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~ Capítulo 30 ~

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~ Capítulo 30 ~

 

 

Los primeros días de septiembre deberían haber sido el comienzo de una temporada de tranquilidad para los soldados de la zona del Bidasoa. Con el ejército francés al otro lado de la frontera, Wellington podía respirar tranquilo por un tiempo, y con él, el resto de sus soldados. Era el momento de reponer fuerzas y pensar en la estrategia a seguir en territorio enemigo, pero de hacerlo con calma y sin precipitación. Se avecinaban días de reposo y asueto.

Normalmente, aquellos eran momentos de alegría para casi todos los soldados, la amenaza de la muerte ya no pendía sobre sus cabezas y podían disfrutar de estar vivos. Además, tras las tormentas de los días anteriores, el verano había vuelto con toda su fuerza, algo que ayudaba a que se extendiera la alegría. Sin embargo, ni Gabriel Russell ni los habitantes de Echalar compartían el sentimiento de euforia: Gabriel seguía de duelo por su amigo Daniel y por la desaparición de O’Leary, y en el pueblo el ambiente estaba enrarecido.

El hospital se había convertido en un mero almacén de personas enfermas. Las pocas mujeres del pueblo que lo atendían día y noche hacían lo que podían, pero se trataba de una simple labor de acompañamiento. Lo peor de todo era que el problema se estaba agravando por el goteo constante de nuevos enfermos, sin que ni uno de los que estaban ingresados desde el principio hubiera sanado. Se preveía alguna salida a corto plazo, pero de la peor manera posible, ya que había varios enfermos al borde de la muerte.

Gabriel y Von Müeller seguían de cerca la situación del hospital. Los soldados que habían apostado allí vigilaban el lugar y ayudaban a cuidar a los enfermos, pero también tanteaban el estado anímico del pueblo y se lo contaban después a ellos. Desde que los médicos se habían ido, las noticias no hacían más que empeorar.

Uno de los aspectos más conflictivos era la provisión de comida para los enfermos. Desde el principio se había decidido que debían ser las familias quienes se ocuparan de alimentar a sus enfermos, el problema era que había familias que no tenían nada. Dejar morir de hambre a aquellas personas a la vista de todos era una temeridad, que se podía convertir en la chispa que encendiera el polvorín en que se había convertido el pueblo. Pero la única solución posible: darles la comida en el hospital, era también peligrosa. El ejército podía aportar algo, pero si se corría la voz —y era cuestión de horas que sucediera—, era muy posible que el hospital se llenara de personas que buscaban cualquier pretexto para quedarse ingresadas y así conseguir raciones de comida. La única salida era introducir la comida de forma disimulada y en la cantidad justa para que los enfermos no murieran de hambre, pero no tanto como para que resultara atractivo quedarse en el hospital, donde el peligro de contagio era mucho mayor que en cualquier otro lugar. Un problema difícil de gestionar.

Por otro lado, a partir del día tres de septiembre, los coroneles empezaron de nuevo con las visitas rutinarias al cuartel general de Lesaca. En la primera, Wellington les dijo que preveía un mínimo de un mes sin movimientos bélicos, pero les recordó que los franceses estaban a dos pasos de la frontera y, aunque suponía que tardarían en reponerse de las últimas derrotas, no había que bajar la guardia. Les reiteró la necesidad de mantener los canales de información bien abiertos.

En aquella visita, Russell también supo algo más sobre lo que había ocurrido en San Sebastián y en el puente de San Miguel en Vera. Las noticias oficiales sobre la batalla de San Sebastián continuaban suavizando lo que había sucedido, pero Russell tuvo ocasión de contrastarlas con un par de mandos que habían estado en la ciudad poco después de la batalla. Lo que aquellos hombres le contaron distaba mucho de la versión oficial. Le hablaron de una ciudad destruida, con apenas unas pocas casas en pie tras el paso de la soldadesca, de violaciones generalizadas y de asesinatos en masa. Y todo aquel dolor lo habían provocado ellos, los británicos, a pesar de que el pueblo les había recibido entre vítores y alegría.

