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8. Zofi

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8. Zofi

Zofi

Requirió cada gramo de la paciencia de Zofi el no fruncir el ceño. ¿Cuánto tiempo más tendrían que estar de pie en ese maldito estrado? Se sentía como un caballo de exposición en una subasta. Sin mencionar el atuendo que la habían forzado a vestir sus criadas. Había rechazado terminantemente usar un vestido, pero de todas formas habían insistido en que usara pantalones de seda, una blusa holgada que hacía que le picara el cuello, e incluso un lazo en sus salvajes rizos.

Había puesto un límite en las sandalias. Si tenía que estar en pie frente a todo el mundo y admitir ser de la sangre del rey, lo haría con sus botas puestas, muchas gracias.

La blusa le provocaba comezón.

El rey aún estaba divagando acerca de las glorias de Kolonya. No solo de «los beneficios que ofrecían a todas las Regiones» (que ella asumía que significaba el derecho a morir en la batalla por su rey, pagarle impuestos extra para que él pudiera celebrar la victoria con su dinero), sino también del poder sin igual de Kolonya.

—Unidos, somos la fuerza más potente de todo el mundo —declaró el rey Andros—. Ningún rival puede levantarse en nuestra contra cuando las Regiones actúan en unidad.

Eso, al menos, gratificó los oídos de Zofi. Aunque podía equivocarse. Porque casi sonaba como si Andros estuviera admitiendo que Kolonya no era todopoderosa. Que Kolonya realmente necesitaba a las otras Regiones.

Algo que era cierto, por supuesto. Pero generalmente no era la clase de cosa que el rey admitiera en público.

Algo ha cambiado.

Luego se reprendió a sí misma. Claro que algo había cambiado. Una docena de algos. La Séptima Guerra había terminado y, por primera vez en la historia, Genal había ofrecido a una princesa de su propia familia para que se casara con el rey Andros. Muchas personas habían murmurado que eso era el primer intento honesto de tener una paz duradera, definitiva.

Después, el problema de Bahía Ardiente, todas las embarcaciones de Kolonya se habían hundido y alguien había asesinado al Príncipe Plateado. Esto último había despertado toda una nueva oleada de rumores, ya que muchas personas creían, erróneamente, por supuesto, que un Viajante solo asesinaría a un hombre como el príncipe Nicolen por dinero. Se comentaba que Genal había pagado a un asesino y había enviado a la reina Rozalind para atraer a Kolonya con una falsa sensación de paz.

Y las personas ni siquiera sabían que el rey estaba enfermo aún. O al menos no sabían cómo de enfermo estaba.

Zofi casi se sintió mal por Andros.

Casi.

No era que se arrepintiera de asesinar a Nicolen; lo haría mil veces si eso implicaba salvar a Elex, pero comprendía entonces cuánta incertidumbre había provocado en la realeza al hacerlo. Las personas ya estaban demasiado nerviosas después de Bahía Ardiente. Con la muerte del príncipe, solo podía imaginar el pánico que debió extenderse por las calles de la Ciudad de Kolonya.

Internamente se dio un golpe a sí misma. ¿A quién le importaba? Esas eran las personas que explotaban a todas las otras Regiones para poder dar fiestas de gala como esa. Si ella había hecho que su derecho al trono de ese continente fuera al menos un poco más débil, bien.

Solo que ese trono podría ser tuyo ahora.

Frunció el ceño. Más razón para odiar a Andros. Por ponerla en esa posición. Una de las tres potenciales herederas a un reino que preferiría ver colapsar.

Alguien enterró un codo en sus costillas. Florencia. Miró a Zofi con los ojos entornados y articuló: Sonríe.

Zofi se dio cuenta de que había estado con el ceño fruncido. Entonces continuó haciéndolo por principios.

Florencia puso los ojos en blanco y volvió a mirar al frente. La nativa de Kolonya encajaba bien allí. Posaba en ese pedestal como si hubiera nacido allí, su vestido era tan frívolo, caro y poco práctico como el de las otras damas de la nobleza. ¿Cómo podría alguien pelear con esos tacones?

