One

One


~ Capítulo 32 ~

Página 35 de 40

~ Capítulo 32 ~

 

 

Irene, efectivamente, salió adelante sola. La pérdida de Esteban fue la más fácil de llevar, al fin y al cabo, llevaba meses sin verle. Pero ahora que sabía que había desaparecido de su vida para siempre, había cambiado la narración que se hacía a sí misma de su relación con él. De repente, aquel hombre que ella había sentido como un padre, se le aparecía como lo que realmente había sido: una persona que se había ocupado de ella mientras sus intereses habían estado cerca, pero que la había abandonado sin contemplaciones cuando esos intereses habían cambiado de escenario. No, no se había portado como un padre. La decepción no le impedía, sin embargo, estar agradecida por lo que había hecho por ella. Le había enseñado todo lo que ahora le daba fuerzas para continuar sola. 

El caso de Joanes era diferente, él también se había alejado de ella, pero tenía que reconocer que el alejamiento era mutuo. Si ella hubiera sentido por él algo más que amor fraternal, le habría acompañado a París. Pero no solo no se le había pasado por la imaginación hacerlo, sino que si hubiera sido Joanes quien se lo hubiera pedido a ella, su respuesta habría sido “no”.

Y luego estaba Gabriel, la única persona a la que apreciaba que aún se mantenía cerca de ella. Aunque la cercanía era solo geográfica, ya que no habían vuelto a hablar. Él había respetado su decisión y, a pesar de lo que le había dicho en su despedida, no había intentado acercarse de nuevo. Los primeros días se había sentido un poco decepcionada, pero enseguida lo había agradecido porque sabía que su decisión de alejarlo de ella era la correcta, pero no estaba segura de poder mantenerla si él se acercaba. Aun así, le había  visto un par de veces. Una vez, al volver a casa, había visto su figura al otro lado del ventanal de su despacho en Gaztelu. Ella siempre levantaba los ojos al pasar, pero desde aquel día dejó de hacerlo.

La otra vez le había visto más cerca. Él estaba hablando con otros soldados a un lado del camino por el que ella debía pasar. Al llegar a su altura, los hombres guardaron silencio, se quitaron el sombrero y la saludaron con un “buenas tardes” a la vez. Antes de rebasarlos, no pudo evitar fijar sus ojos en los de él, fue un instante, pero vio que la mirada de él seguía igual de cariñosa que siempre. Llegó a casa sofocada por la nostalgia y las ganas de volver a hablar con él, pero una vez dentro se tranquilizó y se reafirmó en su decisión de alejarlo de ella.

Así que Irene estaba resistiendo. Había, además, una circunstancia nueva en su vida que le estaba ayudando a sobrellevar mejor la situación: había empezado a ayudar en el hospital. Todo comenzó al día siguiente de la despedida de Gabriel y la partida de Joanes, cuando se enteró de que dos de sus alumnos acababan de ingresar. Había sabido de la existencia del hospital desde el inicio de su puesta en marcha, pero lo había visto como algo lejano, ya que bastante tenía con la escuela. Pero el día que fue a visitar a sus niños se quedó impresionada con lo que vio. El lugar, pese a los pocos medios de que disponían, llamaba la atención por su pulcritud. Olía a limpio, algo sorprendente, ya que lo normal hubiera sido que estuviera envuelto en los olores desagradables que exhalaban los cuerpos enfermos. Pero lo que más le sorprendió fue ver quién la vino a recibir cuando entró por la puerta. Rosi Yndaburu, con sonrisa tímida, pero paso seguro, se acercó a ella y le dijo un escueto “bienvenida, Irene, me alegro de verte aquí”. La joven la acompañó a las camas en las que se encontraban sus dos alumnos, uno junto al otro. Luego se despidió de ella y le dijo que cuando acabara la visita volvería a saludarla de nuevo.