Sin embargo, Wellington no les dijo nada de todo aquello. Se centró en la batalla, que definió como heroica, en la estrategia, que describió como perfecta, y, después, en sus bajas, deteniéndose en hacer una breve semblanza de los mandos que habían perecido en la batalla. Hizo una única mención a la población cuando dijo que el combate había producido un sufrimiento mayor de lo normal entre el pueblo. Y eso fue todo. Ni condena ni represalias. Desde la toma de Badajoz, Wellington no les había permitido tal brutalidad a sus hombres, ¿por qué en San Sebastián sí?

Russell supuso que detrás de lo sucedido estaba el deseo de venganza de la soldadesca. Los anteriores asaltos fallidos y el del día 31 habían producido muchas muertes entre los soldados aliados. Además, muchos soldados habían pensado que los franceses habían aguantado tanto tiempo en la ciudad porque los autóctonos les habían protegido de alguna manera (¿pero qué podía hacer la población ante una ocupación no deseada, aparte de intentar sobrellevarla con el menor sufrimiento posible?). Y a Wellington le convenía llevarse bien con los autóctonos, pero lo que no podía permitirse bajo ningún concepto era tener conflictos con sus propios hombres. Permitir aquel baño de sangre le había servido para tranquilizar los ánimos de los soldados más belicosos.

Pero a pesar de que esa información le desasosegó, fue otra la que terminó de entristecerle. Había ido a Lesaca con un objetivo claro: saber toda la verdad sobre lo que había sucedido con su amigo Daniel. Había decidido abordar a Skerrett en cuanto lo viera, superando para ello el rechazo que le provocaba; la primera sorpresa fue comprobar que no había acudido a la reunión. En su lugar habían ido dos mandos de su regimiento. Uno de ellos, John Grantham, era un viejo conocido con el que mantenía una relación cordial. Daniel le apreciaba y eso era suficiente para que él tuviera un buen concepto de él. Durante el tiempo que duró la intervención de Wellington, Russell buscó varias veces la mirada de Grantham, pero este la apartó siempre que las cruzaron. Al final de la reunión se acercó a él.

—Suponía que me preguntarías —le dijo Grantham, mirándole por fin, cuando Gabriel le preguntó cómo y por qué había muerto Daniel—, pero esperaba que no lo hicieras porque lo que te voy a contar no te va a gustar. Cadoux murió por un cúmulo de causas, pero, sobre todo, por la incompetencia de Skerrett.

Russell se sorprendió de oírle hablar así. El ejército inglés era, en algunos aspectos, más flexible que otros, los soldados tenían un margen de decisión más amplio que en el ejército alemán o el francés, pero era insólito que un subordinado hablara así de un superior.

Grantham continuó con el relato de los hechos. Al parecer, había habido tiempo suficiente para responder al ataque francés con más eficacia y para proteger a los hombres que estaban en el puente. La llegada de los primeros soldados franceses pilló a los centinelas por sorpresa, pero reaccionaron con rapidez y avisaron al resto de los soldados de retén que se encontraban en las casas cercanas: la compañía de Cadoux, formada por 180 hombres. Cuando esto sucedió, Cadoux mandó a uno de sus soldados a Santa Bárbara, el monte cercano donde tenía su cuartel el general Skerrett, en busca de refuerzos, mientras apostaba al resto de sus hombres frente al puente para defenderlo. Si bien los franceses eran muchos más, venían agotados y desmoralizados por la pérdida de San Marcial y por la caminata bajo el aguacero. Habían recorrido 15 km en plena noche, reventados físicamente tras varios intentos frustrados de cruzar el Bidasoa. Así que los ingleses al otro lado del puente, a pesar de ser menos, estaban consiguiendo retenerlos. En menos de media hora, si Skerrett hubiera atendido a la petición de Cadoux, habrían llegado los hombres de refuerzo y habrían conseguido parar a los franceses. Pero, incomprensiblemente, Skerrett dijo que no y les ordenó retirarse.

