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~ Capítulo 31 ~

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~ Capítulo 31 ~

 

 

Cuando Irene salió por la puerta Gabriel decidió ir a cabalgar. Necesitaba una buena sesión de cansancio físico para que su mente dejara de producir pensamientos durante un rato. Luego volvería a retomar el tema de Irene y seguramente vería más claro si la muchacha le había dicho la verdad o todo había sido un invento para ocultarla. Les dijo a Higgins y Smith que estaría fuera un rato y salió montado en su mejor caballo. No lo había montado desde la desaparición de O´Leary, ya que aquel era también el caballo favorito del muchacho y acercarse a él le hacía más patente su ausencia. Aquellos días se estaba ocupando de él Higgins, y lo hacía con profesionalidad —el caballo estaba bien alimentado, brillante y en forma—, pero a Gabriel le pareció que estaba triste, como él. Sabía que aquello era una tontería: un caballo no podía  tener ese tipo de sentimientos, tan humanos, pero, aun así, aquel día se sintió más unido que nunca al animal. En un momento, incluso, cuando paró en lo alto de la loma a la que subía siempre a admirar el paisaje, le habló. Inmediatamente echó una carcajada por lo ridículo que se veía allí arriba, solo, hablándole a un animal cuyo único interés era comerse la hierba tierna de las alturas. Era la primera carcajada desde hacía muchos días, desde antes de la muerte de Daniel y la desaparición de O'Leary, y se sintió mucho mejor.

Luego apareció Irene en sus pensamientos, le vinieron a la mente, una tras otra, imágenes de ella: hecha una furia el día de su primer encuentro en Gaztelu, digna y distante los siguientes, apasionada y divertida cuando se conocieron mejor. La última imagen que le apareció de ella era del momento en que él la había encontrado con los papeles en la mano. Entonces la furia no le había permitido verla bien, pero ahora se le aparecía claramente: asustada, avergonzada, triste... No, aquella no era la reacción de alguien culpable… De repente, se dio cuenta de que no podía pensar en ella como una espía ni como una mujer calculadora que le estaba utilizando para sacar información. Y en ese momento tomó la decisión de creerla. Pensó que al día siguiente intentaría arreglar con ella el desencuentro, y al tomar esta decisión la sonrisa se le quedó fija y sintió cómo su alma se aligeraba.

Más tranquilo, se quedó un momento admirando el paisaje que se extendía ante él: desde aquellas alturas, se veían pueblos franceses desperdigados por la falda de la montaña y, al fondo, el mar. Aún recordaba la primera vez que lo había visto después de mucho tiempo de estar alejado de él. Había sido el día que llegaron a Echalar. Al subir con sus hombres en busca de un asentamiento para las tropas, en un alto parecido a aquel, había aparecido al fondo el azul profundo del Cantábrico. En ese momento, un grito de júbilo se había extendido como la pólvora entre la tropa. Muchos de aquellos hombres procedían de lugares costeros, pero desde que estaban en la Península no habían vuelto a ver el mar. Fue uno de esos momentos mágicos que recordaría toda su vida. Pocos días después, Daniel le contó que había vivido la misma escena con sus tropas, en este caso al subir una loma en Vera. Sonrió al recordar a su amigo en esa conversación y se dio cuenta de que era la primera vez que conseguía pensar en él sin sentir dolor. Después, tras cabalgar algo más entre robles y hayas, con el espíritu lleno de bosque y mar, volvió a Gaztelu.

Entró por la zona principal esperando que Higgins oyera el ruido de los cascos del caballo y se acercara, sin embargo, en vez de él, fue Smith quien abrió la puerta. Solo pronunció una frase mientras cogía las riendas:

—Tiene visita, Sire: la dama le espera en el despacho.

El corazón le dio un vuelco: esa dama tenía que ser Irene. Seguro que había vuelto para intentar arreglar lo sucedido. Una visita en pleno día, por la puerta principal, era peligroso para ella, pero se alegró de que se hubiera arriesgado: quería verla, iba a decirle que le creía.

Subió las escaleras rápido y abrió la puerta.

La estancia brillaba por el sol que entraba a través de los ventanales, que estaban abiertos de par en par, pero también por efecto de la ropa y las joyas que llevaba la dama que estaba, sonriente, de pie en el centro. Sin embargo, por un momento, la habitación se ensombreció para Russell. No era Irene. La mujer se dio cuenta de su reacción y apagó un poco su sonrisa. La recuperó enseguida, porque Gabriel se repuso y se acercó a ella lentamente, como un tigre hacia una presa largamente deseada.

¡Qué bella era! Ya lo había olvidado, pero Isabel de Benito, su amante preferida en la Península, tenía una belleza espectacular. Alta y delgada, pero no demasiado, con el pelo rubio, brillante y sedoso, y unos ojos verdes, profundos. Todos los dientes blancos y en su sitio, los labios de color fresa, jugosos. Y el cuerpo perfecto, como el de una diosa griega. Como él imaginaba que eran las diosas griegas.

En ese momento, olvidó a Irene, olvidó la guerra, la muerte del amigo y la desaparición del joven criado; Isabel estaba allí, no sabía cómo ni por qué, ni necesitaba saberlo. Lo único que quería era quitarle la ropa y hundirse en su cuerpo tibio de porcelana y algodón.

