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9. Akeylah

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9. Akeylah

Akeylah

Brillante, Akeylah. Tenías a toda una fiesta llena de nobles con quienes hablar y decides coquetear con la más inapropiada de todas.

Había pasado las últimas horas regañándose a sí misma por su paso en falso. Regañándose y dando vueltas por las afueras de esa fiesta improbable, rezándole a cualquier dios que pudiera estar escuchando que eso terminara pronto.

Pero incluso entonces, con Syx escondida, los nobles no daban señales de desaparecer. Zofi se las había arreglado para escaparse una hora o dos antes y Akeylah la había visto marcharse con algo de celos. Pero antes de que pudiera esperar seguirla, Yasmin apareció, con su inquietante mirada de ave fija en ella.

—Da unas vueltas. —La había regañado—. O al menos mantén alguna compañía. Pareces un arbusto particularmente deprimido, plantada aquí haciendo un mohín. Harás que comiencen rumores de que estás enferma. O peor, de que eres una puritana.

La condesa se alejó sin esperar una respuesta y, a pesar del palpitante dolor en la base de sus pies, Akeylah aceptó un baile de la siguiente persona que la invitó, una mujer unos años mayor con gemas del tamaño de ostras colgando de sus orejas.

Akeylah no conocía el baile; era tan diferente de las vueltas que había visto hacer a los comerciantes en su hogar. Temió haber causado daños irreparables a los zapatos de la pobre mujer en más de una ocasión. Después de eso, las invitaciones a bailar dejaron de llegar y los murmullos parecieron duplicarse.

Luego, por supuesto, estaba Rozalind. A pesar de sus grandes esfuerzos, la atención de Akeylah se desvió a la mujer una y otra vez. Era imposible resistirse; como intentar apartar la mirada de la luz más brillante de la habitación.

O intentar no mirar un naufragio en proceso, pensó una parte más profunda y cínica de su cerebro. Porque así era como se sentía. En especial cuando Rozalind se levantó para bailar con el rey. Mi padre, el padre que he maldecido; por los mares, soy una idiota.

Cuando llegaron a la pista de baile, inspiraron algunos aplausos respetuosos, seguidos por una ronda de miradas de soslayo y murmullos, escondidos detrás de manos levantadas, similares a los que se había ganado Akeylah.

Claramente nadie aprobaba a la reina extranjera.

Akeylah no podía culparlos por completo. Genal colonizó a las Regiones, abusó de ellas durante siglos, luego pasó cuatrocientos años, desde entonces, intentando reclamar el territorio que creían suyo por derecho. Esa guerra, la más reciente, solo fue la última en una serie de luchas progresivamente brutales.

Aun así, no era culpa de Rozalind. Ella no había pedido nacer genalesa más de lo que Akeylah había pedido nacer en la Región Este o haber sido criada por un monstruo. Y la habían enviado allí como una demostración de paz, con la esperanza de que ambos reinos pudieran olvidar sus atrocidades pasadas y seguir adelante hacia un mejor futuro.

Incluso aunque algunas personas no aprobaran la paz, debían entender que Rozalind era una ficha en ese juego. Al igual que Akeylah.

Una pieza que algún día podría ser reina.

Expulsó ese pensamiento de su mente. Imposible. A pesar de ese banquete, a pesar de la Ceremonia de Sangre y el interminable desfile de cortesanos que estrechaban su mano y la felicitaban —¿por qué, por haber nacido?—, ella aún no podía creer que aquello fuera real.

¿Era la hija de un rey?

Y, como si fuera poco, había maldecido a ese rey. Su crimen no solo era peor de lo que había pensado, prácticamente estaba siendo recompensada por él. El rey Andros mismo lo dijo. Si él no hubiera enfermado, habría aguardado con la esperanza de engendrar a un heredero legítimo con su nueva esposa.

Su estómago volvió a revolverse, esta vez ante la idea de Rozalind en la cama de su padre.

Contra su voluntad, Akeylah volvió a echar un vistazo alrededor de la habitación. Esta vez encontró a Rozalind llevando un par de copas de néctar a una preciosa mujer norteña vestida con una bata dorada del desierto. Las dos acercaron sus cabezas, murmuraron, después se sacudieron con una risa que Akeylah pudo escuchar al otro lado de la pista de baile.

Más revuelo en su estómago.

Pero podía controlarlo. Estaba acostumbrada a mantenerse en las sombras. Acostumbrada a no obtener nunca lo que deseaba. Toda su vida se había preparado para la decepción.

Sin embargo, no estaba preparada para que Rozalind encontrara su mirada. O para que la reina elevara la copa, lentamente, mientras le mantenía la mirada al dar un trago al néctar. Cuando volvió a bajar la copa, Akeylah pudo haber jurado que la reina le guiñó un ojo.

En ese instante, la distancia entre ellas desapareció. Estaban de regreso en la barandilla, solas ellas dos, la fresca mano de Rozalind presionada sobre el corazón de Akeylah. Sintiendo su pulso. Calmándola. Acercándose, con esos suaves labios apenas a centímetros de los suyos, curvados en una suave pendiente que hacía que Akeylah ansiara tocarlos, recorrer el contorno…

Cayó a la realidad con un sobresalto cuando alguien tocó su brazo.

—¿Soñando despierta, lady Akeylah? —preguntó un joven noble. Los habían presentado, pero ya había olvidado su nombre.