Y entonces Cadoux desobedeció.

—Tú le conocías bien —le dijo Gramtham— tenía un pundonor y una valentía excepcionales, así que retirarse cuando veía la victoria tan cerca era una orden que no podía cumplir. En vez de hacerlo, envió al correo de vuelta con el mensaje de que no se retiraba y pidiendo, una vez más, refuerzos.

La batalla duró lo suficiente como para que el mensajero fuera y volviera varias veces del puente al lugar en el que esperaba Skerrett —continuó Gramtham—. Todas las peticiones de ayuda por parte de Cadoux recibieron respuesta negativa y, según contó el mismo mensajero, estuvieron aliñadas con comentarios despectivos hacia él. Era de todos conocida la animadversión de Skerrett hacia Daniel, fundada solo en su..., su naturaleza especial.

Gabriel se quedó muy triste al oír aquello. Lamentaría toda su vida no haber estado cerca de su amigo sus últimos días antes de morir. Le había dejado solo con el odio de gente como Skerrett.

Antes de despedirse, Gramtham le dijo que, desde el suceso, Skerrett había caído en desgracia entre sus hombres, que cumplían sus órdenes, pero murmuraban a sus espaldas, y entre sus iguales, que le hacían el vacío. Un pretexto de última hora, un resfriado, le había servido para no ir a Lesaca aquel día, pero era un secreto a voces que lo había hecho para no quedar en evidencia ante Wellington.

—No se le acercan buenos tiempos a nuestro general —terminó Grantham con gesto serio.

 

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Septiembre fue avanzando lentamente. Mientras Irene y Gabriel retomaban sus encuentros diarios en Gaztelu, los problemas en Echalar se fueron agudizando. Los casos de disentería se fueron extendiendo de tal forma que el hospital se llenó y muchos enfermos tuvieron que permanecer en sus casas. La necesidad de más voluntarias hizo que Rosi Yndaburu volviera al hospital. Y esta vez lo hizo junto a su hermana Leo. Nadie supo cómo se las arreglaron para convencer a sus padres, pero el caso es que consiguieron cerrar la puerta de su cuadra por las mañanas —por la tarde y noche siguió funcionando— y empezaron a pasar las mañanas ayudando en el hospital.

A falta de los doctores, Rosi se había convertido en la preferida de los enfermos. La joven no tenía conocimientos médicos, pero sí las manos más dulces de todo aquel hospital improvisado. Todos los enfermos estaban deseando que fuera ella quien se acercara a sus camas. El dolor y el miedo por la cercanía de la muerte hacían que los prejuicios se diluyeran.

Pero, por desgracia, el hospital no estaba erradicando el mal ambiente que había en el pueblo. Para una parte de la población aquello no era suficiente para frenar la animadversión que sentían por los ocupantes. Los más beligerantes eran los hombres jóvenes. Para muchos de ellos, la ocupación favorita era vagar por el pueblo y observar a los soldados con rabia manifiesta. Por suerte, hasta el momento todo había quedado en eso. El único incidente de mención —la pelea multitudinaria del día tres— se había saldado con unos pocos heridos leves y resentimiento mutuo, pero nada más.

Uno de los cabecillas de estos jóvenes era Joanes. Russell continuaba siendo informado de los movimientos que hacía el muchacho de uno a otro lado de la frontera. El hecho de haber sido uno de los instigadores de la pelea no hacía más que reforzar la idea de que trabajaba para los franceses.

—Ese chico nos odia —le dijo el soldado informador a Gabriel un día—. Además, nos está resultando difícil seguirle porque está muy pendiente de nuestros movimientos, tenemos que tener mucho cuidado para que no se dé cuenta de que está siendo vigilado.

