Rule

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10. Florencia

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10. Florencia

Florencia

Los tacones turquesas de Ren resonaban sobre el suelo de madera de marfil de la pista de baile mientras buscaba a un nuevo objetivo. La fiesta aún estaba animada y quedaban muchos nobles por conocer antes de que el amanecer tiñera el cielo. El embajador Perry le hizo una seña, pero ya había dado un largo paseo con él por los jardines. Más atención sería darle falsas esperanzas. Así que sonrió y siguió adelante.

Todos los nobles parecían sorprendidos por ella. Impresionados por su memoria para los nombres, declararon unos pocos. Poco sabían de lo que ella había aprendido además de sus nombres con los años. Sabía que disfrutaban mucho de su fuerte vino, qué criadas calentaban sus camas. Qué chicos de las cocinas calentaban otras.

Madre tenía razón. Servir le había dado una enorme ventaja sobre las otras dos chicas.

Resistió una oleada de irritación. Eso era lo único frustrante sobre el giro de los acontecimientos. Finalmente había ascendido a la nobleza; a un estrato muy superior a nada que hubiera soñado conseguir. Pero tenía que compartir el pedestal con las dos candidatas menos probables en las Regiones.

La esteña podía estar bien, con un guardarropas apropiado, por el Sol. Pero ¿la Viajante? Muchos músculos y nada de dignidad. Podría ser un buen soldado raso, pero no tenía la sutileza ni la profundidad para gobernar un reino.

¿Y yo?

Ren empujó el interrogante al fondo de su mente al pasar junto a otro noble.

—Lord Hane.

—Lady Florencia, es un placer. —Hane era apuesto, con los ojos sureños oscuros de su madre, que acentuaban la amplía nariz kolonense de su padre. Por debajo del nuevo estatus de ella, pero a Florencia seguramente no le importaría coquetear un poco—. ¿Necesita que se la llene? —Miró la copa de néctar vacía de ella.

A decir verdad, apenas había tocado sus bebidas. Ese no era el momento ni el lugar para actuar como Sarella; no podía permitirse bajar la guardia.

—Estoy bien, gracias.

—Entonces tal vez prefiera a un compañero para la siguiente pieza. —La mirada de él recorrió su cuerpo.

Ren bajó la cabeza, fingió ruborizarse. Le había llevado horas conseguir un look espontáneo para esa noche; el pelo algo enmarañado, maquillaje ligero, sin joyas, con brillantes tacones turquesas como su único accesorio. Pero el toque de gracia, su verdadero armamento, era el feroz vestido rojo. Se ajustaba en su delgada cintura y tenía el costado abierto para enseñar sus zapatos y sus largas piernas. Por delante tenía cuello alto. En la espalda era bajo para revelar el tatuaje del alatormenta que se extendía en su columna.

Requirió un cuidadoso equilibrio el poner ese límite. Provocativa, pero modesta. Seductora, pero inalcanzable.

Por suerte, Ren tenía mucha práctica en ambos frentes.

—Eso me gustaría —estaba diciendo, cuando una mano cálida descansó sobre la parte baja de su espalda, sobre su tatuaje.

—Desafortunadamente, me temo que la dama está ocupada para esta pieza. Tal vez la próxima.

Un frío la recorrió ante el sonido de su voz. Sin mencionar su contacto. Demasiado familiar. Debió haberlo rechazado. Pero su cuerpo traidor se reveló, secretamente disfrutó de su aroma, de la sensación de él de pie a unos pocos centímetros detrás de ella. Los viejos hábitos son difíciles de erradicar.

—La próxima vez, entonces. —Lord Hane hizo una reverencia. Ren esperó hasta que estuviera lejos.

—Embajador Danton. —Esperaba que él escuchara el veneno detrás de esas palabras—. Qué… inesperado.

Se giró para enfrentarlo. Un error. Esos ojos azules como la tormenta la atravesaron.

—Podrías al menos fingir que te alegra verme. —Él la guio por la pista de baile, con mucha más gracia que cualquiera de los nobles con los que había bailado esa noche. La esencia a pinos estaba en él, al igual que siempre. Un recuerdo del bosque alpino en el que había nacido, al este.

—¿Por qué, para preservar tu orgullo? ¿O solo tu imagen pública?

Siguieron el paso juntos. Ella odiaba lo que aquel baile le provocaba. Natural. Su cuerpo lo conocía tan bien, sin importar lo que su mente pensara de él.

—Florencia, por favor. Intento ayudar. No quieres que nadie haga demasiadas preguntas. «¿Por qué a Florencia le desagrada el embajador? ¿Qué pudo haber entre ellos?».

—Desprecio —balbuceó ella.

