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18. Akeylah

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18. Akeylah

Akeylah

El último lugar en el que Akeylah esperaba terminar después de la cena era en el salón privado del rey. Pero Rozalind la detuvo de camino al Gran Salón y la invitó a la presentación de un nuevo compositor. Cuando la reina apoyó su ligera mano en el brazo de Akeylah al pasar, ella no pudo decir que no.

¿Cómo podía hacerlo, si en todo lo que podía pensar era en el delicado arco del cuello de Rozalind? En la suave caricia de sus pulgares; en el modo en que su vestido brillaba esa noche, como una estrella de plata, todo de cuentas y encaje.

Cómo hacía que las manos de Akeylah ansiaran tocar la tela. Explorar sus curvas tanto con el tacto como con la vista…

De pronto estaba sentada en un banco angosto entre Rozalind y Florencia, que había llegado poco después del comienzo de la presentación. Intentó no pensar en el hecho de que la pierna de Rozalind estaba presionada con fuerza contra la suya.

O en el hecho de que la última vez que habló con Rozalind, la reina convenientemente mencionó el tema de los niños kolonenses que maldicen a sus padres.

¿Coincidencia? ¿O algo más siniestro?

—¿Otra ronda? —preguntó Rozalind. Su aliento cálido acarició la mejilla de Akeylah y la devolvió a la realidad.

—Por supuesto —respondió Florencia, al mismo tiempo que Akeylah dijo:

—Será mejor que no. —Y su rostro se acaloró—. Es decir, si ambas bebéis una más, supongo que… —Su cabeza ya daba vueltas por las dos primeras copas de néctar, una en la cena y la segunda en ese pequeño salón, cálido por el calor corporal de una docena de nobles. Cuando Rozalind se levantó para ir a buscar las bebidas, Akeylah tomó una profunda bocanada de aire, desesperada por aclarar su mente.

No es la reina. No puede ser.

O, mejor dicho, ella no quería que fuera la reina. Si Rozalind estaba en su contra, entonces ella no tendría a nadie en la fortaleza. Ni amigos, ni confidentes. Nadie a quién recurrir por ayuda, apoyo o por la suave caricia de unos dedos delicados y frescos contra los suyos, que lanzaran chispas por sus venas…

En la esquina más lejana, un violinista tocaba una composición para cuerda, una agradable música de fondo para la conversación.

—Gracias —dijo Florencia después de un largo momento de silencio. Akeylah pensó que debía haber escuchado mal.

—¿Por qué?

—En la cena. Cuando me apoyaste frente a Sarella.

—Ah, no fue nada. Ella estaba siendo tan… —Akeylah presionó los labios sin saber cómo expresarlo.

—¿Horrible? —Florencia rio—. Solo está enfadada porque estoy por encima de ella ahora, ya que solía ser su criada. Así que aprecio la, eh, ligera invención.

—Estoy practicando —admitió Akeylah, antes de darse cuenta de cómo debía sonar eso.

—¿Practicando mentir? —La mirada de Florencia se endureció.

—Me han dicho que no es mi fuerte. —Akeylah siguió el camino de Rozalind por la habitación.

—Es bueno saberlo. —Florencia siguió la mirada de Akeylah—. Un consejo. Sería mejor no dejar tus debilidades en evidencia tan abiertamente.

Por los mares. ¿Florencia la había pillado observando a la reina?

Decidió no beber la próxima copa que Rozalind había ido a buscar. Necesitaba sus sentidos intactos.

—Todo esto debe ser fácil para ti.

—¿Parezco particularmente falsa, hermana? —Florencia alzó una ceja, aunque también sonrió. Akeylah casi ríe.

—No, es decir… La corte. Como comportarse, qué decir, a quién provocar o a quién evitar. Todo eso debe serte familiar, al haber crecido aquí.

