Rule

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34. Florencia

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34. Florencia

Florencia

Ren descansó su cabeza contra los azulejos de los baños. Gracias al Sol. Al fin, un sitio donde aclarar su mente y procesar los días pasados.

El funeral, dos días atrás, había hecho que finalmente todo fuera real. Yasmin se había ido de verdad. Y, por más culpable que pudiera sentirse por haber estado involucrada en la muerte de la condesa, eso significaba que ella y sus hermanas eran libres.

Libres para mirar hacia adelante. Libres para dar el siguiente paso en sus caminos. Libres para concentrarse en sus lecciones, en sus estudios junto al rey. Libres para sacar el mayor provecho de ese tiempo mientras durara, para aprender todo lo que pudieran.

Libres para descubrir qué decisión tomaría él tarde o temprano. Cuál de ellas quería que fuera su heredera. Cuál de ellas usaría la corona cuando él muriera.

Curioso. Ren había comenzado con todo eso pensando que sería ella, con los ojos cerrados. Digna hija de su madre, había planeado vencer a sus hermanas en la búsqueda de la corona. Hacer todo lo que fuera necesario para ganar. Aunque también había asumido que sería sencillo: una Viajante y una esteña no tenían posibilidades contra una kolonense, pensaba.

¿Ahora?

Ahora ni siquiera estaba segura de que ella misma fuera la mejor elección. Y, si por casualidad su padre la elegía para seguirlo, Ren no estaba segura de poder sentarse en un trono sin tener a sus hermanas a cada lado.

Tal vez nunca llegarían a comprender por qué Yasmin había saltado. Por qué había preferido la muerte antes que encarar a sus demonios. Tal vez estuviera cansada de todas las mentiras. Tal vez no quería ver la expresión en el rostro de su mellizo cuando descubriera lo que le había ocultado. Había mentido con tantas cosas. Había guardado secretos; secretos de sus hijas además de los propios. El asesinato que había cometido, las Artes Vulgares que había usado, para lo que fuera que las hubiera usado…

Ren llevó sus rodillas al pecho y las abrazó. Tenía tantos misterios de los que preocuparse…

Las esencias a menta y junípero se expandían en el vapor esa tarde. Eso la relajaba, hacía que sus ojos pesaran. Pronto, su cuerpo parecía pesado también. Resbaló un poco más, dejó que el agua alcanzara su cuello, su barbilla.

Pensó en los recortes en el Ascenso del Sol. Parecieron funcionar. Nadie se había quejado demasiado y la comida sobrante mantendría a personas, como ese granjero que conoció, alimentadas durante semanas. Con algo de suerte, eso les daría tiempo suficiente como para encarar el siguiente problema: cómo curar la plaga de los granos.

Si podían superar un problema como ese, bien, entonces tal vez solucionar las cosas en la Región Este no sería tan imposible como sonaba. Akeylah tenía algunas buenas ideas sobre la rebelión; acerca de lo que podría estar impulsándolos. Si podía implementar otros cambios, cambios como hacer recortes en toda Kolonya para ayudar más a la Región Este, tal vez podría evitar que ocurriera otra Bahía Ardiente.

Se le cerró el estómago. Mil ochocientos cincuenta y cuatro. No había pensado en ese número en días. No había sentido esa culpa, porque había estado demasiado distraída por todo lo demás. Todas las demás preocupaciones, miedos, batallas.

Había estado muy concentrada en derrotar a Yasmin. Pero ¿no era ella tan mala como la condesa, sino peor? Yasmin había asesinado a un hombre. Ren, a cientos.

Se hundió un poco más en el agua.

Su cuerpo era tan pesado… tan débil. Cansado.

Su visión se nubló. Parpadeó y, durante un momento, pareció que el agua ya no tenía el color del baño, sino un azul profundo. El color del océano, o eso había escuchado. Nunca lo había visto en persona.

Intentó mover sus piernas. En su lugar, se descubrió hundiéndose más. El agua subió por su mentón. Después, por sus labios. Luego, su boca.

Parpadeó. El agua siguió siendo de color azul profundo. En la superficie se mecían diminutas embarcaciones kolonenses. Ella nunca había visto una flota, nunca había visto un bote más grande que una canoa de remo en el río Leath. Pero había visto pinturas, dibujos de la legendaria flota de Kolonya, que solía atracar en la desembocadura del río Leath, en el Golfo del Gran Gato, en la Región Sur.

Los botes del baño parecieron crecer. Las paredes de la habitación se desvanecieron. Las embarcaciones se hicieron más grandes, sus enormes cascos hechos con madera de los árboles de la jungla de allí mismo, en Kolonya, que luego navegaba en barcazas hacia el puerto en el sur, en donde el río Leath se abría hacia el mar Cradle. En donde el agua era lo suficientemente profunda como para construir grandes embarcaciones, cada una cargada de docenas de hombres y de cañones.

Uno de esos enormes botes pareció tragársela.

Sentía que estaba de pie en las entrañas del bote. Se mecía suavemente. A su alrededor, Talones, algunos vestidos de uniformes, otros completamente desnudos, roncaban en hamacas que se balanceaban con el movimiento.

Era una noche tranquila. Sin peleas.

Porque así no era como esos hombres habían muerto.

En la otra esquina, los pocos Talones que seguían despiertos, estaban jugando. Brindaron con sus cervezas, hicieron una broma, Sus risas murmuradas se esparcieron por la cabina oscura.

Esos eran los soldados de Bahía Ardiente, en los albores de una revolución.