Y luego estaba la esteña. Su vestido parecía ligeramente más práctico, lo suficientemente suelto como para poder moverse al menos. Aunque no parecía muy fuerte; la parte superior estaba rota y deshilachada. A diferencia de Florencia, Akeylah parecía nerviosa, intentaba disimularlo, pero sus pupilas estaban dilatadas y sus manos temblaban.

Tal vez tuviera pánico escénico. Había muchas personas mirándolas en ese momento. Zofi les devolvió la mirada. ¿Alguno de esos hombres y mujeres delicados, de manos suaves, habrían cabalgado por los desiertos de Norte o escalado las Montañas Alba en busca de comida?

¿Alguno de ellos habría estado sin comida un solo minuto de sus vidas?

Finalmente, el rey dijo:

—Estas jóvenes damas pueden no ser familiares para ustedes —dijo—, pero son tan familiares para mí como la sangre en mis venas. Me enorgullece presentarlas en esta corte, un evento que ha sido largamente retrasado.

Todo en la terraza se detuvo, las respiraciones se contuvieron. Zofi rezó por que una repentina tormenta los inundara a todos. Tal vez que cayera un rayo bien posicionado para evitarle la miseria que seguiría a ese anuncio.

—Me gustaría presentar a mis hijas.

Toda la corte exhaló a la vez. Las más cómicas expresiones de sorpresa, notó ella, fueron dirigidas hacia ella o Akeylah. Típico de kolonenses.

—Como es costumbre, cada una de mis hijas ofrecerá una prueba de su linaje —anunció el rey. Un acólito de las Artes de Sangre se acercó a la plataforma con un cuenco de plata, tallado tan elaboradamente como las puertas del Gran Salón. El rey levantó su manga y con un solo y hábil pinchazo de una hoja delgada como una aguja, agregó una gota de sangre al cuenco.

—Lady D’Andros Zofi, da un paso al frente a ofrecer tu prueba.

Ese sería su nombre desde entonces. Con un elegante título y el nombre de su padre adosado al estilo de Kolonya. Le molestó casi tanto como las miradas de los cortesanos.

Los murmullos se duplicaron cuando dio un paso al frente. Vio a unas cuantas personas haciendo señales de precaución en el aire, o frunciendo el ceño abiertamente. Conozco el sentimiento, deseaba decir. También preferiría no estar relacionada con él.

Y otro pensamiento llegó con fuerza. Madre, ¿por qué no me lo dijiste?

Cuando la mayoría de las mujeres Viajantes decidían que querían un hijo, se acostaban con un fuerte y apuesto desconocido. Normalmente ni siquiera conocían el nombre del padre, sin mencionar que no le informaban de su nuevo hijo. Un pariente que no sabe de tu existencia es uno inofensivo. Uno que nunca puede hacerte daño.

Los Viajantes eran más supersticiosos que la mayoría con respecto a las Artes Vulgares porque, por más extrañas que fueran esas perversiones de las Artes en el presente, los antiguos Viajantes eran de las pocas personas en las Regiones que las habían visto funcionar. Si pasas suficiente tiempo en el camino verás prácticamente todo; incluso el lado más oscuro de la naturaleza humana.

Además, ¿para qué necesitaba Zofi a un padre biológico? Tenía a una docena de padres, los hombres mayores de la banda, los que le habían enseñado cómo diezmarse, cómo crear los viales de cristal secretos para guardar diezmos para más adelante, cómo hacer más de un millón de cosas útiles.

Ella nunca había pedido esto. Toda esta nueva familia, estas nuevas responsabilidades.

Tal vez todo es un terrible error.

Pero incluso mientras subía el último, escalón para detenerse junto al rey, Zofi sabía que eran falsas esperanzas. Podía ver el parecido; el mentón y los pómulos afilados que compartían. Más que eso, lo sentía en sus venas.

Que las arenas los maldigan a ambos. A Madre y Padre a la vez, quienes habían conspirado para atraparla allí.

Zofi extendió su brazo hacia el acólito. Él le levantó la manga en un diestro movimiento. La hoja penetró en el interior de su codo. Ella vio la gota de sangre caer en cámara lenta.

