Ready Player One

Ready Player One


NIVEL TRES » 0031

Página 37 de 48

0031

Trabajé a un ritmo frenético durante cuatro horas más. Pasé casi todo el tiempo extrayendo información de la base de datos de los sixers e introduciéndola en la unidad de almacenamiento que había obtenido mediante engaño. Una vez concluida esa operación, mandé una Orden de Envío de Suministros a la Ejecutiva de Ovología. Se trataba de un formulario online que usaban los mandos para solicitar armamento o equipos en Oasis. Seleccioné un artículo en concreto y solicité que el envío se hiciera efectivo transcurridas cuarenta y ocho horas, a las doce del mediodía.

Cuando estuve listo eran ya las seis y media de la madrugada. Solo faltaban noventa minutos para el cambio de turno del personal de asistencia técnica y mis vecinos de unidad habitacional no tardarían mucho en despertarse.

Abrí mi ficha de recluta forzoso, accedí al estado de mi deuda y la cancelé. (De hecho, se trataba de un dinero que ellos no me habían prestado nunca). Después me metí en el submenú de configuración del control Observación y Comunicaciones a los Reclutas Forzosos, a través del que se controlaban los audífonos y las anillas de tobillo. Y, finalmente, hice lo que llevaba una semana soñando con poder hacer: desactivé los sistemas de cierre de ambos mecanismos.

Sentí una punzada de dolor en el momento en que las abrazaderas del audífono se retiraban y el cartílago de mi oreja izquierda quedaba libre de la presión. El aparato cayó sobre mi hombro y acabó en mi regazo. Simultáneamente, el grillete que me rodeaba el tobillo se abrió y cayó, revelando, al hacerlo, una franja de piel enrojecida y seca.

Ya había alcanzado el punto de no-retorno. Los técnicos de IOI no eran los únicos que tenían acceso a la cámara de vídeo instalada en mi audífono. La Agencia de Protección de los Reclutas Forzosos también la usaba para monitorizar, grabar mis actividades diarias y asegurarse, de ese modo, de que mis derechos humanos fueran respetados. Sin el dispositivo, no habría pruebas digitales de lo que me ocurriera a partir de ese momento. Si los servicios de seguridad de IOI me pillaban antes de que lograra salir del edificio con una unidad de almacenamiento de datos llena de información, que incriminaban claramente a la empresa, era hombre muerto. Los sixers me torturarían y matarían, y nadie lo sabría nunca.

Ejecuté algunas tareas finales relacionadas con mi plan de huida y salí de la intranet por última vez. Me quité el visor y los guantes, y abrí el panel de acceso de mantenimiento situado junto a la consola de entretenimiento. Había un pequeño espacio vacío bajo el módulo de ocio, entre la pared prefabricada de mi unidad habitacional y la contigua. Retiré el paquete pulcramente doblado que había escondido allí, que contenía un uniforme de técnico de mantenimiento envasado al vacío, una gorra y la chapa identificativa. (Como en el caso de la unidad de almacenamiento, había enviado un formulario por intranet solicitándolos y pedido que me los mandaran a un cubículo vacío de mi misma planta). Me quité el mono de recluta y lo usé para secarme la sangre de la oreja y el cuello. Después saqué dos tiritas que guardaba bajo el colchón y me cubrí con ellas los agujeros del lóbulo de la oreja. Una vez vestido con mi nuevo uniforme de técnico de mantenimiento, extraje con cuidado la unidad de almacenamiento de datos de la ranura y me la guardé en el bolsillo. Luego, levanté el audífono y acercando a él la boca, dije:

—Necesito ir al baño.

La trampilla de la unidad habitacional se abrió a mis pies. El pasillo estaba oscuro y desierto. Metí el audífono y el mono de recluta bajo el colchón y la anilla en el bolsillo de mi uniforme nuevo. Y entonces, tras obligarme a mí mismo a respirar hondo, salí del sarcófago y bajé por la escalera.

De camino hacia los ascensores me crucé con algunos otros reclutas pero, como de costumbre, ninguno de ellos me miró a los ojos. Un gran alivio, porque me preocupaba que alguien me reconociera y se diera cuenta de que no era un técnico de mantenimiento. Cuando llegué frente a la puerta del ascensor, contuve la respiración mientras el sistema escaneaba mi nueva chapa identificativa. Tras lo que me pareció una eternidad, las puertas se abrieron.

—Buenos días, mister Tuttle —dijo la voz del ascensor cuando entré en él—. ¿Piso, por favor?

—Vestíbulo —respondí con voz seca, y el ascensor inició su descenso.

