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VI

CAÍDA

El año 476 es la fecha oficial que designa el final del imperio de Occidente. No cayó con aparatosas ceremonias, ni bajo el resplandor de un incendio, ni por culpa de los iconoclastas, ni a causa de una guerra o una revolución, sino al son del suave y rítmico golpeteo de los cascos de un caballo y quizá el chirrido de las ruedas de un carro imperial. Estos ruidos los producía un mensajero que se dirigía a Constantinopla, por las carreteras del imperio; llevaba consigo la indumentaria imperial, la corona y el manto púrpura del emperador de Occidente. Lo enviaba Odoacro, rey germano afincado en Italia, y tenía orden de entregar aquellos símbolos al emperador de Oriente. Odoacro estaba decidido: ya no hacían falta.

Odoacro era de la tribu germana de los esciros. Había sido un eficacísimo general del ejército romano a mediados del siglo V. En 476 tenía tanto apoyo entre los soldados y terratenientes de Italia que dio un golpe de Estado y se convirtió en gobernante efectivo de toda la península. Pero había un problema para conseguir el poder absoluto de Italia: todavía había un emperador occidental. Sin embargo, era un emperador sólo de nombre, un muchacho de dieciséis años, hijo de un usurpador que, como no controlaba nada fuera de Italia, no suponía ninguna amenaza para Odoacro. A pesar de todo, era el momento de cortar por lo sano, la oportunidad de dejarlo todo atado y bien atado.

Odoacro escribió a Zenón, el emperador de Oriente, comunicándole que iba a deponer al emperador de Occidente. Pero esta decisión quizá fuera menos significativa que la siguiente. Odoacro también dejó claro que no tenía intención de nombrar otro emperador. El antiguo cargo, forjado por Augusto unos quinientos años antes, estaba ya tan vacío de significado y poder que no compensaba. La respuesta de Zenón dio a entender que estaba de acuerdo. Aunque el emperador oriental hizo hincapié en que respetaba la legalidad constitucional diciéndole al rey que necesitaba ser reconocido por su predecesor occidental, no se ocultaba la realidad: Zenón reconoció la toma del poder por Odoacro. Cuando recibió la noticia, el rey Odoacro, ceremoniosamente, envió al emperador oriental las vestimentas, la corona y el manto del difunto cargo occidental.

Las fuentes antiguas no dicen mucho sobre el carácter de Odoacro. Nos dejan con preguntas, una de ellas es si tenía sentido de la ironía. El emperador que acababa de deponer se llamaba Rómulo Augústulo. Los nombres, el uno del mítico fundador de Roma y el otro diminutivo de Augusto, reflejan cómo la historia de Roma había completado el círculo desde el primer gobernante hasta el más reciente; desde el primer emperador, que había creado la era de los césares, hasta el último, un niño depuesto y sin poder. El imperio occidental había gobernado el mundo mediterráneo durante más de setecientos años y ahora había caído, fragmentado en reinos gobernados por «bárbaros». Mientras el imperio de Oriente, gobernado desde Constantinopla, sobrevivía otros mil años con la designación de imperio bizantino, el de Occidente —Roma, Italia y Europa occidental— entró en la «oscuridad» de la Alta Edad Media. ¿Cómo había llegado a esto el mayor y más influyente imperio del mundo antiguo? ¿Cómo había caído?

Desde hace siglos vienen dándose respuestas a estas preguntas, las más persistentes de la historia antigua. Sugieren de todo: paludismo, saturnismo, tumores producidos por baños de vapor demasiado calientes, erosión del suelo, cambio climático, reducción de la población infantil, despoblación, gobierno ineficaz, bancarrota, decepción de las oligarquías provinciales, hundimiento de los valores morales, desmoronamiento de las religiones tradicionales, desintegración de la disciplina en el ejército. En el siglo XVIII, Edward Gibbon dedicó tres volúmenes de su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano a responder a estas mismas preguntas. Reflejando las ideas de su época, Gibbon describió casi trescientos años de historia del Occidente romano (desde 180 a 476) y dijo que el cristianismo había sido el principal culpable. Creer en la otra vida, sugirió, socavó profundamente la férrea resolución y disciplina necesarias para sufrir privaciones por el bien del imperio. La opinión de Gibbon sobre un proceso a todas luces inevitable, complejo y desarrollado con lentitud fue muy influyente en los siglos posteriores. Pero los últimos estudios sostienen un punto de vista diferente. El imperio romano se hundió de manera sincopada; no cayó inevitablemente, sino bajo el impacto de espectaculares y potentes ondas expansivas que se dejaron sentir en el último siglo; y los causantes de estas crisis fueron los invasores bárbaros[1].

En este capítulo me concentraré en uno de estos momentos decisivos: el saqueo de Roma en agosto de 410. Contaré cómo la mayor ciudad del mundo antiguo, la ciudad-Estado que gobernó un imperio inmenso durante más de setecientos años, cayó ante los bárbaros y fue ritualmente saqueada. La destrucción de la vieja ciudad es un momento ilustrador de vital importancia, porque las fuerzas que llevaron a cabo el saqueo personificaron las ondas expansivas que destartalaron el imperio de Occidente entre 378 y 476. Quizá la mayor de estas fuerzas fuese la motivación de los bárbaros. Sus invasiones procedían de una simple idea: el imperio romano era un El Dorado que ofrecía la oportunidad de una vida mejor. No fueron a destruir Roma, sino a formar parte de ella. Sin embargo, por tratar de conquistar un lugar dentro del imperio, de conseguir un tratado de paz y una tajada de esa prosperidad, lo destruyeron.

