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NIVEL TRES » 0030

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El centro de llamadas del Servicio Técnico de IOI ocupaba tres plantas enteras de la torre situada más al este, una de las que tenía forma de letra «I». En todas ellas había un laberinto de cubículos numerados. El mío estaba completamente vacío, salvo por una silla de despacho regulable anclada al suelo. Varios de los cubículos cercanos al mío estaban sin ocupar, esperando la llegada de nuevos reclutas.

Yo no me había ganado el privilegio de decorar mi cabina con objetos personales. Si obtenía el número suficiente de puntos por mi alta productividad y los informes positivos de los clientes, podría «gastar» algunos de esos puntos en «comprar» el privilegio de decorar mi cubículo, tal vez con una planta en una maceta, o quizá con el póster de un gatito colgado de la cuerda de un tendedero.

Cuando llegué a mi cubículo, tomé el visor y los guantes de la empresa del único estante de la pared y me los puse. Me desplomé en la silla. El ordenador de trabajo estaba empotrado a la base circular de la silla y se activaba automáticamente cuando me sentaba. Tras la verificación de mi número de empleado, accedí de inmediato a mi cuenta de trabajo en la intranet de IOI. No me estaba permitida ninguna conexión externa a Oasis. Lo único que podía hacer allí era leer e-mails relacionados con el trabajo, revisar la documentación de apoyo y los manuales de procedimiento, así como las estadísticas sobre la duración de las llamadas. Nada más. Todos los movimientos que realizaba a través de la red interna eran estrechamente monitorizados, controlados y registrados.

Me coloqué en la cola de llamadas y de ese modo inicié mi turno de doce horas. Llevaba solo ocho días en mi calidad de recluta, pero me sentía como si llevara años encerrado en una cárcel.

El avatar del primer usuario apareció en la pantalla, en la sala de chat de asistencia técnica. Su nombre y sus datos aparecieron también sobre él, flotando en el aire. Su apodo era superoriginal: «HotCock007».

Vi claro que ese iba a ser otro día maravilloso.

HotCock007 era un bárbaro corpulento y calvo con armadura de cuero negro y un montón de tatuajes de demonios en los brazos y en la cara. Empuñaba una gigantesca espada que casi duplicaba el tamaño del cuerpo de su avatar.

—Buenos días, señor HotCock cero cero siete —recité—. Gracias por llamar a asistencia técnica. Soy el representante técnico número tres tres ocho seis cuatro cinco. ¿En qué puedo ayudarle?

El software de cortesía empresarial filtraba mi voz, alterando el tono y sus inflexiones para asegurarse de que siempre sonara alegre y optimista.

—Eh…, sí… —dijo HotCock007 para empezar—. Acabo de comprarme esta mierda de espada y ahora no puedo ni usarla. ¡No puedo atacar nada con ella! ¿Qué coño le pasa a esta puta mierda? ¿Está rota?

—Señor, el único problema es que es usted un jodido inútil, un imbécil integral —respondí.

Oí un zumbido que ya me resultaba familiar, y en mi visualizador apareció el mensaje:

VIOLACIÓN DE CORTESÍA: PALABRAS PROHIBIDAS:

IMBÉCIL, INÚTIL, JODIDO

El software corporativo patentado por IOI había detectado la naturaleza inapropiada de mi respuesta y la había silenciado, por lo que el cliente no la oyó. El programa también archivó mi «violación de cortesía» y la remitió a Trevor, el supervisor de mi sección, para que este pudiera abordar la cuestión durante la siguiente sesión de control, que se celebraría en breve, pues tenían lugar dos veces por semana.

—Señor, ¿ha adquirido su espada en una subasta online?

—Sí —me respondió HotCock007—. Y me ha costado un huevo.

—Manténgase a la espera durante un instante, mientras examino el artículo. —Yo sabía cuál era su problema, pero quería asegurarme antes de decírselo y evitar de ese modo exponerme a una multa.

Con el dedo índice pulsé la espada para seleccionarla. Al momento se abrió una pequeña ventana con el listado de sus propiedades. La respuesta se encontraba allí mismo, en la primera línea. Aquella espada en concreto solo podía usarla un avatar que hubiera alcanzado, como mínimo, el décimo nivel. Y el señor HotCock007 apenas había alcanzado el séptimo nivel. Se lo expliqué en pocas palabras.