—Ah, no, solo aclarando mi cabeza durante un momento… milord. —Akeylah aclaró su garganta. Revisó su memoria. ¿Garick? No. ¿Gavry?

—Gavin —dijo él con una sonrisa cómplice—. No te preocupes, no me lo tomo como una ofensa. El Sol sabe que te deben haber presentado a cientos de personas esta noche.

—Seguramente, creo que el doble de eso —respondió Akeylah y correspondió a su sonrisa.

—Bien. Las personas te disculparán esta noche. —Él inclinó ligeramente su cabeza—. Estoy seguro de que debe ser difícil. Tantas nuevas costumbres que aprender. Es tan diferente del Este.

La sonrisa de ella se desdibujó ligeramente. No le gustó el modo en que arrastró esas últimas palabras. Del Este. Pero él mantuvo su sonrisa educada y neutral.

—¿Ha estado en la Región Este, lord Gavin? —preguntó ella.

—Ah, sí. He estado allí por la guerra. Y después. En busca de los rebeldes. —Los ojos de él se entornaron.

—Entonces debo darle las gracias por sus servicios. —Ella sonrió. Su voz no tembló.

—No fue nada. Lo menos que podía hacer por Kolonya.

Kolonya. No las Regiones. Antes de que pudiera conjurar una respuesta, él se inclinó.

—Espero volver a verla, lady Akeylah.

Ella lo observó atravesar la pista para enlazar su brazo con una bonita joven kolonense, a quien sacó a bailar.

Akeylah necesitaba un descanso.

Rodeó el límite de la pista y se dirigió al camino del jardín, hacia el sitio en el que había estado con Rozalind antes. Cuando apenas había llegado al primer árbol, sintió un tacto fresco en su brazo.

Su corazón latió a paso doble cuando se dio la vuelta para encontrar a la reina a su lado.

—¿Ya te vas? —preguntó Rozalind.

—Solo necesitaba un poco de aire.

—¿Una noche en la corte y ya estás cansada de las multitudes? —La sonrisa de Rozalind se amplió, entretenida. Las orejas de Akeylah ardieron.

—Nunca me han gustado las reuniones extensas. —No había sido invitada a ninguna antes, pero de todas formas—. Su Majestad, me disculpo si he dado un paso en falso antes…

—Por favor. —La reina la interrumpió—. Es Rozalind. Y yo debería disculparme por no haberme presentado de manera apropiada. Estaba disfrutando de la posibilidad de hablar como yo misma durante un momento, más que como una reina. Espero que no sientas que te he engañado.

—En absoluto. —Akeylah intentó no pensar en el espacio entre ellas o en el modo en que el aire se hizo más cálido a su alrededor. Ella está tan cerca.

—Bien. —Sus ojos bajaron a la boca de Akeylah, tan rápido que no pudo estar segura de haberlo imaginado—. Bueno, no dejes que te distraiga de tomar aire. —Rozalind inclinó su cabeza y Akeylah hizo una reverencia. Para el momento en que se levantó, Rozalind ya había desaparecido, de regreso hacia la fiesta, dejando el pecho de Akeylah dolorosamente cerrado.

No puedes hacer esto, Akeylah.

No podía tener sentimientos. No por Rozalind. No por la mujer de su padre.

Siguió avanzando a través de los árboles. Pasó junto a algunos grupos de cortesanos que conversaban, su hermana Florencia entre ellos, y un hombre joven con un traje elegante y un vestido de estilo sureño. Florencia la miró con curiosidad, pero no la reconoció más allá de eso. Estaba bien. Akeylah había tenido suficientes conversaciones incómodas esa noche.

Al final del camino, despejado de otros nobles, apartó el último sauce. Entonces se quedó helada. Observó directamente al mismísimo balcón en el que ella y Rozalind habían conversado más temprano esa misma noche, impactada.

Alguien había pintado en él, letras rojas que caían por el marfil pálido.

Semillas sangrientas engendran granos sangrientos, ryesdottir.

Akeylah miró a su alrededor. No había nadie a la vista, aunque aún podía escuchar voces detrás de ella en los árboles, personas que conversaban y reían. Su corazón comenzó a golpear contra sus costillas.

Reconoció la frase. Cualquier niño conocería la rima. Los mares sabían que sus hermanos la habían perseguido por la casa recitándola demasiadas veces.

Semillas sangrientas engendran granos sangrientos, lo que maldices regresa para acecharte, y si la sangre familiar corrompes sellas tu propio destino maldito,

Como la mayoría de las rimas infantiles, era más oscura de lo que parecía. Era una canción sobre las Artes Vulgares, prometía que al usar esos diezmos prohibidos, regresarían a maldecirte también.

Akeylah comenzaba a creerlo.

Y la última palabra, ryesdottir. Dialecto Tarik. Un lenguaje prohibido, al igual que su nombre, aunque muchos esteños aún lo hablaban en secreto. Padre nunca se había molestado en enseñárselo a Akeylah, pero había escuchado algunas palabras de los comerciantes. Suficientes para comprender ese término.

Rye. Rey.

Dottir. Hija.

El cuerpo de Akeylah se enfrió. Ese mensaje era para ella. Estaba segura de eso.

Se arrodilló y tocó la pintura. Seguía fresca. Con una última mirada sobre su hombro, levantó el borde de su vestido y comenzó a borrar las palabras. No importó. Incluso después de haber limpiado todo el balcón y de que la pintura fresca se pegara a sus piernas, el mensaje permaneció grabado en su mente.

Alguien sabía que ella había maldecido al rey.

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