerca y Akeylah podría haber jurado que el espacio entre ellas se electrificó. Sus dedos ansiaban tocarla, cubrir esa distancia. Acariciar el brazo de la chica, solo para sentir la fresca sensación de su piel una vez más.

—No creo nada de eso. —La chica se echó hacia atrás para evaluarla con una tranquila mirada general—. Echando a un lado el contratiempo de la vestimenta, pareces tan noble como todos los demás aquí.

Akeylah se forzó a darse la vuelta, con la mirada sobre la barandilla para evitar hacer algo insensato.

—Veo que ambas somos malas mentirosas —comentó, aunque sonrió al hacerlo.

A su lado, la chica se apoyó contra la pared y llevó la cabeza hacia atrás.

—Eso ha sido un cumplido, no una mentira. Será mejor que aprendas rápidamente la diferencia por aquí.

—Me disculpo, no estoy acostumbrada a la sinceridad. Tendrás que advertirme la próxima vez.

La chica rio solo una vez, suavemente; aun así, el corazón de Akeylah saltó en su interior. Por los mares, ese era un sonido peligroso. Adictivo. Akeylah ya se encontraba buscando formas de hacerla reír otra vez.

—Nunca antes me habían acusado de ser demasiado sincera. —Sus dedos danzaron sobre el parapeto en un incesante baile.

Akeylah la observó de reojo.

—¿Normalmente no lo eres?

La mirada de la chica se disparó hacia ella. Se detuvo un momento en el pelo cobrizo de Akeylah, que esa noche estaba recogido en trenzas alrededor de su cabeza, la única forma en que sabía arreglarlo para un evento como ese. Resultó ser que, al igual que muchas cosas que ella daba por sentado, ese estilo era puramente esteño. Otra razón para atraer miradas.

—No aquí —admitió la chica finalmente—. No con alguien que acabo de conocer. Tienes que mantener la guardia en alto en la corte. —Ella negó con la cabeza—. Pero ¿dónde están mis modales? Aquí estoy, molestándote con mis advertencias y no me he presentado. —Extendió una mano, palma hacia arriba. El saludo tradicional de Kolonya—. Rozalind.

—Créeme, cualquier advertencia que puedas concederme será más que bienvenida. —Akeylah colocó su palma sobre la de Rozalind. Dejó que sus dedos se cerraran en la muñeca de la chica y se maravilló con lo fresca que era su piel, incluso en el calor de la jungla—. Akeylah.

—Precioso. Del Este, ¿no es así?

—Lo es. Es decir… Lo soy. —Deja de balbucear—. Acabo de llegar.

Rozalind la soltó para apoyar un codo sobre la barandilla. Casual, despreocupada. Perfecta.

—Admito que lo he supuesto. —Volvió a sonreír, sus labios como la curva perfecta de una caracola marina—. Bien, lady Akeylah, Ahora es tu turno.

—¿Disculpa? —Akeylah parpadeó.

—Te he instruido primero. Ahora es tu turno. —Mantuvo la mirada de Akeylah—. Enséñame algo.

Repentinamente, Akeylah era demasiado consciente de su cuerpo. ¿Cómo coloco mis manos normalmente? Aturdida, se dio la vuelta para verla ciudad.

—Ah, no sé hacer nada útil.

—Cuéntame algo acerca de la Región Este. Nunca he ido, pero he oído que es preciosa.

—Lo fue, alguna vez. —Akeylah suspiró.

—¿La guerra? —Una rápida mirada reveló a Rozalind estudiando la ciudad también, con el ceño fruncido.

—Alcanzó a todas las Regiones, estoy segura —murmuró Akeylah—. Pero golpeó más fuerte al Este. La aldea más cercana a mi hogar, está… —Presionó sus labios—. Las construcciones que quedan en pie necesitan reparaciones urgentes. Y el puerto es peor, la rambla no es más que leña ahora.

—¿Tu hogar fue destruido?

—Desafortunadamente, no —respondió ella al pensar en su padre; o el hombre que la había criado. Eso le hubiera hecho bien a Jahen.

Después se sobresaltó. Maldición. ¿Por qué Rozalind la relajaba tanto? Su conversación era tan natural que olvidó dónde estaba. En la Ciudad de Kolonya, rodeada de nobles que, como la propia Rozalind acababa de advertirle, no eran del todo fiables.