Irene estuvo un buen rato al lado de los niños. Los dos estaban consumidos por la fiebre y la enfermedad. Tenían los ojos hundidos, rodeados de cercos oscuros, y la frente perlada de sudor, pero Irene agradeció que al menos estuvieran envueltos en sábanas limpias y que las dos bacinillas que estaban bajo sus camas también estuvieran limpias. Entonces se fijó en la razón de todo aquello. Mientras ella estaba sentada, cuatro mujeres se movían entre las camas sin cesar. En cuanto un enfermo vomitaba o tenía otro tipo de necesidad, se acercaban a su lado. Luego sacaban las bacinillas fuera y las volvían a introducir limpias. Cuando las camas se manchaban, cambiaban las sábanas y las llevaban a lavar. Por la ventana que tenía enfrente, vio un tendedero lleno de ellas secándose al sol. También limpiaban el suelo cada poco tiempo, y utilizaban agua de flores para perfumar el ambiente y disipar los malos olores.

Irene conocía a tres de las mujeres, eran las dos hermanas Yndaburu y una vecina de ellas, una mujer de origen humilde. La cuarta mujer era desconocida para ella. Además de las cuatro mujeres había también dos soldados, cuya labor parecía de vigilancia, aunque de vez en cuando también ayudaban a adecentar una cama o a incorporar a un enfermo. Lo más llamativo de todo era ver a Rosi Yndaburu dirigir con voz firme a todos ellos. Era evidente que ella era la encargada del orden de aquella sala, y que no solo lo conseguía, sino que todos le hacían caso de buena gana.

Aquel primer día, tras despedirse de los niños, Rosi se acercó de nuevo a su lado.

—No podemos hacer gran cosa por ellos —le dijo con voz queda— no tenemos medicinas, ni comida, que es lo que necesitan, pero, al menos, intentamos que estén cuidados y limpios.

Irene sonrió con cariño a la joven y se atrevió a preguntarle algo más. Así supo que ella se había puesto al mando del hospital cuando los dos médicos habían sido requeridos en Vera.

—Han empezado a venir algunos días a la semana de nuevo, porque la mayor parte de los heridos del hospital de campaña de Vera han sanado o han muerto, pero hoy es uno de esos días en los que están fuera, por eso estamos solas.

Irene se enteró también de quién era la mujer que no conocía. Era la esposa de uno de los soldados que vigilaban el hospital. Había conocido por boca de su marido la labor que estaban haciendo y había decidido ayudar. No hablaba una palabra de castellano, pero se las arreglaba para trabajar como la que más. Llevaba ya tres días bajando del campamento y pasando más de doce horas entre las cuatro paredes del hospital.

Rosi le contó que había más voluntarias entre las mujeres del pueblo, aunque no demasiadas por miedo al contagio, así que las que estaban tenían que hacer turnos muy largos. Ella y su hermana llevaban una semana sin salir, durmiendo allí mismo. Pero en su caso se trataba de una decisión que iba más allá de la ayuda a los demás: habían decidido no volver a la casa paterna nunca más.

Irene se alegró mucho de saber aquello y así se lo dijo a Rosi. Ella, sonriendo, le contestó:

—Los soldados no están tan contentos. Y mis padres tampoco. Pero tenemos quien nos proteja —añadió sin dar más detalles.

Irene decidió en aquel momento que ella también quería colaborar. Iría todos los días después de cerrar la escuela y se marcharía antes de que anocheciera.

Aquello le serviría, además, para calmar un poco la mala conciencia que tenía por haber cortado el suministro de víveres a sus niños: ya no podía alimentarlos, pero sí cuidarlos si caían enfermos.