Al día siguiente, Ren lo sabía, planeaban desembarcar en Davenforth. Era un pequeño pueblo adormilado, sin consecuencias. Solo otra ciudad esteña y pequeña. Solo que esa ciudad había decidido refugiar a líderes rebeldes. O al menos no los había expulsado cuando habían pedido ayuda para esconderse de los Talones que marchaban por la Región Este buscándolos.

Al día siguiente, esas embarcaciones planeaban cargar sus cañones contra el castillo del alcalde, erguido en la ventosa colina al límite de la ciudad. Al día siguiente, esos soldados esperaban emerger desde sus somnolientas literas en la cabina hacia las playas y lanzarse hacia la ciudad.

Estaban allí para matar traidores. Irían contra cualquier persona que pudieran encontrar.

Ren extendió una mano para tocar al Talón más cercano, que seguía durmiendo. Descubrió que no podía moverse.

Aún podía ver, sin embargo. Aún pudo oler la pólvora en el aire y escuchar un estruendo ensordecedor.

Estaba tan oscuro…

«¡Fuego! ¡Fuego a estribor!».

Las personas se arrastraron a su alrededor. Ren intentó seguirlas, hacia las escaleras, pero no pudo moverse mientras la embarcación a su alrededor explotaba. Volaron fragmentos de madera. Volaron cuerpos, también; partes de ellos, en realidad. Ren sintió un líquido cálido en sus mejillas. No era el agua del baño. Olía a azufre y cobre.

El sonido de la embarcación viniéndose abajo era ensordecedor. Lo sintió en sus huesos; un repentino desgarro en el mundo. Las tablas bajo sus pies se abrieron y después ella quedó libre, a cielo abierto, respirando fuego y viendo un mar de miseria.

El bote se había abierto en dos. Una mitad se hundía frente a ella, con hombres que gritaban y saltaban desde los mástiles, hombres rojos saltando en olas más rojas aún.

Volaban llamas desde cada madera que permanecía a flote. Su mitad del bote se hundió más. Tan lento como para darle tiempo de mirar alrededor. Para ver cómo las demás embarcaciones en la distancia enfrentaban el mismo destino.

Cuando las heladas aguas de la Bahía Davenforth finalmente rodearon sus tobillos, sus rodillas, sus muslos, alguien sujetó su mano.

Ren bajó la vista. Encontró a un soldado que se aferraba a ella como a un salvavidas.

«Tú has hecho esto», dijo, con los dientes rojos de sangre. Había recibido un disparo. Ella notó un rastro de sangre que salía de su torso, hacia las olas que golpeaban más alto alrededor de sus cuerpos.

El agua alcanzó su estómago. Su pecho.

«Yo… Yo no…». Sacudió su mano, intentó liberarla. Esto no es real. Estoy en casa, en los baños. Estoy a salvo.

«Tú has hecho esto, Florencia. Tú nos has asesinado a todos». Él escupía al hablar. Su sangre salpicaba las mejillas de Ren. Se unía con la sangre de sus camaradas, que teñía su cara, su cuerpo, sus manos. Tanta sangre…

Abrió su boca para responder. Para discutir. Pero el agua ya estaba en su cuello, en su mentón. Cerró su boca al ser tirada hacia abajo. Durante un momento aún pudo ver el naufragio. Las profundas aguas negras de la bahía, encendidas por las llamas sobre ella.

Luego los baños regresaron. Con los azulejos de mármol, radiantes rayos de sol sobre las paredes.

Gracias al Sol.

Intentó levantarse.

Seguía sin poder moverse.

Sus brazos eran de plomo. Sus piernas eran de piedra. Todo su cuerpo pesaba, parecía hecho de plomo. Abrió la boca para gritar, después se dio cuenta de su error. Se filtró agua por sus labios, bajó por su garganta y hasta sus pulmones. Entró por sus fosas nasales, invadió cada resquicio que encontró.

Volvió a escuchar una voz. Una voz que reía. No al hombre que se había aferrado a ella en el bote que se hundía. Era una diferente esta vez. Más suave. Más gentil.

«Así es cómo los has hecho sentir», canturreó la voz. Ella no podía descifrarla. Si era masculina o femenina, vieja o joven. Era algo entre medio, un sonido de nada.

Porque está en mi cabeza.

«Te dije que te marcharas. Te lo advertí. Tenías hasta el Ascenso del Sol, ¿no te lo expliqué?». Un suspiro.

Ren intentó ir hacia la luz otra vez. Sus brazos eran tan pesados. Tan imposibles de levantar…

«Debería dejar que te ahogaras como esos pobres soldados y marinos. Es una forma terrible de morir. Lenta. Dolorosa».

Logró cruzar los brazos sobre su estómago. Enterró una uña en la suave piel de su muñeca. Intentó abrirla, diezmarse. En su lugar, la uña se dobló, suavizada por el agua, demasiado débil para cortar.

«La clase de muerte que una impostora como tú merece».

Su pie resbaló sobre algo. Un azulejo. El fondo de los baños. Enfocó toda su energía en ese músculo. En ponerse de pie.

Fue inútil.

Las luces comenzaron a titilar. A oscurecerse.

«Es hora de que yo me haga con tu puesto».

A pesar del calor en el ambiente, todo el cuerpo de Ren estaba frío. Frío, pesado y condenadamente inútil. ¿Era aquello cierto? Quizá tenía razón. Ella se lo merecía. Se merecía morir como los hombres a los que había asesinado.

«Es hora de que el verdadero heredero se haga con su puesto».

La oscuridad se extendió.

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