No se dijeron nada, no hacía falta. Gabriel se acercó más a ella, hasta quedar a milímetros de su cuerpo, pero sin tocarla. Bajó la cabeza poco a poco, siguiendo con la mirada la línea del cuello de ella, y posó sus labios en él. Isabel gimió, muy suave, muy dulce. Era el primer sonido que salía de sus labios. El de Gabriel fue un siseo, shhhhhhh, pidiéndole silencio, mientras se separaba de su cuello. Ella gimió de nuevo, ignorando la orden de él, y acercó el cuello a sus labios. Él se apartó de nuevo y repitió el siseo, esta vez de forma más enérgica. Después puso un dedo sobre los labios de ella y dijo:

—Chica mala.

Isabel sacó la punta de la lengua y le lamió el dedo, suave, mirándole con la mezcla justa de recato y descaro.

El juego había empezado.

Gabriel le dio la vuelta, sin contemplaciones, y se situó a escasos centímetros detrás de ella. Luego, con mano firme, le levantó la falda por detrás y la sujetó en la cinta que rodeaba su cintura.

Ella sabía lo que él estaba viendo en ese momento: su culo, tapado solo por la fina tela de seda de las enaguas, así que lo empinó un poco, para que él lo viera en su mejor posición.

Gabriel comenzó a bajarle las enaguas poco a poco, hasta dejar sus nalgas al descubierto. Tenía la piel tan blanca que parecía brillar. Él sabía, además, que la apariencia se correspondía con el tacto, y que la piel era tibia y suave, pero se contuvo para no tocarla todavía; quería alargar la agonía del deseo.

Pero ella tenía ideas propias. Sabiendo que su amante estaba contemplándola, se empinó sobre las puntas de sus pies y, arqueando aún más la espalda, le ofreció su culo redondo y perfecto. Gabriel tuvo que reprimirse para no abrir los pantalones y ensartarla en aquel momento. En vez de eso, se apartó un poco, lo justo para acercar con una mano una pequeña mesa auxiliar y ponerla delante de ella. Luego, con mucha suavidad, puso las dos manos de la mujer sobre la mesa. Si decidía tomarla así, ella tendría donde sujetarse de sus embestidas. Aprovechó que su mano estaba en la parte delantera del cuerpo de ella y la subió lentamente, parándose a la altura de sus pechos. Acercó los dedos índice y pulgar y pellizcó suavemente el pezón derecho. El vestido lo tapaba, pero la tela era tan fina que permitía acceder a él como si estuviera al aire. Lo notó puntiagudo y duro, antes de tocarlo incluso.

El cuerpo de Isabel reaccionó a la caricia con violencia. Una corriente de placer le atravesó desde la punta de aquel pezón hasta el centro de su sexo y, finalmente, se detuvo ahí. Un punto de deseo infinito, mezcla de dolor y placer. No pudo reprimir otro gemido, esta vez más fuerte y gutural, y movió el culo, acercándolo a él. Gabriel, desprevenido, tuvo el tiempo justo de apartarse un poco, aunque llegó a notar el roce de las nalgas de ella en su pene a punto de explotar. Entonces le dio un azote en la nalga derecha, que se enrojeció ligeramente. Ella soltó un grito, que acabó siendo un jadeo. Gabriel bajó la mano, la acercó a la zona donde las dos piernas se unían con el sexo, abrió camino con la mano entera y,  con el dedo corazón, tocó el botón del clítoris. Estaba palpitante, caliente y mojado. Ella dio otro grito, al mismo tiempo que él apartaba el dedo. Si lo hubiera mantenido allí un segundo más, ella habría llegado el clímax. Entonces, él cambió el recorrido de la mano, la dirigió a la bragueta de su pantalón y la abrió dejando libre su miembro. Estaba enorme. Y ansioso. El camino que acababa de abrir en el cuerpo de su amante le llamaba. Quería entrar en ella, no aguantaba más. Tras asegurar las manos de Isabel sobre la mesita, sujetó su polla y empujó. Hasta el fondo.

La penetración fue de golpe, furiosa. Ella lanzó un grito animal. Y el tiempo se detuvo. Estuvieron un rato así, sin moverse, escuchándose respirar. Jadear. Y, poco a poco, Gabriel comenzó a moverse, con una suavidad que contrastaba con el primer movimiento de penetración salvaje. Ahora era todo delicadeza, movía su culo hacia afuera y el pene salía lento, dejando a Isabel hambrienta, pero cuando estaba a punto de sacarlo del todo, volvía a meterlo, despacio, muy despacio, saboreando con deleite estar dentro de ella de nuevo, mientras el lamento de deseo de Isabel se convertía en gemidos de placer. Poco a poco fueron aumentando el ritmo, y los gemidos se hicieron más altos, y las embestidas más rápidas y profundas, haciendo temblar la mesa y el culo de ella, hasta que ambos perdieron la noción del lugar donde estaban e, incluso, de quienes eran. Solo dos cuerpos disfrutando de un placer bestial.

El orgasmo de Isabel fue largo y profundo, agitó todo su cuerpo, presa de temblores. Gabriel se vació al mismo tiempo dentro de ella. Mientras su semen se derramaba, de su garganta salió un grito ronco que dio la nota de lo que estaba sintiendo. No hubo una esquina en Gaztelu a la que no llegara el sonido del placer de los dos amantes.