Al día siguiente, cuando volvió, comprendió qué había querido decir Rosi cuando le dijo que estaban protegidas. Aquel día habían venido los dos médicos e Irene se fijó enseguida en cómo se relacionaba el médico mayor con Rosi. No es que se miraran con aprecio ni se dijeran palabras amables, en absoluto, él era, de hecho, un hombre arisco, pero se intuía un lazo invisible entre los dos. No se separaban uno del otro y él se movía a su alrededor como un escudo protector. Estaba claro que mientras aquel hombre estuviera a su lado, nadie se iba a atrever a hacerle daño a la joven. Y, de resultas, su hermana Leo también salía beneficiada. Irene se alegró mucho por las dos hermanas, aunque pensó que aquello no tenía una continuación fácil, porque el médico se iba a ir de Echalar más pronto que tarde.

 

********************

 

¿Y qué había ocurrido con Gabriel Russell durante aquel tiempo? A pesar de su aparente desaparición, no se había rendido, tal y como le había dicho a Irene. Su alejamiento de ella era táctico. La conocía lo suficiente como para saber que cuando tomaba una decisión era muy difícil hacerla volver atrás. Él lo había conseguido tras su primer enfado en julio, pero bien sabía lo que le había costado. Ahora la había visto más segura que entonces aun, así que no quería dar ni un paso en falso y se mantenía alejado a la espera de una oportunidad. Mientras tanto, se conformaba con saber de ella desde la distancia.

Gracias a la información de sus soldados se había enterado de que su amigo Joanes había huido a Francia definitivamente. Aquello le alivió, pero también le entristeció, porque confirmaba que Irene no había tenido nada que ver con la red de espionaje a la que pertenecía su amigo, y dejaba claro que su enfado con ella había sido desproporcionado e injusto. Los soldados también le hablaron de las visitas de Irene al hospital y de su trabajo en él.

Por otro lado, él esperaba en la ventana de su despacho todas las mañanas y todas las tardes para verla pasar. Uno de los primeros días, Irene había levantado la cabeza y sus miradas se habían cruzado, pero ella la había bajado de nuevo enseguida y desde entonces no había vuelto a mirar. Seguramente sospechaba que él estaba allí. Aquello le daba una pista de que ella seguía empeñada en no tener relación con él. Lo confirmó el día que pasó a su lado mientras él hablaba con Von Müeller y dos de sus hombres: el saludo fugaz y cómo aceleró sus pasos para alejarse dejaron claro en qué punto quería mantener su relación.

Así fueron pasando los días, sin cambios, y justo cuando Gabriel empezaba a perder la esperanza de recuperarla, un acontecimiento externo propició su reencuentro.

El día 1 de octubre, a media mañana, cuando Gabriel estaba consultando mapas en su despacho de Gaztelu, oyó ruidos que provenían de la entrada de la casa. Su oído experto le dijo que se trataba de militares y, por el número de voces y el tono, supuso que algo grave había ocurrido. Al llegar abajo se encontró con dos de sus capitanes, acompañados por cinco soldados de su regimiento. Y a Smith y Higgins más serios que nunca.

—Hemos encontrado a O´Leary, señor —le dijo el capitán Brown con voz grave—. Y a la chica.

El soldado le miró con expresión grave. Después, añadió:

—Están muertos, y la muerte no ha sido accidental.

El golpe fue duro. Sintió el vacío en el estómago, el corazón acelerado golpeando su pecho y la falta de aire, pero no perdió la compostura como le había ocurrido con Daniel Cadoux. Respiró hondo varias veces y, cuando se encontró con fuerzas, preguntó detalles sobre las circunstancias del hallazgo. Así supo que los cadáveres habían aparecido en una zona del río que había estado cubierta por las aguas hasta el día anterior. La crecida del día uno de septiembre había bajado rápidamente, pero en la zona en la que habían encontrado los cadáveres se formaba un pozo que había ido decreciendo muy poco a poco. Además, estaba oculto por zarzas y malas hierbas, así que era difícil acceder a él. Esa misma mañana, uno de los soldados del regimiento había visto algo en el borde del agua. Se había acercado y se había encontrado con parte de un brazo asomando en la superficie. Dio la voz de alarma y entre todos los que acudieron sacaron a flote el cuerpo de Gurutze y, bajo el de ella, el de O´Leary. Ambos cuerpos estaban muy descompuestos, así que estaba claro que llevaban muchos días muertos. Al final, Brown añadió que, a pesar de la descomposición, se apreciaba que habían sufrido graves heridas antes de morir.