Además de los movimientos nocturnos a través de la frontera, el soldado le contaba a Russell lo que Joanes hacía en el pueblo. Y esta parte de la información era la que menos le gustaba oír. El joven no parecía tener ni oficio ni beneficio, y lo que más llamaba la atención eran sus visitas regulares a la escuela. El informante había pensado al principio que la maestra y el joven solo eran amantes, pero últimamente le decía que había una posibilidad de que ella también estuviera implicada en labores de espionaje. A Russell su intuición le decía que ninguna de las dos cosas era cierta (¿o era su deseo?), pero racionalmente encontraba pocas explicaciones alternativas. Se resistía a ponerle vigilancia a Irene porque en esas pesquisas iban a salir los encuentros clandestinos que mantenían ambos en Gaztelu, pero sabía que tarde o temprano tendría que hacer algo.

Un día recibió una información inesperada. Donald Richardson se le acercó y le dijo que la mujer que le hospedaba —la cuñada del joven Joanes y anfitriona de las dos comidas— le había sugerido que vigilaran estrechamente a su cuñado. Le había dicho que estaba convencida de que el joven estaba trabajando para los franceses y, además, creía saber quién era el receptor de la información al otro lado de la frontera: el antiguo maestro del pueblo, “un afrancesado furibundo”, según sus propias palabras. Russell tuvo que vencer el rechazo que le produjo ver que aquella mujer era capaz de denunciar a su cuñado, para reconocer que la información era valiosa. Aquello reforzaba las conjeturas respecto al joven Joanes, pero también hacía más sospechosos los encuentros entre Joanes e Irene. En cualquier caso, era solo una denuncia sin pruebas, así que Russell decidió esperar su confirmación antes de sacar conclusiones precipitadas.

 

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Si Gabriel hubiera sabido qué tipo de relación mantenía Irene con el joven y en qué punto se encontraba en aquellos momentos, se habría tranquilizado. Joanes acudía todos los días a la escuela y la relación, aparentemente, había recuperado la intensidad de antes de la llegada de los aliados, pero no era la misma. Al menos, para Irene no lo era. No habían vuelto a discutir porque ya no hablaban de los soldados. Irene, además, le ocultaba las vistas diarias a Gaztelu. Por un lado, se sentía culpable, pero se justificaba pensando que Joanes tampoco le contaba lo que hacía en sus pasos nocturnos a través de la frontera. Lo cierto era que ambos se ocultaban información y esto afectaba a su relación. Parecían tener las mismas conversaciones de siempre, pero eran menos profundas y, sobre todo, menos personales. Joanes, incluso, había dejado de hablar mal de Mayí.

Un mes antes, imaginar algo así le habría hecho daño a Irene, pero ahora no le importaba tanto. No era capaz de reconocérselo a sí misma, pero la razón de aquello era Gabriel. El coronel no había sustituido su afecto por Joanes, pero sí había llenado el vacío que el alejamiento de este le había dejado.

 

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Lo cierto era que las visitas a Gaztelu eran el mejor momento del día para los dos. Durante aquella media hora escasa, la única sombra que se había cernido sobre ellos había sido la ausencia de noticias de Gurutze y O´Leary, pero al cabo de unos días, a regañadientes, los dos acabaron por decirse que los jóvenes habían escapado juntos en busca de un lugar y un futuro mejor. Preferían creer eso antes que pensar que les había ocurrido algo.

Durante aquellos días de calma continuaron comentando lecturas, aunque aún tenían pendiente el libro que Irene esperaba como agua de mayo: el de Mary Wollstonecraft. Desde que Gabriel le había confirmado que el libro estaba en camino, ella se mostraba impaciente por tenerlo en sus manos ya. Y Gabriel aprovechaba las ganas de la muchacha para bromear. Los primeros días de septiembre, nada más juntarse, ella le había preguntado directamente “¿ha llegado ya?”, pero después de varios días de negativas, dejó de formular la pregunta en voz alta. Sus ojos, sin embargo, no podían evitar hacerla, así que llevaban unos días en los que lo primero que hacía Gabriel al abrir la puerta de la cuadra era decirle burlón: “no ha llegado”.