Tras el orgasmo, permanecieron unidos sin apenas moverse. Gabriel se inclinó un poco para besar la oreja de Isabel, sin ser capaz de articular palabra. Ella echó su mano derecha hacia atrás y le acarició suavemente. Estuvieron así un buen rato, y luego, poco a poco, fueron separándose. Una vez fuera de ella, Gabriel le dio un beso y un pequeño mordisco en la nalga izquierda, después le dio la vuelta y la besó en los labios. Se abrazaron largamente, dejando para el final el ritual por el que todos los amantes suelen empezar. A ellos les gustaba así, siempre diferente, siempre salvaje.

Llegaba el momento de las palabras. Sus mejores conversaciones se habían producido siempre encima de una cama, así que Gabriel la cogió de la mano y la llevó a su habitación.

Se tumbaron en la cama, grande y mullida, y no tardaron en desnudarse del todo. Entonces él tuvo oportunidad de observarla con calma. El tiempo que llevaba sin verla no había hecho que olvidara su belleza, pero al tenerla de nuevo ante sus ojos, desnuda, no pudo evitar sobrecogerse. Era, sin lugar a dudas, la mujer más bella que había poseído nunca. Tenía un cuerpo fibroso, pero con carnes allí donde debían estar. Una cintura finísima, que perdía su angostura al iniciarse la curva que bajaba a las caderas. Su culo, que acababa de admirar en su plenitud, era redondo y alto, duro y suave. Sus pechos eran grandes, pero increíblemente tiesos, parecían ser ajenos a la Ley de Newton (Gabriel pensó que si el físico los hubiera observado en vez de fijarse en manzanas, jamás habría descubierto la famosa fuerza). Además de ser dos semicircunferencias casi perfectas, estaban coronados por dos pezones de color rosado que se ponían en punta solo con mirarlos. La piel, blanquísima y sin marcas, cubría aquel cuerpo perfecto como un papel de regalo fino y exquisito. Tenía también una cara preciosa y un pelo abundante y rubio, que, suelto, le llegaba hasta el inicio de las nalgas. En aquel momento, uno de sus tirabuzones, juguetón, le acariciaba el pezón izquierdo. Cuando Gabriel lo vio, sintió de nuevo la punzada del deseo, pero la sujetó. No sería por mucho tiempo, ella ya había adivinado el significado de aquel destello fugaz y sonreía maliciosamente. Pero antes debían ponerse al día.

Gabriel supo entonces que aquella visita había sido una sorpresa organizada por ella unas semanas antes. Una circunstancia inesperada había hecho que se le presentara la oportunidad de acercarse a Echalar. Al parecer, el marido de Isabel estaba interesado en hacer un negocio en Elizondo. En la zona había un tipo de piedra especial, de color rojizo, que era exactamente lo que el duque de Lumbrales estaba buscando para la remodelación de una parte de su residencia. Había mantenido contacto por correo con el vendedor y había conseguido un buen precio, pero la negociación aún se podía estrechar más. Aunque había que hacerlo en directo, de forma que el vendedor no tuviera tiempo de reaccionar y la posibilidad de perder la venta le hiciera aceptar cualquier propuesta del comprador. Sin embargo, el duque estaba metido en otros negocios más urgentes y no podía desplazarse a Elizondo en aquel momento. Aquello le fastidiaba, ya que iba a perder la ocasión de hacer un magnífico negocio. Cuando Isabel le oyó lamentarse de aquello, agarró la oportunidad al vuelo y se ofreció ella misma a hacer la negociación en persona. Al ver que su marido vacilaba un poco, ya que la propuesta era insólita, Isabel inventó una razón sobre la marcha. Le dijo que en la zona se hacía un tipo de puntilla que no era posible conseguir en ningún otro lugar. Aquello fue suficiente.

—Ahora tienes que buscarme alguna costurera de la zona que me venda un buen puñado de puntillas, cielo —le dijo riendo Isabel—. No te preocupes por la calidad, mi marido es incapaz de distinguir un manto de lana basta de una pieza de la mejor seda. Tengo dos días nada más —continuó—, pero pienso establecerme aquí, contigo, los dos. Mañana iré a Elizondo e intentaré mejorar la oferta que le han hecho al duque. No me será difícil conseguirlo, tengo mejores armas que él —añadió con picardía—. Como comprenderás, ahorrarle dinero al baboso de mi marido no ha sido el motivo que me ha traído aquí, pero tengo que reconocer que tampoco me va a venir mal, así podré seguir dilapidándolo en mis caprichos —terminó soltando una carcajada.

Gabriel la miró asombrado. Siempre le había llamado la atención lo cínica que era Isabel a veces. Nunca le había importado mucho porque no era su corazón lo que había buscado en ella, pero ahora sintió un ligero disgusto al oírle contar aquello. Y recordó a Irene. Durante un segundo nada más, porque el cuerpo blanco de Isabel le trajo de nuevo a la cama. Se concentró en pellizcar uno de sus pezones, esta vez con un poco más de fuerza que la primera vez. Ella gritó sorprendida y le apartó de un manotazo, pero luego, felina, le mordió los labios hasta dejar sus dientes marcados en ellos. Después, Isabel continuó con el relato de su plan, aunque los dos ya empezaban a mirarse con ojos vidriosos de deseo.

—Después de organizarlo con mi marido solo me quedó prepararlo para ti. ¿Te diste cuenta de algo? —le preguntó, sonriendo con picardía.