Higgins se mantuvo en una postura rígida, pero al oír esto último, Smith, que había permanecido como ajeno a todo, se derrumbó. Se cubrió la cara con las manos y empezó a sollozar como lo hacen los hombres que ya han olvidado cómo llorar: con gemidos graves, profundos y entrecortados. El resto de hombres no se movió. Sabían que Smith no toleraría muestras de apoyo a lo que consideraría una debilidad. Efectivamente, el episodio no duró mucho, enseguida se calló y continuó junto a Higgins, casi con la misma expresión que antes de perder la compostura.

Entre la maraña de sensaciones y pensamientos, a Gabriel se le apareció la cara dulce de Irene. Ella también iba a sufrir mucho con aquella noticia. En ese mismo instante decidió que tenía que ser él quien se la diera. Para que terminara de odiarlo quizá, pero quería estar a su lado en aquellos momentos. Necesitaba estarlo.

Había que moverse con rapidez, porque la noticia se iba a extender por el pueblo y no quería que la joven se enterara por boca ajena, así que les dijo a los soldados que antes de acercarse a ver los cuerpos quería informar a los allegados de la joven Gurutze, y salió hacia la escuela.

A paso rápido, se presentó en la plaza. Era la hora del recreo, así que allí estaba Irene, sentada en las escaleras de uno de los extremos del frontón, con solo dos niños a su lado. Al ver la estampa, Gabriel se dio cuenta de la situación tan precaria en la que estaba la escuela. La mayoría de los niños habría dejado de acudir al perder la provisión de víveres que les hacía llegar él. Y eso en el mejor de los casos, porque seguramente algunos habrían muerto, ya que la ocupación estaba haciendo estragos entre los niños. Pero enseguida apartó esos pensamientos y se concentró en lo que tenía que hacer a continuación.

En aquel momento, Irene lo vio. Grande y rojo, desde el pelo hasta la casaca, se acercaba a ella con paso firme. Parecía que se movía al ritmo de su corazón, que había empezado a latir fuerte y rápido. Venía solo, a plena luz del día. Enseguida pensó que algo extraordinario tenía que haber sucedido para que apareciera de aquella manera. Y supo que se trataba de Gurutze. Se levantó como impulsada por un resorte en el momento en que él llegaba a su altura. Él, sin decir nada, la cogió del brazo y la condujo suavemente hacia la escuela. Ella se dejó llevar. Entraron agarrados y entonces él, sin soltarla, se lo dijo:

—Irene, Gurutze ha muerto.

Irene oyó las palabras y, durante un instante, solo pensó en la forma en que Gabriel había pronunciado el nombre de su ayudante: ese acento dulce, esa voz añorada... diciendo algo tan terrible. 

Y se echó en sus brazos.

Primero empezó a llorar ella. Luego la siguió él. Estuvieron así, vaciando su dolor uno en el otro, mucho rato. Era una sensación agridulce, ambos estaban llenos de pena, pero estar en los brazos del otro les producía paz. El llanto se fue aplacando poco a poco hasta que, despacio, con cuidado, se separaron y volvieron a hablar:

—Irene, no te he dicho lo peor —comenzó él—, creo que la muerte no ha sido accidental. Ahora tengo que ir a ver los cuerpos, pero me temo que han sido asesinados.

Irene soltó un gemido. Su dolor era terrible. Pero, al igual que le había ocurrido a él un momento antes, una tercera persona se le apareció en la mente: alguien tenía que contarle la noticia a la madre de Gurutze, y no había nadie mejor que ella para hacerlo.

Irene debía actuar con rapidez, así que se despidieron, pero acordaron reunirse de nuevo en Gaztelu, para contarse cómo le había ido a cada uno.