«Harry Tuttle» era el nombre impreso en la chapa identificativa de mi uniforme de técnico de mantenimiento. Yo había facilitado al ficticio mister Tuttle acceso pleno a todo el edificio, y después había reprogramado mi anilla de tobillo para que quedara vinculada al número de identidad de Tuttle y, de ese modo, funcionara como uno más de los brazaletes de seguridad que llevaban los técnicos de mantenimiento. Cuando las puertas y los ascensores me escaneaban para asegurarse de que disponía del permiso de paso, la anilla que llevaba en el bolsillo les indicaba que, en efecto, estaba autorizado para pasar, en lugar de indicarles que debían freírme con una descarga de unos cuantos miles de voltios e inmovilizarme hasta que llegaran los guardias de seguridad.

Bajé en el ascensor en silencio, intentando no mirar a la cámara instalada sobre las puertas. Entonces caí en la cuenta de que ese vídeo, precisamente, sería estudiado con lupa cuando todo eso hubiera terminado. El propio Sorrento lo vería, seguramente, así como sus superiores. De modo que cambié de opinión, alcé la vista y, mirando fijamente a cámara, sonreí y me rasqué el arco de la nariz con el dedo corazón.

El ascensor llegó al vestíbulo y las puertas se abrieron. Yo albergaba cierto temor de encontrarme con un pelotón de guardias de seguridad esperándome abajo, sus armas apuntando a mi rostro. Pero allí solo había un grupo de mandos medios de IOI, que esperaban subir. Los contemplé un segundo con la mirada perdida, y salí del ascensor. Fue como cruzar una frontera y entrar en otro país.

Un caudal constante de administrativos ajetreados, llenos de energía por un exceso de cafeína, entraban y salían de los ascensores y las puertas de acceso. Se trataba de empleados corrientes, no de reclutas forzosos. A ellos se les permitía regresar a sus casas al término de sus jornadas laborales. Podían incluso dejar el trabajo, si así lo deseaban. Me pregunté si a alguno de ellos le preocuparía que existieran miles de esclavos reclutados viviendo y deslomándose allí, en ese mismo edificio, a pocas plantas de donde se encontraban.

Divisé a dos guardias de seguridad apostados junto al mostrador de recepción y los evité fundiéndome con la multitud que cruzaba el inmenso vestíbulo en dirección a la hilera de puertas de cristal automáticas que conducían al exterior, a la libertad. Me obligué a no correr, mientras me abría paso entre los trabajadores que llegaban. «Soy solo un técnico de mantenimiento, chicos, que regresa a su casa tras una dura noche de trabajo dedicada a reiniciar routers. Eso es todo. No, está claro que no soy un recluta atrevido que huye con diez zettabytes de datos robados a la empresa en el bolsillo. No señor».

Cuando ya me acercaba a las puertas, fui consciente de que se oía un ruido raro, y bajé la mirada y me vi los pies. Todavía llevaba las zapatillas desechables de plástico de recluta. Cada vez que las apoyaba en el suelo emitían, al contacto con el mármol pulido, un chirrido agudo que se destacaba entre el rumor del calzado adecuado de los empleados. Era como si cada uno de mis pasos gritara: «¡Eh, mirad todos! ¡Un tío con zapatillas de plástico!».

Pero seguí caminando. Ya casi había alcanzado una de las puertas cuando alguien apoyó la mano en mi hombro.

—¿Señor? —oí que decía alguien. Era una voz de mujer.

Estuve a punto de salir corriendo, pero algo en su tono me retuvo. Al volverme vi el rostro preocupado de una señora alta de poco menos de cincuenta años. Llevaba un traje de chaqueta azul oscuro. Y un maletín.

—Señor, le sangra la oreja. —Me la señaló, poniendo cara de dolor—. Bastante.

Levanté la mano, la acerqué al lóbulo y me quedó manchada de rojo. Al parecer, sin que me diera cuenta, la tirita se me había caído.

Permanecí un segundo paralizado, sin saber qué hacer. Habría querido explicarle algo, pero no se me ocurría nada. De modo que me limité a asentir, murmuré un «gracias», me volví y, procurando mantener la calma, salí a la calle.

El viento matutino era tan frío que estuvo a punto de derribarme. Cuando recuperé el equilibrio, bajé los peldaños de la escalinata, deteniéndome brevemente para arrojar a una papelera el grillete del tobillo, que golpeó el fondo emitiendo un ruido sordo, rotundo.

Una vez en la calle me dirigí hacia el norte, caminando todo lo rápido que me daban los pies. Llamaba bastante la atención, porque era la única persona que no llevaba prenda de abrigo de ninguna clase. Los pies no tardaron en agarrotárseme, porque no llevaba calcetines bajo mis zapatillas de recluta.