Sus venas cosquillearon. Las Artes centellearon en el aire, tentadoras. Un cambio en su percepción y podría diezmarse en ese momento y dejar que las Artes corrieran por su sangre. Tal vez diezmarse a sí misma y salir corriendo del estrado.

Zofi se resistió.

El cuenco de plata resonó ligeramente, como si alguien estuviera pasando un dedo húmedo por el borde. Cuando miró al interior, su sangre se arremolinó en el fondo, en arcos serpenteantes. Se unió con la sangre de su padre y todo el cuenco se encendió de un blanco cegador. El sonido se hizo más fuerte, penetrante.

—La sangre llama a la sangre —anunció el acólito, y el rey Andros convocó a Florencia a continuación. Zofi se hizo a un lado y esperó mientras las otras dos chicas hacían sus ofrendas. Las dos veces, el cuenco centelleó y cantó. Después de Florencia, la multitud aplaudió. Solo entonces Zofi se dio cuenta de que habían estado en silencio con ella.

Cuando el cuenco sonó por Akeylah, solo unas pocas personas aplaudieron con desgana. Supongo que los esteños son casi tan malos como los Viajantes.

Y después, eso fue todo. Estaba hecho. Cada uno de los nobles en esa terraza la conocía entonces. Sabían que la sangre de Andros corría en sus venas. Sabían que, para bien o para mal, él la reconocía como familia.

Se preguntó, distante, cuánto dinero valdría su cabeza para un asesino genalés o para un rebelde del Este. Sus enemigos aún no sabían que Andros estaba enfermo. Tal vez se les metería en la cabeza secuestrar a su nueva hija y torturarla para que lo maldijera. Zofi se preguntó cuánto dolor requeriría hacerla usar las Artes Vulgares en contra de Andros.

A ese ritmo, no mucho. Pero dudaba de que cualquiera dispuesto a hacer sangrar a una chica para maldecir a un rey tuviera algún reparo para cortar la garganta de esa chica después de que el trabajo estuviera hecho.

A pesar del espacio abierto de los jardines del cielo, Zofi sentía claustrofobia, como si los muros de la fortaleza estuvieran presionándola. Había muchos nobles poderosos allí para presenciar la ceremonia. Tantas personas que ya sabían que ella era hija de un rey.

Si salía corriendo, si huía a casa con su banda, estaría en riesgo ante cualquiera de los enemigos del reino. Todos lo estarían.

—Mis hijas están aquí para completar su educación, para interiorizarse en el estudio del gobierno de Kolonya y en nuestra forma de vida —estaba diciendo el rey—. Confío en que las recibirán en la corte tan acaloradamente como yo los he recibido en mi hogar. Después de todo, una de ellas algún día me seguirá en el Trono del Sol.

Los cortesanos aplaudieron y silbaron. Una bandada de guacamayos voló desde los jardines, liberados para realizar una danza coreografiada de celebración, mientras salían chispas desde antorchas plantadas a lo largo de los límites de la pista de baile.

En todo lo que Zofi podía pensar era en dónde se encontraría su banda en ese momento.

Si cerraba los ojos, podía imaginarlos alrededor de la fogata nocturna, compartiendo historias y una jarra de té especiado después de la cena. Podía verse a sí misma allí sentada, codo con codo junto a Elex, molestándolo por su más reciente desastre en el pelo.

Eso era real. Esa era su vida.

Esta era alguna enroscada pesadilla.

—Intenta no quedarte dormida en el podio —siseó Florencia en su oído.

—¿Eso a ti qué te importa? —bufó Zofi.

—Acabamos de descubrir a nuestra familia feliz —respondió en un tono tan seco como la arena—. Preferiría no ser avergonzada por ella, la verdad. Aunque el Sol sabe que estás haciendo un muy buen trabajo con ese atuendo.

—Al menos puedo moverme. Tú pareces una langosta a punto de ser sacrificada en la olla.