—Sí. —Florencia encogió uno de sus delgados hombros—. Pero la fortaleza no es el único lugar en el mundo. Supongo que existen ventajas en crecer en otro sitio también. Ciertas cosas que pueden aprenderse, si estás en la posición correcta para escucharlas. —Algo atravesó su rostro, solo durante un momento. Después volvió a sonreír, pura amabilidad.

Akeylah pensó en Jahen. Al crecer, ella había aprendido cómo apaciguarlo. Cómo estar en silencio, cómo evitar el enfado. Cómo recibir un golpe sin parpadear.

Ella nunca pensó que esas habilidades pudieran aplicarse a la vida en la fortaleza.

—Sí que he aprendido algo de información útil —balbuceó. Aunque dudo que haya valido una vida de abusos—. Es raro. Tú y yo compartimos la mitad de nuestra sangre, y aun así nuestras vidas han sido muy diferentes. Una kolonense y una esteña, criadas en mundos separados. Aunque supongo que hay algunas relaciones. —Inclinó la cabeza—. Tú y el embajador os conocéis también. Qué interesante coincidencia, ¿no crees?

—El embajador conoce a muchas personas. —La postura de Florencia se endureció.

Por su tono, Akeylah supo que había cometido un error. Había preguntado algo demasiado personal. Maldición. Y justo cuando finalmente estaba teniendo una verdadera conversación con la chica.

Aún estaba buscando un cambio de tema apropiado, cuando Rozalind dejó dos copas más en su mesa. Notó entonces que la reina todavía tenía su primera copa, y se arrepintió aún más de haber aceptado otra.

—Un brindis —propuso la reina mientras regresaba a su asiento, más cerca de Akeylah esta vez. Todo su costado estaba en contacto con Rozalind, sus brazos pegados mientras buscaba su copa—. Por nuestra nueva familia unida. —Miró a Akeylah a los ojos por encima del borde de su copa.

—Por las conversaciones esclarecedoras —coincidió Florencia y levantó su copa también. La boca de Akeylah se secó.

—Por las malas mentirosas —dijo finalmente, lo que hizo que Florencia y Rozalind rieran, la reina más convincente que su hermana. Las tres chocaron sus copas y el ruido del cristal resonó por la habitación mientras la música se silenciaba.

Fue entonces cuando las puertas al otro extremo de la habitación se abrieron de golpe.

La mitad de las personas del salón se pusieron de pie, Florencia incluida. Akeylah y Rozalind intercambiaron miradas de sorpresa.

Un Talón uniformado atravesó el salón hacia el rey.

—Su Majestad. —Hizo una profunda reverencia—. Traigo noticias urgentes.

Desde el pasillo, Akeylah escuchó más voces, pasos. Alguien gritaba. Todo seguido por un fuerte estruendo, un gemido apagado. Después, dos Talones más dieron la vuelta a la esquina con un hombre atado y amordazado suspendido entre ellos.

—Atrapamos a este hombre huyendo de la fortaleza después de que intentara meterse dentro. El antiguo sirviente del príncipe Nicolen lo ha identificado como el hombre que confesó su asesinato.

Algunos nobles jadearon. Rozalind aferró la mano de Akeylah y la presionó con fuerza. Akeylah la correspondió, para tranquilizarla. En cuanto a Andros, su expresión se mantuvo en blanco, impávida.

—Creemos, que ha llegado a la Ciudad de Kolonya con intenciones de hacerle daño a usted o a otros miembros de su familia.

¿Eso puede significar…?

Los Talones llevaron al hombre directamente hacia el rey y el tercero lo sujetó del pelo y le levantó la cabeza. Era joven; más joven de lo que Akeylah esperaba que fuera un asesino. Su pelo estaba enmarañado en un nido negro como el de Zofi, sus facciones duras y norteñas.

Akeylah se preguntó si el hombre (joven, en realidad; parecía apenas mayor que la misma Akeylah debajo de su desaliñado rastro de barba) había hecho algo más antes de que lo pillaran en la fortaleza. Algo como, tal vez, enviar un mensaje amenazador a alguna de las otras hijas de Andros.

