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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 22

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Capítulo 22 Venecia, 11 de febrero de 1547

La muchacha ha dicho que el individuo era moreno, más bien alto, con una sirena tatuada en un hombro.

La muchacha ha dicho también que jugueteaba continuamente con los dados, teniendo en todo momento uno en la mano, porque le gustaba apostar y decía que, cuanto más tocaba los dados, más le sonreía la fortuna.

La muchacha lloraba. Porque un corte como ese, cuando cicatriza, deja una cicatriz blanca y larga, que en los días fríos se vuelve violácea y parece una enfermedad.

Lloraba mientras lo contaba, aunque ello sucedió hace ya cuatro días, porque tiene el rostro estropeado para siempre.

Los ojos de Demetra eran gélidos. Podía leerse en ellos reproche, poco menos que una acusación: yo no estaba y nada pudo hacer ella. El joven Marco habría podido ganarse una cuchillada, pero ¿de qué hubiera servido?

Entre sollozos la muchacha ha dicho que el individuo hablaba de forma extraña, no, no un acento como el mío, sino distinto, griego tal vez, o eslavo. No, nada de golpearla, solo el cuchillo, pero creía que lo que quería era matarla, y decía que si gritaba le iba a cortar el cuello como a un cordero.

No he dicho nada. No creo haber dicho verdaderamente ni una palabra. Me ha bastado con cruzar una mirada con Demetra.

Lo que debía hacer.

Un griego al que le gusta el juego.

No recuerdo haber recorrido la ciudad a pie. Pero lo he hecho, porque al toque de campana estaba delante del garito del Moro con los ojos clavados en la cara del gigante de la puerta.

—Dile al Moro que el Alemán desea verlo.

Goliat debe de haber sonreído burlonamente, o quizá no era más que su expresión natural, antes de introducirse por la portezuela.

He esperado hasta que el agujero se ha vuelto a abrir y los dientes blancos del Moro han reflejado la luz de la linterna.

La sonrisa de un tiburón.

Nadie ha lamentado la falta de ceremonias:

—Hay un griego, tal vez un dálmata, al que le gusta jugar a los dados, viste ropa elegante y lleva un tatuaje en un hombro, una sirena. Le ha hecho un chirlo a una de mis chicas.

El Moro ni siquiera ha parpadeado, pero su mirada decía que la noticia le había llegado también a él:

—Con una condición, Alemán. Yo a los esbirros les pago para que me dejen en paz: tus asuntos te los ventilas tú fuera de aquí. Y deja tu puñal a Kemal.

He asentido, desenvainando la hoja y entregándosela al gigante. El Moro se ha hecho a un lado con un gesto de invitación.

La salita estaba silenciosa, solo el ruido de los dados rodando sobre las mesas y juramentos en voz baja.

Todas las razas del mundo se habían dado cita en aquel antro. Alemanes, holandeses, españoles acicalados, turcos y croatas ocupados en indicar los puntos en unas pizarritas colgadas de las paredes. Nada de vino o aguardiente, nada de armas: el Moro previene cualquier problema.

Les he pasado revista uno por uno, concentrándome en las manos. Manos explícitas, susceptibles de contar historias, dedos que faltan, guantes de la buena fortuna, anillos valorados en el acto y puestos sobre la mesa.

Luego he visto el dado que rodaba en la derecha, un pequeño objeto de hueso que corría entre los dedos, adelante y atrás, cada vez que la izquierda se disponía a lanzar.

No debe de haberse dado cuenta de nada hasta sentir el empedrado contra la mejilla.

Uno que le sujetaba el brazo tras la espalda y mientras tanto le descubría el hombro izquierdo.

Ha lanzado unos insultos en su lengua, mientras los dados de marfil rodaban fuera de su faltriquera al mismo tiempo que su suerte.

Luego no ha podido más que gritar y ver cómo la hoja le cortaba netamente los dedos de la mano.

Los han encontrado al amanecer los vendedores de pescado, clavados uno por uno en las colañas del mercado.

En Venecia soy de nuevo don Ludovico el Alemán. Y tengo que ocuparme de los asuntos del burdel.

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