El hombre que dirigió el saqueo fue un godo llamado Alarico. Casi todo lo que se sabe de él y de su vasto número de seguidores subvierte el concepto romano de «bárbaro». No era un tarugo salvaje e irracional, sino un cristiano y un hombre de palabra. Sus tropas no eran una horda de maleantes, sino un ejército organizado y eficiente que no sitió Roma para robar un botín inmediato de oro y joyas, sino con previsión, con idea de ejecutar un plan a largo plazo. En pocas palabras, Alarico el godo, el bárbaro, el saqueador de Roma, tenía mucho de romano. Había luchado y aprendido en el ejército y revelaba una forma de pensar estratégica y una mente preparada y calculadora que no se parecía a la de un invasor bárbaro, sino a la de un excelente general romano: un César, un Augusto, un Vespasiano o un Constantino. Pero en un aspecto era muy poco romano. No consideró el saqueo de una ciudad extranjera como una victoria, sino como un completo fracaso.

Ésta es la historia de cómo la ambición, la traición y los conflictos internos acabaron con la mayor ciudad del mundo antiguo. Los principios con los que Rómulo había fundado Roma unos mil doscientos años antes reaparecieron y obsesionaron a la ciudad en el momento preciso de su destrucción.

EL IMPERIO SE RESQUEBRAJA

Año 376. El imperio llevaba más de una década dividido oficiosamente en dos mitades. El emperador Valente gobernaba el este desde Constantinopla y el emperador Graciano desde Milán, la capital imperial. Pero aquel año Valente no se encontraría en su sede de gobierno, sino más cerca de la frontera romana oriental, en Antioquía, tratando de apagar un fuego: el rey Sapor, caudillo del renaciente imperio persa, amenazaba la frontera oriental romana. Valente estaba canalizando todos los recursos que podía para afrontar la amenaza. Desplegó un gran número de soldados y para alimentarlos Valente utilizaba gran parte de los impuestos agrícolas. A mediados del siglo IV, la economía y los recursos del imperio eran lo bastante robustos para resistir tales demandas. Pero para lo que no estaba preparado era para la espectacular cadena de acontecimientos que se produjo en la frontera nororiental. Junto al Danubio, en algún punto entre las actuales Bulgaria y Rumania, el imperio estaba a punto de presenciar la mayor crisis de refugiados del mundo antiguo. Y se encontraría fatalmente indefenso.

Allí, cerca del Danubio, en la frontera norte, se habían congregado unos 200 000 godos. No eran un ejército invasor, sino una nación de familias, hombres, mujeres y niños, que buscaban cobijo en masa. Habían llegado con sus carros y animales, con arados y todas las posesiones que podían transportar: sillas, pieles, cacharros, vasijas de plata y utensilios de hierro y bronce. Al llegar a la frontera, habían acampado en la orilla norte del ancho río, y su jefe había mandado un enviado a solicitar humildemente permiso del emperador Valente para cruzar la frontera y vivir en sus dominios[2]. Habían llegado hasta allí obligados: la vida se había vuelto demasiado peligrosa al otro lado de las fronteras. Habían huido de sus tierras, situadas entre las costas noroccidentales del Mar Negro y el sur de los Cárpatos (véase el mapa de la pág. 366). Habían ocupado aquellas tierras porque allí podían instalarse, fundar casas de labor y beneficiarse de la economía de los estados-clientes de Roma, es decir, las comunidades de las regiones fronterizas que comerciaban con los romanos. Pero en 376, la riqueza de las tierras godas había llamado la envidiosa atención de otros que querían sacar tajada.

Quienes habían puesto en marcha la crisis del Danubio, el «semillero y origen» de la crisis, eran los hunos. El mejor historiador romano de este período, Amiano Marcelino, los describe como anormalmente «salvajes», «de constitución chaparra, con fuertes extremidades y cuello ancho», unos sujetos «tan asombrosamente feos y encorvados que parecían animales de dos patas»[3]. Pero una versión menos partidista y más moderna revela que eran un pueblo nómada, experto en el uso del arco, que procedían de las estepas que se extendían entre Mongolia y los márgenes orientales de Europa. La pobreza de la tierra y las desagradables condiciones climáticas dictaban el modo de vida errante de este pueblo. Quizá al ver la riqueza de la región del Mar Negro, los hunos se movieron hacia el oeste, creando confusión, saqueando y desestabilizando los territorios godos que encontraban en su camino. Fue el momento de la diáspora, el momento que obligó a los godos a salir de sus tierras y llegar a las fronteras del imperio romano.

Pero al acercarse a Roma, los godos, que eran básicamente agricultores, estaban apostando muy fuerte. Buscar asilo era una decisión que habían meditado durante mucho tiempo. Es cierto que el imperio representaba una economía estable y desarrollada, y que la vida dentro de sus fronteras ofrecía la oportunidad de tener un futuro mejor y más protegido que la vida del otro lado. La antigua vida había estado caracterizada por la constante amenaza de los hunos. Pero, por otro lado, al cruzar la frontera estaban poniendo a toda su nación a merced de Roma; se exponían a una nueva amenaza en potencia: la esclavitud o la muerte. Los jefes godos habían tomado por fin una decisión: la vida bajo Roma sería el menor de los males. Prudentemente, enviaron una petición al emperador Valente. Qué poco sabían que no eran los únicos que afrontaban la crisis con cautela.

Valente debería haber saltado de alegría al conocer la llegada de los godos, ya que eran una cantera potencial de reclutas para el ejército. Con ellos, decían los aduladores de la corte de Valente, se podría sacar más dinero a las provincias. En lugar de las levas habituales, la corte oriental podía pedir a las provincias que contribuyeran con oro. La verdad fue muy diferente. Es más probable que Valente y sus consejeros temblaran de miedo al ver la situación del Danubio. Con el grueso del ejército romano en la frontera oriental, las tropas del oeste tenían poca presencia en las fronteras septentrionales. La escasez de soldados significaba que, lejos de controlar la situación, los romanos no estaban en condiciones de solucionar la crisis de los refugiados. A pesar de todo, Valente autorizó a una de las tribus godas para que cruzara el Danubio. Transportados en barcos romanos día y noche, los tervingios recorrieron los peligrosos rápidos del río, y cruzaron la frontera como «lava del monte Etna». Mientras, las fuerzas romanas disponibles patrullaban el río para contener a la tribu de lo greutungos. Pero los que cruzaron la frontera pronto se darían cuenta de lo poco preparados que estaban los romanos para su llegada[4].