Su mirada pasó del chico a su padre. Reconoció la cuidadosa expresión en blanco del rey. Ella la padecía con demasiada frecuencia frente a los ataques de furia de Jahen. Solo podía imaginar cómo debía encontrarse Andros, al enfrentarse al hombre que había asesinado a su único hijo.

—Retiradle la mordaza —ordenó Andros, con la voz tranquila, Después se puso de pie. Cualquier rastro de su enfermedad se desvaneció en ese momento. Él parecía realmente el rey atemorizante y legendario que había derrotado a Genal no una, sino dos veces durante su largo reinado.

»Te acusan de asesinato —le dijo al Viajante—. ¿Cómo te declaras?

—¿Eso importa? —respondió el joven—. Me matará sin importar lo que diga. Solo termine con esto.

—No sé cómo se supone que tu banda trata los problemas, pero en Kolonya nos apegamos a la ley. No asesinamos por antojo.

—Dígale eso a sus Talones. —Se carcajeó el chico—. Pregúnteles si se comportan bien cuando no están tratando con kolonenses.

Los soldados se enfurecieron. Uno de los hombres que aferraba sus brazos lo retorció con fuerza. Las rodillas del chico se vencieron y él gimió de dolor.

Es tan joven. El dolor en sus ojos resultaba tan familiar para Akeylah como los huesos de su muñeca, la cicatriz en su muslo.

—Detente —ordenó el rey Andros. El Talón aflojó su mano.

—¿Lo ve? —El Talón resopló, aún sonriente, pero temerario entonces.

—Suficiente. Tenemos testigos de tu confesión después del asesinato. Si tienes algo que decir en tu defensa, habla ahora. De lo contrario, debo presumirte culpable.

En ese momento, la mirada del chico recorrió la habitación y se fijó en ella. Por una fracción de segundo, el corazón de Akeylah se detuvo. Si él era su extorsionador, ¿intentaría intercambiar esa información? ¿Vender el crimen de ella para salvar su vida?

Pero los ojos de él pasaron de ella a Florencia, luego regresaron al rey.

—Ya he confesado una vez. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? He asesinado al príncipe condenado por las arenas. Lo volvería a hacer si pudiera.

Solo el ligero pulso de una vena en la sien de su padre reveló su furia.

Ella reconoció eso, también. Se vio a sí misma en la cocina, tragándose su furia y su miedo, mientras Jahen gritaba y rompía botellas. Tal vez había aprendido más que a disfrazar sus propios pensamientos en esa casa. Tal vez había aprendido a cómo ver ese disfraz en otros también.

Tras una pausa, Andros asintió hacia los Talones.

—Llevadlo al calabozo. Por la mañana veremos si tiene algo que decir por sí mismo.

—¿Y si no lo tiene, Su Majestad? —El Talón al mando hizo una reverencia.

El rey Andros regresó a su silla. Solo Akeylah pareció notar la pesadez con la que aterrizó. Andros se tomó un momento para levantar la copa de néctar que había estado revolviendo toda la noche, mientras fingía beber. Entonces inclinó la copa, analizó el líquido color ámbar y bebió un largo trago.

—Preparad la horca. Si no tiene más evidencias o información para agregar a su confesión, será colgado.

—No puedo comprender por qué no se defendía —Akeylah caminaba codo con codo con Rozalind por los pasillos de caoba hacia las recámaras, de un modo que estaba comenzando a ser demasiado natural.

¿Acaso el Viajante podía ser su extorsionador? Él ya había asesinado a un miembro de la familia real. Pero, si así fuera, ¿por qué no hablaba y revelaba su secreto para salvarse a sí mismo? ¿Estaría esperando para decírselo al rey en privado?

Supuso que lo sabría por la mañana. O bien él estaría muerto para entonces y el asunto acabaría, o bien ella sería la que estuviera en el calabozo.