Los dedos cálidos y callosos de Danton acariciaron la base de su espalda una vez más, sobre su tatuaje.

—Dices eso —respondió él—, pero aún no has cubierto mi recuerdo.

El alatormenta le escoció, pareció penetrar y arañar su columna. Ella aún recordaba la noche en la que él se lo había hecho. El dolor de la aguja, el placer de su tacto mientras limpiaba cuidadosamente los excesos de tinta y de sangre, y luego esparcía un bálsamo sobre la herida fresca.

—No necesito esconder mi pasado. Solo reivindicarlo. —Ella elevó el mentón. Ignoró la tormenta que la sonrisa de él provocaba en su pecho—. El alatormenta es el símbolo de mi casa, después de todo.

—Un accidente fortuito.

Él tenía razón; ella lo había escogido en un impulso, por su belleza. No fue hasta esa noche, mientras se vestía para esa fiesta, que reconoció la coincidencia. El alatormenta representaba a Kolonya, al gobernante de las Regiones unidas… y la casa personal del rey Andros.

—Tal vez parte de mí ya lo sabía —comentó.

—El subconsciente pude tener un rol más importante del que pensamos —coincidió él—. Y tú siempre has sido más perceptiva que la mayoría.

La música cambió, el ritmo se hizo más rápido. Danton la guio con experiencia por la pista y sus piernas se movieron al unísono, tan rápido que si cualquiera de ellos perdía un paso, aterrizarían sobre los dedos del otro.

Ninguno lo hizo.

—Es lo que más admiro de ti.

Era demasiado. El baile, su voz. Esa conversación, un eco de muchas de las que habían tenido antes. Cuando tenían que esconderse debajo de la fortaleza en la cueva de algún viejo rey loco. Cuando ella aún confiaba en él.

—¿Por qué estás haciendo esto? —Ella bajó la voz hasta un murmullo. Él se acercó más para escuchar y sus labios casi tocaron su mejilla—. Conseguiste lo que querías de mí. No volveré a cometer el mismo error, así que si esperas que yo…

—¿Crees que es por eso que estoy hablando contigo? —Ella detectó dolor en su cara—. Florencia, sabes lo que siento por ti.

—Sé lo que has dicho. Tus acciones hablaron con más claridad.

—Solo escúchame, por favor. Déjame explicártelo.

Le dolía el pecho. Amenazaba con abrirse.

—Dices que siempre he sido perceptiva. —Reunió su voluntad, tan fuerte como la madera pétrea—. Pero no lo he sido antes. No cuando se trató de la víbora que reptaba justo debajo de mis narices.

—Florencia…

—Nunca nadie se había acercado tanto como para meter veneno en mis venas. —Ella lo interrumpió con un murmullo furioso—. Pero gracias por la lección. —Los últimos acordes de la música terminaron y los dejaron de pie en mitad de la pista de baile—. Mis ojos están abiertos ahora. La confianza es una debilidad a la que no volveré a sucumbir.

Con eso, ella se liberó de él y se alejó. Tuvo que atravesar toda la pista de baile antes de poder respirar sin el aroma de él en sus pulmones, sin que su cuerpo le calentara la piel.

Maldito.

Tomó una copa de néctar centelleante de la bandeja de un sirviente que pasaba; sirviente al que reconoció, Iolen. Ren lo saludó con una agradable sonrisa mientras avanzaba a través de los árboles, hacia los límites exteriores del jardín. Con suerte, allí, al menos, podría respirar.

Un sirviente entregó la carta. No tenía firma, pero Florencia conocía al emisor solo por su escritura.

El gran atrevimiento. La fiesta había comenzado a reducirse, los últimos asistentes partían en parejas o tríos, apoyados entre sí para tener equilibrio mientras se aventuraban ebrios por las escaleras. Ella había coqueteado con suficientes lores, incluso con algunas damas, para alejar a Danton de su mente. ¿Y entonces tenía las agallas de hacer eso?

¿Cuántas veces tenía que rechazarlo en un día?

Ella releyó la carta, intentó ignorarla.

Encuéntrame en nuestro lugar. Tenemos que hablar. Puedes adivinar sobre qué. Me temo que debo insistir, Florencia. Le preocupó qué podría hacer él si ignoraba su petición.

Sería mejor tenerlo lo más complacido posible mientras lo mantenía a distancia. Ella se despidió de lord Hane, su último compañero de baile de esa noche. Saludó a algunas damas mientras se abría paso entre los últimos grupos de la multitud. En la esquina cercana a las escaleras vio a Sarella colgada de lord Byer, acariciando su brazo y sonriéndole con su gesto felino característico.

Ren sonrió con suficiencia. Sarella estaba rascando al árbol equivocado allí; lord Byer había tenido un romance con lord Ymir durante los últimos dos años, justo debajo de las narices de la esposa de lord Ymir.