Así sucedió durante una semana más o menos, hasta que llegó el 20 de septiembre. Aquel día, Irene entró con el interrogante en la mirada, como siempre, pero Gabriel no le dijo nada. La reacción no tenía nada que ver con el libro, simplemente acababa de tener una pequeña discusión con Higgins, y no estaba de tan buen humor como para bromear. Irene, sin embargo, no tenía otra cosa en mente, así que interpretó su silencio como una señal de que el libro había llegado. No dijo nada, pero subió las escaleras tras él ilusionada. Una vez en el despacho, él comenzó a hablar como siempre, sin hacer mención al libro. La expectación de Irene fue aumentando hasta que se fijó en un paquete sin abrir encima de la mesa. Por el tamaño, creyó confirmadas sus sospechas: ahí debía estar el libro. Achacó la tardanza de Gabriel en enseñárselo a las ganas de bromear con ella, le pareció incluso ver un brillo divertido en sus ojos, como si adivinara la ansiedad de ella y estuviera disfrutando haciéndole esperar. Cuando estaba a punto de preguntarle directamente, ya que no conseguía concentrarse en la conversación que él se empeñaba en mantener, entró Smith. Al parecer, había llegado un soldado con algún problema que necesitaba la presencia del coronel. No parecía grave, así que Gabriel salió de la habitación diciéndole que volvería enseguida.

Irene dudó un momento, pero lo cierto es que fue por poco tiempo: pudo más su curiosidad que su rectitud. Se acercó a la mesa, sobre la que había varios documentos extendidos además del paquete que había llamado su atención. Este estaba forrado con un papel delicado, en color cobre, y despedía un aroma agradable, como si hubiera sido perfumado. Estaba atado con una cinta de color rosa y lacrado con un sello que representaba una rosa. El paquete era muy pequeño, pero encajaba con el tamaño que podía tener un libro. Descartó abrirlo, pero lo cogió entre sus manos para intentar adivinar qué era lo que contenía en su interior. Al hacerlo, tuvo que apartar los otros documentos extendidos sobre la mesa. Como después quería dejar todo igual, cogió con su mano izquierda el fajo de documentos para que no se desordenaran y con la derecha el paquete en el que creía que estaba el libro de Wollstonecraft. Tuvo tiempo solo para mirar el remite. Y para darse cuenta de que en el paquete no podía estar el libro que esperaba, ya que había sido enviado desde España, desde Ciudad Rodrigo. También tuvo tiempo de fijarse en el remitente, que era una mujer: Duquesa de Lumbrales, ponía. En ese momento, una voz conocida sonó a sus espaldas:

—¿Qué estás haciendo?

Bajo el dintel de la puerta estaba Gabriel, mirándola con ira contenida.

Sin decir nada más, se plantó en tres pasos al lado de ella. Le arrancó de las manos el fajo de documentos y el paquete, y lo hizo con tal furia que, a pesar de que no la tocó, Irene sintió como si la abofeteara.

 

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Russell había vuelto a la habitación intranquilo, el soldado que había acudido a Gaztelu era el que vigilaba a Joanes. Venía a comunicarle que el joven había pasado de nuevo la frontera aquella noche y esta vez había podido seguirle más que de costumbre. Había comprobado que, efectivamente, la persona con la que se reunía al otro lado era el antiguo maestro. Un conocido afrancesado.

Y el hombre en cuya casa vivía Irene, pensó Gabriel.