¿Y si no era ese joven? La pregunta daba vueltas en el fondo de su mente. Odiaba la situación. La haría cuestionarse a todos a su alrededor, incluso a personas como la reina. La única amiga que había conseguido.

La chica que desearía que fuera más que una amiga.

—Quizás él no le teme a la muerte. —Rozalind negó con la cabeza.

—Pero debe haber algo más en la historia. —Akeylah sintió un escalofrío—. ¿Por qué ha asesinado al príncipe? ¿Qué sucedió esa noche?

—Algunos dicen que le han pagado por hacerlo. Otros dicen que fue una pelea en un bar.

—Pero morirá si no dice algo. ¿Cómo podría valer la pena morir por un asesinato pagado o por una pelea en una taberna?

—¿Tú morirías para preservar tu honor? ¿O para defender una causa en la que crees?

Akeylah consideró el momento en el que Jahen cerró su puño alrededor de su cuello. El momento, uno entre tantos, en el que ella estuvo segura de que moriría. Pensó en su reacción. Rezarle a la Madre Océano, cerrarlos ojos y aceptar su destino.

—Supongo que hay peores causas por las que morir —respondió finalmente. Como morir por la ira del viejo cascarón ebrio de un hombre.

—Quién sabe. —Rozalind se encogió de hombros—. Él podría haber asesinado al príncipe por su propia voluntad. El Sol sabe que el Príncipe Plateado tenía enemigos más que suficientes. Y quién no, cuando eres un heredero.

—Maravilloso. —Akeylah hizo un mohín. Rozalind le dedicó una mirada a su expresión y se apenó.

—Lo siento, Akeylah. Olvido que esta vida es nueva para ti.

Esta vida. En la que las personas esperaban intentos de asesinato a la vuelta de la esquina. En la que apuestos hombres jóvenes que podían o no ser asesinos a sueldo escupían al rey y llamaban rufianes a sus soldados. En la que las reinas enlazaban sus brazos con los tuyos y te decían que harías enemigos simplemente por ser quien eras.

Aunque Akeylah ya sabía lo peligrosa que era esa fortaleza. Lo supo en el momento en que alguien escribió un mensaje sangriento para que ella lo encontrara.

—Yo no he pedido esto. —Liberó su brazo del de Rozalind—. Nada de esto. Los trajes, la corte, el… el trono.

—Podrías renunciar a todo eso. —Rozalind la observó cuidadosamente.

—Sí. Podría decirle al rey «gracias, pero no gracias, prefiero ir a casa». —Pero ¿para qué? ¿Para recibir más golpes? ¿Para vivir recluida en una esquina?—. No hay nada allí para mí. Claro, aquí tampoco hay nada…

—¿Nada? —Una grieta apareció en el ceño de la reina. Akeylah se estremeció.

—No me refería a…

—Lo entiendo. —La reina levantó su falda—. Es un lugar difícil. Pero puedes adaptarte, si encuentras una razón lo suficientemente buena como para quedarte. —Ella la miró a los ojos una vez más y trató de sonreír sin ganas—. Con egoísmo, espero que lo hagas.

Antes de que pudiera responder, Rozalind avanzó por el pasillo, por el camino hacia su propia recámara. La recámara que compartía con su padre. Akeylah la observó marcharse y siguió observando mucho después de que sus pasos se hubieron desvanecido.

Finalmente, se giró hacia su habitación. Deja ir a Rozalind. Era mejor así.

Pero, antes de que pudiera dar un paso, las antorchas parpadearon. Una vez. Dos veces.

No sintió ninguna brisa. ¿Tal vez el aceite estaba acabándose? Había alcanzado la primera antorcha cuando todo el pasillo se quedó a oscuras.