Durante el invierno de 376-377, mientras los generales de la frontera esperaban que Valente enviara tropas del extremo oriental para ayudarles a colocar a los refugiados, los godos sufrieron una demora larga y dolorosa. El mar de tiendas y cabañas de la orilla romana del Danubio ocultaba las horribles condiciones que soportaron aquel crudo y frío invierno. La deficiente situación sanitaria y la escasez de comida convirtió su vida en un infierno. Los generales romanos no tenían intención de hacer nada al respecto. De hecho, estaban más preparados para empeorarlo. Transformados en estraperlistas, aprovecharon la ocasión para sacar un rápido beneficio de los pobres «bárbaros». Los generales daban comida a los hambrientos refugiados a cambio de esclavos, incluso se quedaban con los hijos de los godos más pobres. Los godos que comerciaron debieron de sentirse doblemente asqueados al descubrir que habían cambiado niños por carne de perro[5].

Las tensiones entre romanos y bárbaros pronto estuvieron al rojo vivo. Para evitar la crisis que cada vez se descontrolaba más, el principal general romano ordenó a los godos que se dirigieran al cuartel regional de Marcianópolis. Pero no tenía suficientes soldados para vigilar la frontera y acompañar a los godos tervingios al mismo tiempo. Los godos greutungos, al darse cuenta de que la frontera no estaba vigilada, cruzaron en secreto el río en balsas de madera y canoas construidas con troncos de árbol, y se introdujeron silenciosamente en territorio romano. Con los greutungos siguiéndoles a una distancia prudencial, los tervingios llegaron a Marcianópolis. Pero allí les esperaba otra desagradable sorpresa.

La mayoría de los godos quedó retenida por los soldados fuera de las murallas de la ciudad. Dentro, los generales invitaron a los jefes «bárbaros» a una suntuosa comida. Quizá para sembrar la confusión entre los godos y tomar el control de la situación, los romanos hicieron un chapucero intento de asesinar a los cabecillas. Para los godos, después de meses de sufrimiento, fue la gota que colmó el vaso. Cuando la tribu que estaba esperando en el campamento extramuros se enteró del intento de asesinato, estalló de cólera. Al oír el alboroto, los jefes godos pensaron con rapidez y dijeron a los romanos que si se empeñaban en matarles, habría guerra. Sólo si los liberaban podría evitarse.

Dada la escasez de tropas, los romanos se vieron obligados a liberar a los caudillos godos. Pero resultó ser una decisión desastrosa. Las masas de refugiados no sólo estaban hambrientas, sino enajenadas y furiosas. Cuando se reunieron con sus airados y desengañados jefes, los godos dominaron rápidamente a los soldados que los vigilaban y saquearon Marcianópolis. Se había declarado la guerra.

Ésta tuvo lugar entre 377 y 382 y el teatro de operaciones fueron los Balcanes. Valente se apresuró a firmar la paz con el rey persa, reclutó todas las fuerzas que pudo en la frontera oriental y corrió a enfrentarse a los godos. Aunque el conflicto se estaba desarrollando en su mitad del imperio, Valente pidió ayuda al emperador de Occidente. Graciano accedió, pero no pudo reunir inmediatamente a su ejército; estaba preocupado por taponar la brecha de la parte central del Danubio por la que había entrado la tribu germana de los alamanes. Aprovechando esta demora, los godos saqueaban lo justo para sobrevivir y la población de Tracia fue la más afectada por la inactividad romana. Pero pronto estarían los godos otra vez bajo control. No pasaría mucho tiempo antes de que se enfrentaran al ejército romano en pleno.

El gran conflicto entre los godos y las tropas de Valente giró alrededor de los sucesos del 9 de agosto de 378. La batalla se libró en Adrianópolis (hoy Edirne, en Turquía) y estuvo cuajada de errores desde el principio. Pasaban las semanas estivales y como el ejército de Graciano seguía sin aparecer, las tropas de Valente se desmoralizaban. Y cuando los romanos creyeron que tenían a los godos en posición favorable para la batalla, se convocó un funesto consejo de estado mayor. Los generales de Valente le dijeron que el ejército enemigo era mucho menor de lo que realmente era. Unos oficiales aconsejaron cautela, pero otros no. Estos últimos estaban de un humor beligerante, y para salirse con la suya sabían cómo presionar al emperador. Valente estaba celoso de los triunfos militares de Graciano. Era su oportunidad, le dijeron, de demostrar de qué pasta estaba hecho el imperio de Oriente. Ya hacía tiempo que Valente había perdido la paciencia esperando la llegada de Graciano. Ahora, picado y empujado por sus generales de la línea dura, decidió ir solo y presentar batalla a los godos de una vez para siempre. Sus consejeros tenían razón, pensaba: en realidad no necesitaba a Graciano[6].

Tras una marcha forzada de ocho horas por terreno abrupto y bajo el sol abrasador de agosto, el ejército de Valente no recibió ni comida ni descanso. Lo único que los soldados recibieron fue la orden de avanzar. Cuando los dos bandos se encontraron, Valente y sus hombres descubrieron horrorizados que los godos no eran una horda bárbara desaliñada. Eran un ejército organizado, bien equipado y disciplinado de 20 000 hombres. Los flancos de la caballería goda inmediatamente aniquilaron el flanco izquierdo romano. Luego los godos cargaron con toda su potencia contra el centro del enemigo. Agrupados y con los escudos levantados, los romanos estaban demasiado apiñados para desenvainar las espadas y utilizarlas eficazmente. Además, la nube de polvo que envolvía el campo de batalla ocultaba las lanzas y flechas que llovían sobre los romanos. El fuego enemigo los estaba aniquilando uno por uno.