Llegué temblando como una hoja al edificio de correos donde alquilaban apartados postales, a cuatro calles de la sede de IOI. Una semana antes de mi arresto había alquilado una de aquellas taquillas por internet, a la que me había hecho enviar un equipo de Oasis portátil de última generación. El apartado postal estaba automatizado, por lo que no era necesario que me comunicara con ningún empleado y cuando entré no me crucé con ningún cliente. Localicé mi caja, introduje el código y extraje el equipo portátil de Oasis. Me senté en el suelo y, allí mismo, abrí el paquete. Me froté las manos congeladas hasta que la sensibilidad regresó a mis dedos, me puse los guantes y el visor y usé el equipo para conectarme a Oasis. Gregarious Simulation Systems estaba situado a menos de un kilómetro de distancia, por lo que pude recurrir a uno de sus puntos de acceso sin cables y evitar tener que usar cualquiera de los nodos de la ciudad gestionados por IOI.

El corazón me latía con fuerza cuando me conecté. Llevaba ocho días enteros sin hacerlo, todo un récord personal. Mientras mi avatar se materializaba lentamente en el puente de mando de mi fortaleza, eché un vistazo a mi cuerpo virtual, admirándolo como se admira un traje favorito que uno lleva un tiempo sin ponerse. Al momento apareció una ventana en el visualizador que me informaba de que había recibido varios mensajes de Hache y Shoto. Y, para mi sorpresa, tenía incluso uno de Art3mis. Los tres querían saber dónde estaba y qué diablos me había ocurrido.

Respondí primero a Art3mis. Le conté que los sixers sabían quién era y dónde vivía, y que la mantenían sometida a vigilancia constante. También le advertí de sus planes para secuestrarla en su casa. Saqué una copia de su carpeta de la unidad de almacenamiento y la adjunté a mi mensaje a modo de prueba. Después, amablemente, le sugerí que saliera de su casa, que se largara lo antes posible.

«No te molestes siquiera en hacer el equipaje —le escribí—. No te despidas de nadie. Vete ahora mismo y busca un lugar seguro. Asegúrate de que no te siga nadie. Y después busca una conexión a internet segura, no controlada por IOI, y vuelve a conectarte. Nos encontraremos en El Sótano de Hache. Yo iré en cuanto pueda. No te preocupes, también tengo buenas noticias».

Al final del mensaje añadí una breve posdata: «Creo que, en la vida real, todavía eres más guapa».

Envié mensajes similares a Shoto y a Hache (sin la posdata, claro) junto con copias de las carpetas que los sixers tenían de ellos. A continuación abrí la base de datos del Registro Civil de Estados Unidos e intenté conectarme a él. Para mi alivio constaté que las contraseñas que había comprado todavía servían y pude acceder a la ficha falsa de Bryce Lynch que yo mismo había creado. Aparecía la foto de carné que me habían tomado durante el proceso de reclutamiento forzoso y las palabras FUGITIVO EN BUSCA Y CAPTURA sobreimpresas en ella. Al parecer IOI ya había denunciado la desaparición del recluta Lynch.

No tardé demasiado en borrar la identidad de Bryce Lynch y en copiar mis huellas dactilares y mi patrón de retina una vez más en mi ficha original. Cuando, minutos después, salí de la base de datos, Bryce Lynch ya no existía. Volvía a ser Wade Watts.

Paré un autotaxi al salir de Correos, tras asegurarme de que estaba gestionado por una empresa local y no por SupraCab, subsidiaria de IOI.

Una vez dentro, contuve la respiración al acercar el pulgar al escáner. La pantalla se puso verde. El sistema me había reconocido como Wade Watts, no como el recluta fugitivo Bryce Lynch.

«Buenos días, señor Watts —dijo el autotaxi—. ¿Adónde?».

Le indiqué la dirección de una tienda de ropa de High Street, cercana al campus universitario. Se trataba de un establecimiento llamado Tr3ads, especializado en «vestuario urbano high-tec». Entré corriendo y me compré unos vaqueros y un suéter «dicotómicos», lo que quería decir que estaban preparados para su uso en Oasis. No incluían material háptico, pero podían conectarse a mi equipo de inmersión portátil e informaban sobre lo que hacía con el pecho, los brazos y las piernas, facilitando de ese modo el control de mi avatar, más que si llevara solo los guantes. También me compré varios pares de calcetines y calzoncillos, una chaqueta de imitación de piel, unas botas y una gorra negra de lana para proteger mi cabeza rapada.