Con una punzada, abandonó su primera fiesta como lady Florencia. Aunque, a juzgar por la luz previa al amanecer que cruzaba el cielo, había hecho un buen trabajo para disfrutarla al máximo. Deseaba poder quedarse más tiempo, olvidarse de Danton. Pero si no lo encontraba en ese momento, si no aseguraba su silencio, esa bien podía ser su última fiesta como lady Florencia.

A mitad de camino de la escalera principal, Ren se escondió detrás de una columna y se quitó sus tacones turquesas. Le estaban provocando un feroz dolor y si quería escabullirse inadvertida no podía llevarlos resonando por los pasillos de servicio.

Se metió detrás de un portarretratos del rey Ilian con expresión seria, una de las numerosas entradas ocultas que usaban los sirvientes. Detrás, siguió el laberinto de túneles. Las criadas los usaban para hacer sus tareas sin interferir con la nobleza. Porque el Sol no permitiera que nadie sufriera por ver a un sirviente y darse cuenta de que el fuego de la mañana no se enciende solo.

Nuestro lugar. Ella apretó la carta en su puño. Como si aún fuera de ellos. Como si compartieran algo más que culpa entonces.

Ren no había visitado la cueva desde el día en que Danton había desaparecido, pero sus pies recordaban el camino. Profundo en las entrañas de la fortaleza, bajando por un pasadizo ámbar debajo de la tercera torre, ella encontró la delatora rendija en la pared. Recorrió esa abertura hasta que sus dedos llegaron al extremo. Una ligera brisa sobre su piel fue la única indicación de que había más en ese muro de lo que podía verse. Abrió la puerta y se deslizó al interior.

La cueva era todo lo que ella recordaba. Un mundo de fantasía cerrado, construido por el Sol sabría quién en alguna era pasada. Olvidada hasta el día en que Danton y ella se toparon con aquel sitio.

Era de hecho una cueva, aunque qué hacía debajo de la fortaleza, Ren no podía saberlo. Muros de roca real se elevaban en ángulos extraños, como si se hubiera formado allí naturalmente. (No lo había hecho, le aseguró Danton después de hurgar en una esquina y encontrar tierra arcillosa de la jungla debajo de la roca). En el centro del lugar había una laguna profunda; su agua corría desde el río Leath. Toda una esquina de un muro estaba cubierta por una delgada cascada que alimentaba la laguna.

Bajaban estalactitas del techo y se elevaban estalagmitas del suelo, que presionaban con encontrarlos. Aquí y allá a lo largo de los muros, brillaban cristales bajo la tenue luz. Diamantes, tal vez, o alguna otra piedra semipreciosa común.

La luz era la parte más peculiar de la cueva, un pálido brillo verdoso que emanaba de las algas en los límites del agua. Hacía que Ren se relajara aunque no quisiera. Probablemente por eso Danton había escogido ese sitio. Él esperaba desarmarla. Hundirla tan profundamente en recuerdos nostálgicos que olvidara su disputa actual…

Afortunadamente, Ren no era una persona fácil de llevar.

Avanzó por la cueva para sentarse a la orilla de la laguna. Pero, al alcanzarla, sus pasos se detuvieron.

Había una manta extendida sobre las rocas.

Es lo que ella y Danton solían hacer. Organizaban falsos picnics allí abajo. Extendían mantas sobre el límite del agua y analizaban la luz que jugaba en el techo. Después se estudiaban uno al otro bajo esa luz.

¿Danton realmente pensaba que ella caería por eso? ¿Jugar como niños como si nada estuviera mal? Maldito. Ella tomó el extremo de la manta y la hizo a un lado, lista para lanzarla al agua.

En su lugar, se quedó helada, su estómago dio un vuelco.

Alguien había pintado en las rocas debajo de la manta. Tinta negra. No, no tinta. Tenía un olor raro. Casi como… ¿aceite de lámpara? Algo utilizado para encender fuego, sin duda.

O para hacer estallar embarcaciones.

Tenía sentido, dado el mensaje. Sin palabras. Solo cuatro números, más condenatorios que cualquier palabra.

1854.

Ren estiró la nota. Miró desde los números oscuros, escritos a con la tinta mortal, hasta la carta en su mano. De uno al otro. Ese no era el estilo de Danton. La nota, el subterfugio, el número críptico. Si Danton quería exponerla, él sería directo, la amenazaría cara a cara. No habría bailado con ella frente a toda la corte, ni le habría rogado que lo dejara explicarse. Aquello era algo diferente. Alguien diferente. Lo que, si fuera cierto, podía significar solo una cosa.

Alguien más sabía algunas cosas sobre Bahía Ardiente.

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