Gabriel se quedó un momento pensativo y entonces recordó el cambio de tono de las últimas cartas:

—¿Era premeditado? —le preguntó mientras posaba su mano entera en uno de sus pechos.

—Sí, cielo —le contestó Isabel, respirando profundamente mientras se acercaba aún más a él, para que el pecho encajara en la palma de su mano— lo hice para que me desearas más. —Y al pronunciar esas últimas palabras, deslizó un dedo desde el ombligo de Gabriel hasta la base del pene, que estaba ya enhiesto.

—Eso, querida, es imposible —respondió él, sin apartar la mano del pecho y utilizando la otra para acercarla hacia sí.

Durante un buen rato no dijeron nada más, solo hablaron sus cuerpos. Se recorrieron mutuamente con los dedos, las manos, las bocas, pero también con la cara, las piernas, el pelo... todo valía para explorar al otro, para reconocerlo, para calmar el hambre mutua. Lo hicieron, sin embargo, sin la urgencia de la primera vez, saboreando cada caricia y cada lametón. Se excitaron y aguantaron la excitación, llevaron el deseo a su punto más alto y, al final, cuando no aguantaron más, se penetraron de nuevo, mutuamente. Porque, aunque era el cuerpo de Gabriel el que entraba en el de Isabel, el abandono al que se sometían era tal, que llegaba un momento en el que no eran capaces de distinguir quién entraba y quién salía, quién poseía y quién era poseído. Eran uno y nada más.

Pasaron así el resto de la mañana, y hasta bien entrada la tarde no se dieron cuenta de que tenían otra necesidad que satisfacer. Entre el sonido de suspiros, gemidos y gritos de placer, se fue abriendo paso el ruido de sus tripas, que reclamaban algo que comer. Entonces, riéndose, se pelearon por decidir quién debía ir a por víveres. Le tocó el turno a Gabriel, ya que ella no conocía la casa. Cuando salía por la puerta, desnudo, ella le dijo que trajera el contenido del último paquete que le había mandado por correo.

Fuera de la estancia, Gabriel recordó aquel paquete. Era el que Irene había tenido en sus manos y había provocado su discusión. Él no lo había abierto aún, pero no pensaba decírselo a Isabel, lo abriría mientras bajaba a la cocina. Lo recogió del despacho y vio que Irene no había intentado abrirlo, ya que estaba perfectamente envuelto, con el sello de Isabel y la cinta rosa intactas. En ese momento sintió una punzada de pena al pensar en Irene, ¿cómo estaría? Pensó que al día siguiente aprovecharía que Isabel iba a ir a Elizondo, para recibirla tranquilamente y aclarar lo que había sucedido. Le diría que iba a estar ocupado y no podrían juntarse durante dos días, pero que después todo continuaría igual entre ellos. Se sorprendió a sí mismo sonriendo. Estaba disfrutando con Isabel, como siempre, iban a ser dos días memorables, pero no le importaba que se fuera después.

Antes de bajar a la cocina, abrió el paquete de Isabel y vio que contenía una liga de color rojo. Y nada más. Estaba claro que la duquesa había orquestado un plan para mantenerlo expectante y acrecentar su deseo, que habría funcionado si no hubiera sido porque él no había abierto el paquete hasta entonces. Le gustaba mucho cómo vivía el sexo aquella mujer, en sus manos se convertía en un arte, por eso, incluso a posteriori como en aquel momento, disfrutaba de lo que ella organizaba para él.

Una vez en la cocina comprobó, como ya suponía, que sus criados habían “huido” de la casa, no sin antes dejarle la comida preparada. Siempre era así: cuando Isabel le visitaba, los criados desaparecían. Al inicio de su relación en Ciudad Rodrigo, le costó un poco entender esa actitud, le supuso tener un par de encontronazos con sus criados, pero, finalmente, Smith, muy discretamente y sin llamar a nada por su nombre, se las ingenió para hacerle comprender que la estancia en el edificio era muy incómoda para cualquiera que no fueran Isabel y él. Los gemidos, gritos y golpes rítmicos de los muebles eran tan constantes como perturbadores para quienes los escuchaban y no los disfrutaban. Gabriel entendió y aceptó que les dejaran solos, con una condición: que les dejaran preparada comida suficiente. Después, podían alejarse y dedicarse a otro tipo de trabajos que no exigieran su presencia en la casa.

Aquel día, Smith y Higgins habían preparado las viandas con más rapidez que lo habitual —auguraban, con razón, un encuentro sexual memorable—, y habían escapado, uno a las cuadras fuera de la casa, otro al río a limpiar toda la plata y cacharrería. Ambos tenían trabajo para varias horas. Después…, suspiraban por poder dormir aquella noche.

Gabriel encontró encima de la mesa comida como para sobrevivir una semana. Cogió una bandeja con uvas, jamón y queso, y entonces se fijó en un paquete abierto pero con parte del contenido sin sacar. El bueno de Smith lo había dejado así para que Gabriel adivinara su procedencia. No había duda de esta, ya que estaba envuelto con el mismo papel y el mismo lazo rosa que la liga. Dentro del paquete se veían varias botellas de Champagne francés. Gabriel cogió una botella, junto con la bandeja con las otras viandas, y subió a la habitación.

