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~ Capítulo 33 ~

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~ Capítulo 33 ~

 

 

Cuando los primeros rayos de luz entraron por la ventana, Gabriel abrió los ojos y vio que seguían agarrados de la mano. En ese momento sonó la puerta de la habitación. Se levantó de un salto y abrió la puerta ocultando con su cuerpo la vista de Irene sobre la cama. Un empeño absurdo, ya que los dos criados sabían perfectamente quién había pasado la noche con él. 

Se encontró de frente con Smith, que le entregó un mensaje que acababa de traer un correo. Gabriel salió de la habitación con cuidado para no dejarle ver nada del interior y, situándose al otro lado de la puerta, leyó la misiva. Era un mensaje oficial, escueto y urgente: Wellington le conminaba a presentarse en Lesaca a las 9 de la mañana, había reunión extraordinaria del Estado Mayor. Eran casi las siete, así  que tenía el tiempo justo para vestirse y partir. Suponía que Von Müeller habría recibido una misiva parecida y que le esperaría en el lugar de costumbre. No había tiempo que perder, tenía que prepararse y ocuparse de que Irene saliera de Gaztelu.

Cuando entró en la habitación de nuevo, la encontró sentada sobre la cama, despierta, mirándole con preocupación.

—Me tengo que ir, Irene, ha llegado un despacho urgente y tengo que salir hacia Lesaca. No sé cuándo volveré ni con qué órdenes.

Irene sintió que el corazón se le encogía, aquello sonaba a movimientos militares o cambios. Quizá nuevas batallas. Como si leyera su pensamiento, Gabriel intentó tranquilizarla:

—Ahora debes marcharte, pero en cuanto vuelva de Lesaca te buscaré y te contaré qué ocurre, te lo prometo. Sea la hora que sea. Tú espérame.

No había otra opción, así que Irene bajó a la cuadra acompañada de Gabriel, salió al camino y se dirigió hacia la escuela como todos los días, como si nada hubiera ocurrido. Aunque, para ella, todo había cambiado.

Russell y Von Müeller llegaron a Lesaca antes de que el sol, que aquellos días golpeaba fuerte, les hiciera sufrir demasiado. Allí se encontraron con todos los mandos de la zona noroeste de la Península.

Wellington no se anduvo con rodeos:

—Vamos a entrar en Francia. Yo habría esperado más, pero la presión que recibo de nuestro país va en aumento. Todos los días aparece algún artículo o hay un discurso público en el que me piden nuevas ofensivas. He intentado retrasarlo todo lo posible, pero si no hacemos algo ya, corremos peligro de tener más problemas con nuestros compatriotas que con los franceses.

Era la primera vez que Russell le escuchaba tantas explicaciones, el tema debía de ser grave si creía que tenía que darlas. Él estaba de acuerdo con la estrategia que había llevado Wellesley hasta aquel momento, le parecía la opción más inteligente. En Gran Bretaña recibían las noticias de las victorias en los cómodos sillones de sus casas, pero ellos, que las vivían en primera persona, sabían que cada victoria traía también pérdidas. Muchos soldados morían en combate, y el resto perdía amigos, fuerzas, ánimo… Por eso, los momentos de impasse eran fundamentales. Para entrar en territorio francés, además, necesitaban estar muy fuertes. Iban a entrar en el corazón de su enemigo, en su casa. Si la zona fronteriza estaba siendo espinosa y difícil, precisamente por la dificultad para distinguir los amigos de los enemigos, entrar en Francia iba a suponer tener un enemigo en cada persona con la que se cruzaran. Había que estar bien preparado, no solo físicamente, algo que en aquel mes largo sin batallas habían conseguido a duras penas, sino mentalmente, algo mucho más difícil. Pero la decisión estaba tomada y solo quedaba seguir adelante con el mejor ánimo posible.

La reunión fue larga, había mucha información que transmitir y muchas decisiones que tomar, así que, cuando acabaron, había llegado la noche y Russell y Von Müeller tuvieron que quedarse a dormir en Lesaca. Gabriel pasó la noche inquieto, dándole vueltas a lo que se había hablado en la reunión. Welleslley había decidido entrar en Francia por la línea de frontera que marcaba la desembocadura del Bidasoa. Las últimas semanas, soldados apostados en la zona habían llevado a cabo una discreta investigación para decidir qué parte del río era la más adecuada para cruzar. Al parecer, existían zonas del fondo de la desembocadura del Bidasoa con grandes vados de lodo. Además, se encontraban en una época del año en la que se producían unas mareas especialmente fuertes, así que podían aprovechar una de esas bajamares para cruzar el río andando.