Sus dedos rozaron la pared. Permaneció quieta, esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Aún se filtraba la tenue luz de luna por las ventanas; solo la de Syx a esa hora, más pálida que la luz de las otras dos lunas. Por sus delgados rayos, Akeylah distinguió una figura en el extremo del pasillo. Alta, esbelta. Ella parpadeó y la figura se acercó una ventana más. Cinco metros recorridos en una fracción de segundo.

—¿Ho-hola? —Akeylah se pegó contra la pared. Aferró su falda en un puño, en caso de que necesitara correr. Por primera vez en su vida deseó tener un arma.

Volvió a parpadear y la figura apareció otra ventana más cerca. Lo suficientemente cerca como para escucharla.

—¿Quién está ahí?

La figura hizo una reverencia.

—Muéstrate —exigió Akeylah—. Esto no es divertido.

Resonaron pasos desde otro pasillo, tras una esquina. Akeylah lanzó una mirada en esa dirección.

Cuando volvió a darse la vuelta, la figura se había desvanecido.

Un momento más tarde, las antorchas volvieron a la vida. Las llamas ondearon alegremente en sus soportes, como si nada hubiera ocurrido.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Echó un vistazo por el otro pasillo y encontró a un sirviente caminando en su dirección.

—Milady, ¿está bien?

—Bien. —Ella acomodó su falda y miró hacia atrás, al punto donde la figura había estado.

Había algo en el suelo. Un tubo metálico, como el pergamino que el escarlata le había llevado.

—¿Puedo ayudarla en algo? Escuché un grito. Sonaba alterada.

—No, para nada. —Una sensación terrible apareció en la boca de su estómago. Algo le decía a Akeylah que ya sabía lo que diría ese pergamino.

De quién provendría.

—¿Está perdida? Puedo ayudarla a llegar a su habitación. —El sirviente se acercó a su lado, ávido de ayudar.

—Solo me he tropezado. —Ella lo evadió con una mano—. Gracias, pero puedo ir por mi cuenta.

Él frunció el ceño, pero volvió a inclinarse de todas formas.

Akeylah esperó hasta que se hubiera retirado antes de acercarse a recoger el pergamino. Lo escondió debajo de su falda y se dirigió con rapidez a su habitación. Se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada antes de abrir el cierre metálico con dedos temblorosos.

Tus manos manchadas de sangre nunca tocarán la corona mientras yo pueda evitarlo.

Vuelve por donde has venido, esteña.

O le mostraré al rey exactamente a qué clase de hija está acogiendo.

La escritura era preciosa. Cada letra con perfectas curvas en la página, como si estuvieran impresas en un libro.

Sus manos temblaron mientras volvía a enroscar la nota. Parte de ella quería quemarla. Pero podría necesitarla más adelante. Podría necesitarla porque…

Tomó una profunda bocanada de aire. Porque era una pista. Una pista de quién estaba tras ella. Una forma de encontrar al extorsionador, tal vez incluso de detener sus amenazas de algún modo.

Ella no le había mentido a Rozalind. No tenía interés en el trono. Pero sí quería quedarse allí. La vida en la fortaleza, por muy peligrosa que pudiera ser, era preferible a una indigna muerte en su hogar, estrangulada en el suelo de una cocina. Si ella moría allí, que así fuera. Había hecho las paces con la muerte, años atrás.

Al menos allí, tenía una oportunidad; aunque fuera una pequeña. Allí, algún día podría ser capaz de vivir.

Así que Akeylah guardó el pergamino en su bolsillo. Vuelve por donde has venido, decía.

No.

Encontraría a quien estuviera haciendo eso. Pondría un fin a sus amenazas. ¿Y si no podía encontrarlos a tiempo, si le decían al rey de su crimen antes de que ella los descubriera? Bien, entonces, ella moriría de pie. Tan fuerte como ese joven Viajante que esperaba en los calabozos en ese momento. Tan fuerte como la chica que enterró un cuchillo en su muslo para maldecir a un hombre que había abusado de ella toda su vida.

Akeylah podía morir. Pero primero, daría pelea.

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