Agotados y confusos, los romanos desenvainaban las espadas como podían sin propósito ni plan alguno. Algunos mataban a sus propios compañeros. Finalmente, las líneas romanas se rompieron y la matanza llegó a su punto álgido. Cuando cayó la noche, incluso la guardia del emperador había sido aniquilada, y el mismo Valente estaba herido de muerte. Había tenido lugar algo impensable para los romanos: una fuerza bárbara había extirpado el corazón del ejército romano oriental, infinitamente menos numeroso. El general principal, no menos de treinta y cinco tribunos militares y cerca de 13 000 soldados habían muerto. La batalla de Adrianópolis fue la mayor derrota que sufrió el ejército romano ante un enemigo extranjero desde la batalla de Cannas, frente a Aníbal, hacía casi seiscientos años. Cuando Graciano llegó al escenario, no había nada que ver salvo un campo encharcado de sangre y cubierto de cadáveres romanos.

La derrota conmocionó a todo el mundo romano. Adrianópolis había borrado la idea de un imperio romano invencible. Su integridad se había fragmentado y Roma ya no se recuperaría nunca. Los godos eran los conquistadores de los Balcanes, libres para deambular si les placía, libres para quedarse. Se había perdido una región del imperio, pero la realidad de una nación goda campando a sus anchas por territorio romano representaba una situación más amenazadora. Los godos siguieron guerreando contra los romanos durante seis años y el resultado fue el saqueo del campo, la aniquilación de los productos agrícolas y la erosión del sistema tributario del imperio. Un sistema tributario disminuido significaba la reducción de los presupuestos militares, mala noticia cuando dos tercios del dinero recaudado por el erario imperial se dedicaba al ejército. El balance final revelaba una situación realmente débil: los emperadores necesitaban con más urgencia el ejército precisamente en el momento en que su capacidad para costearlo estaba amenazada. Había que hacer algo.

El sucesor de Valente en el trono oriental fue Teodosio I, que reunió otro ejército, pero también fue derrotado. Tras haber fracasado estrepitosamente frente a los godos, el 3 de octubre de 382 se vio obligado a hablar de paz. Las condiciones del tratado firmado con los jefes godos permitían a los tervingios y a los greutungos establecerse en los Balcanes, no como ciudadanos romanos, sino como aliados de Roma, prácticamente autónomos. En Constantinopla, un portavoz del régimen de Teodosio dio un giro positivo a la paz, convirtiéndola en victoria. Los godos, decía, habían cambiado la guerra por la agricultura. La realidad era muy diferente. Durante toda la historia romana, siempre habían sido los romanos quienes decidían si aceptar inmigrantes o no. Si lo hacían, era porque los bárbaros se habían postrado ante ellos y les habían suplicado formar parte del imperio, y los romanos les habían concedido graciosa y condescendientemente la admisión[7]. Pero el año 382 fueron los godos inmigrantes los que dictaron la mayoría de las condiciones del tratado a los romanos. El equilibrio de poder había cambiado, pero pronto volvería a cambiar.

A pesar de los intentos romanos de tratar a los godos con justicia e igualdad, los godos sospechaban que su mejorada condición era sólo una medida temporal a ojos de los romanos. En realidad creían que los romanos estaban buscando en secreto alguna excusa para romper el acuerdo de paz. Sus sospechas se centraban en una cláusula que hacía la paz muy precaria: si el emperador los convocaba, buena parte del ejército godo tenía la obligación de servir en el ejército romano. ¿No utilizarían esto los romanos para debilitar a los aliados bárbaros? En la mente de muchos godos, no iban a tardar en confirmarse estas sospechas.

A principios de septiembre de 394 Teodosio I había reunido un inmenso ejército a orillas del río Frigidus, en la actual Eslovenia. Los soldados se desplegaron frente a las fuerzas rebeldes de Eugenio, un usurpador del trono occidental. Antes de atacar, Teodosio situó al contingente godo, de varios miles de hombres, en la vanguardia del ataque. Cuando estalló la batalla, los godos inevitablemente sufrieron la mayor parte de las bajas en una jornada que resultó calamitosa. Aunque al final venció Teodosio, para los godos fue una victoria pírrica: murieron cerca de 3000. ¿Qué más pruebas necesitaban, pensaron los godos, para convencerse de que los romanos les consideraban simplemente ciudadanos prescindibles y de segunda categoría?

Uno de los jefes godos que puso en palabras el creciente descontento era sólo un niño cuando los godos cruzaron por primera vez el Danubio, en 376. En 394, en la batalla de Frigidus, era el joven general que acaudillaba a los aliados godos. Al año siguiente, cuando murió Teodosio I, fue nombrado jefe de los tervingios y los greutungos. Se llamaba Alarico y su mensaje estaba claro. Los godos tenían que vengarse de sus catastróficas pérdidas en Frigidus; lucharían hasta que se modificara el tratado de 382; lucharían por un futuro mejor y más seguro.

Las mismas fuerzas que habían estado al servicio de Roma y que habían asegurado las victorias más importantes de finales del siglo IV estaban a punto de volverse contra ella. Pero había un hombre que se interponía en el camino de Alarico. Era un general romano que también había luchado en la batalla de Frigidus, como colega de Alarico. Lo curioso fue, sin embargo, que Flavio Estilicón sería no sólo el peor enemigo de Alarico, sino también su cuerda de salvamento y, finalmente, su aliado.

ALIANZA DE ENEMIGOS

Antes de morir, a principios de 395, el emperador Teodosio I quiso establecer una nueva dinastía imperial y nombró a sus dos hijos, Arcadio y Honorio, emperadores de Oriente y de Occidente. Arcadio tenía diecisiete años y Honorio, emperador de Occidente, diez. El hombre al que recurrió Teodosio en su lecho de muerte para que fuera tutor de los muchachos fue su general más victorioso y distinguido, Flavio Estilicón. Pero Estilicón no era un romano típico.

Mientras que su madre era romana, su padre, un general de caballería, era vándalo. Los vándalos eran germanos que procedían seguramente de la cultura Przeworska, en la actual Polonia. Mediante sus extraordinarios logros en el campo de batalla durante el gobierno de Teodosio, Estilicón había escalado los puestos más altos de la política, era el principal consejero del emperador y se había casado con su sobrina. Su título oficial era magister militum, jefe supremo del ejército romano. A finales del siglo IV, las personas que habían accedido a los puestos más altos del ejército eran también los políticos más importantes y los personajes más influyentes de la corte imperial. Cuando Teodosio murió, Flavio Estilicón pasó a ser el hombre más poderoso de todo el mundo romano.