—¿Qué? ¡Eso no es justo! El tipo que me la vendió no me dijo nada de eso.

—Señor, siempre es recomendable asegurarse de que su avatar va a poder usar un artículo antes de adquirirlo.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Y ahora qué hago yo con ella?

—Podría metérsela por el culo y hacer ver que es usted un pinchito moruno.

VIOLACIÓN DE CORTESÍA. RESPUESTA SILENCIADA.

VIOLACIÓN ARCHIVADA

Volví a intentarlo.

—Señor, tal vez podría guardar el artículo en su inventario hasta que su avatar haya alcanzado el décimo nivel. También podría volver a sacar el objeto a subasta y usar lo que obtenga por ella para comprar otra similar. Otra cuyo nivel corresponda al de su avatar.

—¿Eh? —respondió HotCock007—. ¿Cómo dice?

—Que puede quedársela o venderla.

—Ah.

—¿Puedo ayudarlo con algo más?

—No, creo que no…

—Perfecto. Gracias por llamar a asistencia técnica. Pase un buen día.

Pulsé el icono de desconectar en mi visualizador y Hot-Cock007 se disolvió en la nada. Tiempo de llamada: 2,07. Cuando ya aparecía el avatar de la siguiente clienta —una mujer alienígena de piel roja y pechos grandes llamada Vartaxxx—, la puntuación que medía el grado de satisfacción del cliente que acababa de otorgarme HotCock007 apareció en mi visualizador. Era un seis sobre diez. Entonces el sistema me recordó amablemente que debía de mantener la media por encima de los 8,5 si quería conseguir un aumento de sueldo en la siguiente revisión.

Dar asistencia técnica allí no tenía nada que ver con trabajar desde casa, donde podía ver películas, participar en juegos o escuchar música mientras respondía a una interminable sucesión de llamadas soporíferas. En cambio, en IOI, la única distracción consistía en mirar el reloj. (O la información bursátil de la empresa, que figuraba siempre en lo alto del visualizador de todos los reclutas. No había manera de librarse de él).

Durante cada turno disponía de tres pausas de cinco minutos para ir al baño. La del almuerzo era de media hora. Yo, por lo general, comía en mi cubículo, no en la cantina, para ahorrarme a los demás representantes despotricando contra los clientes o alardeando de los puntos que habían ganado por sus buenos servicios. Había llegado a despreciar a los otros reclutas casi tanto como a los clientes.

Ese día me quedé dormido cinco veces mientras trabajaba. Cuando el sistema veía que me quedaba traspuesto, hacía sonar una alarma que penetraba directamente en mis oídos y me despertaba al momento. A continuación anotaba la infracción en mis datos de empleado. Mi narcolepsia se convirtió en un problema tan notorio durante la primera semana que me proporcionaban dos pastillas rojas todos los días para que me mantuviera despierto. Y yo me las tomaba, sí. Pero solo al salir del trabajo.

Cuando, finalmente, mi jornada laboral terminó, me quité el visor y los guantes y regresé a mi unidad habitacional lo más rápidamente que pude. Era lo único para lo que me daba prisa en todo el día. Cuando llegué a mi pequeño ataúd de plástico, me metí en su interior y me desplomé sobre el colchón, boca abajo, en la misma posición que la noche anterior. Y que la anterior. Permanecí inmóvil unos minutos, mirando de reojo la hora que marcaba el reloj de la consola de entretenimiento. Cuando señaló las 7.07 de la tarde, me di media vuelta y me senté.

—Luces —pronuncié en voz baja.

Esa había llegado a ser mi palabra favorita de la última semana, además de sinónimo de «libertad».

Los focos empotrados en el caparazón de mi unidad habitacional se apagaron, sumiendo el pequeño compartimento en la oscuridad. Si alguien hubiera estado revisando mis grabaciones en directo, habría distinguido un breve destello que indicaba que las cámaras pasaban al modo de visión nocturna. Entonces habría vuelto a resultar claramente visible en los monitores. Pero, gracias a un sabotaje que había cometido a principios de la semana, las cámaras de seguridad de mi cabina, así como el audífono, habían dejado de realizar las tareas que tenían asignadas. De modo que, por primera vez en ese día, nadie podía espiarme.