Akeylah rio, un repentino y sorprendente sonido que hizo que Zofi y Florencia la miraran. Los ojos de la esteña se ampliaron aún más, si era posible, y su sonrisa se desvaneció.

—Tú sí que das que hablar. —Florencia señaló el vestido de Akeylah—. Será mejor que las dos aprendáis a dar una mejor impresión. Que el Sol me abandone si permito que arrastréis nuestro nuevo nombre al lodo.

Zofi frunció el ceño.

—¿Nuestro nombre? Bien puedes quedártelo. Nunca lo pedí. —Con el rabillo del ojo notó que algunos cortesanos se acercaban a ellas y bajó la voz—. Nunca he pedido nada de esto.

—Ninguna de nosotras lo hizo —respondió Florencia—. Pero cuando la vida te ofrece un regalo en bandeja de plata debes estar loca para rechazarlo.

—¿Llamas a esto un regalo? Estar atrapada aquí, forzada a quedarte en un solo lugar, estancada, viviendo como… —Señaló abiertamente a los nobles que comían y bebían hasta volverse locos, que derramaban néctar en sus caros trajes y entornaban sus ojos ante cualquiera que pareciera diferente—. ¿Esto?

—La vida puede ser mucho peor. —Akeylah habló repentinamente. Su voz tenía un tono que Zofi nunca había escuchado en ella.

—Una caja de oro sigue siendo una caja. —Los dedos de Zofi danzaron hacia el lugar en su cadera en el que normalmente se encontraría su daga, un hábito nervioso. Florencia se encogió de hombros.

—Si piensas que esto es una caja, entonces tienes incluso menos imaginación de lo que creí. Pero bien. Huye. En cuanto a mí, planeo usar este regalo para hacer una diferencia real en el mundo.

—¿Cómo harás una diferencia sentada en terrazas comiendo pastel? —bufó Zofi.

—No estás viendo debajo de la superficie. Te garantizo que docenas de tratos están cerrándose en este momento; tratados comerciales, alianzas entre Regiones para desalentar la violencia… —La voz de Florencia fue afectada durante un momento. Zofi la miraba con curiosidad, pero ella se aclaró la garganta—. Los eventos como este parecen frívolos. Pero así es como sucede el cambio. Aquí es donde se decide el futuro de nuestro reino.

—No hay duda de por qué las Regiones son tal desastre.

—Es por eso que nos necesitan. —Akeylah miró a Zofi, luego hacia donde se encontraba el rey Andros con subrazo enlazado al de la reina Rozalind—. A quienes no somos estrictamente kolonenses. Vemos todo esto con ojos nuevos. Podemos cambiar las cosas para nuestra gente.

Zofi pensó en la furia del príncipe Nicolen al lanzarse sobre Elex. Un Viajante menos solo hará de este un mundo mejor. No se trataba de un juego de cartas. Nunca había sido eso. El príncipe, como muchos otros, odiaba a los Viajantes simplemente por quienes eran.

Ella pensó en las criadas que se escandalizaban ante la idea de servirla. En los kolonenses que habían intentado repelerla en su camino a la ciudad, como si fuera alguna clase de demonio. En todos los insultos que había escuchado al crecer: vagabunda, mentirosa, tramposa. Los pueblos que habían tratado a su banda como a perros callejeros.

O peor.

¿Podía ella cambiar algo de eso? ¿Eso sería posible?

—No te molestes —le dijo Florencia a Akeylah—. Es una vagabunda. No está en su naturaleza quedarse quieta, mucho menos el aceptar la responsabilidad.

Zofi abrió su boca, pero otra voz atravesó la noche húmeda.

—Estaría positivamente sorprendida si alguna de vosotras resultara tener la naturaleza adecuada para esto, francamente. —Las tres se dieron la vuelta para encontrar a la condesa Yasmin a su lado. La luz de Syx iluminó sus duros ojos color avellana y los hicieron parecer más de madera que humanos.

—Condesa. —Florencia se inclinó en una reverencia. Siempre la bien educada kolonense, pensó Zofi. Akeylah la imitó un momento más tarde.

Zofi permaneció de pie.