Era el que de verdad tenía el mando del imperio, tanto en Oriente como en Occidente.

Aunque no sabemos mucho de su carácter, un incidente sugiere que era un hombre de considerable tenacidad y ambición. Aunque se aceptó que fuera regente de Occidente, Estilicón también quiso serlo de la otra mitad del imperio. Si fue ésta realmente la voluntad de Teodosio, sólo tenemos la palabra de Estilicón, porque sólo él estaba presente en el lecho de muerte del viejo emperador[8]. Es posible que Estilicón se lo inventara para mantener la unidad del imperio que Teodosio había resucitado brillante pero brevemente. Si la ambición de Estilicón iba por aquí, duró poco tiempo. En cuanto Arcadio se instaló en Constantinopla, los funcionarios de la corte oriental se negaron a ser sustituidos por un simple vándalo de Occidente y se dedicaron a intrigar para controlar al joven. Estilicón se vio obligado a aparcar sus ambiciones en Oriente y a centrarse por el momento en educar a Honorio y gobernar Occidente. Al poco tiempo casó a Honorio con su propia hija. Durante los trece años siguientes, Estilicón sería como un padre para el joven emperador. La verdad es que el joven que se sentaba en el trono iba a necesitar la firmeza de Estilicón para conservarlo. El rumor de la guerra se hacía cada vez más ruidoso. Alarico había comenzado su rebelión.

Bajo el mando de Alarico, el primer objetivo de los godos fue obligar al imperio oriental a firmar un nuevo tratado. Para animar a la corte de Arcadio a acudir a la mesa de negociaciones, Alarico decidió aplicar cierta presión. Partiendo de su base de Bulgaria, los godos saquearon todo lo que encontraron por el camino en los Balcanes, Grecia y la costa del Adriático. El despliegue de violencia funcionó y pronto se llegó a un nuevo acuerdo, aunque no duró. Cuando el funcionario responsable de pactar con Alarico fue derribado por sus ambiciosos colegas, el acuerdo se rompió. Alarico, ahora en un callejón sin salida, decidió explotar la división del imperio, enfrentando a una mitad con la otra. Lanzó a todo su ejército hacia el oeste y en 402 invadió Italia. Quizá la fuerza diese más frutos allí.

Las exigencias de Alarico eran sencillas: reconocimiento legal de su pueblo a largo plazo. Quería conseguir esto de dos formas. El primer paso era que lo nombraran magister militum, porque esperaba que este alto cargo militar le ayudaría a que los aliados godos tuvieran la misma categoría que los demás soldados del ejército romano. El segundo paso era una cuota de alimentos. Quería que Estilicón, su antiguo compañero de armas, concediera a los godos parte del producto agrícola de la región en que se habían instalado. Tendría que recogerse como un impuesto para los godos. Pero Estilicón tenía otras ideas. No iba a ceder ante aquellas exigencias; no estaba dispuesto a jugarse toda su carrera política en una paz con los godos, sólo porque estuvieran dispuestos a cortarle el cuello al imperio occidental. Era una apuesta política que no quería hacer.

En consecuencia, los ejércitos de Estilicón y Alarico se enfrentaron en dos ocasiones, pero ninguna de las dos batallas tuvo un resultado decisivo. La situación bélica parecía estar en empate. Sin posibilidad de conseguir alimentos, Alarico se vio obligado a emprender una retirada frustrante y dolorosa hacia la base del sur del Danubio, en la actual Bulgaria. Su política de conseguir un tratado mejor con Roma no parecía que fuera a llegar más lejos. En aquel momento no habría podido imaginar que a los pocos años iba a cambiar todo. En 406 Estilicón ya estaba dispuesto a hacer un pacto con el diablo.

Estilicón envió a su negociador, Jovio, a hablar con Alarico: el regente occidental tenía un mensaje para él. Decía que, lejos de pensar que los godos eran una espina clavada, Estilicón los veía ahora como la clave para llevar a cabo sus planes. Quería matar tres pájaros de un tiro. Primero, quería conceder a los godos el derecho legal a la tierra que ocupaban. Al hacerlo, conseguiría su segundo objetivo, que era utilizar el ejército godo para asegurar la frontera noreste de posibles invasiones. Pero había un problema. Las tierras donde se habían establecieron Alarico y los godos, Dacia y Macedonia (al este de Iliria), no pertenecían al imperio occidental, sino al oriental. Si Estilicón conseguía arrebatar esa provincia a la corte oriental mediante un despliegue de fuerzas, ganaría una tercera ventaja, un terreno excelente que venía muy bien para reclutar soldados. Y así, en nombre de Estilicón, Jovio propuso lo siguiente: a cambio de acceder a las demandas de Alarico, los godos unirían sus fuerzas a las de Estilicón para marchar juntos contra el imperio oriental. Alarico accedió[9]. Pero en el preciso momento en que la paz entre romanos y godos estaba por fin a la vista, el proyecto se fue al traste.

Alarico esperó al ejército de Estilicón, pero éste no apareció. Al cabo de un año seguía sin haber rastro de él. Estilicón no podía marchar por motivos que quedaban fuera de su control. Una segunda conmoción había sacudido el imperio, dejando sólo caos a su paso. Los años 406 y 407 se acababan de convertir en el segundo momento crítico de la caída del imperio romano.

En el período aproximado de doce meses, Estilicón tuvo que enfrentarse, no a una, sino a tres crisis en Occidente. Los tres sucesos fueron provocados por una segunda oleada de invasores hunos que arrasaron las tierras del noreste del imperio. Antes, otro rey godo, Radagaiso, había cruzado el Danubio e invadido Italia con su ejército. Llegó nada menos que hasta Florencia, donde Estilicón se enfrentó a él con el mayor ejército romano que pudo reunir, derrotó a Radagaiso, que fue ejecutado, y miles de godos se pasaron a las filas de Estilicón. Pero la segunda crisis que le tocó afrontar a Estilicón fue mucho más dañina: la ruptura de la frontera norte por otra oleada de invasores bárbaros.