Es decir, que a partir de ese momento empezaba lo bueno.

Pulsé la pantalla de la consola de entretenimiento. Se conectó y me ofreció las mismas opciones que en la primera noche que había pasado allí: un puñado de documentales formativos y simulaciones, además de la serie completa de Tommy Queue.

Cualquiera que controlara el uso que daba a mi consola de entretenimiento vería que me pasaba las noches viendo aquella comedia hasta que me quedaba dormido, y que, tras terminar el capítulo dieciséis, el último, empezaba a verla desde el principio una vez más. Los datos de las grabaciones también mostrarían que me dormía todos los días a la misma hora, aproximadamente (aunque no exactamente), y que no me despertaba hasta que sonaba la alarma, a la mañana siguiente.

Pero en realidad, claro, yo no había estado viendo aquella comedia de mierda por las noches. Ni me había pasado las noches durmiendo. De hecho, durante la última semana había restringido a dos mis horas diarias de sueño, lo que empezaba a pasarme factura.

Sin embargo, a partir del momento en que las luces de mi unidad habitacional se apagaban, sentía que la energía se apoderaba de mí y me desvelaba por completo. Mi cansancio parecía esfumarse cuando empezaba a navegar por los menús de la consola de entretenimiento, que me había aprendido de memoria, cuando mis dedos volaban rápidamente sobre la pantalla táctil.

Hacía siete meses, más o menos, había obtenido una serie de contraseñas de la intranet de IOI, a través de L33t HaxOrz Warezhaus, el mismo sitio ilegal de subasta de datos donde había conseguido la información necesaria para crearme una nueva identidad. Yo estaba siempre pendiente de lo que ofrecían aquellas páginas de datos del mercado negro, porque nunca se sabía lo que podían subastar. Información sobre fallos en la seguridad del servidor de Oasis; trampas para sacar dinero de los cajeros automáticos; vídeos de contenido sexual robados a famosos. Lo que fuera. Llevaba ya un tiempo revisando los listados de las subastas de Warezhaus cuando una, concretamente, me llamó la atención: Contraseñas de la Intranet de IOI, Puertas Traseras y Fallos de Seguridad del Sistema. El vendedor aseguraba que ofrecía información clasificada sobre la arquitectura de la red interna de IOI, además de una serie de códigos de acceso administrativo y de información sobre fallos del sistema de protección, capaces de otorgar a quien los aprovechara «carta blanca para acceder a la red informática de la empresa».

De no haber aparecido en una página tan seria y prestigiosa, yo habría dado por sentado que se trataba de productos falsos. El vendedor anónimo aseguraba ser un exprogramador de IOI, además de uno de los principales artífices de la red de la empresa. Seguramente se trataba de un «chaquetero», un programador que, intencionadamente, creaba puertas traseras y fallos de seguridad en los sistemas que diseñaba, para poder venderlos luego en el mercado negro. De ese modo cobraba dos veces por el mismo trabajo y acallaba el sentimiento de culpa que pudiera albergar por trabajar para una multinacional desalmada como IOI.

El problema evidente (que el vendedor, como es lógico, no mencionaba), era que todos aquellos códigos no servían de nada a menos que uno tuviera acceso a la red de la empresa. Y la de IOI era una red autónoma de máxima seguridad sin conexiones directas a Oasis. La única manera de acceder a ella era convertirse legalmente en uno de sus empleados (algo muy difícil y que llevaba mucho tiempo). La otra opción era sumarse al creciente ejército de reclutas forzosos.

En su momento, había decidido pujar de todos modos por aquellos códigos de acceso, pensando en el hipotético caso de que pudieran serme de utilidad algún día. Como no había modo de verificar la autenticidad de los datos, el precio de salida no varió mucho durante la subasta y terminé llevándomelos por unos pocos miles de créditos. Unos minutos después de que concluyera la subasta los recibí en mi bandeja de entrada. Tras desencriptarlos, los examiné con detalle. Todo parecía auténtico, de modo que los archivé para revisarlos en otro momento y me olvidé de ellos… hasta unos meses después, cuando contemplé la barricada de los sixers alrededor del Castillo de Anorak. Lo primero que me vino a la mente fueron las claves de acceso de IOI. Y los engranajes de mi cerebro se pusieron en marcha, y mi descabellado plan empezó a tomar forma.