Una vez localizados los vados de lodo con ayuda de algunos pescadores de la zona, se decidió cuándo pasar: la madrugada del 7 de octubre, en el momento en que la marea estuviera más baja y la tropa francesa apostada al otro lado estuviera durmiendo todavía. El plan era perfecto excepto por una razón: la desembocadura de aquel río era totalmente abierta. Si los franceses les descubrían mientras estaban cruzando, la escabechina estaba asegurada: miles de hombres con el agua hasta el pecho y las armas en alto se convertirían en un blanco fácil e inofensivo. El día siete podría ser el inicio de una gran victoria o de una derrota memorable.

Wellington había orquestado, junto con el ataque principal, una serie de pequeños ataques a lo largo de toda la línea de frontera. Tanto a Russell como a Von Müeller, les encomendó atacar la zona cercana al pueblo francés de Ainhoa. La idea era comenzar el día 6, y someter a los soldados franceses de esa zona a bombardeos periódicos. Buscaba que Soult pensara que era por ahí por donde querían entrar los aliados y que desplazara a esa zona parte de sus tropas asentadas en la zona de la desembocadura del Bidasoa. Había que dirigir bien aquellos ataques para que fueran creíbles sin que produjeran pérdidas humanas en sus filas. Wellington les había dicho que el éxito de la ofensiva dependía tanto de ellos como de quienes iban a realizar el ataque principal. Mientras durara la operación, Russell tendría que cambiar de alojamiento y asentarse en una tienda de campaña al lado de sus hombres. Y si al final todo acababa con una victoria, deberían avanzar y dejar atrás Echalar para siempre.

Al día siguiente, Von Müeller y él entraron en Echalar a las nueve de la mañana. Pasó por Gaztelu para contarles a Smith y Higgins las novedades y se dirigió hacia el puerto. Al pasar al lado de la plaza pensó que Irene ya estaría en la escuela, esperando noticias de él. En aquel momento, lo que más deseaba era ir a verla, pero el deber era lo primero. Intentaría volver antes del anochecer para estar con ella un rato antes de regresar a dormir a la tienda que le instalaran en el puerto. Pasó la mañana supervisando a la tropa. Luego se reunió con Von Müeller para decidir el lugar desde el que atacarían a los franceses y los hombres que movilizarían. Dejaron los últimos detalles para el día siguiente y se retiraron a descansar. Gabriel tenía el tiempo justo para bajar a Echalar, estar un momento con Irene y volver a subir.

Cuando llegó al pueblo, supuso que Irene debía estar ya en su casa. Aunque él no había ido nunca, sabía dónde estaba, así que allí se dirigió. Irene se abalanzó a sus brazos en cuanto le abrió la puerta. Él aspiró el olor de su cabello y se dio cuenta de cuánto la había echado de menos. Entraron en la casa y él no pudo dejar de ver lo pobre que era. En la estancia en la que estaban, había una mesa de madera basta con muchos años de uso, una silla desangelada, una chimenea rudimentaria y poco más. La limpieza que imperaba no ocultaba la pobreza de quien vivía allí. El contraste con Gaztelu casi le hizo daño físico. Le habría gustado llevar a la muchacha a Gaztelu mientras él estaba fuera, quería protegerla de alguna manera. Pero en lugar de eso, tenía que volver a salir enseguida, dejándola sola en aquel lugar.

Irene escuchó con tristeza lo que le contó, con sus ojos enormes fijos en los de él. Cuando acabó, apoyó la cabeza en su pecho, mientras él le acariciaba suavemente el pelo. No había nada más que decir, los dos sabían lo que podía suceder en pocos días. En vez de hablar de eso, aprovecharon hasta el último segundo para disfrutar de su mutua compañía. Después, Gabriel se marchó, prometiéndole que volvería en cuanto tuviera un poco de tiempo para pasarlo con ella. Cumplió lo prometido y no dejó ni un día de visitarla, incluso el mismo día 6, cuando comenzó la ofensiva contra Ainhoa, consiguió un par de horas para bajar al pueblo tras el alto el fuego.

El día 7, las tropas inglesas pasaron finalmente a suelo francés a través de los vados del Bidasoa. Aunque la maniobra era arriesgada, salió bien. Soult no tuvo más remedio que replegarse y la tranquilidad llegó de nuevo a Echalar. Una tranquilidad que duró poco.

Gabriel pasó la noche del día 7 en la tienda de campaña en lo alto del puerto de Echalar. La mañana del día 8 se despertó con un nuevo correo de Wellington que le ordenaba presentarse en Lesaca. El plan que había hecho de pasar al menos una mañana tranquila en Gaztelu, con Irene, se vino abajo. Una vez en Lesaca, recibió la orden que más temía: debía volver a Echalar, recoger todo y salir con sus hombres hacia el lado francés, donde debían establecerse.

 

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