Este grupo estaba compuesto por vándalos, alanos (pueblo nómada del Mar Negro) y suevos (pueblo de habla germana que tiempo atrás se había establecido en la llanura de Hungría). Juntos cruzaron el Rin cerca de la ciudad de Worms, saquearon la vieja capital imperial de Tréveris, atravesaron la Galia arrasando a su paso y finalmente cruzaron los Pirineos y entraron en Hispania. Así pues, otro gigantesco grupo de bárbaros se había colado por la frontera, había arrasado territorio romano y no tenía intención de dar marcha atrás.

La tercera crisis se originó en el ejército de Britania. En aquella época, el ejército occidental consistía en guarniciones situadas a lo largo de las fronteras, grandes campamentos en Galia e Italia y unidades menores en África del Norte y Britania. En 407 el ejército de Britania proclamó emperador de Occidente a Constantino III. Cuando éste pasó a la Galia y trató de detener el aluvión de vándalos, alanos y suevos que se dirigía hacia el oeste, su popularidad creció y se ganó al ejército de la Galia. Las provincias de Britania, Galia e Hispania cayeron así bajo su dominio. Era una potente base de poder desde la que lanzar un ataque contra Italia.

Zarandeado por estos tres golpes, el imperio occidental estaba al borde del abismo. Estilicón aún tenía el control del gran ejército de Italia, la misma fuerza que había neutralizado la invasión de Radagaiso. Pero aunque este ejército podía haber bastado para defender el país del ejército de Radagaiso, no fue lo bastante fuerte para atacar a Constantino el usurpador ni a las masas de vándalos, alanos y suevos. Y en cuanto a la propuesta presentada en los Balcanes por los godos de Alarico, en aquellos momentos era ya inconcebible. De súbito, el generalísimo de Occidente se encontró con las manos atadas. Y eso que los efectos de la crisis sólo estaban empezando a sentirse.

Encontrar nuevas fuerzas para repeler las agresiones requería dinero. Pero a principios del siglo V escaseaba en el imperio occidental. En 406-407, con el imperio occidental convulsionado por la llegada de docenas de miles de invasores y tras haberse quedado el usurpador Constantino con Britania, la Galia e Hispania, no había que contar por el momento con los ingresos fiscales de estas provincias. El dinero era más escaso que nunca: sólo Italia, Sicilia y el norte de África contribuían al erario público. Y la crisis iba a empeorar. Los godos, tentados por la perspectiva de la paz de Estilicón, estaban empezando a ponerse nerviosos.

Después de esperar más de un año para iniciar el ataque contra Oriente planeado por Estilicón, Alarico sabía muy bien que la alianza con el imperio occidental se estaba deshaciendo de nuevo. A pesar de todo, esperaba un pago por haber mantenido a su ejército durante todo ese tiempo a petición de Estilicón. Por tanto envió un mensaje solicitando 4000 libras de oro. Era un gasto que occidente mal podía permitirse. Para dar efectividad a su petición, Alarico avanzó con su ejército hacia Italia y acampó en Nórica (en la actual Austria). Cuando Estilicón recibió la solicitud, viajó a Roma para consultar al emperador Honorio y al Senado sobre qué debía hacer. El asunto desató una tempestuosa discusión.

La mayor parte de los senadores dio una respuesta sucinta y brutal al documento de Alarico. Lo único que se merecía, dijeron, era una declaración de guerra, una guerra que acabara con la amenaza de aquellos malditos godos de una vez para siempre. Pero Estilicón era partidario de la moderación: hemos de pagar, dijo, y mantener la paz con los godos. Esta controvertida postura sólo causó más indignación. ¿Por qué debía sufrir Roma el deshonor y la vergüenza de pagar semejante cantidad a aquellos miserables? La respuesta de Estilicón fue breve: era el resultado de su alianza con los godos. La habían acordado pensando en ganar para Honorio la estratégica provincia de Iliria. Otro objetivo era, recordó a los muy honorables senadores, instalar a los godos, reforzar la frontera noreste y revitalizar el menguado ejército con más reclutas[10].

Tal era la política por la que Estilicón se había jugado la influencia que tenía en 406. Ahora, en medio de la crisis que atenazaba al imperio occidental, tenía que continuar con ella. Roma no tenía elección. Bajo el debate acechaba un obstáculo. Aunque la mayoría senatorial apoyaba la guerra, Estilicón sabía muy bien que el imperio no tenía fuerzas para luchar contra los godos. Empezaba a estar claro que Estilicón tenía razón al defender que se pagara a Alarico. Uno del bando belicoso, llamado Lampadio, cedió ante Estilicón, pero aceptó la derrota con mal talante. «¡Esto no es una paz —exclamó—, sino un pacto de servidumbre!»[11]. Pero había otro senador que tenía una perspectiva más amplia.

Olimpio era un sujeto insidioso, un cortesano con ambiciones y el cabecilla extraoficial de los halcones del gobierno de Honorio. Al observar que el debate se inclinaba hacia Estilicón, se consoló pensando que en cuanto hubieran terminado con la amenaza de Constantino III, todo el ejército de Britania, la Galia e Italia podría reagruparse para enfrentarse a los godos otro día. Desde luego, es fácil imaginar por qué Olimpio estaba pensando en el futuro. El emperador Honorio aún era joven, sugestionable y débil. Sólo había conocido los placeres de la vida cortesana y desconocía por completo el mundo real. La influencia de Estilicón sobre él disminuiría con el tiempo. Sí, era cierto que el gran general había ganado el debate del Senado, pero al precio de gastar todas sus reservas de capital político. Para Olimpio, las acrobacias políticas de Estilicón con los godos eran decididamente peligrosas. Sólo era cuestión de tiempo que perdiera el equilibrio y cayera. Pronto se demostraría que Olimpio tenía razón.