Minutos después salí de allí con las nuevas prendas puestas. El viento gélido me envolvió de nuevo y yo me abroché bien la chaqueta y me calé la gorra de lana. Mucho mejor. Tiré a una papelera el mono de técnico y las zapatillas de plástico que me identificaban como recluta y avancé por High Street, mirando escaparates. Mantenía la mirada baja para evitar el contacto visual con los estudiantes universitarios de gesto adusto que se cruzaban conmigo.

Varias travesías más allá entré en una franquicia de máquinas expendedoras. En su interior podía comprarse, sin necesidad de relacionarse con nadie, todo lo imaginable. Una de aquellas máquinas, que se anunciaba como «expendedor de defensa», ofrecía equipos de defensa personal: chalecos antibalas ligeros, repelentes químicos y una amplia selección de armas de mano. Pulsé la pantalla empotrada en la máquina y estudié el catálogo. Tras unos instantes de deliberación conmigo mismo, adquirí un chaleco y una Glock 47C, así como tres cartuchos de munición. También compré un frasco de espray irritante. Pagué acercando la palma de la mano derecha al escáner, que debía verificar mi identidad y consultar mis antecedentes penales.

NOMBRE: WADE WATTS

CARGOS PENDIENTES: NINGUNO

CALIFICACIÓN DE CRÉDITO: EXCELENTE

RESTRICCIONES DE COMPRA: NINGUNA

TRANSACCIÓN APROBADA

GRACIAS POR SU COMPRA

Oí un golpe metálico que indicaba que los productos que había adquirido se habían depositado en la bandeja de acero situada a la altura de mis rodillas. Me metí el espray en el bolsillo y me puse el chaleco por debajo de mi camisa nueva. Retiré la cápsula de plástico que protegía la Glock. Era la primera vez en mi vida que sostenía un arma de verdad. A pesar de ello, la sensación me resultó familiar, pues había disparado miles de ellas, virtualmente, en Oasis. Pulsé un botón pequeño instalado en el tambor y el arma emitió un tono. La empuñé con fuerza durante unos segundos, primero con la mano derecha, después con la izquierda. El arma emitió un segundo tono, que me informaba de que había concluido la operación de escaneado de mis huellas. A partir de ese momento, yo era la única persona que podría utilizarla. La pistola contaba con un temporizador incorporado que impedía dispararla en las siguientes doce horas (el llamado «período de reflexión»), pero aun así me sentía mejor llevándola.

Me desplacé hasta un locutorio de Oasis situado a unas manzanas de allí, un local de la franquicia Plug. El deprimente cartel iluminado que colgaba sobre la entrada, y que representaba un cable de fibra óptica «humanizado» y sonriente, prometía: «¡Acceso a Oasis a la velocidad del rayo! ¡Alquiler económico de equipos! y ¡Puertos Privados de Inmersión! ¡Abierto 24-7-365!». Yo había visto muchísimos anuncios online de la cadena de establecimientos Plug. Tenían fama de cobrar caro y ofrecer equipos anticuados, pero se suponía que sus conexiones eran rápidas, fiables y no se colgaban. Para mí, su mayor punto a favor es que era una de las pocas cadenas de locutorios de Oasis que no gestionaba IOI ni ninguna de sus filiales.

Al cruzar el umbral, el detector de movimiento emitió un pitido. A mi derecha quedaba una pequeña sala de espera, que en ese momento estaba vacía. La moqueta estaba manchada y vieja, y el local apestaba a desinfectante industrial. Un empleado de mirada perdida me observó de detrás de un cristal blindado. Tendría poco más de veinte años, iba peinado con cresta y tenía un montón de piercings en la cara. Llevaba un visor bifocal que le proporcionaba una visión semitransparente de Oasis y le permitía, a la vez, controlar su entorno real. Cuando abrió la boca para hablar, me fijé en que se había hecho afilar los dientes para que le acabaran en punta.

—Bienvenido a Plug —me dijo con voz átona—. Disponemos de varios puertos libres, así que no hace falta que esperes. Los paquetes de precios los encontrarás expuestos aquí mismo.

Me señaló una pantalla apoyada, frente a mí, en el mostrador e, inmediatamente después, su mirada volvió a perderse y centró su atención, una vez más, en el mundo que quedaba en el interior de su visor.