Alteraría los registros económicos de Bryce Lynch, mi identidad falsa, para dejarme reclutar forzosamente por IOI. Una vez que me hubiera infiltrado en el edificio y hubiera superado el telón de seguridad de la empresa, usaría las contraseñas de la intranet para introducirme furtivamente en las bases de datos privadas de los sixers y hallaría la manera de derribar el escudo que habían erigido sobre el Castillo de Anorak.

El plan era tan disparatado que suponía que nadie podía haberlo previsto.

No comprobé la validez de las contraseñas hasta mi segunda noche como recluta. Estaba nervioso, no sin motivo, porque si finalmente resultaba que me habían engañado y me habían vendido datos falsos, si finalmente resultaba que ninguna de las contraseñas funcionaba, me esperaba una vida entera de esclavitud a cambio de nada.

Con la cámara del audífono enfocada hacia delante para mantenerla alejada de la pantalla, abrí el menú de configuración de la consola de entretenimiento, lo que me permitió realizar las adaptaciones de vídeo y audio correspondientes: volumen y altavoces, brillo y color. Escogí, en todos los casos, la resolución más alta y pulsé tres veces el botón de «aplicar». Después bajé los controles del volumen y del brillo hasta el mínimo y volví a pulsar el botón de «aplicar». En el centro de la pantalla apareció una ventana pequeña que me pidió mi número de técnico de mantenimiento y la contraseña de acceso. Introduje rápidamente el número de identificación y la larga contraseña alfanumérica que había memorizado. Las cotejé dos veces, para evitar errores, y le di a «OK». El sistema hizo una pausa que me pareció eterna y entonces, con gran alivio, vi que aparecía el siguiente mensaje:

PANEL DE CONTROL DE MANTENIMIENTO-ACCESO AUTORIZADO

Desde ese momento tendría acceso a la cuenta del servicio de mantenimiento diseñada para permitir a los encargados de las reparaciones comprobar y limpiar los diversos componentes de las unidades de entretenimiento. Acababa de conectarme como técnico, pero mi acceso a la red seguía siendo bastante limitado. Con todo, se trataba de un primer paso que me abría la puerta que tanto necesitaba. Aprovechándome de un fallo en el sistema dejado expresamente por uno de los programadores, pude crear una cuenta administrativa falsa y, una vez creada, tuve acceso al resto.

Mi primera orden fue disponer de un poco de intimidad.

Navegué velozmente por bastantes submenús hasta dar con el panel de control del Sistema de Monitorización de Reclutas. Al introducir mi número de empleado apareció en la pantalla mi ficha de trabajador forzoso, así como una foto que me habían tomado durante la fase inicial del proceso. En la ficha figuraba el estado de mi cuenta corriente, la cantidad adeudada, mi grupo sanguíneo, el grado de satisfacción de los clientes con mi trabajo…, toda la información que la empresa tenía sobre mí. En el ángulo superior derecho de mi ficha había dos ventanas de vídeo, una alimentada por la cámara del audífono y la otra conectada a la de la unidad habitacional. La del audífono aparecía enfocada hacia la pared. La del dormitorio-cápsula mostraba mi cogote, que yo había colocado de manera que impidiera la visión de la consola de entretenimiento.

Seleccioné las dos cámaras y accedí al menú de configuración. Sirviéndome de los fallos dejados por el «chaquetero», logré introducir un efecto gracias al cual las dos cámaras emitían las imágenes de vídeo archivadas de mi primera noche como recluta, en lugar de transmitir en directo. A partir de ese momento, si alguien revisaba las grabaciones, me vería durmiendo en mi unidad habitacional, y no sentado toda la noche, manejando desesperadamente la consola para manipular la red de la empresa. Después programé las cámaras para que recuperaran las imágenes grabadas de antemano, cada vez que apagara las luces de mi dormitorio-cápsula. El cambio de imagen, de una décima de segundo, quedaría disimulado por la distorsión momentánea del vídeo que se producía cuando las cámaras pasaban de una visión diurna a otra nocturna.