Cuando Arcadio, el hermano de Honorio y emperador de Oriente, murió el año 408, Estilicón se peleó con el adolescente que tenía a su cargo. Honorio dijo que, como emperador occidental, quería ir a Constantinopla y prepararlo todo para traspasar el poder sin asperezas. Estilicón dijo que no. Quizá creyera que Honorio era demasiado inexperto para acumular tanta responsabilidad. También es posible que no quisiera renunciar al poder al que, como tutor del joven emperador, se había acostumbrado. No, insistió el general, quien debía ir a Constantinopla era él. ¿La razón? No había dinero para pagar el viaje de todo el séquito imperial. Más aún, la situación en el oeste era demasiado precaria. Estando Constantino III tan cerca, en Arles, Italia necesitaba a Honorio. Dolido, resentido y malhumorado, Honorio cedió. En cuanto partió Estilicón, Olimpio vio la oportunidad de empezar a repartir golpes mortales.

Con una fachada de modestia y rectitud cristiana para disimular su lengua viperina, Olimpio se acercó a Honorio mientras iban juntos a supervisar el ejército de los cuarteles de Ticino (hoy Pavía). Quizá recordara al emperador la crisis en la que estaba inmerso Occidente. Constantino, en la Galia, estaba prácticamente a las puertas de Italia; los vándalos, alanos y suevos se estaban haciendo los amos de Hispania; y Alarico y su ejército estaban todavía en Nórica, merodeando amenazadoramente. La culpa, habría podido decir, era de un hombre y sólo de uno: Estilicón. Y para colmo, este mismo hombre estaba tratando otra vez de controlar Oriente además de Occidente, como venía haciendo desde el principio del gobierno de Honorio. Estilicón no había ido al este para poner orden en la situación, sino para aprovechar «la oportunidad de derrocar al joven Teodosio [el sucesor de Arcadio] y poner el imperio en manos de su propio hijo, Euquerio»[12].

Estilicón había sido como un padre para Honorio, el único que éste había conocido. Además, estaba casado con su hija. A pesar de todo, Olimpio parecía estar ganándose el ánimo del joven. Si conservaba algún sentimiento por su antiguo tutor, el inseguro e irritado Honorio no lo demostró. Olimpio debía de tener un argumento definitivo en la manga, una última daga que clavar. Es probable que le sugiriera: no olvidemos que el mismo Estilicón es uno de «ellos»… un bárbaro.

Habría sido del todo normal que alguien como Olimpio utilizara una táctica semejante para injuriar a un hombre. El arraigado prejuicio de los romanos era una adaptación de la idea aristotélica de la naturaleza humana y decía lo siguiente. Todos los seres humanos estaban hechos de elementos racionales y animales. En los romanos, el elemento racional era dominante y en la guerra y en la política les permitía prever acontecimientos, mantenerse fuertes bajo presión y perseverar para conseguir el objetivo propuesto a pesar de los fallos a corto plazo encontrados en el camino. En cambio, el elemento dominante de los bárbaros era el animal. Eran impetuosos, asustadizos y desorganizados. Tendían a dejarse vencer por el pánico y a perder la cabeza frente a la adversidad, víctimas de los más nimios vaivenes de la fortuna[13]. Y sobre todo, como sin duda señalaría Olimpio, no se podía confiar en ellos.

Honorio se quedó cuatro días en Ticino, reuniendo y animando a los soldados a luchar contra el rebelde Constantino. Mientras inspeccionaba las tropas, Olimpio mantuvo su fachada de piedad cristiana visitando a los enfermos y a los que habían resultado heridos en los últimos enfrentamientos con el usurpador. En realidad, estaba haciendo otra cosa. Entre los oficiales en los que podía confiar deslizaba las mismas insinuaciones que había hecho a Honorio: los romanos necesitaban librarse de los bárbaros de una vez para siempre, ¿y con quién empezar mejor que con Estilicón? Todo formaba parte de un oculto plan cuidadosamente organizado para acabar con la política de pragmática tolerancia hacia los bárbaros y terminar con la influencia de Estilicón. Aunque la sutileza con que Olimpio sembró esta idea en el ejército disimulaba la inmensa brutalidad del efecto que deseaba.

El último día que pasó Honorio en Ticino, Olimpio dio la señal. Los soldados que tomaban parte en el plan se volvieron contra los aliados de Estilicón en el ejército y en la corte y empezaron a matar. Para sorpresa y horror de muchos, se estaba produciendo un sangriento golpe militar sin que nadie supiera de dónde venía, y se estaba desarrollando con auténtica saña. Capitanes de caballería y de infantería libres de toda sospecha, prefectos de la corte, magistrados, tesoreros, heraldos y mayordomos del emperador fueron asesinados por su asociación con Estilicón. Si trataban de escapar, eran perseguidos y cazados. Honorio no pudo hacer nada. Salió precipitadamente de palacio en ropa interior y una capa corta, corrió al centro de la ciudad y ordenó a gritos que se detuvieran, pero nadie le hizo caso. En Ticino reinaba el caos. Y esto sólo era el principio[14].

En el proyectado viaje a Oriente, Estilicón no había pasado de Bononia (la actual Bolonia), a 160 kilómetros al sur de Ticino. Quizá, por motivos que no están claros, nunca tuviera la intención de ir a Constantinopla[15]. Cuando se enteró del motín de Ticino, se sintió consternado. Convocó inmediatamente una reunión con algunos de los soldados que le habían acompañado. Estos soldados eran los godos que habían desertado del ejército de Radagaiso. Es revelador que estos «bárbaros» fueran ahora los que estaban dispuestos a poner su lealtad al servicio de Estilicón y del emperador. Se decidió que si el emperador había sido asesinado en el motín, los 12 000 godos de Estilicón marcharían sobre Ticino y castigarían a los que habían llevado a cabo aquella atrocidad. Pero al llegar la noticia de que el emperador estaba vivo, abandonaron estos planes. El general sabía que ocasionar pérdidas masivas en el ejército del norte de Italia equivaldría a abrir las puertas a Alarico o a Constantino III. La verdad es que el concienzudo Estilicón, fiel al sistema establecido y a la integridad del imperio occidental, no tenía intención de romper el equilibrio entre romanos y bárbaros lanzando a éstos contra aquéllos. Sencillamente, no era honorable. Había dedicado toda su vida a conseguir exactamente lo contrario y no iba a cambiar en aquel momento.

