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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 24

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Capítulo 24 Mühlhausen, 10 de marzo de 1525

La reunión es en casa del pañero Briegel. Pfeiffer y el Magister deberán discutir con los representantes del pueblo qué reivindicaciones presentar en el Consejo municipal. He sido invitado también yo, mientras que Ottilie irá a hablarles a las mujeres de la ciudad. Briegel es un pequeño comerciante así como también Hülm, un fabricante de alfarería e imaginero. El portavoz de los campesinos es el pequeño y peludo Peter, de cara rugosa y ojos negros, hombros desmesuradamente anchos, torneados por el trabajo del campo.

Una casa humilde, pero sólida y limpia, completamente distinta de las casuchas que hemos visto en Grünbach.

Briegel es el primero en hablar y lleva la voz cantante.

—Así pues, así están las cosas. Podemos dejar en minoría a los representantes de los gremios. Nosotros propondremos la ampliación del voto también a los ciudadanos que no formen parte de los oficios, con tal que vivan dentro de la ciudad o en los barrios que están tocando a las murallas. Aunque alguno de esos gordinflones no deje de armar un poco de ruido, saben muy bien que el pueblo está totalmente de nuestro lado y creo que con tal de evitar la revuelta aceptarán el nuevo ordenamiento.

Cede la palabra a Hülm:

—Sí. También yo creo que es posible imponer nuestro programa, pues sin duda no querrán poner en peligro sus patrimonios. En el fondo, únicamente pedimos que la ciudadanía pueda decidir por sí misma, sin tener que seguir bajo sus reglas.

Se produce un momento de silencio, una rápida mirada entre Pfeiffer y el Magister. Debajo de la mesa, un perrazo gris se acurruca contra mis botas: le acaricio una oreja mientras Pfeiffer toma la palabra.

—Amigos, permitidme que os pregunte por qué hemos de pactar con un enemigo al que hemos derrotado. Tal como habéis dicho, la población está de nuestro lado, la ciudad puede ser defendida sin necesidad de los esbirros municipales, podemos hacerlo nosotros mismos, sin ningún problema. ¿Qué interés podemos tener nosotros en mantener en el Consejo a unos grandes mercaderes?

Espera a que las palabras hayan alcanzado su objetivo y prosigue:

—Thomas Müntzer tiene una propuesta que yo siento la necesidad de apoyar de todo corazón. Echemos a los gremios y a los cerveceros y creemos nosotros un nuevo Consejo.

El Magister interviene con vehemencia:

—Un Consejo permanente, elegido por toda la ciudadanía sin distinción alguna. Que cada representante y magistrado público pueda ser destituido en cualquier momento si los electores consideran que no están debidamente representados y administrados por él. Luego el pueblo podría organizarse en juntas periódicas para juzgar en conjunto la labor del Consejo.

Hülm, perplejo, se alisa la barba con nerviosismo:

—Es una idea atrevida, pero puede que tengáis razón. ¿Y cómo proponéis que se organice la contribución?

Es Pfeiffer quien le responde:

—Que cada uno aporte a las arcas municipales de acuerdo con lo que posee. Todos deben tener la posibilidad de que su familia no pase hambre. Por eso una parte de los tributos estará destinada a la ayuda de los pobres y de los que nada tienen, una especie de caja de socorro mutuo para la compra del pan, de la leche para los niños y todo lo necesario.

Silencio. Luego un sordo ruido desde lo profundo del tórax de Peter, el campesino sacude la cabeza.

—Todo eso está muy bien para la ciudad —las palabras en una boca sin dientes salen con dificultad—, pero ¿qué cambia eso para nosotros?

Briegel:

—¡No pretenderéis que Mühlhausen se haga cargo de todos los caseríos de la región, espero!

El perro se ha cansado de mí y se va más allá, una patada del dueño de la casa le hacer alejarse desganado. Se acurruca en un rincón y se pone a roer un hueso polvoriento.

Peter vuelve a empezar:

—Los campesinos luchan. Los campesinos deben saber por qué lo hacen. Nosotros queremos que esta ciudad, así como todas las demás que decidan prestarnos su apoyo, defiendan nuestras peticiones a los señores.

No está mirando a Hülm ni a Briegel, sino a Pfeiffer, directamente a los ojos.

—Lo que nosotros queremos es que los doce artículos sean aprobados por todos.

Me río para mis adentros, pensando que fui yo quien tuvo que leérselos, precisamente ayer, cuando el texto llegó a la ciudad recién salido de la imprenta.

Pfeiffer:

—Me parece una propuesta razonable. —Mira a Hülm y a Briegel, callados—. Amigos, la ciudad y el campo no son nada la una sin el otro. El frente debe permanecer unido, nuestros intereses son comunes: ¡una vez aplastados los grandes mercaderes, serán los príncipes quienes la paguen!

Su incitación permanece un momento en suspenso sobre la mesa.

—Sea, pues —suelta Hülm—. Que los doce artículos sean aprobados por la ciudad e incluidos en nuestro programa. Pero antes de nada resolvamos los problemas que tenemos aquí, pues de lo contrario todo se irá a la mierda.

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