Habían recuperado su relación por la peor de las razones.

 

********************

 

Irene se recompuso como pudo y se ocupó de los niños. Los llevó a sus casas y les dijo a  sus familias que algo grave había ocurrido, sin dar detalles. Después, salió hacia la casa de Gurutze. Encontró a su madre en la huerta. En cuanto la vio, la mujer, que estaba agachada, se dejó caer hasta sentarse sobre la tierra. Irene se acercó suavemente y cuando llegó a su lado, se sentó también y le cogió la mano, la mujer terminó de dejar caer su cuerpo sobre la tierra y, mirando hacia arriba, con su mano en la de Irene, empezó a gritar:

—¡Mi niña, mi niña, mi pobre niña!

Irene no había abierto la boca, pero no había hecho falta: había adivinado lo que le había pasado a su hija.

Tras permanecer así un buen rato, la mujer tumbada llorando y ella sujetando su mano, Irene la ayudó a incorporarse y la acompañó hasta la casa. Una vez dentro, les transmitieron la noticia a los hermanos pequeños de la joven y a su padre. Fue un drama horrible. Irene se quedó con ellos, acompañándolos en su dolor, hasta que empezó a  anochecer. Entonces, con el corazón roto, salió en dirección a Gaztelu y, por primera vez desde el intento de violación, se movió por las calles en penumbra de Echalar.

Le abrió la puerta Smith. En su cara se reflejaban las huellas del dolor, igual que en la de ella, pero ninguno de los dos fue capaz de decir nada. Hacerlo habría supuesto romperse de nuevo, así que subieron las escaleras en silencio.

 

********************

 

En cuanto Irene entró en el despacho, Gabriel se acercó a ella de dos zancadas. A punto estuvo de abrazarla de nuevo, pero se contuvo y, en lugar de ello, le acercó una silla y se sentó él en otra, muy cerca, pero sin tocarla. Se pusieron al día sobre los pasos que había dado cada uno. Ella le contó lo sucedido en casa de Gurutze, él lo que había descubierto sobre la muerte de los dos jóvenes. Lo hizo ahorrándole los detalles más terribles. Efectivamente, habían sido asesinados, le dijo. Y lo habían hecho con saña, calló. El cuerpo de Gurutze, sobre todo, estaba lleno de marcas de cortes y golpes, algunos se los había producido el río, pero la mayoría se los habían producido otras personas. Además, le habían cortado el cuello. Había muerto degollada, igual que O´Leary. Había, sobre todo, un hallazgo en el cuerpo de la joven que no podía quitarse de la mente desde que lo había visto: tenía una rama de gran tamaño introducida en su sexo. Gabriel sabía que tendría que lidiar con aquellas imágenes el resto de su vida, pero no quería añadirle sufrimiento a Irene, así que solo le dijo que habían empezado con las pesquisas:

—Te lo prometo, Irene —le dijo con emoción— descubriré a los culpables y pagarán por ello.

Ambos continuaron sentados hablando, muy juntos, mientras la habitación se fue oscureciendo. Irene hacía tiempo que debería haber llegado a su casa, de hecho, no debería haber ido a Gaztelu tan tarde. Sin embargo, no solo había ido, sino que allí permanecía, sin intención de moverse. Su determinación de alejarse de Gabriel había desaparecido en el momento en que él la había abrazado en la escuela, tras conocer la noticia de la muerte de Gurutze. Entre sus brazos, envuelta en su olor y su calor, sintió que ese era su lugar. Ya no podía resistirse más. No quería. Ahora, su presente estaba en aquella habitación. Y su futuro... no existía.

Gabriel sabía que lo que estaba pasando era anormal. Los dos estaban sentados, una frente al otro, en una habitación oscura donde apenas se veían sus siluetas. La situación no se podía alargar mucho más. Gabriel debía  acompañar a su casa a Irene. Ya. Pero lo cierto era que no quería hacerlo. Quería que se quedara con él allí, toda la noche. Algo que no debía hacer.