Finalmente, decidió volver a Ravena, la capital imperial preferida por Honorio, y afrontar la nueva situación[16]. Mientras se dirigía hacia allí, es posible que ya supusiera que nunca más podría confiar en la amistad de Honorio. Pero no esperaba una recepción tan fría. Olimpio, ya «dueño del favor del emperador», había ordenado a los soldados de Ravena que arrestaran a Estilicón a la primera oportunidad. Estilicón se enteró de las órdenes la noche de su llegada y se refugió en una iglesia. Sabía que allí nadie podría tocarle, es más, el santuario le proporcionaría un tiempo muy valioso para hablar con los aliados y amigos que le habían acompañado para decidir qué había que hacer.

A la mañana siguiente, los soldados de Olimpio llamaron a la puerta de la iglesia y entregaron al obispo una carta de Honorio que les autorizaba a poner a Estilicón bajo su custodia. Juraron al obispo que no matarían a Estilicón y éste accedió a salir de la iglesia, en contra de los deseos de sus aliados, pero en cuanto cruzó el umbral, enseñaron otra carta diciendo que había sido condenado a muerte por sus crímenes contra el imperio. El grupo de partidarios de Estilicón se enfureció y prometió que encontraría la forma de rescatarle. Con un tono de voz airado y amenazador, Estilicón les dijo que no hablaran así, que sólo empeoraría la situación. Con estas palabras, se entregó serenamente a los soldados, se descubrió el cuello y fue decapitado el 22 de agosto de 408[17].

Las violentas secuelas que ocasionó la muerte de Estilicón fueron tan devastadoras como lógicas. Olimpio condenó la memoria de su predecesor consiguiendo falsas acusaciones contra él bajo tortura. Su método preferido era apalear a las víctimas. Así consiguió pruebas falsas de que Estilicón «codiciaba el trono»[18]. El hijo de Estilicón, algunos parientes suyos y todos los aliados que le quedaban en el ejército y en el gobierno fueron asesinados. Su hija, la esposa del emperador, tuvo suerte; fue apartada sin ceremonias del lado de Honorio y enviada a vivir con su madre. Los tentáculos de la purga llegaron incluso a Roma. Olimpio ordenó la confiscación de todas las propiedades de los que habían ostentado algún cargo con Estilicón. Los soldados de Roma lo interpretaron como una indicación, más aún, como una autorización para desfogar la cólera contenida; y saquearon casas tanto en Roma como en ciudades de toda Italia, y cayeron sobre todos los hombres, mujeres y niños de origen bárbaro, matándolos a millares. La purga se había convertido en una matanza, en un pogromo al viejo estilo romano.

El epitafio que dedicó un historiador contemporáneo al general muerto lo describe como «el más moderado y justo de cuantos hombres poseyeron autoridad en su tiempo»[19]. Quizá había codiciado el poder demasiado, pero su ambición se centraba en la conservación del imperio occidental. La gran virtud de Estilicón fue su lealtad, tanto al emperador como a Roma. Además de ser el mayor general de Roma a fines del imperio, Estilicón fue el eje principal de las relaciones entre romanos y bárbaros. Se había dado cuenta de que integrar y romanizar a los godos era la clave para mantener el futuro y, sobre todo, la seguridad militar en el imperio occidental. Con su desaparición, también se desvaneció esta política. Los halcones de Olimpio pedían la guerra a gritos.

Pero la matanza no había acabado con todos. Unos 10 000 soldados godos de Radagaiso habían escapado al pogromo y se habían dirigido a la única persona que podía ofrecerles refugio, Alarico, que estaba acampado en las montañas y colinas de Nórica. Cuando le explicaron lo sucedido en Italia, Alarico supo que la suerte volvía a estar contra él. Comprendió que con la muerte de Estilicón había perdido no sólo a su gran adversario de otros tiempos, sino a su mayor aliado. Y comprendió asimismo que, al cambiar todo el personal de la corte occidental, había perdido su mayor esperanza de paz. Cuando sus iniciales ofertas de paz fueron rechazadas por el nuevo régimen, la saña de Honorio al rechazarlas debió de echar sal a la herida.

Enfrentado a un nuevo punto muerto, a Alarico sólo le dejaron una opción, y era la que menos quería: utilizar la fuerza, coger a su ejército godo, que se elevaba a 30 000 soldados, como si de una daga se tratara, y ponerla en el cuello del imperio de Occidente. A finales del calamitoso año de 408, Alarico invadió Italia. Esta vez no iba a irse sin conseguir lo que quería.

LA PAZ DE ALARICO

En rápida sucesión, las ciudades italianas de Aquilea, Concordia, Altino, Cremona, Bononia, Arímino y Piceno se rindieron al furioso ataque que lanzó Alarico en otoño de 408. Pero hubo una ciudad que el caudillo godo evitó: la sede imperial de Ravena. Se trataba de una fortaleza militar a la que se había retirado Honorio, aunque la capital del imperio occidental era Milán. Por la misma razón, Alarico decidió que ni siquiera con su gran ejército podría luchar directamente contra el emperador. Roma, la querida capital del viejo imperio, era un objetivo mucho más fácil y una presa mucho más atractiva. En noviembre, el ejército de Alarico había rodeado la ciudad. Se apostaron destacamentos en las trece puertas y bloquearon el Tíber para impedir el acceso al puerto de Ostia, cortando así el suministro de grano del norte de África. Un asedio limpio y hermético del viejo tesoro del imperio sería, pensaba Alarico, la mejor manera de herir a Honorio.

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