Yo, en todo momento, pensaba que estaban a punto de descubrirme y de expulsarme del sistema, pero no sucedía. Mis contraseñas seguían funcionando. Había pasado las seis últimas noches asediando la intranet de IOI, introduciéndome cada vez más en las profundidades de la red. Me sentía como un preso en una de aquellas películas viejas de cárceles, que regresa a su celda todas las noches para seguir cavando un túnel en los muros con una cucharilla de café.

Y entonces, la noche anterior, justo antes de caer vencido por el cansancio, había logrado abrirme paso hasta el laberinto de cortafuegos y acceder a la base de datos de la División de Ovología. El sanctasanctórum de los sixers. El archivo de los archivos. Y esa noche, por fin, podría explorarlo a mis anchas.

Sabía que iba a tener que llevarme algunos datos sobre los sixers cuando escapara, por lo que esa semana había usado mi cuenta de administración de la intranet para enviar un formulario falso de solicitud de hardware. Conseguí que enviaran un flash drive de diez zettabytes a un supuesto empleado (Sam Lowery), a un cubículo vacío situado a pocas filas de distancia del mío. Tras asegurarme de que mantenía la cámara del audífono apuntando en la otra dirección, me metí en el cubículo, recogí la pequeña unidad de almacenamiento de datos, me la metí en el bolsillo y la llevé furtivamente a mi unidad habitacional. Esa noche, después de apagar las luces y deshabilitar las cámaras de seguridad, abrí el panel de acceso al mantenimiento de mi consola de entretenimiento e introduje el flash drive en una ranura de expansión usada para las actualizaciones de la empresa. A partir de ese momento, pude descargar datos de red directamente a ese drive.

Me puse el visor y los guantes hápticos de la consola de entretenimiento, y me tendí sobre el colchón. El visor me ofrecía una visión tridimensional de la base de datos de los sixers, con gran cantidad de ventanas superpuestas suspendidas frente a mí. Con los guantes, empecé a manipularlas y navegué por la estructura de los archivos de la base de datos. Al parecer, la mayor de sus secciones era la de información relacionada con Halliday. La cantidad de datos sobre él de que disponían era extraordinaria. Comparado con ella, mi Diario del Grial parecía un juego de niños. Contenía cosas que yo no había visto en mi vida; cosas que no sabía siquiera que existieran: cartillas con las calificaciones escolares de Halliday, películas domésticas de su infancia, e-mails que había escrito a sus fans… No tenía tiempo para leerlo todo, pero copié lo que me pareció más interesante en mi unidad de almacenamiento con la idea de estudiarlo más adelante, si podía.

Me concentré en aislar los datos relacionados con el Castillo de Anorak y las fuerzas de los sixers apostadas en su interior y a su alrededor. Copié toda la información reservada sobre sus armas, vehículos, cazas y efectivos. También anoté todos los datos que encontré sobre el Orbe de Osuvox, el artefacto que usaban para generar el escudo alrededor del castillo, incluido el lugar exacto donde lo conservaban y el número de empleado del hechicero sixer que lo manejaba.

Poco después me topé con el premio gordo: un archivo que contenía centenares de horas de grabaciones de la simulación en las que se documentaba el descubrimiento inicial de la Tercera Puerta por parte de los sixers, así como sus intentos de franquearla. Como todo el mundo sospechaba ya, la Tercera Puerta se hallaba situada en el interior del Castillo de Anorak. Solo los avatares en posesión de una copia de la Llave de Cristal podían cruzar el umbral de la puerta principal del castillo. Para mi horror, constaté que, en efecto, el de Sorrento había sido el primer avatar en plantar el pie en el Castillo de Anorak desde la muerte de Halliday.

La entrada del castillo conducía a un inmenso vestíbulo cuyas paredes, suelo y techo estaban revestidos de oro. En el extremo septentrional de aquella cámara, encajada en la pared, se alzaba una gran puerta de cristal, en cuyo centro se adivinaba una pequeña cerradura.

Apenas la miré supe que me encontraba frente a la Tercera Puerta.

Aceleré algunas de las grabaciones recientes. Por lo que veía, los sixers no habían encontrado aún la manera de abrir la puerta. Introducir, sin más, la llave en la cerradura parecía no surtir efecto. Habían puesto a su equipo a averiguar la razón, pero todavía no habían logrado ningún avance.