Al entrar, encontró a su amante desperezándose sobre la cama como si fuera un gato. “¡Pero qué bella es!”, pensó de nuevo. Ella vio la botella que traía en las manos y, sonriendo, le dijo:

—Veo que lo has encontrado. Viene de Vitoria y de los paquetes que tuvo que dejar José Bonaparte cuando salió corriendo. No pienso decirte cómo, pero lo he conseguido, y he pensado que la persona con quien debía disfrutarlo eras tú.

Después le miró, coqueta y sensual, y tocando la cama con varios golpes rítmicos, le susurró:

—Ven aquí…

 

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En ese mismo instante, Irene decidía hacer aquello a lo que llevaba dándole vueltas toda la tarde. La mañana había pasado rápido gracias a los niños y a la visita de Joanes, pero en cuanto se quedó sola al mediodía, las paredes de la escuela se le cayeron encima. Gabriel la había apartado de su lado con tanta furia que temía que iba a ser difícil recuperarlo.

Irónicamente, un mes atrás había sido ella la que se había enfadado con él, y le había evitado y despreciado después. Pero en un mes, el concepto que tenía de él y de la relación que mantenían había cambiado radicalmente. Quizá era la guerra, que alteraba la forma de relacionarse y todo lo aceleraba, pero tenía asumido que en aquel momento casi nadie le importaba más que aquel hombre de pelo rojo. Aparentemente arrogante y frío, pero inteligente y culto, y con un sentido del humor que le desarmaba. Y estaba segura de que Gabriel disfrutaba con ella tanto como ella con él. Y que le apreciaba en la misma medida. ¿Por qué si no había reaccionado tan violentamente? Un enfado acorde al tamaño de la decepción que se había llevado, esa tenía que ser la explicación.

Este último pensamiento la animó por primera vez en todo el día. Y decidió no esperar al día siguiente y acercarse a Gaztelu para deshacer el malentendido. Una vez tomada la decisión, sintió alivio. Se recompuso un poco el peinado, deshecho tras todo un día olvidada de sí misma, y se ató a la cintura, marcándola bien, el pañuelo que solía llevar cubriendo sus hombros, haciendo por primera vez en su vida un gesto de coquetería del que no fue consciente. Después, salió en dirección a Gaztelu decidida a hacer las paces con su nuevo amigo.

Fue con paso seguro todo el camino, pero al llegar a Gaztelu su convicción se tambaleó. Aquello era una locura, estaba echando por tierra todas las medidas de seguridad que había acordado con el coronel. Pero la necesidad de arreglar la situación era mayor que la prudencia, así que tragó saliva, se dijo a sí misma que una visita esporádica se podía justificar de cualquier manera, que todo iría bien, y tocó la puerta de la casa.

La única vez que había entrado por allí, apenas habían tardado en abrir. Esta vez, pasó un buen rato y no apareció nadie. Irene pensó que era imposible que faltaran todos y volvió a  llamar, pero tras otro largo rato de espera, tuvo que admitir que quizá no había nadie. Estaba a punto de darse la vuelta cuando, sin pensarlo mucho, tocó la manilla y vio que la puerta cedía. Aquello era señal de que había alguien en la casa. No estaba haciendo nada malo, pensó un momento, y decidió entrar y quedarse en el zaguán de entrada a la espera de alguno de los criados.

Una vez dentro oyó los ruidos. Eran unos golpes rítmicos, acompañados de expresiones ahogadas. Aguzó el oído y distinguió la voz de Gabriel, que sonaba gutural y ronca. Y en ese momento oyó un grito alto y...

extraño. No estaba segura de qué estaba pasando, pero de repente aquello le recordó a algo que conocía bien. Tenía un niño en el colegio que padecía ataques. Solían sobrevenirle de repente, caía al suelo y se golpeaba la cabeza repetidamente contra el suelo si nadie hacía nada por impedirlo. Había también peligro de que se tragara la lengua, por eso había que poner algo duro entre sus dientes para evitarlo. En ese momento, Irene decidió subir: estaba convencida de que lo que oía era a Gabriel sufriendo un ataque.

Entró en el despacho y no vio a nadie, pero tuvo la sangre fría de coger un libro de tapas duras, que pensaba utilizar para sujetar la lengua de su amigo y evitar su ahogamiento. Corrió hacia el lugar del que provenían los ruidos —cada vez más intensos— y abrió la puerta, que solo estaba entornada.

 

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Cuando Gabriel volvió a la habitación aceptó la invitación de Isabel, se tiró en la cama todo lo largo que era y se pusieron a comer. Empezaron con el jamón que la duquesa había traído de Salamanca. Eran unas lonchas finas que se deshacían en la boca, un manjar que Gabriel echaba de menos casi tanto como a la propia Isabel. Cogió una loncha, la sostuvo sobre la boca abierta de ella y la introdujo en su interior poco a poco, para que ella la saboreara, luego descorchó la botella de champagne con una mano y le pegó un trago al líquido burbujeante. Isabel, sin decir nada, abrió la boca y le pidió con la mirada que le echara a ella también. De rodillas, con el tronco erguido, la cabeza inclinada hacia atrás, los pechos apuntando al frente y la boca abierta, parecía una diosa. Gabriel vertió el champagne, pero ella no lo tragó del todo, una parte se derramó por su barbilla y su cuello. Dos finos hilos, como dos riachuelos, se dirigieron hacia sus pechos, hasta acabar en los pezones, desde donde gotearon sobre las sábanas. Con una mirada, ella le señaló a Gabriel lo que quería, él entendió, se agachó y sorbió primero el pezón derecho y luego el izquierdo, hasta dejarlos secos de champagne y empapados de saliva. Para Isabel era una tortura deliciosa, primero el picor de las burbujas y luego la caricia suave de la boca de Gabriel. Repitieron varias veces, hasta que los dos, muertos de deseo, apartaron la botella y se entregaron al baile sexual.