Para retrasar el momento de la decisión, se puso en movimiento. Fue en busca de lumbre para encender los candelabros de la estancia y, a pesar de que hacía calor, cerró las ventanas para evitar que la estancia se llenara de insectos. Encendió tres candelabros y dejó para el final el que estaba cerca de Irene. Aunque había evitado hacerlo durante todo el proceso, al terminar, la miró. Allí estaba, con los ojos tristes, fijos en los suyos y la boca ligeramente abierta. Se fijó en su pecho, que subía y bajaba al compás de su respiración. Rápido. Se la veía tan frágil... Por eso le cogió por sorpresa lo que ella hizo a continuación: se levantó de la silla, se puso de puntillas y le besó.

Al principio él no reaccionó. Notó los labios suaves de ella en los suyos. Inexpertos, pero dulces. Hasta que, poco a poco, su cuerpo le pidió responder. Quería besarla, morderla, lamerla, recorrerla entera. Quería hundirse en ella para tapar el dolor, como hacía siempre que la muerte empapaba su alma, pero esta vez con más intensidad que otras veces. Que con otras mujeres. Tenía urgencia y necesidad de Irene. Pero esos mismos pensamientos fueron los que le impidieron hacerlo. Aquello era una locura. Peor aún, hacerle eso a Irene era una canallada. Así que, poco a poco, la separó de él. Ella le miró un poco asustada:

—¿Lo he hecho mal?

Él sonrió. Era tan adorable. Solo quería besarla otra vez.

—Enséñame —continuó Irene—. Aprenderé. Lo haré como ella. Te haré todo lo que te hace ella.

—¡Dios, Irene! —dijo él posando su dedo índice sobre la boca de ella con suavidad—. No eres tú, claro que no. Me ha costado separarme de ti, Dios sabe cuánto.

—Pues bésame otra vez —dijo ella cortándole y poniéndose de puntillas de nuevo.

—No podemos, Irene. No debemos.

—¿Por qué no?

Aquella era la Irene luchadora y cabezota que él había conocido nada más llegar a Echalar. Sabía que no se iba a rendir con facilidad, así que tendría que sacar la batería de argumentos que le habían convencido a él, para intentar convencerla a ella también.

—De acuerdo, intentaré explicarte por qué no —le dijo sonriendo un poco—, pero prométeme que me vas a escuchar… y que no me vas a besar de nuevo.

Irene sonrió también.

—Te escucharé…, pero prométeme que después me escucharás tú a mí también.

Y así fue como acabaron sentados en el suelo del despacho de Gaztelu, con las espaldas apoyadas en la pared de piedra, una junto al otro.

Aquella noche Irene y Gabriel terminaron de conocerse a fondo. Hablaron de la madre y los abuelos de Irene, del padre y la esposa de Gabriel. De lo que les habría gustado hacer con sus vidas y lo que estaban haciendo en realidad. De sus deseos y de sus miedos. Y al final de la noche, estaban más unidos aún.

Y Gabriel no lograba convencer a Irene:

—No debes ser mi amante.

—No quiero hacerte daño.

—Correrías peligro, como Gurutze. —Decía él.

—¿Por qué no?

—No me lo vas a hacer.

—Prefiero correr ese riesgo. —Respondía ella.

 

Finalmente, ambos acordaron dejar la partida en tablas y posponerla para cuando estuvieran más descansados. Quedaban dos horas para el amanecer, así que decidieron dormir un poco. Gabriel la llevó a su habitación y le ofreció su cama mientras él se sentaba en una silla. Ella le pidió que se tumbara junto a ella.

—Voy a portarme bien —le dijo, con esa picardía ingenua que acababa de nacer en ella—, solo dame la mano.

Y así se durmieron los dos, completamente vestidos, sobre la colcha, con las manos enlazadas como único contacto.

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page