Mientras los datos y las grabaciones de vídeo se copiaban en mi unidad de almacenamiento, yo seguía introduciéndome en la base de datos de los sixers. Finalmente, descubrí una zona restringida llamada Cámara Estrella. Era la única a la que parecía no tener acceso, de modo que usé mi número de identificación como administrativo para crear una nueva «cuenta de pruebas», y después otorgué a dicha cuenta un acceso de superusuario y privilegios plenos de administrador. Mi plan funcionó; autorizaron mi acceso. La información que contenía aquella zona restringida estaba dividida en dos carpetas: Estatus de Misión y Evaluación de Amenazas. Abrí la segunda y al ver lo que contenía estuve a punto de desmayarme. Incluía cinco subcarpetas etiquetadas con los nombres Parzival, Art3mis, Hache, Shoto y Daito. El de este tenía una gran cruz roja marcada encima.

Abrí primero la carpeta de Parzival. Al momento apareció un informe detallado que contenía toda la información que los sixers habían recabado sobre mí en los últimos años. Mi certificado de nacimiento; mis datos académicos. Al final existía un enlace para ver la grabación de mi sesión virtual de chat con Sorrento, que concluía con la bomba lanzada sobre la caravana fija de mi tía. Tras mi desaparición, me habían perdido la pista. Habían captado miles de imágenes fijas y en movimiento de mi avatar durante el último año, y gran cantidad de datos sobre mi fortaleza en Falco, pero no sabían nada de mi ubicación en el mundo real. Mi paradero actual constaba como «desconocido».

Cerré la ventana, aspiré hondo y abrí la carpeta dedicada a Art3mis.

En la parte superior figuraba la foto escolar de una niña pequeña que esbozaba una sonrisa decididamente triste. Para mi sorpresa, su aspecto era casi idéntico al de su avatar. El mismo pelo castaño oscuro, los mismos ojos color avellana y el mismo rostro hermoso que tan bien conocía… con una pequeña diferencia. El lado izquierdo de la cara estaba cubierto por una marca de nacimiento roja.

Más tarde sabría que también las llamaban «manchas de vino de Oporto». En la foto, llevaba un mechón de pelo caído sobre el ojo izquierdo para disimularla.

Art3mis me había llevado a creer que, en la vida real, era una persona muy desagradable. En ese momento vi que aquello no podía estar más lejos de la realidad. A mis ojos, su marca de nacimiento no le restaba nada a su belleza. Si acaso, el rostro que contemplaba en aquella fotografía me parecía más bonito que el de su avatar, porque sabía que era el de verdad.

Los datos que acompañaban la imagen decían que su verdadero nombre era Samantha Evelyn Cook, que era una ciudadana canadiense de veinte años, que medía un metro setenta y pesaba setenta y seis kilos. El archivo también contenía información sobre su domicilio —Greenleaf Lane 2206, Vancouver, Columbia Británica—, además de sobre muchos otros aspectos, entre ellos su grupo sanguíneo y sus calificaciones académicas hasta del parvulario.

Encontré un enlace a un vídeo sin etiquetar en la parte inferior de su carpeta y, al seleccionarlo, en mi visualizador apareció una transmisión en directo de una casa pequeña de un barrio residencial. Tardé unos segundos en caer en la cuenta de que allí era donde vivía Art3mis.

Al seguir leyendo, descubrí que llevaba cinco meses sometida a vigilancia. Y tenía las líneas pinchadas, porque encontré centenares de horas de grabaciones de audio tomadas mientras ella estaba conectada a Oasis. Disponían de las transcripciones de texto completas, de todas las palabras audibles que había pronunciado mientras franqueaba las dos primeras puertas.

A continuación abrí el archivo de Shoto. Conocían su verdadero nombre —Akihide Karatsu— y también parecían saber dónde vivía, en un edificio de apartamentos situado en Osaka, Japón. Había también una foto escolar que mostraba a un muchacho serio y delgado de cabeza rasurada. Como en el caso de Daito, no se parecía en nada a su avatar.