Fue en ese momento cuando Irene llegó a la habitación. Los dos cuerpos desnudos ocupaban el centro de la cama. Estaban colocados dándole la espalda, de forma que ellos no la veían, pero ella a ellos sí. Gabriel estaba de rodillas, enseñando la espalda, la línea de la columna y el culo. Tenía una piel blanca, salpicada de cientos de pecas y algunos pelos rojos. Se movía con fuerza hacia delante y hacia atrás y, cuando empujaba, su culo se contraía. Aunque le daba la espalda, tenía una postura ligeramente oblicua, de forma que Irene veía su pene salir y entrar en la mujer. Era la primera vez que era testigo de un encuentro sexual entre humanos y jamás había sido protagonista de ninguno, pero ni en sus sueños más atrevidos había imaginado algo así. Gabriel estaba montando a la mujer como si fuera un animal, mientras ella permanecía arrodillada con las manos sobre la cama. Cuando Gabriel embestía, la mujer arqueaba un poco la espalda. Ella tenía un cuerpo perfecto de piel blanquísima, más que la de Gabriel aun. Su pelo rubio, largo y rizado, colgaba a los lados, y sus pechos, que caían en punta por la postura, se adivinaban grandes y turgentes. Los ruidos rítmicos que Irene había supuesto que provenían del golpeteo de la cabeza de Gabriel contra el suelo, los producía el cabecero de la cama contra la pared, y los gemidos que le habían hecho correr escaleras arriba eran de placer, no de dolor. Irene observó la escena paralizada, hasta que un movimiento de Gabriel la hizo reaccionar. Giró el cuerpo y corrió escaleras abajo. Era tan grande la necesidad de salir de allí que, al llegar al zaguán, no tuvo cuidado al cerrar la puerta y esta dio un portazo.

 

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A pesar de que estaba a punto de correrse algo despistó a Gabriel y, entre embestida y embestida, giró un poco la cabeza hacia la puerta. Tuvo el tiempo justo para ver el borde de una falda desaparecer por el vano. Mientras seguía empujando y notaba que el éxtasis se apoderaba de él, su mente se mantuvo aparte, alerta y, esta vez sí, oyó la puerta. Entonces supo que lo que acababa de ver no había sido una visión producto de la excitación: alguien les había estado observando y había salido corriendo. Y mientras soltaba los últimos gemidos tras el orgasmo, recordó a quien pertenecía el trozo de vestido que acababa de ver.

Salió de golpe del cuerpo de Isabel, que aún se estaba estremeciendo por los últimos espasmos del orgasmo, y se tumbó sobre la cama.

—¡Mierda!

Isabel, aún a cuatro patas, le preguntó alarmada:

—¿Qué pasa?

—Ha venido... nos ha visto —contestó él en tono lúgubre y, de nuevo:

—¡Mierda!

Ella, sentada ya sobre la cama, le miraba con expresión interrogativa. Pero antes de que Gabriel le diera una explicación, adivinó lo sucedido:

—Era una mujer, ¿verdad?

Él asintió.

Entonces ella se tumbó a su lado y, tocándole la tripa con suavidad, le dijo:

—Vaya, vaya... así que te has enamorado…

Gabriel dio un bote al oír aquello:

—No, no es eso. En absoluto. Es solo una persona a la que aprecio. Esta mañana hemos tenido un desencuentro y…

Isabel le cortó de golpe:

—Gabriel, déjalo, no quiero detalles. Voy a estar aquí dos días y después volveré a desaparecer de tu vida. Vamos a olvidar todo lo demás durante este tiempo, por favor. Sea quien sea esa mujer y haya ocurrido lo que haya ocurrido, ya tendrás tiempo de estar con ella cuando yo me vaya.

Gabriel la miró cauteloso. Sin saber nada sobre la relación que mantenía con Irene, Isabel había supuesto que lo que sentía por ella no era tan inofensivo como él quería creer. Había mencionado, incluso, una palabra que, tras la desastrosa experiencia con Katherine, jamás hubiera creído que se le pudiera volver a aplicar a él. Pero mientras pensaba en aquello, Isabel se tendió sobre la cama en una nueva postura sensual y Gabriel decidió que ella tenía razón, que aquel tema se podía posponer.

Pasaron la tarde y buena parte de la noche disfrutando uno del otro. El único contacto que tuvieron con el exterior fue con Smith y Higgins que, a regañadientes, tuvieron que volver a la casa a dormir, a pesar de que los furores de su amo no estaban del todo aplacados. Isabel aprovechó para mandar a Higgins a la posada del pueblo a avisar a sus dos criados de que al día siguiente debían tener el carruaje preparado a las seis y media de la mañana. 