—Yo… yo solo quería decir que mi familia, nosotros… habríamos tenido más posibilidades de reconstruir nuestro hogar que muchos en nuestra aldea, si hubiéramos tenido la necesidad. Si hubiéramos podido recibir algunos golpes en su lugar…

Rozalind inclinó su cabeza al frente, con sus labios en una mueca de incredulidad.

—Lo entiendo. Con frecuencia deseaba que nuestra familia soportara más de las consecuencias de nuestras acciones.

Sin poder resistirse, Akeylah volvió a mirarla. Algo en el duro destello en los ojos de Rozalind la hacía pensar que había una historia más larga en ellos de la que estaba dispuesta a revelar en ese momento.

—No encajo aquí —dijo de pronto.

—No, no lo haces. —Los ojos de Rozalind miraron los de ella. Por los mares. Esa mirada golpeaba a Akeylah como la marea, arrastraba algo profundo e irresistible con ella—. Pero tu error reside en pensar que eso es algo malo.

Un gong sonó en la distancia, seguido de un fuerte y controlado discurso. Estaban demasiado lejos para escuchar las palabras, pero Rozalind ya se encontraba caminando hacia atrás, lejos de la barandilla.

—Es el comienzo del anuncio del rey —dijo—. Debemos ir.

Akeylah levantó su falda y caminó hacia Rozalind, pero la mujer ya estaba haciendo una reverencia de despedida.

—Ha sido un placer conocerte, Akeylah dam-Senzin.

Akeylah nunca le había dicho su apellido.

Durante un momento, observó a Rozalind caminar entre los árboles hacia el patio lejano. ¿Qué sabía aquella chica? Debió haber escuchado rumores de una nueva llegada a la corte y descubrió su apellido de algún modo. Seguramente no sabía más que eso, no conocía la posición de Akeylah aún. El rey Andros no lo había anunciado.

Aun así, mientras avanzaba tras ella, seguida por algunos otros rezagados (los amantes en la barandilla), no podía evitar una sensación presagiosa. Tras una noche de miradas, lo último que quería en ese momento era exhibirse frente a una multitud de cortesanos.

Pero era lo mínimo que podía hacer por el rey. Tenía una deuda con su verdadero padre que nunca podría pagar. Llegó al patio central y se abrió paso entre la multitud hacia el estrado. Detectó a Florencia y a Zofi ya en los escalones bajo el trono y su corazón comenzó a acelerarse, por el pánico ante la idea de estar de pie allí, frente a tantas personas.

Piensa en otra cosa.

Rozalind. El solo recuerdo de su voz calmó los nervios de Akeylah, le permitió levantar la cabeza y sonreír.

Una tormenta seguiría a ese anuncio. El rey, su hermana, sus consejeros, todo el reino juzgaría cada movimiento que hiciera a partir de ese momento. No podría parpadear sin que nadie lo notara. Pero si tenía a alguien como Rozalind de su lado, una cortesana que la aconsejara, alguien con experiencia… tal vez pudiera manejar ese desafío.

Entonces llegó a la plataforma, ocupó su lugar junto a sus hermanas y levantó la vista hacia el estrado.

En ese momento, cada gramo de tranquilidad que había logrado reunir se desvaneció.

El rey Andros se había puesto de pie para dirigirse a la multitud. Pero sus ojos no estaban en él. Fueron más allá, más allá de Yasmin junto a él, hacia el trono inmediatamente a su lado. El horror floreció en el pecho de Akeylah. Se extendió por sus extremidades como un lento veneno. Porque allí estaba Rozalind, en un lugar de honor. En el lugar reservado para… Akeylah no podía respirar.

—Gracias a todos por venir esta noche —estaba diciendo Andros—. La reina Rozalind y yo estamos felices de recibirlos a todos.

Rozalind la miró a los ojos. Durante el más breve instante las comisuras de sus labios se elevaron. Una sonrisa secreta, solo para Akeylah.

Personas como nosotras.

Cualquiera que no sea estrictamente feolonense.

Nada en su vida podía ser simple, ¿o sí? Tenía que escoger a la peor mujer posible para encenderse. La obstinada hija de Genal. Una descendiente del peor enemigo del reino, enviada para terminar esa guerra definitivamente.

La reina de Kolonya.

La nueva esposa de su padre agonizante.

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