De Hache, en cambio, parecían saber menos. Su carpeta contenía poca información y ninguna foto; solo una imagen fija tomada de su avatar. Como nombre real figuraba Henry Swanson, pero ese era el alias usado por Jack Burton en la película Golpe en la Pequeña China, por lo que estaba convencido de que debía de ser falso. En cuanto a su domicilio decía «móvil». Debajo había un enlace titulado «puntos de acceso más recientes», que resultó ser una lista de los nodos wireless que Hache había usado para entrar en su cuenta de Oasis. Estaban repartidos por todo el país: Boston, Washington D. C., Nueva York, Filadelfia y, más recientemente, Pittsburgh.

Empezaba a comprender cómo habían localizado los sixers a Art3mis y a Shoto. IOI era propietaria de cientos de empresas regionales de telecomunicaciones, lo que la convertía, en la práctica, en la mayor proveedora de servicios de internet del mundo.

Resultaba bastante difícil conectarse a internet sin usar alguna de las redes que tenían y operaban. Al parecer, IOI había espiado ilegalmente la mayor parte del tráfico mundial de conexiones online en un intento de localizar e identificar al puñado de gunters considerados por ellos una amenaza. Si a mí no habían conseguido localizarme era porque yo había tenido la paranoica precaución de contratar una conexión de fibra óptica directa a Oasis, desde mi edificio de apartamentos.

Cerré el archivo de Hache y abrí la carpeta con el nombre de Daito, temiendo encontrarme con algo que preferiría no ver. Como en el caso de los demás, también disponían de su verdadero nombre, Toshiro Yoshiaki y de su dirección personal. En la parte inferior de su carpeta figuraban dos enlaces con noticias sobre su «suicidio», además de un vídeo sin asunto pero cuya fecha coincidía con el día de su muerte. Lo pinché. Se trataba de una grabación a mano alzada que mostraba a tres hombres corpulentos con pasamontañas (uno era el que manejaba la cámara), esperando en silencio en un pasillo. Parecían recibir una orden a través de los audífonos y abrir la puerta de un apartamento pequeño, de una sola habitación, con una llave magnética. El estudio de Daito. Vi con horror cómo irrumpían en el apartamento, cómo lo arrancaban de su silla háptica, cómo lo tiraban por el balcón.

Aquellos cabrones habían grabado incluso la caída, el salto hacia el encuentro con la muerte. Seguramente a petición de Sorrento.

Sentí náuseas. Esperé a que terminara y copié el contenido de las cinco carpetas en mi unidad de almacenamiento, antes de abrir la carpeta Estatus de Misión. Parecía contener un archivo con los informes del estado de la División de Ovología, dirigidos, al parecer, a los peces gordos de los sixers. Aparecían por fecha, en orden inverso. Abrí el primero de ellos, es decir, el más reciente, y vi que se trataba de un memorándum de Nolan Sorrento a la Junta Ejecutiva de IOI. En él, proponía enviar a agentes a secuestrar a Art3mis y a Shoto a sus casas y obligarlos a ayudar a IOI a abrir la Tercera Puerta. Cuando los sixers hubieran conseguido el Huevo y hubieran ganado el concurso, se «prescindiría» de Art3mis y de Shoto.

Permanecí sentado, inmóvil, en silencio. Volví a leer el informe y al hacerlo experimenté una creciente mezcla de rabia y pánico.

Según la fecha que figuraba en el sello, Sorrento había enviado el memorándum poco después de las ocho, hacía menos de cinco horas. De modo que lo más probable era que sus superiores todavía no lo hubieran visto. Cuando lo hicieran, querrían reunirse para abordar el plan de acción sugerido por Sorrento. De modo que, seguramente, no enviarían a sus agentes a llevarse por la fuerza a Art3mis y a Shoto hasta el día siguiente.

Todavía tenía tiempo de advertírselo. Pero, para hacerlo, debería modificar drásticamente mi plan de huida.

Antes de que me detuvieran, yo había preparado una transferencia de fondos diferida a mi cuenta, que cubriría el importe total de mi deuda con IOI y que obligaría a la empresa a liberarme de mi reclutamiento forzoso. Pero esa transferencia tardaría cinco días en hacerse efectiva y, para entonces, los sixers ya tendrían a Art3mis y a Shoto encerrados en algún cuartucho sin ventanas.

No podía pasarme el resto de la semana explorando la base de datos de los sixers, tal como había planificado. Debía recabar toda la información posible y escapar cuanto antes.

Me di de tiempo hasta el amanecer.

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