 

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Al día siguiente, a esa hora,  salió Isabel de Gaztelu. Lujosamente vestida y con expresión relajada, parecía mentira que apenas hubiera dormido un par de horas en toda la noche. Gabriel, ataviado con una bata larga de seda, la despidió sonriente, satisfecho y… contento. Cuando vio desaparecer la parte trasera del carruaje se dio cuenta de que estaba encantado de que se fuera y le dejara la mañana libre para poder ver a Irene. Y estaba encantado también de que al día siguiente se fuera a Ciudad Rodrigo. Aquello era raro, muy raro. Subió las escaleras, entró en el despacho y se acercó a la ventana desde la que todos los días veía llegar a la joven maestra. Aunque aún faltaba media hora para que apareciera, estaba deseando verla.  Pero llegaron las siete y ella no apareció. A las siete y media, sin moverse de la ventana, tuvo que aceptar que no vendría.

Y que a él le pasaba algo con ella.

Ya no podía seguir negando la evidencia: no estaba reaccionando como debiera. Así que estuvo un buen rato dándole vueltas al tema para intentar aclarar lo que le ocurría. Reconocía que disfrutaba de los encuentros que tenía con Irene todos los días, más aún después de la muerte de Daniel y la desaparición de O´Leary. Se habían convertido en la única isla de paz y alegría que le quedaba en Echalar. Le gustaba hablar con ella, verla revolverse cuando él la provocaba con algún argumento llevado al extremo, dejarse convencer por ella... Pero también había algo más… En Irene había algo que le atraía, no solo como par intelectual, sino también como mujer... Le gustaba como le habían gustado otras mujeres antes... Más que muchas de ellas incluso... Sí, ya no podía seguir negándose a sí mismo que, de haberla conocido en otras circunstancias, hacía tiempo que la habría convertido en su amante.

Ahora bien, también tenía claro que eso jamás iba a ocurrir, no solo porque hacerlo contravenía la regla que se había marcado desde Isabel la portuguesa, sino porque la apreciaba demasiado (nunca se perdonaría dejarla con el honor mancillado tras su partida de Echalar). Así que en ningún caso iba a hacerla su amante. Pero sí quería —y necesitaba— retomar la relación tal y como la habían mantenido hasta entonces.

Con las ideas más claras, decidió moverse. Estaba convencido de que ella había ido la tarde anterior a plena luz del día a Gaztelu, arriesgándose a que la vieran, porque quería hacer las paces con él. Habían tenido la mala suerte de que entonces él estaba con Isabel... de aquella manera... Seguramente no se había acercado por la mañana porque había supuesto que aún estaba acompañado. Esa tenía que ser la explicación de su ausencia. Así que ahora le tocaba a él dar el siguiente paso.

 

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Cuando Gabriel se presentó en la escuela, Irene ni siquiera puso cara de sorpresa, parecía que le hubiera estado esperando. Solo le miró y entró dándole la espalda, pero dejando la puerta abierta. Una vez dentro, se dio la vuelta y lo miró de nuevo, de frente. Seria. Y empezó a hablar. Le dijo que sentía lo que había ocurrido el día anterior, pero que le juraba que nunca había querido curiosear entre sus cosas, que su único interés había sido el libro, que había sido estúpida, pero no desleal.

Él la dejó hablar porque veía que ella lo necesitaba, pero cuando acabó le dijo, sonriendo, que la creía, que el día anterior él se había precipitado y que sentía haber reaccionado de aquella manera. Que la consideraba su amiga y que quería retomar la relación donde la habían dejado antes de aquel desencuentro.

Ella sonrió por primera vez, pero de manera fugaz y triste, y le dijo que lo sentía mucho también, pero que creía que aquello ya no era posible.

—No es por lo de ayer, Gabriel —le dijo llamándole por su nombre por primera vez desde el encuentro en el lavadero y haciendo que a él le diera un vuelco al corazón—. Lo que ha pasado me ha servido para darme cuenta de que nuestra relación es imposible, nunca confiaremos el uno en el otro. Has sido bueno conmigo y he disfrutado mucho de nuestras conversaciones, pero ha llegado el momento de que cada cual se ocupe de sus cosas y se rodee solo de su gente.

Gabriel quiso interrumpirla, pero ella le paró con un gesto de la mano y continuó:

—Se ha acabado. Vete por favor, Gabriel. —Y le dio la espalda y se puso a ordenar unos libros que había sobre la mesa.

Gabriel se quedó un momento paralizado. No daba crédito a lo que acababa de oír. “Irene”, la llamó, pero la joven continuó de espaldas como si él ya no estuviera allí. Se negaba a creer que aquello fuera un adiós definitivo, pero ella no le estaba dando ninguna opción. Estaba ofuscada y no le iba a escuchar. Decidió, por tanto, hacerle caso y salir, no sin antes decirle:

—Irene, no me rindo, intentaré solucionar esto de alguna manera.

Ella continuó con los libros como si no hubiera oído nada, Gabriel se dirigió a la puerta, la abrió y, mirándola por última vez, añadió:

—Hasta pronto, Irene, amiga. —Y cerró la puerta tras de sí.

 

********************

 

Irene había aguantado la tensión, pero en cuanto oyó el ruido de la puerta al cerrarse, sintió que le fallaban las fuerzas y tuvo que sentarse. Le había costado descifrar sus sentimientos, porque eran nuevos para ella, pero en un momento de la larga noche que había pasado sin dormir, había acabado por reconocerse a sí misma que estaba enamorada de aquel hombre. En cuanto aceptó aquello, se le cayó el alma a los pies. ¿Qué futuro podía tener un sentimiento así? Ninguno bueno. Ya se había llevado el primer golpe. Ver a Gabriel con aquella mujer bellísima la había destrozado. Se sentía fea, minúscula, insignificante, sin ningún valor. Si eso era lo que traía estar enamorada, no quería saber nada de aquello. Y entonces se le ocurrió que la única manera de superarlo era cortar de cuajo. Dejar de hablar con él. Dejar de verle.