Estudié las opciones. Había disponibles más de diez equipos de inmersión de diversas calidades y precios. Económica, Estándar y Deluxe. Me especificaron las características de las tres. Se podían alquilar por minuto o pagar una tarifa plana por hora. En el precio del alquiler estaban incluidos los guantes y el visor, pero por el traje háptico había que pagar un suplemento. El contrato de alquiler incluía mucha letra pequeña sobre todos los cargos adicionales por deterioro del equipo, así como gran cantidad de cláusulas legales advirtiendo que Plug no se hacía responsable de nada de lo que el usuario hiciera, en ninguna circunstancia, sobre todo si se trataba de alguna actividad ilegal.

—Quiero alquilar un equipo Deluxe durante doce horas —dije.

El empleado se levantó el visor.

—Tienes que pagar por adelantado, supongo que lo sabes.

Asentí.

—Y también quiero alquilar una conexión de banda ancha. Tengo que poder descargarme muchos datos pesados en mi cuenta.

—Las descargas se pagan aparte. ¿De qué cantidad de datos estamos hablando?

—De diez zettabytes.

—¡Joder! —murmuró él—. Pero ¿qué piensas descargarte? ¿La Biblioteca del Congreso entera?

Ignoré su pregunta.

—Y también quiero el Paquete de Actualizaciones Mondo —añadí.

—Sí, sí, claro —replicó el empleado, incrédulo—. El importe total te sale por once mil de los grandes. Tú pon el pulgar aquí y te los descontamos.

Puso cara de sorpresa al ver que la transacción era autorizada. Luego se encogió de hombros y me entregó una tarjeta, un visor y unos guantes.

—Cabina catorce. La última puerta a la derecha. El baño está al fondo del pasillo. Si dejas la cabina sucia no te devolveremos el depósito. Vómito, orina, semen, esas cosas. Yo soy el que tiene que limpiarlo todo, o sea que haz el favor de controlarte un poco. ¿Lo harás?

—Tranquilo.

—Pásalo bien.

—Gracias.

La cabina catorce, un cubículo de tres por tres metros, contaba con un pozo de inmersión de última generación en su centro. Cerré la puerta y me monté en la silla táctil. El vinilo del tapizado se veía viejo y cuarteado. Introduje la unidad de memoria en el puerto, situado en la parte frontal de la consola, y sonreí aliviado al constatar que encajaba.

—¿Max? —invoqué, mirando al aire vacío, una vez conectado.

Mi orden de voz dio con una copia de Max, que conservaba almacenada en mi cuenta de Oasis.

El rostro sonriente de mi ayudante apareció en todos los monitores de mi centro de mando.

—¡Ho-ho-ho-la, compadre! —tartamudeó—. ¿Có-co-como va?

—La cosa pinta mejor, tío. Y ahora, ponte en marcha. Tenemos muchas cosas que hacer.

Abrí mi director de cuenta de Oasis e inicié la carga desde la unidad de almacenamiento de datos. Yo pagaba a GSS una cuota mensual que me permitía almacenar una cantidad ilimitada de datos en mi cuenta, y estaba a punto de poner a prueba sus límites. Aun usando la conexión de fibra óptica de Plug, que operaba con un ancho de banda de gran velocidad, el total de tiempo estimado para una descarga de diez zettabytes era de más de tres horas.

Reordené la secuencia de descarga para que los archivos a los que necesitaba acceder se transfirieran primero. Tan pronto como dispusiera de los datos cargados en mi cuenta, podría acceder a ellos y también enviarlos a otros usuarios en el acto.

En primer lugar, envié a todos los canales de noticias un relato detallado sobre el intento de asesinato que había sufrido por parte de IOI, sobre el asesinato consumado de que había sido víctima Daito, sobre los planes que tenían de eliminar a Art3mis y a Shoto. Adjunté uno de los fragmentos de vídeo recuperados de la base de datos de los sixers (el de la ejecución de Daito). También hice llegar una copia del informe que Sorrento había enviado a la junta directiva de IOI sugiriendo el secuestro de Art3mis y Shoto. Finalmente, adjunté la copia de la simulación del chat que había mantenido con Sorrento, aunque eliminé el sonido de la parte en la que él pronunciaba mi nombre, y distorsioné la imagen de mi foto escolar. Todavía no estaba listo para revelar al mundo mi verdadera identidad. Mi intención era divulgar un vídeo sin editar más adelante, una vez que el resto de mi plan se hubiera materializado. Cuando eso sucediera, que se desvelara mi identidad no importaría.

Tardé unos quince minutos en redactar un último e-mail, que dirigí a todos y cada uno de los usuarios de Oasis. Cuando los términos me parecieron adecuados, lo guardé en la carpeta de «borradores». Entonces me conecté a El Sótano de Hache.

Art3mis y Shoto ya estaban allí, esperándome.

Ir a la siguiente página

Report Page