Había subido las escaleras de vuelta pensando que tenía que hablar con ella, o mandar que la vigilaran, pero que no podía seguir ignorando la estrecha relación que tenía con aquellas dos personas tan peligrosas para ellos. Y entonces la vio. Se centró en su mano izquierda, porque lo que tenía en la derecha —el último envío de Isabel— no era preocupante (había postergado su apertura, como siempre, para ser degustado debidamente por la noche). Pero en su mano izquierda estaban todos los despachos que había enviado Wellington los últimos días. Esa mañana había decidido revisarlos para ir a la siguiente reunión de Lesaca bien preparado. Entonces había llegado Irene y, como confiaba en ella, no se le había ocurrido ocultarlos. Ahora la encontraba con ellos en la mano. Era amiga de aquel Joanes y del maestro afrancesado. Todo encajaba de la peor manera posible: tenía que ser espía ella también. Su acercamiento a él había sido premeditado, todo, desde el principio, había sido una estrategia para ganar su favor, para acabar yendo a Gaztelu todos los días y acceder a la información. ¿Cuántas veces la había dejado así sola? No recordaba exactamente, pero sabía que había habido otras ocasiones. 

Cuando se acercó a ella estaba cegado por la rabia. Se sentía traicionado. Y algo más. Desde hacía un tiempo ella era la única razón por la que se sentía alegre por las mañanas. Pero en aquel momento solo quería que desapareciera de su vista:

—Vete de aquí —le dijo con voz de acero.

Irene se dio cuenta de que Gabriel estaba reaccionado con tanta furia porque no estaba interpretado bien lo que estaba viendo. Su enfado debía tener relación con los papeles que sujetaba con la mano izquierda o con el contenido real del paquete que, ahora estaba segura, no contenía el libro. Así que, a pesar de la vergüenza y el miedo, no se movió. Quería explicarle por qué había hecho aquello. Quería que él entendiera que era una chiquillada, que no la juzgara tan duramente... Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, él se acercó más y con su cuerpo grande como una amenaza sobre ella y sus labios a milímetros de su cara, insistió, con más rabia aún:

—Te he dicho que te largues.

No la tocó, pero la frase fue como un latigazo. Sin embargo, ella ya había tomado una decisión, así que dio dos pasos hacia atrás, para alejarse un poco de su presencia amenazante, y empezó a hablar.

Le contó todo con calma, aunque su corazón latía con fuerza. Empezó reconociendo que había cometido un error, pero que lo había hecho por dejarse llevar por la curiosidad, no por maldad. Que no quería apropiarse de nada de él, que solo quería descubrir si el libro había llegado. Nada más.

Gabriel la escuchó en silencio, manteniéndose a la distancia que ella había marcado, hasta que la expresión de su cara fue perdiendo poco a poco agresividad y fiereza. Cuando Irene terminó, solo hubo silencio. Fue apenas un minuto, pero a ella se le hizo eterno. Después, pareció que él iba a hablar, pero acabó pasándose la mano por la cara y se alejó más de ella, acercándose a uno de los ventanales y dándole la espalda. Estuvo así un buen rato, sin decir nada, inmóvil. Cuando Irene empezaba a temer que todo iba a acabar ahí, Gabriel, sin moverse, sin dejar de darle la espalda, habló.

—Irene, quiero creerte, pero tengo dudas. He recibido informaciones que hablan de una posible red de espionaje, y lo que he visto ahora aquí podría encajar. Si fuera así, no debería contártelo, pero lo cierto es que no quiero que sea verdad.

Volvió a quedar un momento en silencio y luego continuó:

—Debes darme tiempo, ahora estoy demasiado ofuscado para pensar con claridad. Te pido que me dejes solo. Mañana hablaremos.

Había dicho todo sin mirar atrás, pero Irene entendió que había acabado y que solo le quedaba salir de allí. Ahora sabía por qué se había puesto así y lo entendía. Si ella hubiera estado en su posición, seguramente habría reaccionado peor. Pero sus sospechas eran infundadas, ella no era espía ni pensaba serlo jamás.

—Te he dicho la verdad Gabriel. Siento el disgusto que te he causado. Mañana volveré.

Y salió a su pesar.

 

 

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