En casa lo había tenido muy claro y luego, cuando lo había tenido frente a ella, no había flaqueado y había sido capaz de decírselo, pero acababa de despedirse de él y ya le echaba de menos, ¿tendría la fuerza suficiente para mantener su decisión?

A las nueve en punto llegaron los primeros niños y, como siempre le ocurría, consiguieron que concentrara su mente en ellos y el dolor se atenuara. A la hora del almuerzo se dio cuenta de que Gabriel no había ido a la escuela con las manos vacías, en una esquina vio el paquetito con la ración diaria de comida. También había pensado en aquello durante la noche. Aquel iba a ser el último que recibiera. Rota la relación con Gabriel, ya no había forma de que la comida llegara de manera discreta a la escuela. Lo sentía en el alma por sus niños, pero ya no podía hacer nada más. Desanimada y triste, empezó a repartirles lo que había en el paquete y entonces sonó la puerta. Su corazón dio un vuelco al pensar que Gabriel volvía, pero enseguida recordó que era la hora de la visita de Joanes.

Efectivamente, fue a su amigo a quien encontró al otro lado.

 

********************

 

Joanes se había convertido en un hombre en los pocos meses que habían pasado desde que la guerra había llegado a las puertas de Echalar. Seguramente, aquello también había influido en el cambio que se había dado en la relación entre ambos. La fina capa de secretos que les envolvía, y les había separado por primera vez en su vida, debía formar parte de lo  que les ocurre a todas las personas cuando se convierten en adultas. El hombre que estaba frente a ella era su amigo y no lo era. De su amigo tenía el pelo revuelto y el fondo de la mirada pícaro y vital. Sin embargo, el desconocido era un hombre con barba, rostro cuadrado y mirada alerta. También era un hombre atractivo, con un cuerpo flexible y fibroso. Curiosamente, era la primera vez en su vida que Irene se fijaba en él de aquella manera. Hasta aquel momento jamás se le había ocurrido pensar si era guapo o feo, era Joanes, su amigo, y nada más. Pero ahora, la distancia que se había instalado entre los dos le permitía mirarlo de otra forma, más objetiva. Pero enseguida tuvo que dejar de lado aquellos pensamientos porque notó que algo le pasaba: estaba más serio que de costumbre. La petición que le hizo a continuación le confirmó que su intuición era cierta. A pesar de que faltaba un rato para la hora del recreo, le pidió que lo adelantara y mandara a los niños fuera.

—Irene, me voy —soltó el joven en cuanto Irene volvió del patio—. Me voy a París. Con Esteban.

La noticia era mala, pero no podía decir que le sorprendía del todo. Hacía tiempo que esperaba cualquier cosa de Joanes. No quiso saber detalles, sabía, además, que el joven no se los daría, así que solo preguntó:

—¿Cuándo?

Joanes respiró hondo antes de contestar:

—Ahora.

Irene se abrazó a su amigo y empezó a llorar. Su relación se había resentido por lo que había sucedido a su alrededor, pero el joven era su amigo del alma. Hasta entonces había creído que al acabar la guerra recuperarían lo que habían perdido, pero ahora esa posibilidad se esfumaba. Además, no solo iba a perderlo a él, le había dicho que se iba con Esteban, así que tampoco iba a recuperar a su maestro. No podía contener las lágrimas, lloraba por Esteban, por Joanes y por Gabriel: estaba perdiendo a todos de una manera u otra.

Joanes la abrazó algo más fuerte un buen rato y luego se apartó un poco. Le pasó un dedo por debajo de los ojos para quitarle las lágrimas y, de repente, cogiéndola por sorpresa, acercó los labios a una de ellas y la absorbió. Y luego otra. Y otra. Hasta que, finalmente, besó sus labios.

Cuando Irene notó el contacto, abrió los labios en un gesto instintivo. El beso de Joanes, fuerte y pasional, no le disgustó. Pero tampoco le produjo nada más que el agrado que sentía a su lado siempre. Nada que ver con los sentimientos que le habían agitado aquella noche pensando en el coronel. Ni con lo que había visto que él hacía con la mujer rubia sobre la cama de Gaztelu.

La urgencia de Joanes fue desapareciendo poco a poco. El beso se fue apagando por la falta de pasión de ella y, al final, el joven se separó y la miró con una mezcla de cariño y resignación.

—Lo sabía, Irene, tú no me quieres como yo a ti. También me voy por eso.

Cuando vio que ella iba a protestar, continuó:

—Sé que me quieres mucho, Irene, pero no de la forma que yo quiero que me quieras —sonrió con tristeza—. Lo he aceptado hace tiempo, no te preocupes. Te voy a echar mucho de menos, pero es mejor para mí que me vaya. No llores. Eres fuerte y saldrás adelante sin mí.

No había nada más que decir, Irene lo sabía, así que se abrazó a él con fuerza, aspiró su aroma por última vez y se mantuvo así mucho rato. Después, le dejó marchar.

Por primera vez en su vida estaba sola. Totalmente sola. Sin embargo, un pensamiento nuevo se abrió paso en su mente: Joanes tenía razón, iba a salir adelante.

 

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