La condesa era casi una cabeza más alta que ella y mucho más musculosa, incluso a su edad. Yasmin no se movía como las otras damas de la corte. Tenía un paso descontracturado y una fuerza en sus hombros que le indicaba a Zofi que había combatido en sus años más jóvenes.

—Sobrinas —dijo Yasmin, con nada cercano al afecto—. Odio interrumpir vuestra pequeña discusión, pero se acostumbra atender a los invitados después de una presentación. —Yasmin miró intencionadamente a los nobles amontonados alrededor del estrado—. No es que podamos esperar que bastardas sin educación sepan tales cosas, supongo. —Ella suspiró—. Será un camino totalmente cuesta arriba, me temo.

Bien. Si lo que Yasmin quería era una batalla, al menos Zofi comprendía eso.

Podemos cambiar las cosas para nuestra gente. Tal vez Akeylah tuviera razón. Tal vez a eso se refería Madre cuando la había aconsejado. Sígueles el juego. Esa podía ser la oportunidad de Zofi para marcar la diferencia.

Imaginó cómo sería la vida para los Viajantes si ella se sentara en el trono. Podía elevar la posición de su banda; ningún pueblucho de oasis los expulsaría si fueran de la familia de una reina. Y los Talones estarían de su lado, obedecerían sus órdenes. Ya no atacarían inocentes. Ya no habría arrestos infundados.

Su corazón se retorció. Imagina la vida para Elex. Ella podría darle el perdón.

Al diablo con huir. Florencia podría ser intolerable, pero tenía razón con respecto a una cosa. Esa era una oportunidad.

Zofi la tomaría.

Horas. Pasó horas saludando al interminable mar de nobles. Cada uno tenía un nombre más largo y complicado que el anterior. Nunca los recordaría todos, mucho menos su posición en la corte.

Seguir ese juego se hacía más difícil cada minuto que pasaba.

En algún momento cercano a la medianoche, Zofi logró alejarse. Solo Akeylah notó su partida y, si Zofi había juzgado bien a la chica, dudaba que dijera algo. Akeylah no parecía muy habladora.

Pero, otra vez, ¿qué sabía Zofi sobre ella? ¿Sobre cualquiera de esas personas?

No podía confiar en nadie. Mucho menos en su nueva supuesta familia.

Ese fue el pensamiento principal en su mente al empujar la puerta de su recámara. Eso probablemente explicara por qué notó de inmediato el frío en la habitación y el movimiento de las cortinas.

Ella había asegurado esa ventana al salir.

El vello en su nuca se erizó. Se acercó de puntillas a la repisa sobre la chimenea, desenvainó su daga del lugar donde la había dejado. Avanzó agachada y de puntillas por la habitación. En la ventana, apartó la cortina en un hábil movimiento, después se giró para encarar a su atacante.

Una luz tenue llenó la habitación; luz de antorchas de las otras torres.

Vacío.

A excepción de… Su mirada se detuvo en el respaldo de la cama. Como el resto del mobiliario, era de madera balsa pálida, desteñida. Las letras no resaltaban; solo las detectó por el modo en que la luz captaba el brillo y hacía que el mensaje pareciera destellar.

Asesina de Sangre.

Zofi atravesó la habitación. Tocó la pintura plateada. Seca. Quien lo hubiera hecho había estado allí durante la fiesta. O antes, tal vez; la habían convocado a la terraza mucho antes de que llegaran los invitados de la nobleza.

El pragmatismo superó su miedo. Se arrodilló sobre la cama y enterró su cuchillo en la madera. Le llevó un largo tiempo atravesar la laca. Incluso más penetrar la madera blanda y separar el respaldo de la cama. Lo rompió en pedazos y apiló la madera en la chimenea.

Les diría a las criadas que tenía frío y no disponía de madera. Ellas creerían cualquier comportamiento posible de una Viajante.

Destruir la evidencia cuidadosamente le dio mucho tiempo para pensar lo que eso significaba. Las palabras, el color de la pintura. Plateado. Como el caballo de él, su pelo, su sobrenombre.

Alguien sabía que ella había asesinado al príncipe.

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